ALCORAC

SALVADOR NAVARRO ZAMORANO

Dirigida a la Escuela de:

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                                                                     Circular nº 11, año XVI

 

                                                                     Bunyola, 1º   de Noviembre  de 2.010.

 

 

 

AGUSTÍN DE HIPONA.-

 

 

Cuanto más inteligente y sensible es el hombre, tanto más conscientes y amargos son los problemas que surgen de las profundidades de su alma – misterios, enigmas, interrogaciones sin respuesta – que hacen de su vida una silenciosa lucha y un continuo campo de batalla.

 

Es precisamente en el auge de la prosperidad material que el espíritu profundo siente más agudamente la propia insuficiencia, la insatisfacción de todas las satisfacciones, el amargor de todas las dulzuras, el vacío de todas las plenitudes terrenales. ¡Pobre del alma humana si le faltase ese equilibrio!

 

Correría el peligro de ser impulsada por la fuerza centrífuga de las grandiosas frivolidades de la tierra, escapar por la tangente de su órbita y desparecer en el tenebroso espacio del nihilismo y de la nada absoluta.

 

Pero esa fuga tangencial del alma no es posible, porque la inmanente gravitación de su propia naturaleza espiritual, le veda esa deserción definitiva.

 

En Astronomía tenemos la ley newtoniana de que los cuerpos se atraen en la razón directa de sus masas y en razón inversa al cuadrado de su distancia. También en la astronomía del espíritu se verifica una ley análoga. El espíritu creado se siente atraído por el Espíritu increado, en razón directa de su volumen, o sea, de su potencialidad espiritual. La “infelicidad” del sufrimiento es la mayor de las felicidades, porque impulsa al planeta descarriado a entrar en la trayectoria de su estrella central y así evitar el gran cataclismo metafísico.

 

El mayor de los infortunios es no sentir esa infelicidad. El hombre que vive para declarar su ateísmo y a buscar argumentos para consolidar el llamado escepticismo, da pruebas de que no está convencido de que desearía haberlo abandonado. Mil veces peor cuando lo afirma y siente la atracción del centro que abandonó como ateo, entrando en la zona muerta, porque en ese ambiente corre peligro de no volver a sentir la feliz infelicidad de sus tormentos metafísicos.

 

Parece que esta desgracia sólo puede caber en un espíritu obtuso y mediocre y no en un alma de elevada potencialidad.

 

Quiero reproducir aquí el suspiro nostálgico de Frederic Nietzsche, el “místico ateo”, que dejó entre sus papeles, al principio del siglo XX.

 

“Más de una vez, antes de proseguir mi camino, y mirar hacia delante,

levanto, solitario, mis manos a Ti;

a Ti en quien me refugio;

a Ti, al cual consagré altares solemnemente,

en los más profundos abismos de mi corazón,

Para que en todos los tiempos, tu voz me llamase nuevamente,

grabada profundamente en mi altar,

resplandece la palabra “Al Dios desconocido”.

Desde ese Yo Soy, hasta la hora presente,

permanezco en el bando de los impíos.

Desde ese Yo Soy, siento los lazos que me arrastran a la lucha,

allá, abajo,

Que, aunque yo huya, me obligan a servirte.

¡Quiero conocerte! ¡Oh, Dios desconocido!

Tú, que arrebatas mi alma profundamente,

Que, cual tempestad, penetras en mi vida.

Tú el Intangible, que eres afín conmigo,

quiero conocerte, quiero hasta servirte.

 

 

Por el rumbo que tomaban las cosas, Mónica se convenció de que se predilecto Agustín se alejaba definitivamente del cristianismo, religión en la que ella veía la verdad y única posibilidad de salvación.

 

Pero, con la muerte de la fe cristiana en el alma del hijo, el amor de madre no quería fallecer en el alma de Mónica. Al contrario, en virtud no se sabe de qué extraña paradoja, cuanto más se distanciaba Agustín del espíritu del Evangelio, tanto más se aproximaba al corazón de su hijo. Bañaba con el amargor de sus lágrimas un cadáver inerte. Embalsamaba con la perfumada esencia de sus oraciones un esqueleto de fe cristiana.

