ALCORAC

SALVADOR NAVARRO                                 

 

 

Dirigida a la Escuela de:

                        Mallorca

                        Las Palmas

                                                                                 

                                                                                  Circular nº 6 , año XIII

                                                                                  Bunyola, 1º de Junio de 2.007.

VIDA DE SAN PABLO.-

Cerca de Hierópolis se mostraba el “plutonio”, las fauces de los infiernos, en cuyas profundidades se agitaban los espíritus de las tinieblas. Tales, natural de este lugar, definirá el mundo como “un ser vivo repleto de demonios”.

Pablo escuchó, silencioso y pensativo, la extensa disertación de Epafras. Sonrió por las ingenuidades de los buenos colosences; pero no ignoraba que detrás de esas creencias populares se ocultaba un gran peligro para la pureza de la fe cristiana.

De hecho, la secuencia de la narración de Epafras confirmó plenamente sus aprensiones: los neófitos de Coloses aplicaban sus fantásticas ideologías a la persona del Cristo y su obra redentora.

Por la respuesta que Pablo dio a los colosences no se puede reconstruir exactamente el cuerpo de esas doctrinas supersticiosas, pero se desprende una especie de teosofía judeo-helenística, o sea, un gnosticismo rudimentario.

Los judíos, no consiguiendo convencer a los paganos para que aceptaran el mosaísmo puro, le daban un barniz de filosofía. Hablaban en “daimones” y contaban con aire de misterio, como algunos de esos seres habían aparecido a Moisés en las alturas del Sinaí. Más tarde, decían, bajará a la tierra el supremo “aion” que tomará el nombre de Jesús. Servirá a la ley de Moisés como los espíritus del Sinaí, razón por la que sus discípulos debían profesar esa misma doctrina.

El gnosticismo evolucionó más tarde, a través de los siglos, perfeccionándose cada vez más y llegando a fascinar poderosas inteligencias, como la de Marción, Valentín, Basilides, etc.

Al parecer influyeron en esa ideología elementos de la “escuela de los Esenios”, secta judía de gran rigor ascético.

Este ocultismo religioso, caracterizado por una viva repugnancia a todo lo que fuese terreno, material y sensual, animado de un vehemente deseo de redención y espiritualidad, era un molde para fomentar una escuela de espíritus rectos y deseosos de perfeccionamiento moral.

Las controversias filosóficas y religiosas en Coloses parecían haber girado en torno de un problema central. ¿Qué se debe pensar del mundo material? ¿Cuál es su origen? ¿Divino o diabólico? ¿Qué pensar del mal? ¿Proviene o no de la materia?

La solución dada por los sabios de Frigia era esta: El mundo material no es obra de Dios, que es puro espíritu y no se ocupa de la materia inmunda. El mundo material debe su origen a potencias subalternas, seres intermediarios, espíritus elementales, esto es, a tales “aiones”. De Dios irradian constantemente seres que tanto más se materializan cuanto más se distancia de la esfera de la divina espiritualidad, acabando por descender al nivel de los “demiurgos”, arquitectos de nuestro mundo repleto de males y calamidades. El alma humana es una centella de luz emanada de la esfera superior, centella que se extravió en las regiones inferiores del mundo material. A fin de libertar de la esclavitud de la materia el alma humana, descendió de las alturas uno de los “aiones” superiores, el Cristo, que se unió con el hombre Jesús en el momento del bautismo en el río Jordán, y abandonó nuevamente ese hombre antes de la crucifixión en el Gólgota. Sufrió Jesús, pero quien redimió a la humanidad fue el Cristo.

Los iniciados en esa ciencia oculta se apellidaban “gnósticos” y miraban con desdén a los “písticos”. Se realizaba la iniciación gnóstica con una rigurosa mortificación del cuerpo, abstención de vino, carne y relaciones sexuales.

En la solución que Pablo da a tan complejo problema, mezcla de verdades e ilusiones, resalta una vez más el criterio seguro y la iluminación superior de su espíritu. Si no fuese el gran realista de la salud espiritual, habría simpatizado con tal ideología que tanto enaltecía el culto del espíritu y reprimía la prepotencia de la materia.

Entretanto, para Pablo la perfección cristiana no consiste simplemente en la fuga de las criaturas, sino en el recto uso de las mismas; no en la extinción de las energías orgánicas, sino en su espiritualización mediante una completa subordinación al espíritu. El cristianismo, si no es del mundo, tampoco está fuera del mundo, sino que vive en el mundo; y sus adeptos deben aprender a vivir en el mundo, sin ser del mundo. Esta es la virtud divina del Evangelio y la victoria suprema de la fe.

