ALCORAC SALVADOR NAVARRO |
Escuela BarcelonaPalma de MallorcaLas Palmas de G.C. Circular nº 11. Año XI.Bunyola (Mallorca), 1º de Noviembre de 2005.
VIDA DE SAN PABLO.-No es fácil discriminar y precisar el orden cronológico de los acontecimientos que incidieron entre la primera y segunda Epístola a los Corintios. Parece que la sucesión de los hechos es, más o menos, ésta. Entre las fiestas de Pascua y Pentecostés del año 57 regresaba Timoteo a Corinto. No eran buenas las noticias que de allí traía. Verdad es que la gran Epístola causó profunda impresión, pero los enemigos continuaban desprestigiando su autoridad. Resolvió Pablo enviar a Acaya a su devoto auxiliar Tito, provisto de todos los poderes y una carta del Apóstol. Fue cometida en Corinto, como refiere Timoteo, una clamorosa injusticia; no sabemos quién la cometiera ni quién sufrió la injuria. El caso era grave y parece resonar en las palabras de Pablo: “Lo que yo ahora hago, también lo haré en lo futuro para cortar toda ocasión a los que buscan de hallar en qué gloriarse igual que nosotros. Pues esos falsos apóstoles, obreros engañosos, se disfrazan de apóstoles de Cristo y no es maravilla, pues el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz”. (2ª Corintios 11: 12-14). Parece que los neófitos fieles al maestro le habían dirigido una carta, invitándolo con insistencia para venir a Corinto como él mismo insinuara en su primera Epístola. Se probó era imposible ese intento y él se hizo representar por Tito. Éste parte con instrucciones de regresar por Troade hacia la Macedonia donde se reuniría con Pablo. Los próximos días en Éfeso, fueron para el solitario luchador de una profunda postración física, moral, la reacción violenta de dos años de intensa actividad, aumentada por las angustias, vigilias y enervantes emociones de los últimos acontecimientos. Gayo y Aristarco, cubiertos de heridas. Aquila y Priscila, presos y en permanente peligro de vida: sus colaboradores, dispersos; él mismo, imposibilitado de continuar su trabajo en Éfeso, donde su cabeza fuera puesta en búsqueda y captura. “No quisiéramos, hermanos - escribe más tarde a los Corintios - que ignoréis las tribulaciones que pasamos en Asia; fueron excesivamente grandes, por encima de nuestras fuerzas, al punto que desesperamos de la vida; traíamos dentro de nosotros la sentencia de muerte. Pero Dios que resucita a los muertos, nos libró de tamaño peligro, nos libra todavía y nos ha de liberar para el futuro”. (2ª Corintios 1: 8-9). A fin de no exponer a mayores peligros a sus amigos en Éfeso, embarcó Pablo una silenciosa mañana de Mayo del 57, en compañía de algunos auxiliares, rumbo al Norte, con destino a Troade. La travesía borrascosa por el Mar Egeo restituyó algunas energías a su organismo combatido por dos años de sobrehumanos trabajos físicos y espirituales. En Troade se hospedaron en casa de Carpos, jefe de la cristiandad local. Siete años habían pasado desde la última visita de Pablo a esta ciudad. Desde esa fecha, a pesar de su estado de postración, comenzó a predicar el Evangelio “porque el Señor le abrió una puerta”. Entretanto, eran tan crueles los sufrimientos morales causados por el estado de Corinto y por la falta de noticias, que Pablo no logró desarrollar una actividad eficiente: no tenía paz en el alma - escribe - por no encontrar a mi hermano Tito; y despidiéndome de ellos partí para Macedonia”. (2ª Corintios 2:13). Pablo hablaba, pero su voz carecía de metal, de sonoridad. Vivía, pero sus ojos estaban sin luz. Oraba y cantaba, pero no escuchaba el eco de su propia alma, que era como un arpa desafinada, como una cítara con las cuerdas rotas, como los instrumentos musicales de los israelitas exilados en las márgenes del Éufrates. Presa, abrumada, paralizada el alma del gran domador de las selvas del gentilismo. También los héroes conocen noches sin estrellas. También los santos atraviesan desiertos sin oasis . . . Como Jesús, en la agonía nocturna en el huerto de Getsemaní, buscando consolación entre sus discípulos, así también se sentía también Pablo en la necesidad de un amigo con quien desahogar la tristeza inmensa que amenazaba estallarle en el corazón. Con febril impaciencia tomó el primer navío que lo llevara a Macedonia, donde se encontraría con Tito. Llegó, pero Tito no estaba. Se dirigió a Filipo, donde tuvo la consolación de encontrarse con Lucas, su querido amigo y compañero de otros tiempos. El experimentado médico fue consciente del peligroso estado de salud de