 

Acababa Agustín de ser proclamado jefe del maniqueísmo en Tagaste. La privilegiada inteligencia del joven era ahora una espada aguda para matar en el corazón de muchos hombres aquella fe que Mónica alimentaba en su alma, con la cariñosa solicitud de una vestal que mantiene el fuego sagrado del templo de la divinidad.

 

En una de aquellas noches bañadas de lágrimas, Mónica tuvo un sueño o una visión. Se vio de pie en una gran planicie. De súbito, se aproximó a ella un joven sonriente aureolado de vivos reflejos. Ella estaba inmersa en profunda tristeza y cubierta de luto. El joven preguntó por el motivo de sus lágrimas. “Lloro la eterna condenación de mi hijo” – respondió ella. A lo que el desconocido respondió: “No temas. Tu hijo estará donde tú estás”. Mónica giró el rostro y vio a su hijo Agustín a su lado, en un mismo plano.

 

Esperanzada con este mensaje, volvió a su casa. El hereje había vuelto físicamente, pero espiritualmente seguía lejos, en el desierto de la herejía de Mani. Procuró arrebatar a la madre la “ilusoria felicidad” que le daba aquel sueño, diciéndole:

 

“Nosotros dos, a juzgar por tu sueño, estaremos un día en el mismo plano; quiero decir que tú abrazarás, como yo, el maniqueísmo”.

 

“¡De manera alguna!” – protestó Mónica. “La aparición no me dijo que yo estaría donde tú estás, sino que tú estarías donde estoy yo”.

 

Agustín sonrió y continuó aferrado a sus ideas.

 

En su extrema aflicción, fue la madre al encuentro de un obispo versado en la Biblia, y le insistió para que invitase a Agustín a una discusión pública, con el fin de convencerle de sus errores. El prelado se negó a acceder a su petición.

 

Pero Mónica no se rindió. Continuó suplicando que, al menos, hablase con su hijo. A lo que el obispo le respondió, irritado: “Váyase, señora, y siga viviendo como de costumbre. No es posible que se pierda un hijo de tantas lágrimas”. Y le hizo ver a la suplicante que un hombre de inteligencia tan penetrante como Agustín no profesaría por mucho tiempo doctrina tan incoherente como el maniqueísmo, doctrina que él conocía a fondo, porque un día también había sido discípulo de Mani.

 

Se conformó Mónica con lo inevitable redoblando sus oraciones y llantos, para que la conversión de su hijo fuera lo antes posible.

 

Durante su permanencia en Tagaste, por lo que parece, poco de se preocupó Agustín con su amada mujer que residía en Cartago.

 

Se había aficionado con algunos amigos a la comunión de sus ideas.

 

Entre ellos, había un compañero de estudios superiores, que tampoco moraba en Tagaste y que Agustín había llevado a su conversión al maniqueísmo.

 

Enfermó gravemente este amigo y Agustín se desveló en cuidados por el enfermo, el amigo que traía tan dentro de su corazón que bien pudiera haberle llamado “mitad de mi alma”, como decía Horacio hablando de Virgilio. En las puertas de la muerte, el agonizante pidió ser bautizado. Después, con gran sorpresa de todos, él paciente convaleció.

 

Cuando Agustín volvió a visitar a su amigo, al que había dejado sin sentidos, éste le habló con calma y reverencia del bautizo, se burló el maniqueo de semejante “flaqueza” e invitó al convaleciente a una discusión filosófica-religiosa. Éste, le dirigió una mirada dolorosa y con seriedad le declaró firmemente: “Si quieres ser mi amigo, déjate de semejantes palabras”.

 

Perturbado con tan inesperada respuesta, Agustín se retiró, aguardando el completo restablecimiento del enferme, en la seguridad de que entonces le haría volver a sus antiguos sentimientos. Pero el enfermo falleció de improviso en pocos días, sin que Agustín pudiese volver a verlo.

 

Indescriptible fue el dolor que se apoderó de su alma, cuando supo el fatal desenlace de su amigo predilecto. Escribe: “El dolor que me causó esta pérdida enlutó de tinieblas mi corazón. Por todas partes veía la muerte. En tormento se volvió mi tierra natal y en martirio la casa paterna. Todo cuanto compartía con mi amigo se me hizo una tortura, ahora que él no existe. Mis ojos procuraban verlo por todas partes, y en ningún lugar lo encontraban”.

