ALCORAC  
  Salvador Navarro  

            

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                                         Circular nº 3 , año VI

                                         Llubí, 1º de Marzo del 2.000

      Dios tiene un gran sentido del humor. La religión sería vivida como una cosa muerta, si no hubiera un trasfondo humorísitico sirviendo de fundamento. Dios no hubiera creado el mundo sin esa paradoja. Dios no es serio, al menos en el sentido que nosotros le damos. La seriedad es como una enfermedad de la alegría y la salud. Amor, risa, vida, son aspectos de la misma energía.

      Pero durante muchos siglos, se ha dicho que Dios es una cosa muy seria. Esas personas estaban enfermas. Crearon un Dios serio y lo proyectaron en el mundo, a causa de su misma patología. Y nosotros hemos venerado a esos hombres como santos. Pero no lo eran en modo alguno. Necesitaban de un gran despertar; estaban profundamente dormidos en su seriedad. Ellos no tenían alegría, risas, y esto les habría ayudado mucho más que todos sus ayunos y oraciones; les habría limpiado el alma de una manera mucho mejor que todas sus prácticas ascéticas. No necesitaban teologías ni libros; precisaban la capacidad de reir de lo bello y absurdo de la vida. Porque la vida no es un fenómeno racional, sino todo lo contrario.

      Los rituales judíos son tan estrictos que cualquier nota humorística es suprimida de la cotidianeidad. Hasta el Zen tiene algo de judío. Pero, muchas veces me detengo a pensar que los chinos son los que mejor sentido del humor poseen.

      Existen pocas personas que encuentran el Zen como una rebelión contra la seriedad. Puede haber cierta verdad. Lao Tsé era más judío que hindú. Chuang Tzu escribe historias absurdas; nadie puede concebir una persona de luz escribiendo estas historias, las cuales pueden ser llamadas de entretenidas, en la mejor de las hipótesis. Pero el entretenimiento puede ser una puerta para la luz.

      El Zen es originalmente asignado a Buda, pero su color y sabor vienen de Lao tsé, Chuan Tzu y la consciencia china. Se extendió por el Japón, donde llegó a su punto máximo.

      El Zen podía haber sido un florecer en el mundo judaico y, en cierto modo, algo de ello ocurrió: el Hassidismo. Los cristianos carecen del sentido humorístico en el plano religioso. Pero, al menos, tengo la certidumbre de que Jesús nunca fue cristiano. Nació judío, vivió judío y murió judío.

      Vamos a intentar entender el Zen a través de la risa, no de la plegaria. Vamos a entender el Zen a través de las flores, las mariposas, el Sol, la Luna, los niños, y las personas con todos sus absurdos. Vamos a apreciar todo este panorama de la vida, con todos sus colores, y en todo su espectro.

      El Zen no es una doctrina ni un dogma. Es un crecimiento en perspicacia. Es una visión muy despreocupada, nada seria.

      Andemos con pasos leves y sin cargar la religión como si fuera un fardo. No esperemos que la religión sea una enseñanza. Es una disciplina, pero no una teología. Los dogmas tienen que ser impuestos desde fuera y alcanzan solamente la mente, nunca el corazón y nunca, nunca, el centro de tu ser. Las doctrinas son intelectuales. Es una respuesta a la curiosidad humana, y eso no es una busca verdadera.

      El estudiante permanece fuera del templo Zen porque es un curioso. Quiere respuestas y no hay ninguna que dar. Tiene preguntas para ser respondidas: “¿Quién hizo el mundo? ¿Por qué Él hizo el mundo?” Y así en adelante. “¿Cuántos cielos e infiernos hay?” “¿Cuantos ángeles pueden danzar en la punta de una aguja?” “¿El mundo es finito o infinito?” Esas son curiosidades; buenas para un estudiante de filosofía, pero no para una persona que se quiere iniciar.

      Un discípulo tiene que abandonar la curiosidad, porque ella es muy superficial. Incluso, si las preguntas fueran contestadas, ninguna de ellas nos cambiaría esencialmente. Sí que tendríamos más información, pero de ahí saldrían nuevas preguntas. Cada respuesta traería nuevas curiosidades.

      Si alguien dice: “Dios creó el mundo”, entonces la preguntas es: “¿Por qué? Si Dios es omnipotente, omnisciente y omnipresente, ¿no podía saber lo que estaba haciendo? ¿Por qué la muerte, el dolor, la enfermedad?”  Hay tantas preguntas  . . . .

      La filosofía es un ejercicio de futilidades.

      Un estudiante surge a partir de la curiosidad. A menos que se transforme en un discípulo no será consciente de que la curiosidad es un círculo vicioso. Haces una pregunta y recibes una respuesta, y al tomarla eso traerá diez nuevas preguntas, y así hasta el infinito. Habrán tantas preguntas finalmente y ninguna respuesta.

