ALCORAC SALVADOR NAVARRO ZAMORANO Dirigida a la Escuela de: Mallorca Las Palmas
Circular nº 7, año XVI Bunyola, 1º de Julio de 2.010. AGUSTÍN DE HIPONA.- Por ese tiempo se cristalizaron los desordenados amores de Agustín. Su pasión se fijó en una criatura determinada. Amó a una joven y se sintió integralmente retribuido. Una inefable delicia inundó su alma de estudiante cartaginés. Por algún tiempo los torrentes del amor amenazaban arrasar los diques y represas y dar nuevo rumbo al inquieto aventurero, lanzándolo a las playas tranquilas de un hogar feliz y bien constituido. Escribe: “Me precipité en el amor y me dejé aprisionar por él”. No tardó el alma de Agustín en experimentar lo que antes y después verificaron millares de otros hombres: por más que fuese amado, no se sentía lo bastante querido. Es que todo el amor por su naturaleza insaciable es ilimitado, infinito. Nunca dice: ¡basta! Agustín quería ser amado con vehemencia, con pasión, con delirio, con una potencia que fuera más allá de todas las dimensiones de lo posible y alcanzara sus más lejanos horizontes que pudiese pensar la imaginación en el vasto círculo de sus divagaciones. Y aquella joven cartaginesa, aunque integralmente mujer, poseía como todas las mujeres, un potencial afectivo. Era ardiente, sincera, dedicada, apasionada…..Daba al amante todos los encantos del cuerpo y del alma femenina, pero era humanamente limitada a su pasión. Era como todas las amantes de los amigos de Agustín, y él quería que fuese algo único, original, inédito, inmensamente profundo y sublime. Si hubiese encontrado el hijo de Mónica en el mundo femenino lo que procuraba, tal vez nunca hubiese salido de ese mundo; pero sólo encontraría sosiego y quietud en el Infinito. La cariñosa crueldad del amor finito debía ser para él como un puente para la austera verdad del amor infinito. Agustín quería gozar, pero gozar como nunca hombre alguno gozara. Quería llenar la taza, más de lo que el recipiente pudiera contener. Quería un acto mayor que su potencia. Y comenzó a sufrir en medio del gozo…. Y descubrió esta paradoja sorprendente: que el hombre puede sufrir el gozo y gozar el sufrimiento. Se le desveló el misterio de la dulce amargura, de la amarga dulzura. Verificó con estupefacción que el gozo, elevado al límite de sus posibilidades, acaba en la profunda nada del tormento; y que este mismo tormento, cuando se intensifica al extremo de su capacidad, genera un placer tan grande que va más allá de todas las alturas y alcanza tan inefable vehemencia que arrebata a sus confesores y mártires a un delirio de amor, a un indescriptible paroxismo de pasión. El dolor engendrado por el amor hace entonces de tóxico, creando mundos fantásticos que eclipsan todas las maravillas del universo real. A través de la “espada llameante” reconquista el héroe del amor el “paraíso perdido” defendido por la espada del querubín. Agustín, en una instintiva previsión de esos mundos ignotos, inventó el dulce martirio de los celos. Y escribe: Precisamente porque era amado es por lo que me gustaba precipitarme en el laberinto de los sufrimientos, a fin de ser herido por el aceite hirviente de los celos, flagelado de sospechas, de aprensiones, de cólera, de irritaciones”. Por toda la escala de las sensaciones eróticas pasó la indómita pasión de Agustín. Así, solamente podría amar un joven en cuyas venas circulara la sangre tropical del África, en cuya alma se agitase caóticamente la lava candente de la literatura romántica que sorbiera a largos tragos. Lo que se acumulara en el espíritu del estudiante de Madaura la lectura de la Eneida, al sufrir con Eneas y Dido la ebriedad de la locura amorosa, esto irrumpía ahora de manera irresistible, hecho carne y sangre, del profundo volcán del alma del académico cartaginés. En una de esas oscuras noches que cubrían los cielos del golfo de Túnez y la ciudad voluptuosa, fue concebida aquella criatura a la que Agustín llamaría más tarde “hijo de su pecado” y a la cual puso el suave nombre de Adeodatus, que significa “dado por Dios”. ¿Quiera era la madre de Adeodatus? Una mujer anónima que desempeñó un importante papel en la vida pagana del futuro obispo del cristianismo. ¿Alguna