 

Tristeza, luto y llanto fueron el pan cotidiano de Agustín, después de la muerte del amigo. Y, por fin, encontró dulzura en lo amargo de su llanto. Gozaba su propio martirio. Se entregó a la voluptuosidad de las lágrimas y a la tristeza.

 

No tengo en este mundo nada más que mi dolor y éste me es caro y querido”.

 

No quería saber nada de consuelos. Se apasionó por el sufrimiento. Su corazón se vició con el dulce entorpecimiento del dolor y encontraba en esa extraña embriaguez un alivio: “Mi llanto me sustituye la presencia del amigo de mi corazón”.

 

Sigue en la Circular de Diciembre de 2010.

 

 

 

LA REALIDAD OCULTA.

 

 

Los seres vivos y las sociedades se comportan en muchos aspectos como máquinas complejas. El insecto que forma parte de una estructura social, como la hormiga, la abeja o la termita, lleva a cabo su labor cotidiana de forma mecánica, casi como si fuera un autómata gobernado por estímulos externos. Una hormiga sola, alejada de su colonia, no puede considerarse que tenga gran cosa en la cabeza; las pocas neuronas de que dispone, engarzadas mediante fibras, de ninguna manera pueden constituir una mente y mucho menos elaborar pensamientos; en realidad se asemeja más a un ganglio con patas. No obstante, al observar el funcionamiento de la comunidad del hormiguero, se aprecia otro aspecto de la naturaleza de las hormigas que en tales circunstancias se hace bien patente. Cuando trabajan afanosamente por los alrededores de su hormiguero, los miles de hormigas que lo componen se comportan como un organismo pensante, planificador, calculador. Tan coordinada es su manera de actuar que la colonia en su conjunto parece más un animal con un alto grado de desarrollo que un enjambre de insectos. Y lo mismo puede decirse de otros insectos sociales. Las termitas, en particular, parecen generar una inteligencia colectiva cuando el número de individuos de la colonia alcanza cierto nivel crítico.

 

Además de los insectos sociales, hay muchos más ejemplos de seres individuales – animales, plantas e incluso microbios -  que se organizan para formar complejos organismos sociales. La gran compenetración de que hacen gala, los bancos de peces, las bandadas de pájaros y los rebaños y jaurías de mamíferos posee obviamente una base biológica, y hay razones para creer que la clase de conducta colectiva de los seres humanos, designada mediante la confusa expresión de “psicología de masas”, responde a un tipo de fuerza similar.

 

El hombre es por excelencia un animal social, puesto que depende de otros seres humanos en todas las etapas de su vida. Esta dependencia no afecta sólo a sus necesidades corporales, psicológicas y emocionales, sino también a los atributos culturales que determinan las características de la sociedad. . Los miembros de un determinado grupo humano se hallan vinculados por complejos sistemas para recopilar, almacenar y tratar la inmensa variedad de información que constituye la propiedad colectiva del grupo. Probablemente, la vinculación de las personas en sistemas es tan vieja como la propia humanidad y más importante sin duda que las propiedades biológicas a la hora de determinar las peculiaridades que distinguen al hombre de los animales. El explosivo desarrollo que desde el siglo XVII viene experimentando la ciencia europea podría deberse en parte al uso de un nuevo sistema de comunicación que por aquel entonces comenzaron a poner en práctica los científicos: la puntual publicación en revistas científicas especializadas de resultados parciales de investigación.

 

El artículo científico típico nunca ha pretendido ser otra cosa que un diente más de una gran sierra; sólo tiene importancia en cuanto es un elemento de un esquema de mayor envergadura. Esa técnica de solicitar muchas contribuciones modestas para incluirlas en el arsenal del conocimiento humano ha sido el secreto de la ciencia occidental desde el siglo XVII, pues alcanza un poder corporativo y colectivo mucho mayor que el que cualquier individuo pueda ejercer.

