ALCORAC

Salvador Navarro                                

 

 

 

 

Dirigida a la Escuela de:

                    Mallorca

                    Las Palmas

                                                                                  

                                                                                   Circular nº 3 , año XIII

                                                                                   Bunyola, 1º de Marzo de 2.007.

 

VIDA DE SAN PABLO.-

Cuando los 276 náufragos, sólo con sus vestidos y otros sin ellos, fueron lanzados a la playa, llovía torrencialmente, hacía un frío intenso y soplaba un viento que cortaba las carnes.

Así, después de tan ingentes trabajos y sufrimientos en el mar, tampoco encontraban clemencia del tiempo en tierra.

Felizmente, los habitantes de la isla se mostraron humanos y benevolentes. Acudieron en grupos y con ojos de admiración, contemplaban a los pálidos náufragos vomitados por el mar. Casi nadie entendía las exclamaciones de los indígenas. Hablaban un idioma extranjero, con elementos púnicos; algunos marineros fenicios consiguieron entenderse con ellos.

La isla en que los náufragos acababan de arribar, se llamaba Melita, esto es, isla de la miel (hoy Malta) y formaba parte de la provincia romana de Sicilia.

El primer cuidado de los náufragos fue defenderse del frío, que era tanto más severo cuanto mayor el estado de debilidad e inanición en que se hallaban todos. Pidieron fuego a los indígenas y se pusieron luego a reunir astillas y leña para encender una hoguera en el litoral.

El infortunio general hace amigos comunes. Todos aquellos hombres, pasajeros y tripulantes, a pesar del carácter diverso y heterogéneo, se sentían como amigos y camaradas, y todos cooperaban de buena voluntad para el bienestar general, ayudando a aumentar cada vez más la hoguera con la que se calentaban los cuerpos ateridos por el frío.

También Pablo no se hizo rogar. Arrojaba brazadas de leños a las llamas. Dentro de uno de los haces de leña que habían reunido, dormitaba una víbora. Cuando Pablo aproximó el haz de leña al fuego, el reptil sintió el calor, salió fuera y clavó los dientes venenosos en la mano del apóstol, quedando suspendida de la carne. Algunos de los naturales de la isla que asistían a los náufragos, se dijeron: “Ese hombre debe ser un gran criminal: escapó de la muerte en el mar, pero la diosa de la venganza no lo deja vivir; va a morir de la mordedura de la víbora”.

Pablo sacudió al ofidio tranquilamente sobre la hoguera. Los nativos se miraban entre sí, perplejos, esperando que la víctima se hinchase con el veneno y cayese muerta. Pero, después de esperar mucho tiempo y viendo que nada funesto le ocurría, cambiaron de parecer y exclamaron: “¡Es un dios! ¡Es un dios”!

Posiblemente, en esta ocasión, escucharon los malteses la primera noticia de que Cristo inmunizaba a su apóstol contra el veneno de la serpiente.

Hasta hoy, San Pablo es invocado en esa isla contra las mordeduras de las serpientes.

En aquel tiempo administraba esa porción de la provincia siciliana un funcionario romano de nombre Publio. Acogió durante tres días a los náufragos, dispensándoles hospitalidad  hasta que rehicieron sus fuerzas, encontrando el abrigo conveniente contra las inclemencias de la estación invernal.

“El padre de Publio estaba en cama, enfermo de fiebre y disentería”, escribe Lucas el médico. Pero quien curó al enfermo no fue él, sino Pablo, y esto con una simple imposición de manos. Con este beneficio y la demostración de virtudes carismáticas, se abrieron las puertas a la predicación del Evangelio del Cristo. “Acudieron también los enfermos de la isla y fueron curados. Por lo que nos llenaron de honores y a nuestro embarque nos proveyeron de lo necesario”.

Siempre es así: el camino hacia el alma va por el corazón. Aunque el historiador no menciona la fundación de una cristiandad en Malta, es probable que Pablo haya aprovechado los meses de invierno de los años 60 al 61 para crear en esa isla una nueva célula de la espiritualidad cristiana, tanto más que esa isla representa un importante punto de intersección entre el norte y el sur.

Tres meses pasaron los náufragos en la isla.