El ideal de la santidad paulina no es Juan el Bautista, que vivía segregado de la sociedad humana, no comía ni vestía como los otros hombres, sino Jesús el Cristo que llevaba la vida igual a la de otros hombres, no usaba trajes especiales ni adoptaba usos y costumbres diferentes de las del pueblo, sino que usaba de las criaturas conforme a la voluntad del Creador, porque “para el puro todas las cosas son puras”.

Abusar de las criaturas es propio del pecador.

Renunciar a las criaturas es virtud de los imperfectos.

Usar correctamente de las criaturas es santidad de los perfectos.

Pablo no se dejó convencer por los fuegos fatuos del gnosticismo, porque estaba con los ojos fijos en la “luz del mundo”.

Lo que más profundamente le entristecía era el lugar subalterno que los colosences atribuían al Cristo. Su epístola es una reivindicación de los derechos que competen al Unigénito del Padre.

Jesús el Cristo no es un espíritu cualquiera, ni tampoco el más alto de los “aiones”; él es superior y anterior a cualquier criatura; en él, por él y para él fueron creadas, visibles o invisibles, tanto las de la  “plenitud” como las de la “vacuidad”.

Pablo anticipó en esta Epístola las solemnes palabras del vidente de Patmos: “Todas las cosas fueron hechas por Él, y sin Él no se hizo nada de cuangto ha sido hecho”.

Sigue el apóstol cantando las grandezas del Cristo.

“Él está por encima de todo; en él todo subsiste. Él es la cabeza del cuerpo, de la Iglesia; es el Primogénito entre los muertos. Porque le competía ocupar la primacía en todas las cosas. Era voluntad de Dios que en él residiese toda plenitud y por su intermedio reconciliase consigo todo cuanto existe en la tierra y en el cielo, estableciendo la paz por su sangren la cruz…..En él habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad”.

En estas palabras refuta Pablo todos los errores de los colosences. No fue Jesús el que sufrió y el Cristo quien nos redimió. Quien sufrió y con su muerte redimió a la humanidad fue el Dios-hombre, Jesús el Cristo, sufrió como hombre, pero el Cristo-Dios dio valor a su sufrimiento.

No hay separación entre Cristo y Jesús, aunque haya distinción, como muestra el propio Cristo.

Por tanto, Cristo no es una de las numerosas “centellas” emanadas de la Divinidad; él es la propia “plenitud” de la Divinidad; en él habita toda la sustancia de la naturaleza divina. Como hombre sí, forma parte de la creación, de ese transbordamiento del amor de Dios, de ese incesante trasvasar de la divina plenitud para el vacío, para que ese vacío, poblado de criaturas, refleje en mil colores las perfecciones del Creador.

La Creación no es indigna de Dios. Ella es reveladora de sus perfecciones, espejo de sus atributos.

La materia, por más grosera sea, no mancha el espíritu, así como un pozo de agua inmunda no contamina el rayo solar que en él se refleja. El mundo no es una emanación de Dios, en el sentido de separación: es el resultado de su voluntad creadora, una de las manifestaciones de la Divinidad.

Sigue en la Circular de Julio de 2007.

LA REALIDAD OCULTA.-

La gran mayoría de los seres humanos que desde la aparición del Homo sapiens han pisado la superficie terrestre, han vivido en la ignorancia no sólo de la industria, sino también de la agricultura. Hace tan sólo seis mil años, gran parte de la población mundial seguía viviendo exclusivamente de la caza y la recolección de plantas silvestres. Pero no debemos concluir de ello que la vida del hombre primitivo fuese tan ruin, brutal y corta como suele suponerse. En nuestros días, incluso los aborígenes australianos y los bosquimanos del desierto de Kalahari están relativamente bien alimentados. Sin tener que invertir en ello demasiado tiempo y esfuerzo, obtienen de las plantas y animales propios de tan desoladas zonas una dieta bastante equilibrada. Los cazadores del Paleolítico ocupaban hábitats más favorables que los desiertos australianos y del Kalahari y se ha calculado que unas treinta horas de caza y recolección a la semana bastaban para proporcionales alimentos abundante y variado. El hombre primitivo, asentado en zonas próximas a las rutas de migración del bisonte, del reno y de otros grandes animales, disponía de tiempo suficiente para llevar una intensa vida social y paran dedicarse al arte del período glacial.