Pablo y lo llevó a la confortable residencia de Lidia, la gran benefactora de la cristiandad de Filipo. Pablo, rodeado de la cariñosa solicitud de esas almas y de los queridos filipenses, creó un alma nueva. En uno de esos días escuchó golpes en la puerta de la casa de Lidia y la portera vino alborozada con la noticia: ¡Tito ha llegado! Indescriptible fue el júbilo, la alegría del reencuentro. Pablo nunca tenía la seguridad de volver a ver a sus emisarios, no sabía si volverían o sucumbirían a las fatigas del apostolado, a las celadas de sus enemigos. Cada regreso era una especie de resurrección de la muerte. Había mejorado notablemente el estado religioso y moral de la Iglesia de Corinto, aunque algunos impenitentes prosiguiesen en su campaña difamatoria contra Pablo. Unos lo acusaban de inconstante en sus planes de viajes; otros los consideraban medroso, por el hecho de no regresar a Çorinto; en sus cartas y por la distancia, decían, era valiente, pero, cuando estaba presente, tímido y sin energías. Lleno de consuelo, levantó Pablo las manos al cielo y exclamó: “Dios, que consuelas a los tristes, me ha consolado a mí también con la llegada de Tito”. Conversaron largamente. Quedó resuelto que Pablo y Tito escribirían una carta a los corintios, firmada por los dos, a fin de mostrar la entera armonía y solidaridad de los directores espirituales de la cristiandad. Nunca el hombre habla y escribe tan bien como cuando su alma se haya impulsada por un gran amor o de una intensa alegría. Si la primera Epístola a los Corintios es una mina de profundos pensamientos, la segunda es de todas las cartas paulinas la de mayor sentimiento. Falta a esta última, en verdad, cierta unidad y homogeneidad; da la idea de tres o cuatro cartas una encima de otra. Y, de hecho, son cartas diversas, dirigidas a varios grupos de lectores en Corinto. Al principio viene una epístola consoladora y conciliadora (Capítulos 1 y 7); después, una instrucción sobre las colectas y, finalmente, una carta de cuatro capítulos sobre distintos asuntos. Justificando su procedimiento, escribe Pablo estas frases: Pongo a Dios por testigo sobre mi alma de que por consideración con vosotros no he ido todavía a Corinto. No porque pretendamos dominar sobre vuestra fe, sino porque queremos contribuir a vuestro gozo por vuestra firmeza en la fe”. (2ª Corintios 1: 23 - 24). Y después: “¿Vamos a empezar de nuevo a recomendarnos a nosotros mismos? ¿Tenemos necesidad como algunos, de cartas de recomendación para con vosotros o de nosotros? Nuestra carta sois vosotros mismos, escrita en nuestros corazones, conocida y leída de todos los hombres, pues notorio es que sois carta de Cristo, expedida por nosotros mismos, escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas de corazones de carne. Tal es la confianza que por Cristo tenemos en Dios. No que de nosotros seamos capaces de pensar algo como de nosotros mismos, que nuestra suficiencia viene de Dios. Él nos capacitó como ministros de la nueva alianza no de la letra, sino del espíritu, que la letra mata, pero el espíritu da vida”. (2ª Corintios 3: 1 – 6)- “La letra mata pero el espíritu vivifica”, no escribiera Pablo otras palabras sino estas, y estaría definiendo su carácter y justificando su inmortalidad a través de los siglos. El gran luchador siente como llega a la vejez - tendría unos 52 años - pero, en razón directa del desfallecimiento de las fuerzas físicas, aumentan sus potencias espirituales y crece su añoranza por la vida eterna. Continuará en la Circular de Diciembre. LA SABIDURÍA ANTIGUA.-La mente constituye otro campo o vehículo en el cual el alma opera y por el cual contacta con el mundo. El campo mental universal se expresa no solamente en los seres humanos sino, como en los demás campos, en toda la Naturaleza. Refleja el aspecto de la Realidad que se caracteriza por el orden y la organización, la Mente Divina. Los niveles más materiales de las energías mentales interpenetran e interactúan con energías emocionales, de manera que los pensamientos, sentimientos y reacciones físicas operan conjuntamente. Ese aspecto de la mente es intranquilo y mutable, en la medida que nuestros pensamientos acompañan el aumento y disminución de las emociones y nuestras atracciones y aversiones. Se llama a esto mente - deseo y está simbolizado con la figura del mono curioso, moviéndose rápidamente de un lado para otro, reflejando exactamente parte de la psiquis. Este mente concreta, como ha sido llamada, también tiene una