ALCORAC

SALVADOR NAVARRO 

        

Dirigida a la Escuela de:

Mallorca

Las Palmas

                                                                               

Circular  Especial Verano, año XV

Bunyola, 1º  Agosto de  de 2.009.

 

                    

 

HISTORIA DEL NACIMIENTO DE UN PUEBLO.-

Los hebreos eran un pueblo de esclavos. Primero fue un Faraón quien los oprimió; después es un Nabucodonosor quien los encadena. En Egipto construyen templos bajo el látigo de un etíope, en Babilonia son espectadores y actores forzados de las criminales fiestas a Belo; y en los intervalos de sus servidumbres viven sujetos al poder de sus jefes de tribu y a la imposición dogmática de su teocracia. Ni un relámpago de libertad alumbra su historia. El despotismo, exótico o indígena, pesa siempre sobre ellos como una losa de plomo. ¡Pobre pueblo hebreo! Errante por el desierto, lo mismo que sujeto dentro de los muros de las ciudades, no abre sus labios sino para exclamar quejas. Sus cantos son gemidos; sus poemas lamentaciones. Sus profetas lloran; sus filósofos salmodian, sus legisladores desesperan y maldicen. Su carácter es el del siervo. Tiene la sobriedad de la miseria, la irritabilidad que engendra el sufrimiento, la aridez del desierto, la desconfianza de la desgracia; su móvil es el temor. Sufre opresión y por lo tanto aman a los que se hallan en igual caso; así promete asilo al esclavo escapado de su dueño, lo mismo en la caravana que en el interior de las ciudades. Teme la luz; para él la libertad es la noche; la oscuridad dificulta la vigilancia de los tiranos. Es enemigo de la industria y del trabajo; a éste no lo conoció sino impuesto como pena, mientras fue esclavo de pueblos extranjeros. Nada sabe ni de arte ni de ciencia; su vida es la del pastor nómada. Pero como a esclavo que es, posee la astucia en alto grado, y compra y vende, y en cada cambio recoge una nueva ganancia; pero la desconfianza le hace atesorar lo que gana, y es mezquino, avaro y usurero hasta el punto de que los legisladores tienen que fijar una tasa a sus especulaciones.

En continua dependencia, lo infructuoso de sus esfuerzos le hace que espere su salvación de un ser que venga a redimirle, y sueña eternamente en un emancipador que llama Mesías, aunque ningún Mesías ha emancipado a ningún pueblo. La emancipación de un pueblo se verifica como el esfuerzo de muchos. Sólo que en la historia se atribuyen a uno los esfuerzos reunidos de varios..

Como está exento de goces, ansía hallarlos en un paraíso terrenal que ve siempre en perspectiva. Si peregrinó por el desierto, si Moisés lo pudo guiar durante tanto tiempo,, sólo fue con la expectativa mundana de la tierra prometida. A no haberle dominado por el castigo y por el premio, a buen seguro que no le hubiera podido conducir a parte alguna.

Sus esperanzas, sus creencias, en sus primeros tiempos fueron meramente terrenas; se preocupaban poco de la vida de ultratumba; Caín es castigado en vida, así como todos los que faltan a los divinos mandamientos. Su culto era una mezcla informe de ceremonias fetichistas y politeístas.

Todos los dogmas, todos los principios que llevó después a la formación del cristianismo, los había extraído de pueblos y de libros extranjeros. De algunos de sus profetas y legisladores, se duda hoy si fueron propiamente hebreos. De Daniel hay quien afirma que fue caldeo, pues gran parte del libro que lleva su nombre es de tal origen; y de Moisés, esa gran figura, los historiadores que no niegan su personalidad real, vacilan entre si fue egipcio o árabe. Pero este pueblo desgraciado que hasta para componer sus dogmas tuvo que tomar prestados los elementos, hizo un gran servicio al progreso humano. Abstrajo a Dios de la Naturaleza. Con un Dios separado de la fenomenología formó la unidad de creencias. Establecida la unidad, aunque fuera negativa, fácil ha sido sustituirla por otra positiva. La unidad de la fe ha sido reemplazada por la de la ciencia; al Dios universal la inducción ha sustituido la universalidad de las leyes. Con un Dios que no estaba inmanente en los fenómenos, que no formaba parte de ellos mismos sino que de ellos estaba separado, ¿no quedaban éstos ya, de hecho, abandonados a la especulación científica? Cuando el sacerdote poseía el saber, la inteligencia humana se contentaba con la sabiduría sagrada. Divorciada la ciencia de la religión, al recogerla la razón la encontró laica. Además, con el proselitismo extendió la idea de unidad, que sin él hubiera muerto en un rincón del desierto. Así ha contribuido al progreso universal esta raza; de la cual tan injustamente dijeron los eruditos del siglo XIX que nada útil había legado a la humanidad.