La especie humana surgió en un medio ambiente subtropical, pero evolucionó y alcanzó su total desarrollo durante el período glacial. Así pues, no fue el clima estable de la era de los reptiles el que determinó las características del hombre, sino las difíciles condiciones del crudo invierno resultante de la capa glacial que cubría la mayor parte de la superficie terrestre. La selección de ciertos tipos humanos asociados a las condiciones climáticas y a la vida propia de los cazadores y recolectores debió ser muy semejante en todo el mundo habitado, tanto que en esta uniformidad hay que buscar las razones de la unidad del género humano. Los efectos de dicha selección fueron tan profundos que la especie humana apenas ha cambiado en cincuenta mil años. Las continuas migraciones de los hombres de la Edad de Piedra y sus experiencias con los trastornos climáticos dieron lugar a una inmensa variedad de tipos genéticos, pero la variación nunca llegó a ser realmente profunda. Seguimos siendo tan parecidos a nuestros antepasados de la Edad de Piedra en nuestras necesidades fundamentales y en nuestra estructura corporal que las mejores reliquias del hombre primitivo con que cuentan los científicos son los hombres modernos. Nuestro lejano pasado evolutivo tiene importancia incluso para nuestra vida emocional e intelectual. Los cazadores de renos que vivían en el sudoeste de Francia hace quince mil años expresaron simbólicamente en sus pinturas y grabados preocupaciones que todavía tienen sentido para nosotros. Las celebraciones rituales y el diseño de ornamentos fueron aspectos de su vida quizá tan importantes como la fabricación de las armas que utilizaban para cazar. Si pudiéramos llegar a comprenderlos de verdad, los símbolos que usaba el hombre de Cro-Magnon en sus esfuerzos artísticos nos dirían más de lo que sus útiles nos revelan, y no sólo sobre su cultura sino también sobre la actual naturaleza humana.

Nuestra capacidad de aprovechamiento de los recursos naturales, así como del espacio y el tiempo, han alterado nuestra relación con la naturaleza, pero no han afectado nuestro ser físico y mental de forma significativa. Muchos de los problemas de la vida civilizada tienen origen en el hecho de que los hombres actuales estamos inmersos en el mundo de la tecnología con una biología y una psicología que datan de la Edad de Piedra. El lastre que constituyen las instituciones sociales heredadas de nuestro pasado histórico es probablemente menor que el que supone los reflejos, ritmos, funciones fisiológicas y circuitos neuronales heredados de nuestro pasado evolutivo.

La vida en las sociedades de alto nivel tecnológico representa una paradoja que puede resolverse en un futuro prometedor para nuestra especie o en su total desaparición. Por una parte, las innovaciones técnicas y sociales dan lugar a grandes cambios en las manifestaciones externas de la vida humana; por otra parte, las estructuras anatómicas, los procesos fisiológicos y las necesidades psicológicas del ser humano se han mantenido acordes con las condiciones cósmicas que imperaban cuando el Homo sapiens adquirió su identidad biológica. El apóstol San Pablo utilizó palabras que podrían interpretarse en términos evolutivos modernos cuando dijo: “Pero no es primero lo espiritual, sino lo animal; después lo espiritual.  El primer hombre fue de la tierra, es terreno; el segundo  hombre fue del cielo. Cual es el terreno, tales son los terrenos; cual es el celestial, tales son los celestiales”. (1ª Corintios 15: 46 – 48). Sin embargo, San Pablo no pareció reparar en que “lo animal” persiste aun después de haber dado origen a lo espiritual. Tampoco puede decirse que el mundo moderno haya llegado a comprender, y no digamos a asumir y manejar con éxito, la dualidad de la naturaleza humana.

Entre los vínculos más evidentes y estables que desde antiguo unen al hombre con el mundo de la naturaleza se cuentan los ritmos de ciclo diario, estacional y lunar que exhiben la mayoría de las funciones de su cuerpo y mente. Estos ritmos reflejan claramente la influencia dominante que la fuerzas cósmicas ejercieron sobre todos los aspectos de la evolución humana en un pasado remoto.