inclinación práctica para resolver los problemas cotidianos empleando la lógica, al menos en alguna extensión. Por medio de ella hacemos planes y ordenamos y organizamos nuestras vidas. En este nivel también se encuentra la facultad que clasifica y juzga nuestras impresiones sensoriales e interpreta aquello que experimentamos a través de nuestros sentidos. En otras palabras: estructuramos la experiencia de modo que la hacemos significativa para nosotros. Tal estructuración contiene análisis y discernimiento, acentuando las diferencias y separaciones. De acuerdo con la filosofía esotérica, el pensamiento es también energía y crea “·formas-pensamiento” o estructuras casi permanentes en la materia sutil, del campo o plano mental. Esas formas frecuentemente permanecen como patrones dentro de nuestro campo mental, donde colorean e influencia muchos de nuestros pensamientos. Podemos también emitirlas de modo que afecten otras personas. El ego, en el sentido de ego separado, se origina en ese nivel de mente concreta. Ese es el pequeño ego común, del cual normalmente estamos conscientes. Se define al ego como “aquella faja de consciencia que envuelve nuestro papel, nuestra reproducción de nosotros mismos, nuestra auto - imagen, así como la naturaleza analítica y discernidora del intelecto”. El ego es el concepto interior de nosotros mismos que surge de la facultad de la mente concreta para dividir, separar, dar categorías y ver diferencias. Estas facultades colocan la noción de nosotros mismos en una categoría especial, apartada y separada de todo lo demás. Así, ella solidifica y concretiza en un nivel inferior la ruptura primordial entre sujeto y objeto, consciencia y materia. El ego es “la utilización del sentido de yo separado, nacido como dualidad primaria”. Nuestro ego se basa en gran parte en la experiencia y la memoria, en la medida en que gradualmente construimos un concepto de aquello que somos, por medio de nuestra experiencia y relaciones. En realidad es “un saco de memorias editadas”. Inconscientemente nos identificamos con la auto - imagen y nos separamos de nuestras capacidades y visión más amplias y de otros elementos del verdadero Yo. El ego también nos envuelve en una cáscara ilusoria, en la cual nos sentimos apartados y separados de todos porque consideramos erróneamente este punto de referencia relativo como siendo nuestro centro real y permanente. Es posible trascender el ego y vivir sin sus limitaciones, alcanzando así una libertad y auto - expresión mucho más amplias. La mente, todavía desempeña un papel dual. Además de su aspecto concreto, la sede del ego, que se preocupa en gran parte de nuestra vida y asuntos personales, posee un aspecto universal que no es perturbado por el egoísmo, ni afectado por distinciones, deseos o aversiones. En contraste con la mente – deseo, este nivel es diferente. Su función está relacionada con el pensamiento abstracto, conceptual, con la síntesis, con el descubrimiento de principios unificadores, al revés de preocuparse con anular o separar, como hace la mente concreta. Constituye la fuente de inspiración y percepción creativa, sea científica, matemática, filosófica o artística. Iluminada por la intuición, este aspecto universal de la mente revela significados más profundos a la vida. Nos puede dar una sensación de arrebato al contemplar principios y leyes que gobiernan el Universo. Esta es la esfera de la verdad universal - del Bien, de lo Verdadero, de la Belleza - de Platón. Pocas personas han desarrollado el pleno potencial de este aspecto del Yo, pero en toda la Historia vemos ejemplos puntuales de su potencia en los genios en todos los campos, que han contribuido al avance de la cultura. La capacidad humana de auto – consciencia tiene su raíz en ese nivel de la mente. Sólo nosotros, los humanos, podemos disociarnos de nuestras mentes y observarla en acción. La capacidad de trascender la situación inmediata es la característica básica de la existencia humana. Todo lo que necesitamos hacer es centrar nuestra atención en nuestros procesos internos, en el flujo de pensamientos, sentimientos y sensaciones. En el acto de observar las operaciones de nuestra mente, como sujeto, objetivamente, hasta en nuestros propios sentimientos y pensamientos. La ruptura sujeto – objeto traza una línea entre nuestra consciencia y nuestros procesos mentales internos. Así podemos realmente vislumbras que somos consciencia incrustada en vehículos o campos, el Yo en los cuerpos emocionales