Hemos dicho antes que sus móviles eran puramente materiales, y así fue en efecto. No se curó de más vida que la de este suelo, hasta que aprendió de un pueblo extraño a creer en otra, bajo la presión de la desgracia. Exclama: “¿Dormía Señor? Ved que yo muero…Y que los muertos no pueden alabaros”.  Y cuando adquirió el concepto de alma o mejor de un espíritu que anima el cuerpo, no lo supo expresar sino por palabras bien poco espiritualistas por cierto. Los términos NefeschRuaah, los usaba antes como sinónimos de cadáver el primero y de soplo  o viento el segundo. En la época de Job creía el hebreo que el hombre bajaba después de muerto a un lugar subterráneo denominado Scheol, que es muy difícil de distinguir  de la tumba. Allí los muertos conservaban una vaga existencia, un tanto análoga a la de los manes de los romanos, o las sombras de la Odisea. Los difuntos tenían, a lo más, una segunda vida apagada, semiparalizada, en una especie de estado de fantasmas, pudiendo ser evocados, y aparecer bajo un aspecto corpóreo.

Jamás creyeron en esa alma individual distinta del cuerpo, inmaterial y eterna. En todo el libro de Job no se halla la idea de la inmortalidad ni en un solo versículo. El pasaje del capítulo XIX en las Biblias corrientes, sobre el cual han versado tantas controversias, está traducido por San Jerónimo, o por Lucero, los cuales lo han falsificado en el sentido espiritualista. En dichos versículos Job alude sólo a alguien que ha de venir a reivindicarle, no a su resurrección. La idea que domina en algunos versos del capítulo III, es la de proclamar la igualdad en la tumba, o sea, de la muerte, lo cual es solamente mera generalización del pensador, no una creencia en un lugar único determinado donde todos vayan a parar. En el capítulo VII continúa la misma idea sobre la tumba, pues dice que los que bajan a ella no vuelven más. Y la misma manera de ver continúa durante todo el capítulo, sin que se haga mención alguna de la otra vida, ni del alma, ni de resurrección de los muertos. La locución “ir para no volver al país de la oscuridad”  indica sólo morir, en lenguaje metafísico. Encontramos una mención análoga en el capítulo XXX, del mismo libro.

El capítulo más controvertido de todo el libro de Job es el XIX: 22-27. Es evidentemente torcido en su traducción, lo mismo en la Vulgata que en la Biblia de Lutero. San Jerónimo le dio la siguiente versión: “Sé que mi redentor vive, y que el postrer día resucitaré de la Tierra”. Lutero dice: “Él me resucitará” y seré REVESTIDO de mi piel y veré a Dios EN mi carne”. Esta traducción y la luterana, han sido las normales en las Iglesias católica y protestante, y han hecho creer que Job profetizaba la venida de Jesucristo, y que anunciaba su resurrección.

No queremos decir que haya mala fe de la parte de ambas traducciones. El error consiste en la mala interpretación de algunas palabras. Las palabras que hemos marcado con mayúsculas, no existen en el original. Se tradujo por “redentor” la palabra GOEL y todos los hebraístas saben que el GOEL es sólo “el que defiende los derechos de otros, y le reivindica todo lo que injustamente se le rehúsa. Este es el sentido propio de la palabra. Así, cada uno puede ser el GOEL de otro, según el caso. Aquí el GOEL de Job es sólo aquel que defenderá la causa de éste, en contra sus acusadores. Job está convencido que Dios al fin permitirá la reivindicación de su inocencia. Si no antes de su muerte, al menos después de ella. Job ve esta reivindicación futura. Se complace en ella y exclama: “el GOEL se levantará sobre mi polvo (tumba o tierra) para hablar en mi favor”. Aquí la interpretación de alguna palabra podrá ser dudosa pero el sentido general es claro. El pasaje textual es este: “pero yo sé que mi defensor vive”. Este no puede ser Dios, pues que pone el GOEL o defensor en contraposición de éste, que en aquel momento le abate de una manera injusta.

En este pasaje no hay nada que justifique la Resurrección, ni la inmortalidad del alma, ni la vuelta de Jesucristo para redimir a la humanidad, como se ha pretendido.

En la época de los patriarcas, se creía que el impío era castigado en vida con muerte súbita, y que el justo envejecía terminando su existencia tranquilamente a una edad muy avanzada. Así, según ellos, Dios les justificaba en esta vida. La muerte no les producía ideas negativas. El hombre después de la muerte iba a reunirse con sus antepasados en el Scheol.