A finales de Febrero del año 61, terminado el invierno, embarcó Julio y su personal en el puerto de La Valetta, a bordo de un navío alejandrino que invernaba en la misma isla. Lucas tuvo cuidado de tomar nota del emblema de la embarcación; llevaba en la proa la constelación de los “Dióscuros”: Cástor y Pólux, divinidades protectoras de la náutica de ese tiempo.

El primer puerto en que escalaron fue Siracusa, en Sicilia. En las catacumbas de esa gran isla todavía se conserva el recuerdo de los tres días de devoción que pasó Pablo y su prédica sobre el reino de Dios.

A lo lejos, se proyectaba el Etna con las nubes en su cabeza cubierta por la nieve.

Atravesaron el fatídico estrecho de Messina, donde la fantasía de Homero localizaba los monstruos de Scila y Caribdis.

Dos días después avistaron en el horizonte la isla de Capri, la magnificencia del palacio de mármol donde veraneaba Tiberio. Pocas horas después entraron en el puerto de Putéoli (hoy Puzzuoli), al norte de Nápoles, donde un collar de villaas y palacetes ceñía el litoral del Mediterráneo.

En Putéoli acostumbraban los navíos procedentes de Egipto hacer descarga del trigo y esta nave era la primera en llegar después del invierno. Una multitud de curiosos llegó a los muelles, saludando alegremente a la embarcación, que les traía cereales para fabricar el pan.

En ese tiempo existían en Putéoli numerosos cristianos. El fermento del Evangelio penetraba en el mundo conocido.

Julio permitió a Pablo aceptar la invitación de los “hermanos” para quedar siete días con ellos.

Estos “hermanos” mandaron recado a Roma , certificando a la cristiandad la llegada del gran anunciador del Evangelio.

La distancia de Putéoli a Roma era de unos 208 kilómetros, o sea, unos seis días de viaje. Esa jornada fue para Pablo una verdadera marcha triunfal.

En el foro de Apio recibió el prisionero del Cristo la primera embajada cristiana enviada desde Roma.

Poco más lejos, en Tres Tabernas, le esperaba otra, de carácter más oficial, compuesta de dos presbíteros, de cuyos labios tenían los fieles escuchado la lectura de la gran Epístola de San Pablo a los Romanos.

La caravana de Julio iba de sorpresa en sorpresa al ver cómo se acumulaba homenajes tan extraordinarios a su humilde compañero de viaje y sufrimientos.

“La vista de los hermanos creó en Pablo un alma nueva”, escribe Lucas, señalando que el preso todavía no se había rehecho de su gran debilidad.

A la mañana siguiente, venció la caravana el último trecho de la jornada, cruzando la Campaña Romana, esa zona característica, eternamente envuelta en la nostalgia que tantos poetas y cantantes entonaron en sus alabanzas.

“¡Roma! ¡Roma!” exclamaron de súbito los cristianos apuntando al norte, donde asomaba la famosa “ciudad de las siete colinas”. No era, ciertamente, la Roma de hoy, más no por eso dejaba de ser la mayor metrópolis del mundo civilizado, el centro de la mayor potencia política, militar y económica del siglo, el corazón del planeta, que impulsaba por todas las arterias de las provincias la sangre vigorosa de la vida, del progreso, de la actividad humana.

No sabemos si Julio entregó a sus presos al “Castra Peregrinorum” en el Monte Celio, o al “Cuartel de los Pretorianos” en la Vía Nomentana. Parece más admisible esta última hipótesis.

“Prefecto de los Pretorianos”, esto es, jefe de la política imperial, era en ese tiempo el estadista y general Burrus, amigo de Séneca, el primer hombre del Imperio después de Nerón, y al mismo tiempo el ídolo del pueblo. Ante él compareció Pablo presentado por Julio. Con su habitual calma de consumado estoico, abrió Burrus la carta de Festo y recorrió con los ojos las páginas estropeadas por la sal de las aguas del mar. Dio orden a un soldado para que llevara al preso al interior del cuartel y lo trató con benignidad.

Durante los diez primeros días tuvo Pablo que quedar bajo la mirada de un guardia pretoriano, mientras el “Prefecto” investigaba la legitimidad del título que facultaba el derecho de apelación del preso ante el César.

Después de esta fase preliminar, tuvo Pablo custodia libera, esto es, prisión suavizada, que le permitía escoger un lugar de residencia con un soldado de guardia.