Muchas funciones corporales importantes de los animales sufren cambios estacionales que persisten aun cuando la temperatura y la humedad se mantengan constantes, como ocurre en condiciones de laboratorio. Los procesos químicos y hormonales mediante los cuales el cuerpo utiliza el azúcar difieren de estación a estación. La migración y las necesidades de apareamiento, el color y la calidad del pelaje de los mamíferos, el plumaje y el canto de los pájaros no son sino unos pocos de los muchos rasgos que permanecen vinculados a los ciclos estacionales, aunque las condiciones ambientales se mantengan artificialmente constantes. Las alteraciones químicas de las glándulas sexuales que tienen lugar a comienzos de la primavera son de especial importancia porque dan paso a las paradas nupciales y a la construcción del nido en el momento oportuno. La búsqueda del cónyuge y el cuidado de los pequeños incluyen, pues, pautas de conducta que está en relación con las fuerzas cósmicas. Y lo mismo se aplica al hombre, incluso en las sociedades más tecnificadas y urbanizadas.

En los primeros días de bonanza primaveral, los seres humanos normales sienten el despertar de la naturaleza en sus cuerpos y mentes tal como ocurre con los animales y las plantas. La nueva irrupción de vida, que da lugar a los tiernos y verdes brotes de vegetación y hace que los pájaros comiencen a cantar y a construir nidos, también hace que los hombres, mujeres y niños sientan necesidad de expandir su energía y expresar sus sensaciones biológicas en un ansia por deambular y por entregarse a todo tipo de actividades lúdicas, fiestas de primavera, carnavales, juegos de amor y celebraciones matrimoniales.

Las pautas de conducta que acompañan a las estaciones no pueden ser atribuidas únicamente a los cambios de temperatura o de luminosidad del cielo, sino que se asientan en la constitución genética y tienen su origen en un momento del pasado evolutivo en que el hombre vivía en contacto tan directo con la naturaleza que sólo podría sobrevivir si sus funciones corporales y sus respuestas mentales se ajustaban con toda precisión a los ritmos estacionales y a la disponibilidad de recursos. Probablemente, los ritos primaverales existían ya de una forma u otra en los albores de la humanidad. A mayor avance de la civilización menor dependencia del hombre con respecto a la naturaleza; sin embargo, los cambios sufridos en su manera de vivir no alteraron notablemente sus necesidades y ritmos fundamentales. En las ciudades más sofisticadas se celebra todavía el carnaval cuando la savia comienza a ascender por los troncos de los árboles, tal como ocurría hace miles de años.

Sigue en la Circular de Julio de 2007.

¿POR QUÉ EL DIABLO?

Del centro de la tierra salían también los fantasmas, los espectros y los vampiros. Estos se presentaban al hombre por la noche bajo formas espantosas. Pero los peores que atacaban al hombre eran los demonios de las enfermedades, entre los que estaban el de la fiebre, el de la cefalalgia, el de las congestiones, el de la peste, que era hijo de la superficie terrestre y del abismo, etc. Además se creía en los “incubos” y en los “sucubos”, demonios de las poluciones nocturnas, que abusaban del sueño para poseer las mujeres o los hombres y extenuarlos con sus caricias. Lilith era un diablo femenino que tan gran papel desempeñó más tarde en el Talmud, entrando en el judaísmo por los profetas, los cuales la tomaron de Babilonia.  La imaginación del pueblo acadio llegó a llenar toda la creación de estos seres maléficos, les asignó rangos, sexo, y les creyó capaces de reproducirse.

El acadio se creía víctima en unos casos, protegido en otros, de estos seres que su propia imaginación había forjado, y todo lo que le sucedía, bueno o malo, se lo atribuía dándose así una explicación de los acontecimientos. Al igual que el ario, la hora que él temía más era la noche, en la cual imperaban las tinieblas, y como el indio, adoró el fuego, el cual creyó principio elemental, causa suprema del movimiento cósmico: “Él es quien hincha la sangre en nuestras venas  - se decía -, él está en nuestro cuerpo y nos da vida, pues en cuanto nos morimos nos helamos. El calor y la llama son sus dos manifestaciones, por una de ellas todo lo anima, por la otra vierte la luz en el propio seno de las tinieblas”.