      Todo eso nace de una curiosidad infantil. Cuando alguien se llena de preguntas y no hay una sola respuesta, se pierde la nitidez, la claridad, todo es nebuloso. Se pierde la inteligencia. Porque cuanto más intelectual es la persona, menos inteligente nos parece.

      Dicen que un profesor llevó a su esposa a una clínica psiquiátrica, porque ella no se encontraba con su capacidad de juicio normal. Cuando el esposo conversaba con el doctor, le preguntó: “¿Cómo sabríamos cuando mi mujer estará bien de nuevo, doctor?”

      “Tenemos un test que damos a todos nuestros pacientes”, respondió el psiquiatra. “Colocamos una manguera dentro de un barril y abrimos la llave del agua. Damos un cubo al paciente y le decimos que vacíe el contenido”.

      “¿Y esto que prueba?”, preguntó el profesor.

      “Elemental, señor”, dijo el médico. “Cualquier persona normal cerraría antes la llave del agua”.

      “¿No es maravillosa la ciencia?”, respondió el marido. “Yo nunca habría pensado en eso”.

      Debía ser un profesor de filosofía; no podía ser menos.

      Los profesores sólo conocen las preguntas. Están perdidos en una selva de preguntas. Son inmaduros. La madurez es de la consciencia, no de la intelectualidad. No es del conocimiento, sino de la inocencia.

      No saber es lo más íntimo. Y actuar a partir de ese no saber es hacer con una nueva luz. Responder con el no saber es responder como un Cristo. Es la respuesta verdadera porque no es nebulosa, no está distorsionada, ni contaminada, ni polucionada ni envenenada por la mente y su pasado. Es fresca, joven y nueva. Surge en desafío al presente. Y el presente es siempre nuevo, moviéndose, dinámico. Todas tus respuestas son estáticas, y la vida es una dinámica.

      Consecuentemente, el Zen no está interesado en respuesta alguna. O en preguntas. No le interesa la enseñanza de ninguna de las maneras. No es una filosofía; es una forma diferente de mirar las cosas, la vida, la existencia, a sí mismo, a los demás. Pero es una disciplina.

      Disciplina significa simplemente una metodología de estar más centrado, más despierto, más consciente, de meditar mucho más con el propio ser; no actuar a través del intelecto, ni del corazón, sino desde el propio centro del ser, desde lo más íntimo, de tu totalidad. No es una reacción, porque ella viene del pasado: es una respuesta. La respuesta está siempre en el presente, para el presente.

      El Zen te da una disciplina para que tú puedas ser un espejo y reflejar aquello que eres. Todo lo que se necesita es una consciencia sin pensamientos.

      La primera cosa que debes abandonar es la curiosidad, porque ella te tendrá amarrado a lo fútil. Hará de ti un estudiante; no te permitirá ser un discípulo.

      El Zen está interesado en la disciplina, no en las enseñanzas. Quiere que estés más alerta, para que puedas ver más claramente. No quiere darte respuestas: te da ojos para ver. ¿Cuál es la utilidad de contarle a un ciego lo que es la luz y todas las teorías que sobre ella se han hecho? Es inútil. Estás siendo un tonto, respondiendo a esa curiosidad. Lo que sería urgente y necesario es un tratamiento médico para sus ojos. Necesita de una operación quirúrgica, nuevos ojos, medicamentos. Esto es disciplina.

      Un Maestro te dirá que él es un médico, no un filósofo. Y el Zen es un tratamiento. Es el mayor tratamiento que surgió para la humanidad. Te puede ayudar a abrir los ojos. A sentirte nuevamente sensitivo a la realidad. Te puede dar ojos y orejas. Te puede dar un alma. Pero las respuestas no le interesan.

      Ahora te pido que medites sobre una pequeña historia que te voy a contar.

      Un Maestro tenía un discípulo. Cuando fue admitido, era natural que esperase lecciones de su profesor, de la misma manera que un estudiante es enseñado en cualquier escuela. Pero el Maestro no le dio ninguna lección especial y esto confundía al novicio.

      Un día le dijo al Maestro: “Hace tiempo que estoy aquí, pero no me has dicho una sola palabra sobre  tus enseñanzas”.

      El Maestro respondió: “ Desde tu llegada siempre te he estado dando lecciones con respecto a mi disciplina”.

      ¿Qué tipo de lección puede haber sido?

      “Cuando me traes una taza de te por la mañana, yo lo tomo; cuando me sirves una  comida, yo la acepto; cuando me saludas, yo te devuelvo el saludo con una inclinación de cabeza. ¿De qué otro modo esperas ser enseñado?”

      El discípulo bajó la cabeza por un momento, ponderando  las confusas palabras del Maestro.