y mental. No obstante, tenemos la tendencia de identificarnos con los vehículos y su conjunto altamente individualizado de modelos de hábitos entrelazados. Encontramos que somos nuestras actitudes, nuestras preferencias, emociones habituales, etc. La autoconsciencia da origen al ego, y nosotros nos separamos del alma que jamás está separada del Uno y nos encerramos dentro de su expresión limitada en el mundo. Olvidamos nuestras raíces celestiales y confinamos nuestra atención en ramas laterales. Esta habilidad de la mente de auto – observarse es la que hace posible el pensamiento abstracto y el uso de los símbolos. Así como podemos separarnos del flujo de experiencias, podemos atribuirles símbolos. Amplias esferas de actividades específicamente humanas como el lenguaje, las matemáticas y la música, se basan en la habilidad de simbolizar. Tratar con símbolos es una función típicamente humana. Hasta la palabra man (hombre, en inglés) se deriva de la palabra sánscrita manas, mente, significando nuestra naturaleza íntima como pensador y constructor de símbolos. Se sublima la capacidad de trascender la situación inmediata - “estar fuera y mirar dentro de sí mismo y para la situación, da el poder de evaluar y guiarnos a través de una infinita variedad de posibilidades “. Esta es la fuente de nuestra habilidad de prever el resultado de nuestras acciones y planear el futuro al manipularnos mentalmente los símbolos. Ellas nos da el poder de escoger y, por tanto, hacernos responsables de nuestras acciones. Hay que colocar nuestra habilidad de auto – consciencia en un contexto evolucionista. El espíritu, en su propio plano, no lo es y tampoco lo son las criaturas menos evolucionadas que los humanos. La mente es necesaria para centralizar el espíritu, que es un rayo de la luz divina. No hay potencialidad para la creación o auto – consciencia en un Espíritu puro en nuestro plano, a menos que su naturaleza, demasiado homogénea, perfecta por ser divina, sea mezclada con la reforzada por una esencia ya diferenciada. Es la mente la que puede dar esa consciencia necesaria en el plano de la Naturaleza diferenciada. Así, la mente es la sede de nuestra individualidad, así como la puerta para la unidad. Al mirar hacia abajo, ella solidifica el Yo y el ego separados; mirando hacia arriba, nos une con el Todo. Continúa en la Circular de Diciembre. VOSOTROS SOIS DIOSES.-Una vez afirmada la convicción de que somos el Yo, hemos de reconocer los poderes atribuidos o facultades que como tal nos compete. Ante todo, tenemos el amor del Yo Superior, el poder de la Unidad, el aspecto que en terminología teosófica llamamos Budhi. Parte de la tragedia que se desarrolla cuando la consciencia del Yo se infunde en los tres cuerpos y de ella se apodera la consciencia elemental o subconsciente de estos tres cuerpos, consiste en que el ego se considera un ser separado de todo cuanto lo rodea y capaz de moverse por todas partes. Desde el momento en que volvemos a la consciencia del Yo, se desvanece la ilusión de separación y comprendemos lo que es la unidad. Entonces se opera el prodigio de que nos reconocemos todavía como seres individuales y, al mismo tiempo, estamos en la vida de los demás seres, en todas las criaturas. Somos la vida de los árboles, la vida de las aguas del mar, la vida de las nubes, del Sol y de todas las cosas. Tal es el amor, el poder del Yo, nuestro reconocimiento de la unidad en este nivel; es la única forma dinámica en la Senda de la Perfección. Ni la voluntad ni el pensamiento nos impulsan a lo largo de la Senda que conduce a la Unión Divina. Es únicamente el amor, el reconocimiento de la unidad, y cuanto mayor fuere nuestro reconocimiento de la unidad, más vivo será nuestro amor por los hombres nuestros hermanos, por los árboles y las piedras, y más nos veremos empujados para la unión con la Vida divina, magnéticamente atraídos a la unión. Se trata de sentir este poder del Yo para unirse con todas las cosas; se trata de sentir que nuestra consciencia se disuelve en la suprema Consciencia, hasta identificarse con esta Consciencia universal. Primeramente trata o procura sentir que tu consciencia es parte de la del maestro, y pierde en él todo tu ser. No te limites a contemplar esta unidad con el maestro, más siéntela de modo que sea una cosa efectiva y que te sientas parte de él. De esta manera comprenderás fácilmente que el amor es la única fuerza motora en la Senda, que la intensidad de tu amor es adoración por el maestro y el grado