El número tenía una gran influencia con los espíritus; cada ser, bueno o malo, tenía el suyo; a los genios benéficos correspondía un número entero, a los maléficos correspondía un quebrado. Los espíritus buenos ayudaban siempre al del Cielo, al de la Tierra, al Sol y al Fuego, ocupando el lugar que habían dejado vacío los demonios, haciendo centinela en la puerta de los palacios, de las casas, de las calles o de las murallas. A veces tenían que luchar para echar a los diablos que no querían abandonar los cuerpos humanos, o las estancias, y para echarlos era preciso vencerlos. Y cuando el hombre los llamaba con la palabra mágica o con el número que les correspondía, acudían siempre a socorrerle o se alejaban tristes si se pronunciaba alguna fórmula que los volviera impotentes contra los maléficos desencadenados. También se les llamaba o apartaba por medio de talismanes, bandas de tela, piedras grabadas con números, letras o su imagen. Allí donde el hombre trazaba la imagen del coloso, de barba azul y cara adornada de estrellas si era bueno, allí estaba él siempre presente; de allí donde velaba el buen dios representado por monumentos con cuerpo de toro, alas de águila, cola de león, cara humana con barba rizada formando bucles, pendientes en las orejas y la tiara en la cabeza, se apartaba siempre el demonio malvado. Un medio de ahuyentarlo era también el de pintar o grabar su imagen horrorosa tal cual era. El maligno, al verse diseñado sobre el muro, huía, pues su propia estampa le daba miedo.

Cuando los dioses querían castigar a los hombres no les enviaba males, sólo dejaban libres a los demonios. Entonces el hombre sufría, pero si rogaba no faltaba nunca un intercesor, y el dios daba la fórmula al momento, e inmediatamente los malignos abandonaban el cuerpo en el cual se habían alojado.

Como puede verse este sistema era algo parecido al de los iraníes, pero sólo en la forma, en el dualismo que afectaba. En el mazdeísmo toda la Naturaleza combatía en un sentido u otro; aquí quien combatía era sólo los espíritus, la Naturaleza sufría. Allí el hombre vencía luchando, trabajando; aquí sólo era plegarias lo que acarreaba el bien, o maldiciones lo que producía el mal. La palabra y el número tenían el poder, que la acción entre los persas. El mal allí era la pereza, la inacción, la injusticia; el bien, el trabajo, la industria, el derecho. Entre los acadios, no había más bien que la salud, el bienestar y la piedad, ni más mal que la enfermedad o la impiedad. Así, aunque dualistas en la forma, aunque fundándose en contrastes de luz y sombra, estas dos religiones son el fondo completamente distintas.

La raza semita que inmigró en la Caldea hizo evolucionar los dioses. Esta raza tenía una religión análoga a la sirio-fenicia.

Esta religión durante algunos siglos quedó frente a frente de la acadia, pero poco a poco se fueron confundiendo ambas, y en la época del rey Sargón I (2000 años a.C.) la religión semita había absorbido completamente a la otra, y la subordinó, amoldando alguno de los dioses, tal como Anunnak, los Espíritus de la Tierra; Nebo, dios de Mercurio, etc. La religión acadia quedó entonces como una religión inferior y pasó a formar la magia babilónica, en tres órdenes mágicas: conjuradores, médicos  y teósofos. La unificación de los dos cultos fue una verdadera obra de sistematización.

Todos los dioses fueron subordinados, los unos a los otros, formando verdaderas jerarquías. Una vez organizada, la religión de Babilonia vino a ser un culto de la luz, pero en sentido contrario al culto persa. En Babel más que la luz, se adoró el objeto luminoso. Los caldeos prestaban culto al Sol y a la Luna, a los astros, porque nos enviaban la luz; la luz sola, aislada del objeto luminoso, no era concebible para ellos. La luz nos da la vida, la luz nos la envían los astros, luego ellos nos determinan los actos; dijeron y sentaron que dependemos directamente de los bólidos celestes. El culto persa no era una adoración; éste lo era por completo. A orillas del Éufrates, el Sol abrasa; de día hace un calor insoportable. El Sol era Moloch, el dios del fuego, pues se revela más por el por el calor que por la luminosidad. De noche se respira, circula una brisa tibia, y el caldeo creyó que las estrellas le enviaba la noche para que él respirara el aire fresco y ellas pudieran salir a resplandecer sobre el fondo oscuro de la bóveda celeste. Así el sacerdote, por la noche, velaba a orillas del Éufrates. El acadio tributaba más bien culto al fuego; hijo de un país más al Norte, le era útil en invierno. El Caldea era terrible lo que en Turán era benéfico. Pero el acadio era menos inteligente que el semita y menos sabio. Sólo cultivó la tierra y creó una religión primitiva, y un culto sencillo, a la par que el otro, observó y sistematizó las observaciones y creó la Astronomía y las Matemáticas, y con estos conocimientos organizó un culto en que la última de las manifestaciones divinas de la Naturaleza, por una continuación de subordinaciones lógicas, se llegaba a un Dios supremo, hasta la Humanidad y los fenómenos sociales llegó a subordinarlos a la Divinidad en sus diversas manifestaciones.