¡Qué diferentes de los judíos eran los romanos!

Pablo alquiló una casa, o sala, cerca del cuartel pretoriano. Los cristianos romanos rivalizaban entre sí para suavizarle el cautiverio en todo lo posible.

Si Pedro hubiera estado en Roma, ciertamente habría visitado a Pablo; pero, hasta esa fecha, el antiguo pescador galileo era desconocido en la capital del Imperio Romano.

Sigue en la Circular de Abril de 2007.

LA REALIDAD OCULTA.-

En el lenguaje común, el significado de la palabra “naturaleza” es muy limitado. No se refiere a la Tierra como planeta conformado por fuerzas cósmicas, sino que se ciñe casi exclusivamente a las formas vivas de las que el hombre depende y a la atmósfera y superficie del globo, creación todas ellas de la propia vida. La interdependencia que existe entre el hombre y las demás formas de vida es tan profunda que la palabra naturaleza suele tener connotaciones biológicas aun cuando se aplica a sustancias inanimadas. En la práctica, no vivimos sobre el planeta Tierra, sino con la vida que alberga y en el entorno que la vida crea.

El oxígeno que respiramos, por ejemplo, es producto de la vida. Llegó a la atmósfera en forma libre gracias a la intervención de organismos primitivos que vivieron hace más de dos mil millones de años y sigue siendo producido por la mayoría de los miembros del reino vegetal, por las algas microscópicas del plancton oceánico y por la mayor parte de árboles gigantes con que cuenta la naturaleza. Los microbios y las plantas son, por lo tanto, absolutamente necesarios para la vida de hombres y animales y no sólo porque producen alimento, sino también porque, literalmente, crean una atmósfera respirable.

Tal como ocurre con la atmósfera, la actual superficie de la Tierra es creación de la vida. En cualquier punto del globo que se halle en condiciones naturales, ya se trate de un bosque, de una pradera, de una tundra, de un pastizal, de un terreno de cultivo, de un parque o de un jardín, el suelo bulle de insectos, larvas, gusanos y microbios que en él se cobijan y se alimentan, transformándolo física y químicamente al hacerlo. Los partidarios de la horticultura orgánica tienen razones científicas legítimas para afirmar que los gusanos y las lombrices contribuyen a la fertilización del suelo tanto como los propios fertilizantes. Por otro lado, las formas microscópicas de la vida son de tanto o más importantes que los gusanos y los insectos. Cada partícula de humus contiene miles de millones de microbios de innumerables variedades, cada una de las cuales está especializada en la descomposición y transformación de una u otra clase de desecho orgánico procedente de animales y plantas o de otros microbios. Normalmente, el experto es capaz de detectar las actividades de los microbios tan sólo con oler un puñado de tierra en época húmeda y calurosa, cuando la vida microbiana crece en intensidad. Por sorprendente que parezca, los microbios del suelo constituyen una gran parte de la masa total de materia viva.

La experiencia nos muestra que, en condiciones normales, los residuos de animales y plantas no se acumulan en la naturaleza sino que son consumidos con la mayor rapidez por los microbios, cuya intervención los lleva a través de una cadena de alteraciones químicas que paso a paso los descomponen en sustancia cada vez más simples. A su vez, los cuerpos de los microbios al morir también se transforman por acción microbiana. De esta manera, los componentes de todos los seres vivos vuelven a la naturaleza tras la muerte y, reducidos a formas más sencillas, quedan disponibles para contribuir a la creación de nuevas formas de vida microbiana y vegetal, que a su vez será consumida por animales y hombres. Los microbios constituyen, pues, un eslabón indispensable en la cadena que une a la materia inanimada con la vida.

El eterno movimiento que lleva a las sustancias orgánicas de la vida a la muerte, de ahí a los microbios y finalmente a constituir moléculas químicas simples que son convertidas de nuevo en vida vegetal y animal, es la manifestación física del mito del eterno retorno. En la antigua República Romana, el filósofo epicúreo Lucrecia reiteró incansablemente en su poema Rerum Natura (Sobre la naturaleza de las cosas) que nada se origina si no es gracias a la muerte de otra cosa, que la naturaleza permanece siempre joven e indemne a pesar de la incansable intervención de la muerte y que todas las formas de vida no son sino aspectos transitorios de una misma sustancia permanente. Es literalmente cierto que todas las cosas provienen del polvo y que en polvo se convertirá, pero en un polvo eternamente fértil. A lo largo y lo ancho del mundo vivo, y especialmente en el suelo, los organismos no dejan de llevar a la práctica la famosa frase del poema de Lucrecia: “Como atletas en una carrera, se entregan unos a otros la antorcha de la vida”.