graciosa estudiante de Cartago? ¿Una de aquellas bronceadas colegas de Agustín? ¿O una bella patricia romana? ¿Quizá una humilde y dulce muchacha del barrio de los operarios¿ ¿Una de esas jóvenes pobres, de ojos dulces y soñadores, que traen en el alma una inmensa riqueza afectiva, que nadie parece querer? Quedan sin respuesta todas estas impacientes interrogaciones de nuestra curiosidad. Eterno silencio, impenetrable misterio envuelve a la persona de aquella mujer con la cual Agustín vivió nueve años, que le dio el único hijo, y que finalmente fue repudiada y el hijo arrebatado, pero que le fue fiel hasta la muerte, en la soledad de la patria africana. Por algunas fuentes sabemos que se llamaba Melania, aunque Agustín nunca reveló su nombre. Agustín cuenta que, a pesar de su vida desinhibida nunca fue un vulgar frecuentador de burdeles, y que guardó a su única amante la fidelidad de un esposo. Le nació un hijo contra su voluntad, pero una vez nacido, conquistó el amor del padre. Sabemos de un episodio casi trágico, cuando en Milán y recién convertido, tomado de una rara crueldad, despide a su fiel amante cartaginesa para caer en los brazos de una jovencita italiana escogida por su madre Mónica; mientras que la infeliz repudiada regresa al triste vacío de su vida anterior y pasa el resto de su solitaria existencia como una casta vestal, llorando a su primero y último amor. Si Agustín hubiera sido un espíritu menos revolucionario; si no fuese un titán dominador de mundos; si hubiera en él una naturaleza pacata burguesa, ciertamente hubiera constituido en Cartago un hogar tranquilo y llevado una vida humanamente feliz en los brazos de su dedicada amante y en los dulces cariños de su pequeño hijo y heredero. Pero no era posible que un espíritu como el suyo encontrase sosiego y quietud definitiva en tan suave idilio y en un círculo tan restringido. El hombre atormentado de problemas trascendentes no encuentra reposo ni querencia en el remanso de la familia ni en las dulzuras del tálamo nupcial. Y esta es su feliz infelicidad. Agustín, con los problemas carnales más o menos solucionados, comenzó a sentir impetuosamente los problemas del espíritu, mil veces más dolorosos y enigmáticos que aquellos. Le ocurrió lo que sucede a millares de otros hombres, que cuidan encontrar en el sexo el lenitivo a sus martirios íntimos y sólo encuentran otros centuplicados. Más tarde, al Agustín cristiano se le acusa con vehemencia de las miserias de la carne; pero esa misma vehemencia nos hace desconfiar, A la luz de su espiritualidad le aparecen, mucho más negras, las sombras del sensualismo pagano de lo que en realidad eran. Muy equivocado andaría quien considerara las flaquezas de Agustín como punto principal para su conversión. Las más profundas raíces de sus dudas se encuentran en terreno metafísico, en el aparente conflicto de las luces de la inteligencia con las de la fe. Lo que su libro Confesiones hacen adivinar vagamente, aparece con meridiana claridad en las páginas de los Pensamientos de Blas Pascal Sigue en la Circular de Agosto de 2010. LA REALIDAD OCULTA En cualquier caso, lo tecnológicamente factible no es lo que necesariamente los seres humanos desean hacer o tener. Tal vez las generaciones venideras estarán más interesadas en ríos rebosantes de peces que en gigantescos complejos industriales, en vecindarios apacibles que en aeropuertos todavía mayores que los actuales, en artesanía y bailes folklóricos que en programas de televisión, en senderos para caminar o ir en bicicleta que en autopistas. Los tecnología futura estará influida sin duda por el hecho de que el clamor que se escucha a favor de la protección del medio ambiente se está haciendo tan ruidoso en los pasillos del Parlamento como en las Universidades. En los países industrializados, los profetas del Apocalipsis saltan a la palestra y anuncian a los cuatro vientos los mil males de la crisis ecológica. Según ellos, el siglo XXI no será el alba de la utopía tecnológica, sino el sombrío ocaso de muchas formas de vida, especialmente la humana. Aun compartiendo su preocupación, dudo de que el hombre esté a punto de autodestruirse, excepto, por supuesto, en el caso de una