Pero un día las desgracias cayeron sobre el pueblo de Israel, al contacto con pueblos extranjeros. Entonces la idea de que el hombre recibe la recompensa sobre la tierra le satisfizo. El justo era frecuentemente expoliado y moría a veces en los degüellos o en la esclavitud. Al contrario, , el impío, el traidor a su Dios y a su patria, adquiría riquezas y honores, y terminaba tranquilamente su existencia. La antigua teoría patriarcal era, pues, insuficiente. Entonces surgió una nueva explicación, la de la retribución de la descendencia. Los hijos serán dichosos o desgraciados, se dijo, según los padres hayan sido buenos o perversos. Pero esta teoría tampoco satisfizo a nadie. “Si Dios me aplasta con la desgracia, ¿qué importa que colme a mis descendientes de beneficios? Al fina y al cabo mi carne no lo ha de sentir”. Luego, la situación de los hebreos se agravó en el cautiverio de Babilonia. Es probable que allí aprendieran el dualismo que les condujo a considerar el alma como entidad distinta del cuerpo, y puede que influyera también el contacto que más tarde tuvieron los persas, marcados por las creencias mágicas de los medos. En Babilonia, una ciudad cosmopolita que quería verificar la unidad de la especie humana, convocando a todos los pueblos a la comunión de la carne, asimilándose las razas extrañas por medio de los hermosos cuerpos de sus mujeres, en esa ciudad fue sin duda en donde los judíos sufrieron su segunda transformación religiosa. Oyeron a sus señores que el hombre tiene un elemento tenue que está unido a él bajo la protección de un dios particular a cada individuo, que este elemento sobrevive al cuerpo, y que puede tener dos destinos distintos después de la muerte del individuo. Las almas privilegiadas  (y de aquí sacó la predestinación), alcanzaban por el favor divino una verdadera apoteosis; eran admitidas en el cielo con los dioses en la “región de plata, de los altares fulgurantes, donde se nutrían de los beneficios del estado de bendición, en las fiestas dichosas y en la iluminación, donde se permanece sin inquietud y sin miserias”.

De entre estos, algunos, poquísimos elegidos que llegaban a obtenerlo sin pasar por la muerte, subían al cielo en cuerpo y alma, como Xisutros, el Noé babilónico. Pero esta suerte, después de esta vida, era sólo para unos pocos, reyes, pontífices, héroes y grandes personajes: para el común de los mortales, separada del cuerpo su parte espiritual (su demonio, como decían los caldeos) iba a parar al “país del cual no se vuelve, al país inmutable”, situado debajo de la tierra y lleno de sombras. De allí sólo podían salir en forma de vampiros para aparecer de noche y atormentar a los mortales. No obstante, se creía que en el centro de este país había una fuente guardada por dioses infernales, pues el que bebiera de ella volvería a la luz. Al final de los tiempos las aguas de dicha fuente operarían la resurrección de los muertos. Esta resurrección final parece dudosa a ciertos autores. Estas eran las ideas de los caldeos cuando esclavizaron a los judíos.

Habían oído algo sobre la resurrección en su cautiverio de Egipto. El dios solar que de noche muere y desciende a las regiones subterráneas para reaparecer luego, les daba la idea de una inmortalidad posible. Así, impulsados por la necesidad y el deseo, no tardaron en creer en la dualidad que en el hombre admitían los caldeos.

Esta parte espiritual, tenue, que es el reflejo de un Dios, es el motor interno que sobrevivirá al cuerpo. El cuerpo queda frío sobre la tierra y en ella permanece. El espíritu lo forma una sustancia leve e impalpable, activa; el cuerpo, una sustancia grosera, que sólo funciona en virtud de la otra. ¿Por qué el cadáver está yerto? Porque el espíritu se le ha separado. Pero, no obstante, el espíritu no fue considerado aún como una sustancia pensante, como un alma con personalidad completa, porque para los hebreos la personalidad residía por entero en el cuerpo. Mucho más tarde, después de la conquista de Alejandro, esta teoría se pronuncia más en el sentido de alma inmortal pensante y consciente. Entonces la influencia platónica se infiltra en el pueblo hebreo al mismo tiempo que las tendencias socráticas, para no desaparecer ya más.

Hasta la resurrección de los primeros judeo-cristianos no es más que una reconstitución del individuo, bajo una forma superior, imperecedera y desprendida de los lazos que la unieron a la sociedad terrestre. Es una resurrección de la carne de la cual ésta sale mejorada.