El suelo es, pues, un verdadero organismo vivo porque la composición química y la textura de cada lugar concreto son y han sido constantemente regeneradas a partir de la roca primitiva por la acción de los seres vivos. Además, cada emplazamiento alberga diversas clases de organismos, cada uno de los cuales ocupa un espacio localizado y concreto que va modificando para adecuarlo a sus necesidades. Aun compartiendo la misma extensión de terreno, el medio ambiente de las abejas sociales difiere del de las abejas solitarias; esto se debe en parte a que no utilizan el mismo tipo de recursos, pero especialmente al hecho de que las abejas sociales crean en la colmena un microclima propio. El suelo de un bosque de robles es distinto del que habría originado sobre la misma formación rocosa, un bosque de pinos, porque los sistemas de raíces de una y otra especie son distintos. Además, las agujas de pino forman al acumularse una capa superficial distinta del humus que producen las hojas de roble al caer y descomponerse. Al mismo tiempo, la calidad de luz que hay bajo un roble, no es la misma que reina bajo un pino. Así pues, todos los seres vivos crean microámbitos que enriquecen la diversidad de la superficie de la Tierra.

En la naturaleza, muchos de los cambios provocados por la interacción que se da entre una especie concreta y su medio ambiente total resultan a largo plazo beneficiosos para ambos. Los cambios que producen estos efectos recíprocos dan razón de la inmensa diversidad de lugares y seres vivos que nuestro mundo alberga. Asimismo, estos cambios explican la exquisita adecuación e interdependencia entre todos los aspectos de la creación tan comunes en aquellos medios que no han sufrido perturbaciones.

No obstante, adecuación e interdependencia no son propiedades estáticas. El cambio lento pero inexorable que en todos los aspectos sufre el medio ambiente requiere que los seres vivos cambien para continuar siendo compatibles con las condiciones ambientales. De ahí que la capacidad para evolucionar sea un atributo esencial de la vida; los cambios evolutivos alteran constantemente las manifestaciones de adecuación e interdependencia. A partir de las formas de vida existentes, estos cambios acaban por conducir de manera progresiva a la creación de nuevas formas de vida, contribuyendo así al incremento continuo de la diversidad de sistemas biológicos  y de sus actividades. La diversidad responde en gran medida de los procesos de adaptación que surgen espontáneamente cuando el orden natural de las cosas se altera por causa de algún accidente; de ahí la adaptabilidad y elasticidad del mundo vivo. De ahí también la adaptabilidad y elasticidad del mundo vivo. De ahí también la adaptabilidad, elasticidad y riqueza de la vida humana.

Cuando el hombre apareció bajo su forma biológica actual durante la Edad de Piedra, estaba sin duda capacitado para hacer frente a las condiciones que prevalecían a su alrededor. Puesto que esa capacidad biológica implica la existencia de una serie de interrelaciones entre el organismo y el medio ambiente total, hay justificación científica para afirmar que el medio ambiente estaba preparado para recibir al hombre cuando éste hizo su aparición. Walt Whitman se había interesado por un problema semejante pero desde la óptica del poeta y humanista; para él, la “cordura elemental” de la naturaleza consistía en aquellos atributos del medio ambiente que contribuían a la riqueza de la vida humana.

La “cordura elemental” de Whitman y la adecuación del medio ambiente hacen referencia a las condiciones bajo las cuales el hombre evolucionó y a las que su constitución biológica sigue aún adaptando. Pero mientras que la naturaleza biológica del hombre ha permanecido prácticamente inalterada desde la Edad de Piedra, su medio ambiente y su forma de vida han sufrido profundos cambios. La civilización suele hallarse en conflicto con ambas, tal como lo evidencia la actual crisis ecológica. Este conflicto explica el desafortunado hecho de que la ciencia de la ecología humana, que debería ocuparse de todos los aspectos de las relaciones entre el hombre y el resto de la creación, haya acabado por identificarse casi exclusivamente con los problemas de deterioro y alienación infligidos al medio ambiente. Sin embargo, la ecología es mucho más que esta visión parcial de las relaciones entre el hombre y el mundo externo. El hombre sigue siendo de la Tierra, terrenal. La Tierra es literalmente nuestra madre, no sólo porque dependemos de ella en cuanto a nutrición y cobijo, sino, aún más, porque la especie humana ha sido configurada por ella en las entrañas de la evolución. Cada persona está además condicionada por los estímulos que recibe de la naturaleza durante su existencia.