en que pudieras sentirte unido a él, constituye la posibilidad de que él te tome como discípulo. Por analogía, pero en grado mucho mayor, se extiende nuestra consciencia cuando nos sentimos unidos a la Gran Fraternidad Blanca y tratamos de experimentar algo de la asombrosa unidad de aquella Consciencia que sólo tiene una Voluntad - la Voluntad del Rey - el poderoso mandatario de la Jerarquía Espiritual, el Invisible, que dirige la evolución interna y externa de nuestro planeta, y que está constituida por varios grandes Seres. También en este caso, cuando se puede reconocer la Unidad de esta Consciencia, este reconocimiento nos aproxima a ella, nos une a ella y nos conduce a la primera Gran Iniciación. El amor es como un imán que nos atrae hacia el objeto amado y con él nos identifica; y cuando conseguimos reconocer el amor del Yo y sentir como se dirige a todas las cosas, a todas las criaturas de este mundo, no puede dejar de llevarnos hacia la meta de la evolución, a la unión con la Divinidad. Cuando sentimos esto, entonces comprendemos el significado de la máxima ocultista: “creced como crece la flor”. Cuando la flor recibe los cálidos rayos del Sol, se expande al instante anhelando su luz y se orienta hacia él. El amor de la flor por el Sol la hace crecer; y de la misma manera crece el alma por su amor al divino Fulgor. Este crecimiento no requiere esfuerzo. No hay un violento empuje hacia delante; es una concordancia natural con lo que amamos. Por eso, nuestro amor ha de ser omnipresente, sin nada que se pueda excluir, pues debe fluir generosamente para todas las cosas, porque en ellas buscamos la vida divina. Si de nuestro amor excluimos la Vida divina, dificultamos nuestra unión con esta vida. Pensar en el Cristo nuestro Señor, como el Corazón de esta Unidad de todas las cosas; sentir Su amor como el amor que une todas las cosas y amando al Cristo, amaremos todas las cosas. Entonces comprenderemos la verdad anunciada por Cristo al decir que todo cuanto hiciéramos por el menor de nuestros hermanos, por Él lo haríamos. Además, al reconocer este atributo particular del Yo, no tenemos que tener una simple contemplación o concepto intelectual del amor, sino que nos identificamos con este amor y entonces podemos subir en sus alas a esferas superiores. Es un poder que debemos aprender a emplear conscientemente. El siguiente poder del Yo, que debemos aprender a reconocer como propio, es el poder de la voluntad llamado Atma en la Teosofía. No se debe confundir este poder verdaderamente divino con la débil potencia que llamamos “voluntad” en la vida diaria. Difícilmente hallaríamos otra palabra cuyo concepto se hubiese de tal modo confundido y tegiversado. La empleamos cuando realmente deberíamos decir “deseo” o “apetito”, y hablamos de personas que “tiene una voluntad débil”, cuando no existe tal voluntad débil, y aludimos al “choque de voluntades”, cuando simplemente significa el choque de deseos egoístas. Según he dicho otras veces, E. Coué empleaba la palabra voluntad para expresar al anhelante y frenética resistencia, y así es que en una de las obras más importante de la Psicología moderna se confunde el concepto. Ante nada, debemos apartar la idea generalizada de que la voluntad actúa o hace algo, esto es, que llevamos a cabo algo por un esfuerzo de voluntad. La actuación no es incumbencia de la voluntad, sino de un aspecto diferente del Yo, o de la actividad creadora. La voluntad es el gobernante, el Rey, que dice: “se tiene que hacer tal cosa”, pero que nada hace por sí misma. Psicológicamente hablando, la voluntad es el poder de enfocar la consciencia en una cosa, con exclusión de cualquier otra. Así vemos que la voluntad es un poder interno, tranquilo, inmóvil, el poder de mantenerse en una cosa y excluir todas las demás. Pero es un poder formidable, posiblemente comprendido por pocos. Se comprende esto mejor, si analizamos algunos ejemplos en que, según digo en lenguaje corriente, no es bastante ajena a la voluntad. Imaginemos que decidimos levantarnos a las seis de la mañana. Cuando llega la hora y despertamos, nos sentimos naturalmente con sueño y con pereza. Si empleamos correctamente la voluntad, no nos será difícil levantarnos, porque mantendríamos un pensamiento único de despertar y ponernos en acción, con exclusión de cualquier otra idea y no habría lucha. Pero lo que realmente hacemos en consentir que nuestra imaginación proponga el problema y por otra parte pensamos en la incómoda situación de frío