guerra nuclear. Las formas de vida son en su mayoría inmensamente adaptables; los mosquitos se vuelven inmunes a los insecticidas, las algas crecen de manera exuberante en aguas contaminadas y las poblaciones humanas siguen creciendo aun cuando sufren escasez de alimentos y viven en ambientes fuertemente contaminados. El peligro inmediato no es la destrucción de la vida, sino su progresiva degradación. Los agentes contaminantes empobrecen la rica complejidad de los sistemas ecológicos y merman por tanto su estabilidad. Los ambientes excesivamente traumáticos o carentes de estímulos adecuados conducen a una deshumanización progresiva. Si la tendencia actual se mantiene unas cuantas décadas más, la humanidad estará sin duda condenada, pero no a la extinción, sino a una vida biológica y emocionalmente empobrecida. La civilización industrial siempre ha atenido enemigos en todas las clases sociales: los obreros temen que les prive de sus medios de vida, mientras que los humanistas piensan que dará lugar a una sociedad incapaz de satisfacer las necesidades y aspiraciones fundamentales del hombre. De hecho, los movimientos actuales de protesta contra la tecnología científica tuvieron ya antecedentes en los últimos trescientos años. A finales del siglo XVIII un obrero de Leicestershire llamado Ned Ludd, deficiente mental, alcanzó notoriedad por destruir unos telares. De él recibieron su nombre los obreros “ludditas” quienes, entre 1811 y 1816, destruyeron algunas de las máquinas que comenzaban a instalarse en Inglaterra para reducir los gastos de mano de obra. También en Francia tuvieron lugar actos semejantes en el siglo XIX; la palabra sabotaje hace referencia al daño causado a las máquinas por los sabots, los zuecos de los trabajadores. Luddismo y sabotaje son precedentes de los conflictos laborales debidos al temor de que la automatización provoque un espectacular aumento del desempleo. Los agravios de William Blake contra las siniestras fábricas inglesas y las inquietantes descripciones de las ciudades industriales debidas al poeta belga Emile Verhaeren reflejan la prolongada continuidad de la actitud de lamentación y repulsa que ciertas personas sensibles han adoptado ante la degradación de la naturaleza y de la vida humana a causa de la industrialización. Ya en el siglo XIX muchos novelistas y sociólogos temían que la humanidad fuera esclavizada por la tecnología y sólo unos pocos creían que el hombre acabaría por rebelarse contra la industrialización abogando por un retorno a los antiguos oficios. Cuando Henry Adams visitó la galería de las máquinas de la Exposición Universal de París en el año 1900, comenzó a “sentir como si de las dinamos emanara una fuerza moral tal como los primeros cristianos debían sentir ante la cruz”, pero al mismo tiempo, temía las consecuencias de que la tecnología se convirtiese en el elemento director de la vida humana. Así pues, las protestas actuales contra la civilización industrial no difieren gran cosa de las que se dieron en el pasado, con lo que se podría suponer que tampoco serán más eficaces en sus intentos de cambiar las actuales tendencias sociales y tecnológicas. Pero, admitidas las semejanzas, existen también profundas diferencias. Uno de los factores específicos de la actual situación es que el movimiento de reforma está liderado por hombres y mujeres jóvenes que son los beneficiarios del sistema económico actual. No sufren la industrialización como lo hacían las víctimas de las fábricas inglesas, pero temen que si las actuales tendencias se mantienen, el entorno natural perderá progresivamente sus cualidades sensuales y el entorno social sufrirá tal reglamentación que acabará por parecer el de los insectos sociales. La rebelión actual contra la civilización industrial no está sólo comprometida con el aquí y el ahora, sino, sobre todo, con la calidad de la vida futura. Llega hasta el punto de poner en tela de juicio el culto al progreso. Otro hecho diferencial de la actual situación y que la hace más amenazadora que en el pasado, es la magnitud de la empresa tecnológica. La industria dañó a la naturaleza y al hombre durante el siglo pasado y comienzos del presente, pero su impacto