Dirigida
a la Escuela de:
Mallorca
Las Palmas
Circular nº 2 , año XIII
Bunyola,
1º de Febrero de 2.007.
VIDA DE SAN PABLO.-
“¡El nordeste! ¡El nordeste!” – este grito de horror salió de todos los labios. Con las
velas sujetas, se inclinaba la embarcación escorada casi a nivel del
agua, mientras montañas líquidas coronadas de espumas avanzaban contra
la nave y barrían con fragor la cubierta. Estallaban las cuerdas, los
palos, gemía el casco de la nave….
Por momentos, una pequeña isla cerca del litoral, de nombre
Cauda, les ofreció abrigo suficiente para poder refugiarse. Pero pasaron
la pequeña isla y el navío continuó saltando frenéticamente sobre el
mar a merced de los vientos y las olas, que unas veces levantaban el
barco y otras lo despeñaban en el abismo que se abría entre las olas.
A veces la proa apuntaba hacia las nubes y después era arrojado al encuentro
de una montaña líquida, que por instantes sepultaba a la embarcación
en su vientre siniestro.
En cada embestida de los elementos naturales los marineros
creían llegada su última hora.
Para impedir que la embarcación cargada de cereales se
desarmase con los violentos embates de las olas, pasaron cuerdas alrededor
del casco desde la proa a la popa. Al día siguiente, viendo que el peligro
continuaba, aligeraron la mayor parte de la carga. Al tercer día arrojaron
también al mar utensilios y mobiliario, tal como bancos, sillas y mesas.
Durante varios días no vieron ni el Sol ni las estrellas.
La tormenta continuaba con el mismo furor. Ya no quedaban esperanzas
de salvación. Hacía tiempo que nadie comía a bordo.
En estos rápidos apuntes del diario de Lucas suena el eco
de la angustia de aquellos días y noches de horror.
La espesa niebla hacía imposible cualquier orientación.
Nadie sabía en qué punto se hallaba el navío ni qué rumbo tomar. Algunos
recelaban de ser lanzados en los bajos de la costa africana, y perecer
en el desierto.
Tendidos en el interior de la nave, con todos los portillones
cerrados, aguardaban la muerte pasajeros y tripulantes. En la cubierta
nadie podía sostenerse en pie; los vientos y las olas lo arrasaban todo.
Poco a poco el aire de la bodega se tornaba irrespirable, con la presencia
de centenares de personas acumuladas en tan pequeño espacio. Hacía mucho
tiempo que nadie tomaba alimentos. El movimiento del barco provocaba
intensos vómitos. La violenta agitación de día y de noche castigaba
los miembros de los hombres. Además, los alimentos estaban mojados e
inutilizados. Una semana casi sin alimentos y falta de sueño, hacía
que todos creyesen estar en las puertas de la muerte.
Lucas, como médico, se agotaba en solicitudes con los más
enfermos. ¿Pero, qué podía él contra el furor de los elementos?
En una de esas noches horrorosas Pablo consiguió dormir
unos momentos y tuvo una visión: ante él se presentó un ángel del Señor
que le decía: “No temas, Pablo; importa que comparezcas ante el César
y Dios te hará gracia de todos los que navegan contigo”.
Y en sueños vio emerger una isla del seno de las aguas
y escuchó una voz que decía: “En esta isla seréis desembarcados”.
Despertó y la visión se desvaneció.
La tormenta seguía ululando con la misma violencia.
Aunque se pudiese atribuir esta visión a un sueño o a una
alucinación de los nervios torturados, Pablo sabía también que Dios
se servía de esos estados naturales para hablar al hombre. A la mañana
siguiente apareció en medio de sus compañeros que estaban casi muertos
de hambre y fatigas y les infundió valor y confianza, contándoles la
visión nocturna y garantizando la salvación de todos.
“No
moriremos ninguno de nosotros, sino solamente el navío se perderá; vamos
a ser arrojados a una isla”.
Hacía catorce días que el navío giraba en esa danza macabra
entre Grecia y Sicilia, mar que los antiguos llamaban “Adria”.
Sería la medianoche cuando se oyó un grito de alborozo:
“¡Tierra! ¡Estamos cerca de tierra!”