al saltar de entre las tibias sábanas y en el desagrado de vestirnos sin la luz del día, mientras que, por otra parte, imaginamos lo agradable que sería permanecer unos minutos más en la cama y volvernos de otro lado para seguir durmiendo. Así forjamos imágenes que, naturalmente, proponen concretizarse en acto e incitarnos a quedarnos en la cama. Cuando comenzamos a resistirnos, la resistencia es débil y, si somos vencidos, habremos un esfuerzo innecesario, que consume vitalidad y podría ser evitado fácilmente si comprendiéramos la verdadera función de la voluntad. Por no levantarnos, no demostramos una voluntad débil y sí una imaginación indisciplinada. El recto uso de la voluntad habría sido mantener el pensamiento o imaginación, esto es, la actividad creadora, centrada en la única idea de levantarnos de la cama, con exclusión de cualquier otra. De esta manera no permitimos que la imaginación juegue con pensamientos tales como la incomodidad de levantarnos y la comodidad de permanecer en la cama, y así no encontraremos dificultades en levantarnos inmediatamente. Hamlet expresó una profunda verdad psicológica al decir que “el original matiz de la resolución se decolora con la pálida influencia del pensamiento”. La fuerza de voluntad del Yo mantiene centrada la consciencia en el punto interesante, rechazando toda idea, sentimiento, persona o influencia que amenace impedirlo o nos seduzca desde el exterior. Citemos otro ejemplo: Muchos conocen, por experiencia, la desagradable sensación que nos sorprende cuando por primera vez estamos a punto de tirarnos al agua desde una gran altura. Hemos determinado lanzarnos, pero en el momento crítico titubeamos y necesitamos algún tiempo para armarnos de valor y lanzarnos al agua. Lo que realmente sucede es que hemos permitido que la imaginación forjase una temerosa imagen de la succión ejercida por el agua y la conveniencia de no arrojarse en ella. Forjada la imagen, el individuo se ve naturalmente impedido por ella y la espanta esa succión que le parece desagradable. El medio de evitar la vacilación es también mantener centrada la consciencia en el lanzamiento en el agua y separar todo pensamiento, sentimiento o influencia que pudiese impedirlo. Entonces no topará con dificultad alguna par realizar su propósito. Sigue en la Circular de Diciembre.
JULIUS ÉVOLA ¿Será el hombre moderno un decrépito descendiente de una raza de dioses, originales de una región desconocida, sede de la iniciación solar? Este asunto, tomado por el ocultista italiano, un concepto tan antiguo como la propia humanidad, está ganando lógica y profundidad, constituyendo la base de toda su teoría sobre la historia de la Tradición Hermética (publicada por la Editorial Roca, de Barcelona), en que el pensamiento occidental y sus fuentes esotéricas son revalorizadas. Julius Évola representa en el panteón moderna del Kali-Yuga (la Edad negra que vivimos), cuyas tinieblas son cada día más espesas, una antorcha de fuego, no solamente ofreciendo calor y luminosidad, sino también indicando un camino, una “vía” , como él mismo decía, para volver a encontrar los parámetros de una Tradición Iniciática única y pura. Figura relevante en la historia del pensamiento occidental en los últimos 75 años, el maestro italiano, por lo extenso de su obra y su extraordinaria seriedad, desenvoltura y agilidad con que trata los más variados asuntos, tanto esotéricos como políticos, artísticos y culturales, llevando al lecto a reflexiones profundas, no es superado ni por estudiosos de la importancia de un René Guenón y otros. Sus trabajos vienen despertando, hace ya algún tiempo, el interés de destacados pensadores de nuestro tiempo, que dejaron sus opiniones al respecto registradas en el “Testimonios sobre Évola” libro publicado por Ediciones Mediterráneo, en Roma. Pierre Pascal cuenta que su primer contacto con lo que más tarde definió como” lux evoliana” ocurrió en la casa de René Guenón. Éste, que había leído tres libros del maestro, considerándolos de extreme relevancia, los recomendaba a los presentes, afirmando: “Son libros extraordinarios que no cansan al lector, ya que su estilo es de un fuego gélido. El autor, conocido por nuestros mejores hermanos de Heliópolis, se llama Julius Évola”. A lo que Pascal añadía con una frase tan espontánea como oportuna: “¡Qué bello nombre y qué bello apellido. Me recuerda un verso de Dante: “Que sobre los otros, como un águila vuela”. Otro testimonio bastante esclarecedor es dado por Boris de