Observando los movimientos de los cuerpos celestes, vio ciertas relaciones que creyó ligadas con algunos fenómenos naturales, y como en virtud de la correlación que había establecido entre el cielo y la tierra, todos aquellos movimientos debían de corresponder a acontecimientos humanos, se dedicó con ahínco a descifrarlos. Impulsado por tal tendencia, construyó la ciudad según un plano que trazó de la esfera celeste. Puso en sus palacios la imagen de los colosos de su mitología cósmica para que estuviesen allí siempre presentes. El mismo lazo que unía al hombre con los dioses, unía a estos a los hombres, y una de las maneras de hacerlos comparecer en un punto determinado, era el representar allí su imagen. Luego construyó sus casas en forma de varias torres superpuestas, terminando en azotea. Allí colocó su lecho bajo el tálamo, para que al dormir, sus divinidades luminosas le trasladaran en sueños a las regiones siderales. Estudiada la bóveda celeste, trazado su mapa en correlación con la terrestre, a las doce constelaciones del Zodíaco, les dio el nombre y la forma de otros tantos seres, que su disposición remedaba más o menos aproximadamente, la mayor parte de ellos animales celestes que iban a abrevarse en la Vía Láctea, grandioso río de líquido cósmico, cuyas moléculas son sistemas solares.

Creyendo que los astros correspondían a los seres de la tierra y regulando éstos por jerarquías, las estableció también en el cielo entre los espíritus planetarios, y pronto los espacios vinieron a tener sus animales, sus esclavos, sus ciudadanos, sus magnates, sus guerreros y hasta su soberano que lo presidiera. Estas categorías tenían sus funciones propias como los de la tierra. Así había estrellas consejeras, sirvientas, correos, etc. Tenían también sexo, y se juntaban o separaban, se amaban o se aborrecían. Tenían relaciones sociales como los hombres, y guerreaban, se perseguían, huían, se escondían, emigraban o se reunían, se asociaban, formaban estados, hacían revoluciones, celebraban fiestas, etc.; en fin, cada una tenía, según el color y la intensidad de la luz, su voluntad, su manera de obrar, su genio, su idiosincrasia. Lo que hacían Bel y Belit, la suprema pareja, lo repetían las otras divinidades masculinas y femeninas, de los planetas, se amaban al igual que ellos; moría el Dios, lloraba la Diosa su muerte, volviéndose todo triste y sombrío hasta que resucitaba su amante cósmico.

Sigue en la Circular de Julio de 2007.

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Actualmente se desarrolla un ciclo sobre temas relacionados con citas de grandes hombres de la Historia..

También en horario de las 20.00 a las 20,30 horas, se reúne un grupo para meditaciones por la paz de la Tierra, dirigidas por Amanda Reynés Salas.

OBRAS PUBLICADAS

         Entre el silencio y los sueños                 (poemas)

Cuando aún es la noche                         (poemas)

         Isla sonora                                               (poemas)

         Sexo. La energía básica                         (ensayo)

         El sermón de la montaña                        (espiritualismo)

         Integración y evolución                           (didáctico)

         33 meditaciones en Cristo                      (mística)

         Rumbo a la Eternidad                             (esotérico)

         La búsqueda del Ser                               (esotérico)

         El cuerpo de Luz                                               (esotérico)

         Los arcanos menores del Tarot             (cartomancia)

         Eva. Desnudo de un mito                       (ensayo)

         Tres estudios de mujer                           (psicológico)

         Misterios revelados de la Kábala           (mística)

         Los 32 Caminos del Árbol de la Vida    (mística)

         Reflexiones. La vida y los sueños                   (ensayo)

         Enseñanzas de un Maestro ignorado    (ensayo)

         Proceso a la espiritualidad                     (ensayo)

         Manual del discípulo                               (didáctico)

         Seducción y otros ensayos                    (ensayos)

         Experiencias de amor                             (místico)

         Las estaciones del amor                        (filosófico)

Sobre la vida y la muerte                        (filosófico)

Prosas últimas                                         (pensamientos en prosa)

         Aforismos místicos y literarios               (aforismos)

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