No se veía cosa alguna a través de la oscuridad y la niebla,
pero el oído de los profesionales marineros percibía el ruido característico
de una fuerte resaca, muy a lo lejos; debía existir un litoral donde
se rompían las olas.
Inmediatamente lanzaron una sonda, comprobando una profundidad
de treinta y siete metros. Un poco más adelante, una nueva sonda señaló
veintisiete metros y algo más. Se estaban aproximando a tierra. Si dejaban
correr la embarcación con esa velocidad, serían completamente estrellados
contra los arrecifes. Lanzaron cuatro anclas a popa, retardando así
notablemente el curso del navío y se entregaron a merced de la borrasca
“suspirando por la madrugada”.
En esto, percibió Pablo que un grupo de marineros bajaban
a la mar en una chalupa, bajo el pretexto de lanzar también anclas en
la proa. Pero su intento real era escapar clandestinamente y entregar
a los pasajeros a cualquier destino. Pablo denunció a Julio la criminal
maniobra de su tripulación. El comandante comprendió que sólo una rigurosa
disciplina y los esfuerzos conjugados de todos eran lo único que podían
salvar a tripulantes y pasajeros. Dio orden de que cortasen los cabos
que suspendían el bote y éste cayó ruidosamente en las aguas, viendo
los traidores frustrada su cobarde deserción.
Casi clareaba el día cuando Pablo, reuniendo todas sus
fuerzas, pasó entre sus compañeros de sufrimientos, inculcándoles coraje
con la perspectiva de un próximo final de la terrible odisea. Hacía
quince días que ayunaban. Juntando la palabra con el ejemplo, “tomó
un pedazo de pan, dio gracias y ante los ojos de todos, lo partió y
comenzó a comer. Y todos cobraron ánimo y comenzaron también a ingerir
alimentos”.
En tales circunstancias no vale el cargo, vale el hombre;
y Pablo era el mayor hombre que estaba a bordo. Más de una vez había
naufragado; una vez conoció el sabor del agua del mar durante un día
y una noche, agarrado a una plancha; sabía lo que era sufrir y pasar
por aventuras mortales.
Por primera vez, después de dos semanas de agonía, iluminó
una sonrisa de esperanza aquellos semblantes cadavéricos.
“Finalmente
se hizo de día “, escribe Lucas con un suspiro de alivio y adivinando
la costa a media luz a través de la espesa bruma y la lluvia torrencial
que entoldaba el espacio.
Avistaron en medio de la penumbra, una ensenada cercada
de abruptos peñascos con una playa de arena. Ahí decidieron encallar
el navío. No sabían que dentro del golfo existía una pequeña isla circundada
por un canal cavado por las corrientes marinas.
A fin de aliviar la carga del navío y disminuir la violencia
del embate de las olas en la playa, arrojaron el pequeño resto de cereales.
“Levantaron las anclas, soltaron amarras, izaron las velas a favor del
viento y fueron rumbo a la playa”.
De súbito, un choque violento derribó a los tripulantes
y pasajeros…. Después de un sonoro estallido de quilla y cuadernas,
el navío quedó clavado en las arenas del litoral. Pero antes de que
alguien pudiese saltar, una ola enorme levantó la popa del barco, lo
sacudió en el aire por unos momentos y lo dejó caer con tanta fuerza,
que planchas y maderos se rompieron y volaron al mar, arrebatados por
la ola. Torrentes de agua se precipitaron por el interior de la nave
en ruinas. Con un grito de horror el personal se reunió en la proa del
barco. Algunos de los presos aprovecharon la confusión para lanzarse
al mar y huir a nado. Los soldados, alarmados por la posibilidad de
una fuga general, pidieron permiso al comandante para matar a todos
los presos. Por momentos la vida de Pablo estuvo pendiendo de un hilo;
¿moriría en medio de una carnicería general? Prevaleció el buen sentido
y humanidad de Julio, “que deseaba salvar a Pablo y prohibió que
los guardas ejecutasen su intento”.
Mandó el comandante soltar los grilletes de todos los presos
y dio la orden: “Sálvense quien pueda”.
En el mismo momento, más de doscientos hombres se lanzaron
al mar en furia, luchando con la violenta resaca y procurando ganar
la playa.