Rachewiltz, que dice: “ Es difícil evaluar la figura del profesor Évola que, al ejemplo del farol, se destaca en su aristocrático aislamiento. Es mucho más un cruzado que un sacerdote. Es el verdadero guardián del Santo Grial del ciclo arturiano. En una época en la cual las ciencias ocultas constituyen presa fácil de golosos charlatanes, las obras de este maestro se elevan por encima de los modernos misticoides”. En cuanto muchos otros estudiosos de las filosofías orientales apuntan como meta final la unión del humano con lo divino, Évola postula la realización de la suprema libertad como el objetivo último. Trasponiendo los límites de una concepción meramente histórica de la humanidad, la visión evoliana del mundo engloba la unidad fundamental del conocimiento, insertando al hombre en un orden de tipo olímpico, en el cual la consciencia de sus deberes y poderes está orientada por la soberanía de la Tradición primordial que le permite retornar a la luz original. Además de un plano trascendente, no influenciado por la marcha de los acontecimientos, el maestro evidencia la existencia de una región primordial, la sede de la iniciación solar, un centro polar de iniciación de esencia no humana que, de acuerdo con el contexto en que se halla encuadrado, recibe el nombre de Thule, Hiperbórea, Avalón o Asgard. La enseñanza tradicional, de una u otra forma, siempre afirmó la existencia de una raza original, portadora de una espiritualidad trascendente y, por eso, considerada “divina” o “similar” a la de aquellos dioses. Definimos como olímpica su estructura, en razón de su superioridad innata, de una naturaleza que, como tal, inmediatamente es sobrehumana. Una fuerza de lo alto en tal raza es presencia, y está predestinada a la autoridad al mando, la función real, demostrándose como la raza “de los que son y de los que poseen”, en fin, como raza solar”. Está bien claro en su obra “La doctrina del despertar”, un análisis profundo y objetivo del pensamiento oriental bajo la ética del zen, que esta raza solar (los arios), constituye el arquetipo en el cual el hombre deberá basar su tentativa de restaurar la Edad de Oro, prometida por el poeta Virgilio. Ahí, su autor revela el incontestable pensamiento ario de su doctrina, “lucha y victoria”, enseñada por Buda. Y, en esta aproximación a la “vía de la mano derecha” que consiste en una constante superación, sin otro límite que el de la voluntad humana, con vistas a la conquista de la plenitud de su expresión, la esencia divina surge como la puesta a punto en que nada puede perturbar la paz y la serenidad de aquél que, rompiendo el hielo de la individualidad, llegó a despertar. En su libro “Rebelión contra el mundo moderno”, Évola reconstruye el mundo tradicional y, por medio de una perspectiva anti-histórica y anti-evolucionista, describe la génesis de un mundo moderno, describiendo no el proceso evolutivo de la humanidad, pero sí su involución. De acuerdo con su punto de vista, no fue el hombre-mono que se elevó, sino el hombre-dios que cayó, pasando de un mundo que se fundaba esencialmente en valores sagrados y eternos a otro, fundamentado en la utilidad y en el tiempo, esto es, regresando de la Edad de Oro a la Edad de Hierro, al kali-yuga, la Era Oscura, la Edad del Lobo. Para explicar esa regresión, Évola establece la relación entre los factores que influenciaron la ruina de las grandes civilizaciones, la declinación física del eje terrestre - causa de mutaciones climáticas y catástrofes naturales periódicas - y el avance inexorable de los desiertos helados del Polo Norte, que nos llevarán a la progresiva pérdida de la tradición original y a la exasperación de los terribles tiempos modernos. Con la frialdad del verdadero guerrero que siempre fue, Évola apunta los falsos caminos de la Trascendencia que, revestidos de un falso brillo y apariencia fascinante, pueden desviar al peregrino que busca, en medio de la oscuridad, el camino del Absoluto. Este aspecto aparece con gran claridad en la obra “Máscara y rostro del espiritualismo contemporáneo”, en el cual el autor realiza un análisis exacto de todas las corrientes espirituales modernos (espiritismo, teosofía, antroposofía, psicoanálisis) que, según él, en cambio de elevar al hombre del racionalismo y el materialismo en que se encuentra atascado, acaban por hundirlo más todavía, alertándolo de tales celadas. Afirma el maestro que en el mundo moderno, hay una tendencia para lo sobrenatural que enseña algunas sectas de carácter