Si el hombre coloniza la Luna o Marte  - contando incluso con abundante provisión de oxígeno, agua y alimentos, y con adecuada protección contra el calor, el frío y la radiación -  no lograría conservar su humanidad, ya que estaría privado de aquellos estímulos que sólo la Tierra puede proporcionar. Del mismo modo, aún hallándonos en la Tierra, perderemos progresivamente nuestra humanidad si continuamos ensuciando la atmósfera, el suelo, los lagos y los ríos, desfigurando el paisaje con montones de chatarra, destruyendo a las plantas y los animales salvajes, transformando, en suma, el mundo entero en un medio ajeno a nuestro pasado evolutivo. La calidad de la vida humana se halla inextricablemente entremezclada con los tipos y la variedad de estímulos que el hombre recibe de la Tierra y de la vida que ésta contiene, porque la naturaleza humana está conformada biológica y mentalmente por la naturaleza externa.

Sigue en la Circular del mes de Abril de 2007.

¿POR QUÉ EL DIABLO?

La idea del mal en Egipto la encontramos personificada después de la expulsión de los hyksos en Seth o Tifón, ser perverso por excelencia. Antes de esa fecha, a lo que parece, el Mal era simbolizado por un dragón o serpiente, pero no tenía una representación única en un mito; fue preciso el gran desastre nacional de la invasión de los pastores nómadas para que los egipcios concibieran y dieran predominio a un dios malvado. Se ha querido asimilar el Seth egipcio al Satán cristiano. Nada más fuera de razón. Aunque ambos son personificación del Mal no puede ser más diferente el uno del otro. Satán fue desde un principio servidor de Dios encargado por éste de acusar y aun de tentar a los hombres. Seth, antes de llegar a ser la personificación del Mal, había sido un dios providente, símbolo del valor y fortaleza. Aquél, en el transcurso de su evolución, vino a convertirse durante la Edad Media en la personificación de la Naturaleza en sus más espléndidas manifestaciones, en la de la razón que aparta al Hombre de la creencia ciega; era el espíritu tentador de la carne, era la investigación que engendra el saber humano y que pretende competir con la omnipotencia divina, era la libertad bajo todas sus manifestaciones en contra de la autoridad de la jerarquía. El Seth egipcio, después de caído, simboliza, al contrario, la parte negativa de la Naturaleza, su anulación, por así decirlo, su muerte; en lo moral era la personificación de la barbarie y la ignorancia; en lo político, la personificación de las invasiones extranjeras de pueblos incivilizados.

Vamos a ver cómo se formó y cómo se transformó este mito.

Un día varios pueblos del Asia llegaron al bajo Egipto en son de guerra. La más terrible de las plagas se vino encima de la tierra de los faraones. El bajo Egipto se vio inundado por una multitud de tribus salvajes. Nómadas sin patria, acostumbrados a vivir del escaso producto de sus rebaños o del pillaje, impulsados por la codicia, se precipitaron en tropel sobre las ciudades de las orillas del Nilo, invadiéndolas por la fuerza bruta del número. Cada falange de aquellos bárbaros era una nación; cada caudillo un rey que llevaba por soldados a todos sus vasallos. La invasión bárbara del Asia dominó la civilización de África, como una avalancha doblega la florida vegetación de una pradera. Tal ímpetu tenía la ventaja de que no hubo fuerza capaz de detenerla. Los naturales del país que no quisieron prestar obediencia, fueron hechos esclavos o sacrificados. El viejo Egipto quedó ahogado bajo el peso de los pueblos pastores, esperando la hora de su resurrección, como los muertos que descendían el Amenti esperaban la suya, aprisionados por los demonios de Tifón.