Fue una hora de indescriptible sensación. Centenares de
náufragos, hambrientos, cargados de fatigas y sufrimientos, con dos
semanas de ayuno forzado, en lucha con los elementos. Los que no sabían
nadar, o estaban tan debilitados que no podían tenerse en pie, - dice
Lucas - montaron en la espalda de los marineros y así llegaron a tierra.
Otros, arrojados lejos por la violencia del embate de las
olas, se agarraban convulsivamente a pedazos de palos o planchas sueltas,
y con el auxilio de estos objetos a modo de salvavidas, braceaban hacia
la playa, donde se dejaban caer exhaustos, más muertos que vivos.
También nuestro aventurero del Cristo, puso en contribución
el esfuerzo de sus músculos y toda su energía y salió de las saladas
aguas como un muerto que volvía a la vida.
Todos perdieron cuanto poseían. Pablo nada tenía, fuera
de un tesoro: sus libros sagrados, inseparables compañeros de sus viajes.
Y allá se fue todo, presa de las olas.
Se realizaba la profecía del apóstol: el navío se había
perdido, pero todos los náufragos eran salvos y sanos.
Sigue
en la Circular de Marzo de 2007.
LA REALIDAD OCULTA.-
¡Qué monótono y gris, cuán insignificante y falto de atractivo
sería este planeta sin el esplendor de la vida!
La Tierra es uno de los ocho planetas del Sistema Solar,
tercero en distancia al Sol, quinto en tamaño y con un radio de menos
de seis mil quinientos kilómetros; una simple mota de polvo en la inmensidad
del espacio. Vista en estos términos, es un objeto astronómico trivial,
uno de los más pequeños entre los que gravitan en el Universo infinito.
Pero si las mediciones de los astrónomos nos ofrecen una imagen cuantitativa
del planeta, no llegan a proporcionarnos una visión completa de la Tierra,
ya que no toman en consideración sus características biológicas.
Hegel señaló hace más de un siglo que exactitud no es lo
mismo que la verdad. Definir a la Tierra mediante estudios cuantitativos
es exacto, pero la verdad más interesante y significativa sobre ella
va más allá de las mediciones concernientes a su tamaño, sus movimientos
y su lugar en el Cosmos. La Tierra es única en el Sistema Solar porque
posee una serie de cualidades que se derivan de los millones de formas
de vida que alberga. Siendo un organismo vivo, es más variada, más variable,
más imprevisible y también más delicada que la materia inanimada.
Los primeros aviadores que volaron por altitudes y velocidades
relativamente bajas, tuvieron la oportunidad de descubrir los huesos
de la Tierra bajo la capa de piel viva que la cubre. Más tarde fueron
los astronautas que desde cientos de kilómetros de altura contemplaron
admirados un planeta azul, el único habitable para el hombre en el Sistema
Solar. Advirtieron que en muchos lugares el manto de vegetación es tan
tenue que no parece ser sino un poco de musgo nacido entre las grietas
y fácilmente destructible. Pero también se dieron cuenta de que este
recubrimiento tan delgado y tan frágil es lo que crea el verde de los
bosques, el brillante colorido de las flores, las diversas tonalidades
de azul del océano y de la atmósfera y, lo que es más notable, la fosforescencia
del pensamiento humano.
Valía la pena gastar millones de dólares en el programa
espacial de vuelos tripulados para obtener más datos sobre la unicidad
de la Tierra en el Sistema Solar en lo que respecta al atractivo de
su manto azul y verde y a la vibración intelectual del hombre. Tal vez
las misiones espaciales no hayan descubierto mucho de interés teórico
o de importancia práctica con respecto al espacio exterior, pero nos
han permitido ver con nuestros propios ojos que la superficie de la
Luna es una inmensidad polvorienta y gris, desolada y salpicada de cráteres.
Otras fotografías obtenidas posteriormente con satélites artificiales
han destruido toda ilusión sobre la existencia de marcianos, aunque
últimamente se hayan descubierto grandes posibilidades de la existencia
de agua. La delicada luminosidad de la Luna y el rojo atractivo que
Marte despide no son atributos inherentes a esos cuerpos, aparentemente
sin vida, sino cualidades que el ojo humano, mirando a través de los
telescopios, les ha otorgado. En contraste con ello, las declaraciones
de los astronautas nos han permitido experimentar a escala cósmica qué
cálido, incitante, diversificado y lleno de color es nuestro planeta
comparado con la desolación y la frialdad que reina en el espacio exterior.