estuvo limitado a una pequeña parte de la superficie terrestre. Ahora que la tecnología científica está presente en todo el mundo y es poderosa, provoca mayores perturbaciones en todos los procesos naturales. Además, hasta hace unas pocas décadas todavía quedaban tierras y recursos naturales sin explotar, mientras que ahora el hombre se enfrenta en todas partes a las limitaciones de una tierra finita. En el pasado, muchos daños ecológicos parecían tolerables porque el hombre siempre podía trasladarse a otro lugar, pero esto ahora no es posible, cuando todas las partes habitables del mundo están ocupadas. Unos pocos ejemplos bastarán para ilustrar de qué forma las fuerzas naturales detendrán ineludiblemente el crecimiento cuantitativo de la población, de la industria y de la agricultura a comienzos del siglo XXI. Tanto en los Estados Unidos como en otros países industrializados, la producción de energía eléctrica se ha duplicado cada década desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. La producción de bienes de consumo y de desechos sólidos y otros contaminantes, ha crecido aproximadamente al mismo ritmo. Si este índice de crecimiento se mantuviera tres o cuatro décadas más, sobre la tierra había diez veces más cables de alta tensión, en las ciudades diez veces más basura y en el aire, en los ríos y en los lagos diez veces más contaminación, además, naturalmente, de la consecuente restricción de la libertad individual requerida por una población más numerosa y una sociedad más compleja. Los jóvenes tienen buenas razones para rechazar una situación que les condenaría a vivir durante su madurez y sus últimos años en tales condiciones. Aunque los futuros adelantos científicos y tecnológicos permitirán hacer uso de los recursos y de la energía de forma más eficaz y reducirán la producción de desechos sólidos y de otras formas de contaminación, existen límites al crecimiento de la eficacia y al de la disminución del deterioro ambiental que pueden alcanzarse con más ciencia y mejor tecnología. La falta de conocimientos y la escasez de tiempo y de dinero serán sin duda factores restrictivos, ya que prácticamente todos los procedimientos industriales deben ser mejorados en las próximas décadas si se quiere evitar el desastre. Sigue en la Circular de Agosto de 2010. ¿POR QUÉ EL DIABLO? Al mismo tiempo que la Iglesia lanzaba anatemas contra la democracia herética del Santo Espíritu, veía con espanto al Diablo perturbar los adoradores del Verbo en las Universidades. En el siglo XI se había oído en una escuela de Rávena (Italia) las sacrílegas frases de Vilgard, que afirmaba que toda la verdad estaba contenida en los cuentos de los poetas y en los raciocinios de los filósofos antiguos, y no en los escritos de los Padres de la Iglesia; y Orleans había escuchado las diabólicas negaciones de los dogmas cristianos por unos cuantos herejes condenados. Pero viene Bérenger, que había oído las lecciones de un discípulo de Silvestre II, y dice que una sustancia limitada no podía contener lo infinito y que por tanto dentro de un pan, Dios no cabía. Se ordena en varios Concilios que abjure tales errores inspirados por Satán, y él abjura; pero el Diablo no cesa y Bérenger reincide. Así acaba el nacionalismo del siglo XI y comienza el del XII con Roscelin de Compiegne, el cual combate, como Sabelio, la Santísima Trinidad, como un politeísmo, y dirige a fondo sus razonamientos contra la escolástica ortodoxa. Roscelin tiene ya un sistema: lo que él formula al empezar el siglo XII, no son herejías aisladas, sino afirmaciones hijas de un concepto general filosófico que lo abarca todo. Los conceptos universales son meras palabras sin existencia real para él; la virtud no existe por sí, como la sustancia; lo que existe en la realidad son personas virtuosas; considerada aparte es una mera palabra; y así de la belleza de la bondad y de las demás ideas generales. El nominalismo surge aquí ya atrevido, negando que a todo hombre corresponda un objeto o ser real existente. La adoración del Verbo había producido el culto de las entidades vacías; la escuela llenaba los cerebros de viento. Santo Tomás y Alberto el Grande dan el saber por terminado