 

El científico tiene tan sólo una ligera idea de la gran trama con la cual se relaciona su trabajo; incluso puede ignorarla en absoluto. De todos modos, sus actividades profesionales, por limitado que sea el campo que cubran, contribuyen a la construcción colectiva de la empresa científica. Su artículo, aun en el caso de aparecer en una publicación de segundo orden, forma parte de un mecanismo muy eficaz de acumulación de información.

 

Así pues, buena parte de la construcción de toda estructura social se debe a las numerosas contribuciones que aportan los miembros anónimos de la comunidad. En este aspecto, el trabajo de los seres humanos se asemeja al que los insectos sociales llevan a cabo para construir el hormiguero. Sin embargo, las comunidades humanas se distinguen de las animales en que su historia viene marcada por innumerables trastornos de origen interno que alteran el curso de su desarrollo. Al cansino e involuntario caminar de la evolución biológica el hombre añade conscientemente discontinuidades a través de los cambios revolucionarios producidos por la introducción o el rechazo de tecnología y de modos de vida.

 

El sometimiento de plantas y animales, la canalización de agua en los valles fluviales del Próximo y del Extremo Oriente, el desarrollo del tejido y de la alfarería, el uso de los metales, la invención de la escritura y todos los logros maravillosos que debemos a las culturas del Neolítico y de la Edad de Bronce, entrañaron sin duda numerosos cambios que de forma progresiva fueron produciéndose a lo largo de muchas generaciones. Considerados en conjunto, estos adelantos constituyeron una revolución, ya que a pesar de lo escaso de la población y de las dificultades de comunicación, transformaron una vida de caza y recolección en las complejidades y el esplendor de las civilizaciones prehistóricas.

 

A lo largo del período histórico, los nuevos procedimientos técnicos y las formas innovadoras del arte se difundieron con rapidez, como en el caso de la escultura y la arquitectura góticas; así, la famosa sonrisa del ángel de Reims fue reproducida en muchas catedrales de Europa en cuestión de muy pocas décadas. El uso del vapor y los procesos industriales se extendieron por el mundo occidental transformando la industria, el transporte y la forma de vida. Desaparecieron las diligencias en una sola década y, con ellas, toda una variedad de comercios y ocupaciones.

 

Las experiencias de viajes realizados por todo el mundo resumen de manera pintoresca las súbitas transformaciones que la vida ha sufrido en nuestro tiempo:

 

En el Ártico con los esquimales en trineos tirados por perros, dotados de contadores Geiger para buscar uranio y de receptores de radio para estar al corriente de las cotizaciones de este metal en el mercado de Montreal y saber así si valía la pena buscarlo. En la vertiente nepalí del Himalaya, escuchar junto a los sherpas los mensajes que el submarino atómico Nautilus emitía mientras navegaba bajo los hielos del Polo Norte. En los Andes sudamericanos, los herederos desheredados de los incas escuchan a los astronautas charlando en los límites del espacio del planeta. Durante los peores días de la guerra del Congo, en el corazón de las tinieblas, asistir a las últimas noticias de la radio del Cairo que los transistores captaban y su posterior difusión a través de la selva pantanosa mediante el lenguaje de los tambores.

 

La capacidad del hombre para transformar su vida por evolución social  y especialmente por medio de revoluciones, contrasta con la estabilidad de los insectos sociales, que sólo pueden cambiar mediante procesos extremadamente lentos de evolución biológica. Sin embargo, la diferencia con otras comunidades de animales no es tan marcada. Hay aves que viajan en los techos de los autobuses y tranvías. En Londres, los pájaros descubrieron el truco de levantar la tapa de las botellas de leche que se dejan junto a las puertas de las casas para comerse la nata. Hay colonias de primates que han adquirido nuevas costumbres, tales como lavar patatas en el agua del mar antes de comérselas, imitando a uno de sus miembros. Y existen ejemplos bien documentados de animales salvajes que aprender a mejorar sus condiciones de vida sacando mejor partido de los recursos locales o bien cambiando de costumbres.

 

 

 

Sigue en la Circular de Diciembre de 2010.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

¿POR QUÉ EL DIABLO?