realmente iniciático. Mientras tanto, en ese campo no faltan desvíos, sobre todo cuando impera una cierta actitud “ocultista”, con un tono misterioso y, al mismo tiempo, autoritario, que omitiendo siempre una parte de la verdad, da a entender “que sabe pero no puede revelarlo”. Esta técnica sirve sólo para ensayar en algunos discípulos ingenuos la idea de que existen maestros dotados de una sabiduría inmensa, que en el fondo puede no pasar de una montaña de teorías de tipo místico y nada más. La objetividad - denominador común de todo el pensamiento evoliano - se hace extremadamente decisiva e una de sus obras más significativas “El misterio del Graal”, que representa una síntesis, basada en la teoría de los “arios”, sobre el pensamiento iniciático medieval, procedente de una herencia directa de la cultura greco-romana. En este contexto, el autor menciona una técnica extremadamente dura conocida como la “Triple Vigilia”, para purificar el alma, que es la siguiente: “Durante el día, caminando o escuchando, limpiar el alma de todas las cosas que la puedan perturbar, En las horas cercanas a la media noche, acostarse del lado derecho como un león, un pie sobre el otro, recordando y fijando en la mente el momento en que se debe despertar. Finalmente, en las últimas horas de la noche, levantarse nuevamente, caminando o sentado, para de nuevo limpiar el alma de las cosas inútiles que la perturban. Actuando así, se trata de realizar un continuo examen de consciencia”. Cada uno de estos períodos nocturnos denominados “yama” por los budistas, se componen de cuatro horas, siendo el primero desde las seis de la tarde a las diez de la noche; el segundo, de las diez de la noche a las dos de la madrugada y el tercero de las dos a las seis de la mañana. Por medio de esta técnica de purificación, típica del zen, se disminuye la necesidad de dormir, quedando el sueño restringido solamente a cuatro horas diarias. En el “Misterio del Graal”, Évola centra la atención en los prejuicios que existen en relación a leyendas medievales, casi siempre vinculadas a algún folklore moderno o a las antiguas creencias populares de carácter primitivo. Partiendo de este enfoque, el autor abre un nuevo horizonte, en el que despuntan las más variadas fuentes esotéricas de leyendas arturianas y caballerescas, levantando el velo que cubre los preciosos tesoros de la Tradición Iniciática occidental. En ese particular resalta el auténtico significado del camino del Graal, por medio de las ramas y el heroísmo, en cuanto a camino hacia la trascendencia. “La paz triunfal corresponde al estado olímpico reconquistado por el héroe que, de tanto combatir, consigue la tranquilidad del alma. Este camino con las armas en la mano y las consiguientes luchas y combates, seguramente lleva a una nítida escalada de realización interna, en la cual el elemento activo, guerrero, viril, y, como tal, solar, desempeña el papel esencial. El paso siguiente es la transmutación de una naturaleza en otra, de la debilidad en fuerza, de lo denso en lo sutil, de lo corpóreo en lo espiritual”. El “Misterio del Graal” y la “Doctrina del despertar”, constituyen en conjunto la síntesis perfecta de aquello que Évola define como la “Vía Seca”, uniendo los principios de caballería artúrica del Santo Grial a los del verdadero zen, que indica las metas, tanto para el samurai como para el monje, considerado no un elemento religioso, sino un peregrino del Absoluto. El camino del Graal y el del zen, realmente se parecen mucho, tal vez por tener la misma raíz aria, pero sobre todo por ser duros y secos y por no hacer concesiones a la emotividad y al sentimentalismo, recomendando “soportar lo insoportable”, de acuerdo con sus leyes iniciáticas. Es por eso que, el hoplita griego, el pretoriano del Cesar, el caballero arturiano, el cruzado medieval, y el samurai japonés, constituyen los reales representantes de un linaje, de una directriz, cuyo camino sin vuelta requiere una firmeza externa e interna poco común a la mayoría de los mortales. Esa firmeza es la que caracteriza, por encima de todo, el pensamiento y la vida de Julius Évola. “El verdadero esoterismo, al revés de separar, une a los mejores y actuando como filtro, separa lo sutil de lo espeso, para mejor reunir las élites espirituales”. Évola, con el ejemplo de su vida y su obra, apunta la dirección para alcanzar la Región Primordial, mucho más allá de las regiones nevadas del conocimiento. F I N
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