y se apoyan sólo sobre textos; únicamente se afanan en comentar, en anotar, en imitar; nada de observación, nada de investigaciones propias, nada de original y nuevo. En lugar de considerar las palabras como meros signos de expresión de las operaciones diversas a que en nuestra mente puede dar lugar a la percepción de las impresiones que recibimos, se había dicho que toda palabra indicaba necesariamente un objeto sustancial y que toda idea aunque fuese abstracta, era algo con existencia propia. En realidad sólo podemos hablar de las cosas en cuanto éstas nos impresionan, o se realizan en nosotros; por esto es por lo que partimos de la percepción de la impresión y no de la cosa en sí que nadie puede ni podrá definir nunca. Y así, pronto de cada cualidad se hizo un ser aparte; hasta de las cualidades negativas, como la ausencia, el silencio, la oscuridad y la nada. La inteligencia había bajado tanto, que las meras relaciones percibidas por el sujeto, se tomaban por objetos materiales aislados y existentes de por sí. El realismo aceptando la tradición platónica, consideraba la palabra como creadora de las ideas, y éstas como arquetipos preexistentes de los objetos. Los Universales eran para los realistas como existentes de por sí, verdaderas sustancias. La esencia y aun la existencia en lugar de ser consideradas como acción o movimiento, eran consideradas como algo de sustancial y corpóreo, aunque excesivamente tenue. Se afirmaba que todo lo que uno imagina, existe entre las entidades de la sustancia; así, siendo toda palabra correlativa de una idea, y toda idea de una entidad y aun de un cuerpo, la ciencia, la misma física debía de venir resumida en la ética y ésta debía de aprenderse toda en la gramática. Para conocer la Naturaleza, bastaba el calcular sobre los nombres. El yo, tenía en sí mismo todo el material del estudio, según los realistas. Museos, bibliotecas, aparatos, instrumentos, observatorios, de nada habían de servir. “El alma en sí todo lo contiene; ella es el compendio de todo lo existente, la observación, pues, es inútil”. Esta era su conclusión final. Y esto pasó por un axioma fundamental del saber humano, como si lo que el microcosmos contiene no estuviera en razón directa de las impresiones que del macrocosmos recibimos. Así la palabra fue considerada como el único signo de ciencia y el más hablador vino a ser el más sabio. En ello consiste la oratoria política. Rudos fueron los ataques de Roscelin en contra de tales teorías. Los nominalistas influidos ya en el siglo XII por Aristóteles que les habían dado a conocer los árabes y los judíos, añaden nuevos argumentos contra las vacuidades ortodoxas. Pero Lefranc y San Anselmo les contestan anticipándose a Descartes: “Si Dios no existiera, yo no lo concebiría”. Y apoyándose en lo de que “el temor de Dios es el principio de toda sabiduría”. A los discípulos de Roscelin se les llama “los hombres de los nombres”, mientras que los adoradores de las palabras llaman “realismo” a su propia doctrina. El mismo Aristóteles les presta pie para apoyar sus teorías en contra de la de los nominalistas. El concepto del filósofo de Stagira, de que todo lo que es en acto, antes fue en potencia (concepto que se relaciona algo con las ideas preexistentes de Platón), y las definiciones aristotélicas de las categorías, les sirven de base para apoyar el que los universales tengan una realidad sustancial, pues que la sustancia existe de por sí en la simple posibilidad, y que sólo el acto es lo que determina la forma, es decir, la individualización. Aristóteles, discípulo de Platón, viviendo en una época en que comenzaba la decadencia de la filosofía, aun sin seguir al maestro, no se había podido apartar del todo de su influencia. Así creyendo que lo que es, puede existir antes de su actualidad, como si los seres vinieran determinados por otra cosa que por actualidades, afirma que el ser preexistía a sí mismo de una manera pasiva. Tal vez quiso decir con esto que las causas determinantes, los elementos, las fuerzas que concurren a la producción de un acto, existían ya anteriormente a la manifestación bajo la cual las apreciamos, esto es, que no habían nacido en aquel acto; pero esto