Estas cualidades únicas se deben exclusivamente a las actividades de
los seres vivientes.
Todas las civilizaciones antiguas han expresado a su manera
la admiración que en ellas despertó la belleza de la Tierra. Aristóteles
intentó imaginar cuál sería la reacción de unos hombres que hubieran
vivido toda su vida en el mayor de los lujos, pero encerrados en cuevas,
ante la primera oportunidad de contemplar el cielo, las nubes y los
mares. “Esos hombres”, afirma sin dudar, “creerían que los
dioses existen y que las maravillas del mundo son obra suya”.
Uno de los aspectos menos atractivos de la civilización tecnológica
es la progresiva pérdida de interés por la belleza de la Tierra. Como
hombres que son, los científicos tienen tanta capacidad innata como
los demás para apreciar las cualidades sensibles de nuestro mundo, pero,
por su condición profesional, tienden a sentirse menos cautivados por
la singularidad del planeta que por el hecho de que éste se mueva a
través del espacio de acuerdo con las mismas leyes físicas que los demás.
No resulta descabellado creer que la reciente devaluación de la Tierra
a mero objeto celeste menor haya jugado un papel de cierta importancia
en la degradación de la naturaleza y de la vida humana. Sin embargo,
la Tierra superó la categoría de simple objeto astronómico cuando hace
más de tres mil millones de años, comenzó a albergar vida. La evidencia
visual que los viajes espaciales nos han proporcionado otorga ahora
una mayor significación a la imagen de Aristóteles. Aún no siendo más
que una diminuta isla suspendida en las inmensidades del espacio exterior,
la Tierra adquiere particular distinción gracias al hecho de ser una
especie de jardín mágico poblado de millones de seres vivos que han
preparado el camino para el ser humano racional,
La formación de la Tierra a partir del Sol tuvo lugar hace
unos cuatro mil quinientos millones de años. La atmósfera que entonces
envolvía el planeta estaba compuesta principalmente de hidrógeno, amoníaco
y metano, sin que hubiera en ella el menor rastro de oxígeno libre;
su superficie incandescente carecía de agua y estaba expuesta a una
intensa radiación ultravioleta, condiciones evidentemente incompatibles
con la existencia de cualquier forma de vida y mucho menos de vida humana.
La estructura de los demás planetas del Sistema Solar era
al principio semejante a la de la Tierra. Todos sufrieron profundos
cambios, distintos según su tamaño y posición relativa con respecto
al Sol. Sólo en la Tierra estos cambios dieron lugar a una serie de
condiciones que con el tiempo permitieron la aparición de la vida tal
como la conocemos.
Durante los primeros dos mil millones de años de existencia
del planeta, el hidrógeno despareció progresivamente de la atmósfera
y la intensa actividad volcánica de la corteza terrestre permitió la
liberación de dióxido de carbono y de agua; surgieron también algunos
de los actuales componentes químicos de toda célula viva, producidos
por la acción de la radiación solar sobre los componentes de la primitiva
atmósfera. Al final de este período se habían formado los océanos, en
cuya superficie se iban acumulando los azúcares, purinas, aminoácidos
y demás sustancias que la radiación solar había producido a partir de
los componentes de la atmósfera. Y entonces, a través de procesos desconocidos,
estas materias orgánicas simples se organizaron y dieron lugar a un
protoplasma capaz de reproducirse. La vida había comenzado. A partir
de aquel momento, los seres vivos adquirieron mayor complejidad y diversidad
por medio de los procesos evolutivos. Con el tiempo, la atmósfera terrestre
acabó por consistir principalmente en nitrógeno, al que se le añadió
el oxígeno libre que la fotosíntesis de los organismos primitivos liberaba
del dióxido de carbono.