 

 

Ni el rey Juan de Inglaterra ni el Emperador de Alemania, habían podido nada contra la Iglesia. En el Languedoc ya no se encontraba un solo hereje con vida. El impío rey de Aragón había caído a los pies del piadoso Montfort como el dragón infernal que mató San Jorge. Santiago había vencido a los infieles en las Navas de Tolosa. De Federico II, no quedaba ni la raza. Bacón estaba encarcelado; los impíos de las universidades, castigados. Ya no se oían blasfemias en la cátedra. El influjo divino era manifiesto; Jesús triunfaba en toda la línea. Pero el Diablo había hecho arraigar muy profundamente la impiedad, y aunque el árbol estuviera derribado con todas sus ramas, quedaban aún en la Tierra sus raíces. A pesar de estar sometidas las principales comarcas heréticas, muchos eran los que estaban poseídos por el espíritu maligno. Para desalojarlo, preciso era destruir lo que él poseía. Para averiguar en dónde estaba escondido, se constituyeron los dominicos, esos frailes trashumantes, policía de la Iglesia que iba husmeando el rastro al Diablo cual perros de Dios. Los dominicos se llamaban así, descomponiendo su nombre “Domini canes”  y representaban su orden por un lebrel blanco y negro, como sus hábitos que tenía una antorcha encendida en la boca, y la Inquisición apareció con sus hogueras para destruir los cuerpos en que Satán tenía domicilio.

 

Derrotado Satán en el poder político, no pudiendo ya hablar en las aulas, se manifestó en lo económico. Al acabar el siglo XIII ya no es capitán del Ejército ni doctor, ahora es el Rey del oro.

 

Después de los grandes desastres del Mediodía, asegurado el poder de los Papas sobre el de los heréticos monarcas, instituida la Inquisición, enmudecida la Universidad, ya no se rinde culto al pensamiento. La poesía gaya desaparece; se extingue la dulce influencia de las Cortes de Amor en las costumbres. Se forma una sociedad sombría, fanática, irritable y menesterosa. Detenidas las fuerzas de la inteligencia, desaparecen las riquezas materiales. Los trovadores ya no cantan, sino que gimen, al son plañidero del antes festivo laúd. Ya no existen aquellos caballeros andantes protectores del débil contra el fuerte, ni los ilustrados señores que reunían cortes de sabios y de poetas en sus castillos. No busquéis príncipes literatos ni nobles paladines de la Justicia y de la Belleza;

 

                            ¿Qué se hizo del rey don Juan,

                            los infantes de Aragón,

                            qué se hicieron …?

                            ¿Qué fue de tanto galán

                            y qué de tanta invención

                            como trajeron?

 

                                                                                     Jorge Manrique

 

los grandes se enorgullecen de no saber firmar y sellan con el pomo de la espada. Europa se cubre de congregaciones de encapuchados; la flagelación está a la orden del día. El catolicismo con el brutal apoyo de los barones del Norte, para desalojar al Diablo, lo ha muerto todo.

 

Después de las Cruzadas crecen los gastos en los castillos y en las Cortes. Los reyes derrochan el tesoro por sus manos, o por las de sus validos; además, necesitan dinero para levantar ejércitos que los defiendan de los limítrofes, y les aseguren la preponderancia sobre los feudales. El Rey reclama el oro a los barones, el fisco se encarga de exigírselo imperativamente; éstos, apremiados, lo piden a la fuerza a sus vasallos; es preciso que el aldeano lo sude, en los campos y en las villas, y si no que pague colgado de una horca el delito de no tenerlo. “Venga la plata”, le grita el hombre de armas al campesino, al pedirle por cuarta o quinta vez el impuesto del señor del castillo o el diezmo del abate.

 

Hay una endecha de Alfonso Álvarez de Villasandino, en que se queja de que cinco caballeros le rompieran los papeles que acreditaban sus deudas y le robaran su hacienda. La causa era la codicia de los barones y los atropellos por dinero.

 

                            “¡Ay del Rey! ¡Ay de Justicia!

                            ¡Ay de Dios! Que me robaron,

                            algunos que me rasgaron

                            mi carta con avaricia.

                            Para Díaz de Quesada

                            y su yerno, el de Valdés,

                            ellos dos y otros tres

                            se echaron en celada.

                            En vuestra Corte a mesnada

                            por de robar como moro,

                            por la cual, mil doblas de oro

                            Vale hoy menos mi posada.”