A estos pueblos llámalos la tradición árabe Amalécitas; en los monumentos egipcios vienen indicados como Palestinianos, bajo el nombre “Chet”; la historia los consideran como padres de los israelitas, y las leyendas de los Bereberes, como Filisteos o Fenicios; pero lo más probable es que en esta invasión, denominada de los Hyksos o Pastores, estuvieran gentes de todas estas procedencias.

El dios de estas tribus era Sutech. El rey Apofis  (cuarto rey pastor), soberano señor del bajo Egipto, le eligió como Dios supremo, colocándole por encima de todas las divinidades indígenas, y levantándole en su honor en Ha-uar (Avaria) un templo colosal y espléndido, cuyos restos se encuentran aún hoy día cerca de la actual villa de Tanis. El culto de de Sutech y el culto de uno de los antiguos dioses del Egipto llamado Set, que se practicaba en Ombos, se confundieron y llegaron a formar uno, como si los invasores reconocieran en aquel dios el suyo.

Pronto los príncipes se honraron con llamarse “amados de Seth o Suteche”. Él era quien pacificaba a los reyes y les enviaba la fuerza y la vida eterna, Él era quien les coronaba, acompañado de Horo; Seth-Nubti, les daba la corona del bajo Egipto al tiempo que Horo les presentaba la del alto. Los reyes, a su vez, delante de él se prosternaban; le llamaban “dios bueno, astro de ambos mundos (alto y bajo Egipto) e “hijo del Sol”; le sacrificaban magníficas ofrendas por sus propias manos, y algunos se honraron con llevar su nombre. Le erigieron estatuas, su nombre se grabó en la espalda y a los pies de las colosales efigies de los reyes y en el pecho de las esfinges. Por todas partes se le dedicaron inscripciones: en los templos, en las piedras funerarias, en los obeliscos, y hasta en los amuletos en forma de escarabajo. Se llegó a más, se le consideró como la providencia del Egipto, que abatía a los ejércitos extranjeros; se le llamó el “Rey Celeste”, el “Gran Dios”, el “Vigilante”, el “Soberano Señor de la Victoria”, y se le representó como a Ra, dios supremo, matando al dragón monstruoso, símbolo personificado del Mal.

Durante su providencia todo era prosperidad y felicidad; hasta los extranjeros que al Egipto confluían se sometían voluntariamente a su culto, adorándole como a un dios propio. El pueblo hebreo lo vio brillar allí como el Sol de la fortuna, y no falta quien afirma que Moisés a su impulso convirtió los israelitas al monoteísmo.

El dios de los israelitas, que después de Moisés lleva el hombre de Iahveh, era conocido antes de la época mosaica entre los antiguos israelitas con el nombre de El – Shaddai, dios de los pastos y más tarde bajo el de Él, y en plural Elohim.

Pero todo en el mundo cae, hasta los dioses, y a Seth le tocó esta vez el turno. Corría la XX dinastía cuando el viejo Egipto resucitando por su propio esfuerzo expulsó a los hyksos. Entonces se miró a Seth como un dios favorable a los dominadores, y fue destronado por haber protegido a los enemigos de la patria. El desprecio que se tuvo por él sobrepujó a la veneración en que se le había tenido; la invasión asiática fue considerada como la más terrible de las plagas que habían caído sobre Egipto. Y como se creía que él la había mantenido, se dedujo que, por fuerza, debía de ser el dios del Mal. ¡Siempre los dioses caídos fueron diablos! Se dijo que durante la expulsión de los invasores había huido montado en un asno; que, en su afán de abandonar Egipto, había andado sin parar hasta el séptimo día, y que al llegar en tierra de Asia había tenido allí dos hijos llamados Palestinos y Judíos, cada uno de los cuales era un pueblo.

Sigue en la Circular de Abril de 2007.

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Rumbo a la Eternidad  (esotérico)
La búsqueda del Ser (esotérico)
El cuerpo de Luz  (esotérico)
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Eva. Desnudo de un mito (ensayo)
Tres estudios de mujer (psicológico)
Misterios revelados de la Kábala  (mística)
Los 32 Caminos del Árbol de la Vida (mística)
Reflexiones. La vida y los sueños   (ensayo)
Enseñanzas de un Maestro ignorado (ensayo)
Proceso a la espiritualidad (ensayo)
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Seducción y otros ensayos (ensayos)
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Sobre la vida y la muerte (filosófico)
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