Es probable que durante mucho tiempo la vida sólo pudiera
darse bajo la superficie del mar, donde quedaba a resguardo de la excesiva
radiación ultravioleta del Sol. Dado que el agua era rica en sustancias
nutritivas, puede suponerse que los océanos no tardaron en verse atestados
de organismos primitivos. A medida que las condiciones cambiaban, estos
organismos fueron evolucionando para dar lugar a formas de vida más
complejas. Lo cierto en cualquier caso es que se han encontrado algas
muy similares a las que existen actualmente en depósitos de dos mil
millones de años de antigüedad. Estas algas se encuentran todavía entre
los más eficaces productores de oxígeno, elemento indispensable para
la vida humana y animal.
La vida, tal como la conocemos, surgió y evolucionó en
respuesta al acontecer consecutivo de una serie de condiciones diversas;
ciertos gases desaparecieron de la atmósfera original; fueron reemplazados
por una mezcla de nitrógeno y oxígeno; el agua en estado líquido se
acumuló sobre la superficie terrestre; la temperatura del planeta se
estabilizó. Si bien la Tierra es el único planeta del Sistema Solar
que ha alcanzado ese estado compatible con la vida, puede ser que en
algún otro lugar del Cosmos se den condiciones similares en centenares
o miles de otros planetas. De todos modos, esa posibilidad no es más
que una especulación no apoyada por hechos comprobados.
La aparición de la vida requiere una combinación de circunstancias
tan extraordinaria que constituye un acontecimiento extremadamente improbable;
tanto que puede no haber ocurrido más que una sola vez. No obstante,
hay científicos que piensan que, dado que muchos planetas de otros sistemas
han debido tener un desarrollo evolutivo similar al de la Tierra, la
vida debe haber aparecido en más de una ocasión. No estamos solos en
el espacio. Puede no haber otro lugar como la Tierra en un radio de
mil años luz. En tal caso, nuestro planeta con sus paisajes de belleza
incomparable, sus mares, sus playas, sus montañas y el suave manto de
bosques y estepas que la cubre, es el verdadero país de las maravillas
del Universo; una joya de rara y mágica belleza suspendida en un espacio
lleno de radiaciones mortales. La Tierra es preciosa, sagrada, y lo
es más allá de toda comparación o medida.
El adjetivo “sagrada” puede sorprender en una descripción
de las características de la Tierra; sin embargo, expresa una actitud
enraizada en el pasado de la humanidad y que todavía persiste. El hecho
de que la palabra “profanación” suela utilizarse para lamentar el daño
que causamos a nuestro entorno, indica que muchos de nosotros tenemos
la sensación de que la Tierra posee su propia santidad, de que la relación
del hombre con la misma tiene una calidad sagrada.
Sigue
en la Circular de Marzo de 2007.
¿POR QUÉ EL DIABLO?
El hombre de las civilizaciones primitivas tiende a explicar
los fenómenos naturales por medio del antropomorfismo y del zoomorfismo;
si el viento silba, si los ríos corren , si la rocas se despeñan de
los alto de las cumbres de los montes rodando hasta el fondo de los
valles; si el rayo desgarra las nubes, si el cielo se enrojece a la
puesta del Sol, a su modo de ver, es porque existen autores personales
de tales fenómenos, autores semejantes a él, o a los animales que lo
rodean. Detrás de cada acción natural entrevé una voluntad personal
como causa inmediata, detrás de cada objeto de la naturaleza se le figura
percibir una potencia personal oculta; pero su inteligencia no va más
allá; queda vagando en este inmenso caos de entidades sobrenaturales.
Estas entidades son los desdobles de los antepasados, las
sombras, las imágenes vagas, cuya existencia, se figuraba el hombre
primitivo, que continúa en el seno de la Naturaleza; no son aún personificaciones
bien determinadas de las fuerzas naturales; la personificación exige
procedimientos de análisis y de abstracción, y eso era un trabajo bastante
complejo para mentes primitivas; sólo los consideraban como simples
autores ocultos de los fenómenos naturales. Los espíritus de los amigos,
de los seres queridos se transformaban en genios benéficos y en dioses
buenos; los de los enemigos, en genios malvados y en diablos. Este es
el fondo general de toda religión primitiva. Creer que la Humanidad
debutó por un monoteísmo es hacer profesión de fe de ignorancia histórica
y psicológica a la vez.