 

Pero a veces el pobre pueblo no puede darlo aunque lo maten, y el barón del castillo no pagando al Rey su tributo se ve amenazado de confiscaciones, y la Iglesia dejando de percibir sus rentas, está en peligro de sufrir miseria. ¿Cómo hacerlo? Entonces se repara en los mercaderes y en los banqueros. Dicen los príncipes: “Que entren en los Consejos; poco importa que sean judíos, si tienen el medio de hallar la moneda que no se encuentra en parte alguna”.  Y los reyes convierten en blasón la “rodela” amarilla, signo de infamia. (Concilio de Letrán. Canon 968), con que andan marcados los judíos y les entregan el fisco. En España se les apellidan “don” de “Dominicus”, o sea, “señor” como a los caballeros cristianos. Todas las rentas reales, antes arrendadas por eclesiásticos, pasan a sus manos en Castilla. Alfonso el Sabio les da grandes inmunidades. Felipe II el Hermoso, en Francia, les admite en los Consejos. Los lleva consigo como intendentes y secretarios. Jaime I de Aragón, les ampara contra la Inquisición y el clero. Los reyes de Portugal les entregan bailías o localidades y mayorazgos. Todos los monarcas los apoyan con sus prerrogativas. Sus pagarés contra villas y baronías refrendados por la Corona tienen fuerza de ley.

 

En esta época, la Banca apenas nacida, empezaba a balbucear, pero lo hacía con letras de un abecedario imponente, letras móviles que hacían efectivos los valores en todos los puntos de la Tierra. Merced a las letras de cambio, el acreedor estaba presente en todas partes; al deudor de nada le servía la fuga. La Banca lanzaba una de estas terribles letras y ya estaba cogido. Su deuda le perseguía, como si fuera un remordimiento, no le abandonaba nunca, como su sombra. El crédito salvaba las distancias. La invención no dejaba de tener algo de diabólica para los cristianos que ignoraban su procedencia.

 

Las letras de cambio son originarias de Babilonia, o al menos eran usadas en aquella ciudad comercial. Consistían en unos ladrillos cocidos, en los cuales estaba escrita la orden del pago. De Babilonia pasó la invención a Persia y de allí los árabes la trajeron a Europa. Otros opinan que los judíos la tomaron directamente de la Caldea, cambiando el ladrillo por el pergamino.

 

El mercader por medio de la letra de cambio y por medio del crédito con otros países podía girar los valores sin necesidad de metálico; un hombre solo llevaba dentro de su escarcela lo que cien galeras llenas hasta los puentes no habrían podido transportar. El valor de un objeto de arte y de industria, de una libre o de mil millones, se fijaba sobre un papel y esto bastaba para que compareciera el oro que debía representarlos, en cuanto se le llamara. Y todos los valores de la humanidad entera cabían concentrados en media hoja de papel o de pergamino. La riqueza estaba espiritualizada por la escritura. Ya podía viajar sin perderse; si la cogían, el valor se escapaba de las manos del ladrón por el mero hecho de cogerla; en su poder nada representaba, era un papel como cualquier otro. Y luego podía dividirse y subdividirse y crecer y multiplicarse indefinidamente.

 

Las operaciones de la Banca en esta época parecían un misterio; el dinero crecía de una manera incomprensible a los ojos del vulgo, y en esta materia era vulgo el Rey, los nobles y los prelados. No dejaba de ser extraño que el oro se acumulara siempre en manos de judíos o de cristianos que vivían en comercio con infieles. Toda fortuna que no fuera obtenida por herencia, por conquista o por gabelas impuestas a los plebeyos, parecía un milagro del maligno. En su ignorancia no conocían otras fuentes de riquezas que éstas. Así el que la obtenía por otros medios, recurría a la alquimia para legitimar sus capitales; lo sobrenatural explicaba lo que los números no les hubieran podido dar a entender. El oro era considerado estéril en aquella edad de hierro. No comprendiendo que la riqueza nace del trabajo, que su fuente principal es la inteligencia, se tomaba el valor convencional por valor real y efectivo, creyéndolo inmanente en el noble metal.