Los hebreos habían hecho una alianza con Dios a cambio de la cual les debía dar la felicidad eterna y el predominio sobre los demás pueblos de la tierra. Y, no obstante, vino un tiempo en que los fieles de Jehová eran perseguidos, y de los pueblos extraños eran el triunfo; de estos pueblos que, según les decía su Dios “habían nacido en vano”. El fenómeno no dejaba de ser extraño. Según el creyente, Dios había escogido un pueblo entre todos los pueblos, y este pueblo, era aherrojado, dominado, oprimido, echado de sus hogares por los extranjeros; lanzado en medio de los otros era el escarnio de los enemigos de Dios; y mientras los fieles padecían, los enemigos de Dios prosperaban. ¡Y Dios lo permitía! (1). Y el judío que no podía creer que Dios le faltaba al pacto, todo se le volvía preguntas: “Ya que por nosotros has creado el mundo, ya que las otras naciones no son más que una inmundicia ¿por qué estas nos dominan y nosotros nos encontramos reducidos a la impotencia? Babel, la hija del mal, la impúdica meretriz crece y prospera, y Sión está desierta”. “Verdad es que entre nosotros hay pocos fieles, pero entre ellos no hay ninguno”.

(1) Ver en la Biblia el libro de Deuteronomio Capítulo 32: 8 en adelante.

Planteado así el problema, la prosperidad había de dársela Dios al fin de los tiempos. La solución estaba en la teoría de la resurrección de la carne, puesto que en el cuerpo residía la personalidad. Esto les hacía posible la justicia por medio de una renovación de este mundo. Perdida toda esperanza de triunfo, su egoísmo se hizo trascendental. Para realizarlo, para verlo satisfecho, les pareció aceptable el reanimar los huesos de los muertos, haciendo entrar en ellos el soplo que había partido.

Así pensaron que Dios por este medio los justificaría. Y creyeron que los que debían ir a gozar, los pocos elegidos, habían de ser ellos, que eran los buenos; y que los que habían de penar en las prisiones subterráneas, debían de ser sus opresores, los malos. De este modo se figuraron alcanzar la justicia que en esta vida no hallaban. Sólo pudieron concebir la emancipación de la servidumbre creando un mundo nuevo. No viendo posible la inmortalidad entre ellos, la creyeron fuera de ellos. Habituados a la tiranía y recordando sólo servidumbres, trasladaron con su imaginación la vida a otro mundo en donde la esclavitud no pudiera alcanzarlos. Faltos de alguien que les hiciera justicia contaron que Yavé debía de venir a administrársela.

Pero sus profetas les habían predicho que vendría un Mesías a emanciparles. ¿Cómo podía ser esto, si la Justicia debía llega sólo al fin del mundo con el juicio que Jehová hiciera de los hombres? Esto halló solución creando un reinado mesiánico para antes de acabar el mundo. Los “scheol” convertidos ya en depósitos de almas, serían abiertos, y los justos gozarían un reinado temporal con el Mesías sobre los demás pueblos de la tierra, después de lo que vendría el Juicio Final. En esta época, sobre 165 años antes del nacimiento de Jesús el Cristo es cuando esta tendencia empieza a hacerse potente. El espíritu de venganza que encierra el corazón del israelita estalla en esta forma de Apocalipsis. Varios fueron los que se escribieron desde el que lleva el seudónimo de Daniel  hasta el que se atribuye a Esdras, escrito en el año 97 de la Era cristiana.

Todos los Apocalipsis llevan el nombre de un profeta anterior o un seudónimo.

En todos ellos bajo la forma de visión y de diálogo con un ángel se describe con una fraseología exuberante en detalles, la venida del Mesías, las batallas que librará contra los otros pueblos de la Tierra, la manera cómo estos eran derrotados, exterminados y puestos bajo el yugo del pueblo escogido, el reinado mesiánico, su duración, aunque el número de años varía. Esdras se contenta con 400, mientras hay quien opina que han de durar tantos como dure la Tierra. Para ello puede leerse el libro de Enoch y los de Baruch y de Esdras.

El Juicio final junto con el espectáculo que presentará la Naturaleza se describe también con detalles. Espantosas son las descripciones con que adornan tales documentos aquellas imaginaciones enfermas. ¡Cuántos presagios fatídicos! “Antes que el día de Yavé venga, las mujeres ya no parirán, la naturaleza cambiará sus funciones, el Sol se apagará, caerán las estrellas, las piedras hablarán, brotará sangre de los árboles…Aparecerá Jehová entre las nubes con Elías, Enoch, Moisés y Esdras, librados de muerte, condenará a los malvados a suplicios eternos, y se remontará con los buenos. Y Dios no se entristecerá de los miserables que se perderán en aquel día; ni los padres podrán intervenir por sus hijos, ni los hijos por sus padres”. En todos los Apocalipsis se daba todo esto por cercano.