En los períodos en que se suceden las primeras civilizaciones el Mal es atribuido
a diversos seres opuestos a los que hacen el Bien. La sabiduría sagrada
subordina jerárquicamente todas las fuerzas naturales, y con los fenómenos
se subordinan también sus hipotéticas causas productoras, o sean los
dioses y los diablos, gracias a la cual por una generalización se llegan
a sintetizar en dos seres supremos, o en uno, las series que se han
formado.
Lo primero sucede entre los iraníes, con Ahuramazda y Agromanyus;
entre los egipcios con Osiris y Tiphon; entre los primitivos eslavos,
con su Dios Blanco y su Dios Negro. Lo segundo es lo que sucede al pueblo
caldeo y al cananeo con Bel o Baal, y al judío con Iahveh. En este caso,
Dios produce el Mal lo mismo que el Bien, fatal y periódicamente por
medio de su hipótesis fatídica cuando es Baal-Moloch, o de una manera
arbitraria como cuando Iahveh truena contra su pueblo. Aquí es donde
podríamos marcar el punto culminante de la religión. Dios lo hace todo.
No sólo es omnipotente sino Creador de todas las cosas. Luego el monoteísmo
por necesidad se descompone otra vez. No se concibe que el Dios único
produzca directamente la inmensa multitud de fenómenos naturales y sociales
contradictorios entre sí, y esto es causa de que se busquen seres intermediarios
entre Él y el mundo.
A fin de explicar todo lo malo, se dice que un ser que Él
creó bueno y poderoso, se le rebeló, y trastorna la creación y el linaje
humano; y para combatirle la Divinidad tiene que enviar una emanación
suya al mundo: el Dios-hombre. Dos grupos jerárquicos de seres servidores
de los dos poderosos combatientes practican el Mal o el Bien, impulsan
al Hombre a la virtud o al crimen, como si fuera un autómata movido
por dos fuerzas opuestas.
Pero la observación acumula datos: aparece el método científico,
se aprecian mejor las relaciones naturales de los fenómenos; y gracias
a la formación de cuerpos de doctrina independientes del dogma, se desvanecen
estos seres quiméricos que creó la imaginación primitiva del género
humano. Entonces el Bien y el Mal se consideran como simples relaciones;
lo absoluto es eliminado del terreno de la moral.
En los tiempos teológicos habrían sido reputados como producto
del Mal cosas enteramente distintas, la noche, el frío, la pereza, la
miseria, las enfermedades y la muerte, el último de los males; o las
comodidades, la belleza, el arte, los esplendores de la Naturaleza,
el espíritu de libertad, la investigación, etc. En el período positivo
se distingue ya el mal inconsciente que produce la Naturaleza, del mal
consciente o sea de la injusticia humana, y que el Hombre, con conocimiento
de causa, lucha contra la Naturaleza para proporcionarse el bienestar
y lucha también contra sus semejantes para alcanzar el mayor grado posible
de justicia.
Resumiendo, podríamos decir que hasta el presente cada época
ha tenido su Diablo, es decir, su personificación de lo que ella ha
creído era el Mal. Una veces esta personificación ha sido múltiple;
se ha creído en muchos principios malos, ha habido muchos diablos. Otras,
la personificación del Mal no ha sido distinta de la del Bien; junto
con ella ha formado parte de un mito único, ha sido una manera de ser;
el Diablo y el Dios han venido confundidos en una sola personalidad
omnipotente, que en sí lo era todo, o que era el origen de todo. En
otros, el Mal ha tenido una personificación distinta, opuesta a la del
Bien, la cual ha vivido la vida de los hombres cual si fuera un personaje
real. Entonces ha habido un Diablo que ha hecho la guerra a Dios, su
contrario. Sólo la época actual no lo concibe, porque cree que el bien
o el mal son resultados de meras relaciones entre los seres y no producto
de entidades sobrenaturales.
Vamos a seguir la idea del Mal a través de sus personificaciones.
Vamos a ver cómo evoluciona y qué formas adopta; qué idea cada forma
en sí ha encerrado, es decir, qué concepto se ha formado del Mal cada
pueblo; qué es lo que por tal ha entendido. Y por fin, entraremos en
la época moderna en que las ciencias experimentales, rompiendo moldes
que aprisionaban la idea del Mal, las personificaciones perversas que
ésta engendrara se desvanecen al análisis como sombras que la luz disipa.
Sigue
en la Circular de Marzo de 2007.
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