 

 

 

 

Sigue en la Circular de Diciembre de 2010.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

LA CARA OCULTA DEL TIEMPO.-

 

 

Desde principios del siglo pasado, las artes plásticas, así como la literatura y la música han pasado por transformaciones tan radicales, que fue posible hablar de una destrucción del lenguaje artístico. Al contemplar algunas obras recientes, se tiene la impresión de que el artista quiere hacer tabla rasa de toda la historia de la pintura. Más que una destrucción es una regresión al Caos, una especie de masa confusa primordial. Y, no obstante, ante obras de ese género se percibe que el artista está en la búsqueda de algo que todavía no ha definido, no ha terminado de explicar. En muchos artistas modernos se siente que la destrucción del lenguaje plástico no es más que la primera fase de un proceso más complejo y que deberá seguirse necesariamente hasta la creación de un nuevo Universo.

 

Desde ese punto de vista, su actitud es semejante a la de los artista “primitivos”; ellos contribuyeron a la destrucción del Mundo, es decir, la destrucción de su mundo, de su Universo artístico, con el propósito de crear otro. Ahora, ese fenómeno cultura es extremadamente importante, pues son sobretodo los artistas quienes representan las verdaderas fuerzas creadoras de una sociedad. Ellos comprendieron que un verdadero reinicio no puede tener lugar sino después de un verdadero Fin. Y los artistas se pusieron a destruir el mundo de ellos, con el fin de volver a recrear un Universo artístico en el cual el hombre pueda simultáneamente existir, contemplar y soñar.

 

El Arte contemporáneo insatisfecho con estos cánones que rigen lo artístico mucho antes de surgir la Estética propiamente dicha, apunta hacia el establecimiento de un nuevo orden donde el artista tenga condiciones de ser libre y crear. Volviendo a los orígenes, se encuentra con el arte primitivo, volviendo al camino cíclico de retorno, a los inicios, para reestructurar sus criterios a partir del contenido enviado por el Ser al Hombre de la época actual, que necesita, como en todos los tiempos, comunicar lo que a él se le otorga. Como en la Estética se rompen los ritmos sonoros de la unidad con la totalidad, lo mismo ocurre con la doctrina teológica que se desdobla como cristianismo.

 

En lo tocante al cristianismo, el Tiempo circular cede su lugar al linear: el Dios único, sobrenatural creó el Mundo una sola vez, a partir de la Nada, cabiéndolo a Él solamente proclamar de su fin definitivo. Como divinidad celeste, Yavé, sustituto de Marduk, conserva características míticas, las cuales aumenta otras: es único, creador absoluto, alfarero que recurre a la palabra, al nombre, para crear los elementos, dando vida al Hombre por el soplo vital. El Dios luminoso, uno y trino, se esencializa como Verbo en el Cristo, hijo único que viniendo al Mundo lo redime del pecado, lo renueva, hasta ser muerto en la cruz, símbolo vegetal de la madera, del devenir, pero también de eternidad, presente en su resurrección. Es el cordero sacrificado, pura víctima inmolada que por su sangre redime la existencia humana. Padre e Hijo unificados por el Espíritu Santo, en forma de lengua de fuego, sabiduría, paloma celeste que pacifica. Yavé es la Verdad y se manifestó a los hebreos como lluvia, fuego, con su voz que hace estremecer la Tierra, resonando como un trueno. Cristo, al ser crucificado, fundió en su muerte el Día y la Noche, las Tinieblas caóticas asolaron un Mundo que no prestó atención a su mensaje, celebrado diariamente en el sacrificio de la Misa, ritual de rememoración de su venida.

 

“La trinidad es de esencia lunar”. “Inclusive el propio Cristo se subdivide en tres cruces: los ladrones que lo acompañan en su pasión y son como el Alfa y el Omega, cuyo vínculo forma el Cristo”.

 

El objetivo de esta mención al cristianismo está contenido en la proposición del pecado unido a lo femenino, la sexualidad, en el cual se vierte el contenido propio de la relación del Hombre con su tarea, que es la de salvarse en el Tiempo, como también en su relación con el Dios-Padre. La muerte está explicitada en el Génesis, como libre elección de Eva al tomar y comer el fruto del Árbol Yggdrasil, tentada por la serpiente.

 

 

Sigue en la Circular de Diciembre de 2010.

 

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