Los escritores apocalípticos presentan a las almas de los depósitos diciendo al ángel: “¿Cuándo saldremos?” y el ángel les contesta: “cuando el número de vuestros semejantes sea completo”; y añade estos escritos que “los depósitos de almas” ya están llenos, y que en el mundo han transcurrido las diez partes y media de las doce en que se divide el tiempo que ha de durar. Y como señales evidentes, “la talla de los hombres decrece, la raza degenera, no tienen ya el vigor de los primeros tiempos. ¡Todo ha perdido su lozanía!”

Pero el dogma de la resurrección de la carne y el de la inmortalidad del alma tal como se entendió, en vez de curar el alma produjeron enseguida el terror y el pánico. Sólo sirvieron para aumentar la infelicidad de los míseros que así lo creían. Jehová era árbitro, tenía a sus elegidos y éstos eran pocos; además era dificilísimo el no haber faltado; quien en algo le hubiera contrariado ya podía temblar; para una falta finita, se le esperaba un castigo eterno. 

Además ¿quién sabía si estaba predestinado para la condenación por la voluntad de Dios omnipotente? Esta desolación de los ánimos se ve en cada línea de aquella literatura tétrica que surgió del dogma de la inmortalidad del alma. “Que la humanidad llore y las bestias se regocijen, pues son de mejor condición que nosotros. No les espera juicio de ninguna especie; no tienen que temer tortura alguna, pues después de muertas nada hay ya para ellas”. “¿Para qué darnos la existencia con un porvenir de tormentos? ¡Oh, Adán! ¡Cuán grande debió de ser tu pecado que nos condena casi a todos por una eternidad al sufrimiento! Valdría más la nada que la perspectiva de un terrible fallo de ultratumba”. “¡Para qué pasamos la vida en la tristeza y la miseria si nos esperan  para después de la muerte no más que suplicios y martirios! Más nos hubiera valido que Adán no hubiera sido creado sobre la tierra. ¿De qué nos sirven la inmortalidad, si no hacemos más que obras de condenación?

Y así se lamentaban de una manera desgarradora todos los escritores apocalípticos de aquella época. Estas imprecaciones, hijas de creencias tan pesimistas y horrorosas, preludian ya el espantoso y sombrío oficio de difuntos, expresión fiel del cristianismo en la Edad Media.

Los cristianos luego se apoderaron de tal manera del Apocalipsis, que vinieron a formar en los primeros siglos el carácter esencial de su literatura. Si el cristianismo agravó tanto el terror a la muerte, toda la responsabilidad debe pesar sobre esta clase de libros.

Estas profecías, estas visiones en que la Naturaleza se trastornaba y la desolación se llevaba a tan algo grado, fueron los primeros síntomas patológicos de la fiebre delirante que iba a sufrir la humanidad por espacio de algunos siglos.

Hay que advertir que no todos los hebreos siguieron tales creencias. Los más ortodoxos fueron refractarios a tal reforma; rechazaron esta idea de un alma inmortal separable y distinta del cuerpo por disentir de la dicha en las Sagradas Escrituras y no quisieron admitir ni predestinaciones, ni espíritus, ni estados venideros ultramundanos de premios y castigos. A los innovadores les llamaron “herejes”, “disidentes”, “partidarios de Zoroastro”, que es lo que significa la palabra “fariseos”.  Pero los fariseos no tardaron en predominar sobre los saduceos, sus contrarios. Sus doctrinas estaban más conformes con los desastres del pueblo de Israel, y para mayor éxito, la filosofía griega que empezaba ya a descomponerse por las tendencias orientales, venían a confirmárselas. Bien pronto los judíos se volvieron helenistas, y a su vez dieron filósofos que las formulares de una manera sistemática.

En Israel, como en los demás pueblos del Asia, la teoría de la dualidad humana y de la inmortalidad del alma en otro espacio, nació de un malestar social; fue necesaria en algunos pueblos para que una casta soportara la servidumbre que otra le infligía; nació en otros para crearse una felicidad que sobre la tierra no alcanzaban; siempre fue signo de decadencia, de esclavitud y de miseria, pues sólo se desea más vida en otro mundo, cuando ya no se puede vivir con dignidad en éste. Y esta ley histórica que se desprende del estado de los pueblos asiáticos, la podemos ver también en las sociedades de Occidente.

Este tema lo vamos a estudiar en la Circular extra de Invierno de 2009.

F I N

 

 

  

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