no resulta lo suficiente claro de sus explicaciones, pues al considerar un fenómeno, una cosa o un ser, sólo lo consideramos como tal, en el momento del desarrollo, de la convergencia, de la transformación, es decir, cuando se nos presenta de aquella manera; lo que antes existía no es el ser, sino sus elementos productores o su germen. Así, decir que en la semilla existe un árbol en potencia, es anunciar una idea exacta en el fondo, pero mal formulada. Lo que hay es, que de la semilla podrá salir un árbol, o que vendrá a ser un árbol, pero al emplear el verbo ser en el tiempo presente para indicar un futuro, puede llevarnos al error. Casi siempre los hombres se han debatido por formular mal sus conceptos; no tienen otro origen, la mayor parte de las falsas concepciones de escuela y una multitud de dogmas que han sido y son fatales a la humanidad, que una mala formulación de una idea a veces exacta. Como si el Diablo hiciera surgir cada día las herejías con mayor fuerza, se oyen luego en París las atrevidas afirmaciones de Abelardo. Habiendo estudiado con Roscelin y disputándose en Laon con el obispo Anselmo, llega a la ciudad del Sena, para escuchar las lecciones de Guillermo de Champeaux en Santa Genoveva. Pronto le parece contrario a la razón lo que el maestro enseña; le presenta objeciones, le rebate sus teorías, le confunde, y aclamado por sus discípulos sube a ocupar la cátedra que Guillermo deja vacía, anonadado por las argumentaciones de Abelardo. El método del maestro les parecía demasiado estrecho y conocedor del griego se desembarazó de la pesada e impertinente forma bárbara de la época y resucita la forma racional de los filósofos helenos. Los que acuden a su cátedra, creen escuchar la voz de la razón clara y persuasiva al oírle rechazar toda autoridad, y sentar que la verdad no debe ser creída por ser palabra de Dios, sino por venir demostrada. Ya es el hombre el que habla; el enigma divino ha desaparecido. Abelardo no encadenaba palabras; pensaba sobre la realidad y formulaba sus conceptos de la manera más lógica. Su explicación todo lo volvía inteligible, todo lo presentaba humanizado. Lo divino desaparece en su cátedra como evaporado por el calor de la argumentación. Pero no faltaron teólogos que bajo las bellas y persuasivas formas del joven caballero apercibieran la inspiración del espíritu del mal. Muy atinadamente observaron que la religión palidecía al ser comentada y explicada por Abelardo; como si soplara sobre ella un viento de muerte, perdía sus contornos, se volvía vaga, imponderable, y por fin se desvanecía, como una leve sombra, a la vista de sus asistentes. Su dialéctica la disolvía sin residuo. Abelardo recopiló en un tratado que tituló “Sic et non” , un arsenal de sentencias contradictorias de los Padres de la Iglesia, el cual hizo gran daño a la teología ortodoxa, pues de él se deducía que todo era opinable y discutible, y que muchos de los dogmas tenidos por ciertos habían sido puestos en tela de juicio por las principales autoridades eclesiásticas. Las herejías que el Diablo le inspiraba eran enormes: afirmaba que Platón daba mejor idea de Dios que Moisés, que la Trinidad era puramente nominal; que las tres personas eran sólo tres personificaciones de atributos divinos, que la necesidad era el resorte de la Creación, el motor del mundo, negando así la Providencia; y lo que es más, con su teoría de la voluntad y de las intenciones, hallaba excusa para los mismos dioses. Decía: “Los que crucificaron a Cristo no pensaron si no sabían que él fuera el salvador del mundo, pues que el crimen está en la intención y no en el acto”. “El pecado original podrá ser un legado penoso, pero no un pecado, pues que este existir no puede en quien no lo ha cometido”. ¿No equivalía esto a acusar al propio Dios de injusticia? Sin saberlo, apuntaba la solución naturalista del problema, formulado hoy en la ley de la herencia de las aptitudes y de los hábitos, por los modernos fisiólogos. La moral de Abelardo puede resumirse en lo siguiente: “Todas las obras son indiferentes por su naturaleza; sólo la intención constituye la moralidad o la culpabilidad de las acciones”. Partiendo de esto, no diferenciaba la moral evangélica de la filosofía pagana, y tendía abiertamente a considerar la moral como una mera relación humana. Sigue en la Circular de Agosto de 2010. LA CARA OCULTA DEL TIEMPO. Este proceso de apartarse a grandes pasos del origen forma parte la existencia humana en cuanto tal, distando del misterio y de lo sagrado, sustituyendo el Ser por el ente, la nominación por la dominación. Disolviendo la unidad primitiva, el lenguaje se torna un utensilio producido por el uso subjetivo, el Arte asume un papel estético, desarraigado de la totalidad. Desgarrado el horizonte en el cual se situaban, los hombres dejan oscilar el lenguaje de acuerdo con sus susceptibilidades: los términos son desprovisto de su capacidad predominantemente simbólica, se vuelven imprecisos en su sentido alterado, incoherentes en su busca de obtener una claridad intelectual constituida apenas por el aspecto solar, cuyo brillo lleva al fanatismo, la ceguera y la unilateralidad. Lo esencial es sustituido por lo transitorio, en el cual el aspecto estable de lo real pierde sus medidas. El hombre, ahora guardián de las normas y de la Justicia, crea leyes y pecados, apartándose del pasado mítico como fruto de la irracionalidad y, por tanto, indigno de credibilidad. Deja atrás su paradigma, y con él la renovación cíclica de un Cosmos, en el que naufraga, puesto que es imposible dejar de lado todos los paradigmas que marcaron su camino, constituyendo la memoria de un pueblo, sin penetrar en el ámbito del suicidio de pensar. La métrica que constituye el lenguaje se centra en la prosa en la cual florece y se degenera, en esta nueva época en que se retrata el predominio del mirar: fuente, punto de pasaje, puente para lo teórico y lo conceptual. Los objetivos que dirigieron las consideraciones aquí esbozadas no se refieren a un apego de nuestra parte, al Mito y a la Poesía, en cuyo ámbito todo lo que lo extrapola no merecen consideración. Tampoco se extiende a una postura contraria a las épocas históricas, recusando sus diferencias o intentando negar los trazos de la Historia y de la Cultura. Esto sería una ceguera, un postulado ideológico, un cerrar incompatible para quien desea elaborar una reflexión acerca de la temática que tratamos. Por el contrario, lo que se intenta aquí es llamar la atención para el paso de dos épocas en las cuales los hombres vivían en una actitud de disponibilidad en relación existencial con el Ser, donde lo vivido viene a ser la palabra, la que perdura hasta nuestros días, en la cual la racionalidad exacerbada, único criterio de veracidad, unida a un subjetivismo cada vez más lógico, vacía de contenido lo real, tornándose la única medida para designar la verdad, la belleza, para decir la última palabra sobre aquello que nos rodea y del cual nos apartamos cada vez más. “La diosa Atenas estaba tan profundamente impresionada con los lamentos de Euriales, hermana de Medusa que no pude dejar de observar. Tuve necesidad de dar a esta impresión una firme objetividad. Esta impresión avasalladora de sufrimiento que se manifestaba en lamentaciones, fue representada por la melodía de flautas, o mejor, por melodía de los flautistas. Se transformó en arte, en técnica, en el tocar de las flautas, en música. Atenas entretejió esa melodía con los motivos de las lamentaciones. Píndaro enseñó dos cosas en este cántico de coro: primero, distingue entre sufrimiento y el grito espiritual del sufrimiento. El primero como expresión afectiva, es humano, indicio de vida, es la propia vida. El otro, es configuración objetiva a través del arte, es divino, liberador, un acto espiritual. Es sólo en la medida en que los hombres con capaces de recibirlo de la mano de la diosa que pueden participar de la espiritualidad. Píndaro nos dice concretamente que la música del instrumento de soplo es concebida como representación del afecto humano”. Para acentuar los aspectos concernientes a la música como primera manifestación del Cosmos y también el arte como momento privilegiado que religa hombres y dioses, conviene retornar al Mito como medio de explicar el contenido propuesto por Píndaro. Sigue en la Circular de Agosto de 2010.
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