      El Maestro añadió: “Si quieres ver, hazlo de una vez. Cuando comienzas a pensar, pierdes el punto principal”.

      Esta es tu historia. Esa es la historia de todo el mundo. Todo buscador viene con estas expectativas.

      Algunas personas tontas vienen y preguntan: “¿Cuales son, en resúmen, tus enseñanzas?” “¿Cuál de tus libros contiene tus clases?”

      ¡Yo no tengo ninguna enseñanza! Por eso me es posible escribir tantos libros. De otro modo, ¿cómo se puede escribir tanto? Si tuviera una enseñanza, con un par de libros bastaría para mostrarla. Por no ser así, puedo estar hablando siempre. Toda enseñanza, más tarde o temprano, termina por agotarse. Pero yo no tengo ni principio ni final, siempre estoy en medio de todas las cosas. No soy un profesor.

      Todo el mundo crece fisicamente, pero psiquicamente somos como niños. Nuestra edad psicológica pocas veces llega a ser mayor de catorce años, y a veces menos. Esto significa que puedes tener sesenta o setenta años, pero psicológicamente no pasas de catorce años. Entonces, si alguien mira para mi cuerpo, parece viejo, pero si mira dentro de mi mente, verá que tengo miles de facetas infantiles.

      Tu Dios no es más que un padre proyectado, una fijación paternal. No puedes vivir sin la idea de un padre. Puede ser que el padre real esté muerto. Entonces necesitas un padre imaginario, en el cielo, que tome cuenta de ti y te cuide. Realmente, un padre físico está destinado a morir un día, entonces necesitas de un padre celestial que sea eterno, que no pueda morir; él será tu seguridad y garantía.

      Observa tus reacciones y verás que, para sorpresa tuya, la mayoría de ellas son infantiles. Tus modales, por más sofisticados que sean externamente, en el fondo son infantiles. Hasta tus oraciones lo son.

      El Zen no está interesado con el estado infantil de la mente. No tiene ningún deseo de alimentarlo más. Su interés es la madurez; quiere que seas maduro, y quedes en ese punto. Consecuentemente, no tiene ideas sobre Dios, ni de padre en los cielos. Te deja totalmente solo, porque la madurez solamente es posible en soledad. Te deja en total inseguridad. No hay garantías.

      Esto es sano: un salto cuántico hacia la inseguridad, hacia lo desconocido, porque con este encuentro madurarás. Y la madurez es libertad, liberación.

      El Maestro no le daba ninguna lección especial y esto confundía al discípulo.

      Naturalmente. Estaba aguardando, esperando, y no recibía ninguna lección especial. Quería unos principios, para guardarlos como un tesoro: su conocimiento. Y el Maestro no le había dado nada. Estaba desorientado. Si estuvieras esperando por alguna cosa y esta no llegara, estarías desorientado. Eso lo trae siempre las expectativas: frustración.

      Un día habló con el Maestro: “Hace algún tiempo que estoy aquí, pero no me has dicho palabra alguna sobre la esencia de tus enseñanzas”.

      Las personas siempre tienen prisa. He conocido mucha gente que después de meditar durante algunos meses, preguntaban: “Llevo muchos días meditando, ¿por qué no acontece nada aún?”

      Como si ellos estuviesen forzando a la vida por meditar por una cantidad determinada de tiempo. Si quieres verlo realmente, con la meditación estaban soñando. ¡Y llaman a eso meditación! Tres o seis meses, por dos o tres horas sentados, con gran dificultad para concentrarse, consiguiendo apenas dejar de oir ruidos internos, sin mucha paz, ninguna consciencia, sólo deseos, pensamientos, imaginación, memoria, un tráfico constante de colmena mental, y preguntan: “¿cómo es que no pasa nada?”

      El tiempo no tiene que ser llevado en cuenta de manera alguna. Ni tres años, ni tres vidas. No debemos pensar en términos de tiempo, porque el fenómeno de la meditación no es temporal. Puede llegar en cualquier momento, ahora mismo, cuando estás leyendo esta Circular; incluso puede llevar más de una vida. Todo depende de tu intensidad, de tu sinceridad, todo depende de tu totalidad.

      Hasta que un día habló con su Maestro  . . . .

      Él debía de tener alguna clase de frustración. ¿Se había equivocado de Maestro? No disponía de ninguna técnica especial, y el ego quiere siempre algo raro, único.

      En primer lugar, no había ninguna enseñanza. Pero el Zen es un método para despertar espiritualmente, no una teología. No habla sobre Dios, sino que te lleva hacia Él. Te golpea de muchas maneras para que puedas estar despierto cuando Dios toque en tu puerta. Estar dormido, es estar en este mundo de ilusiones; estar despierto, es estar en Dios. Los métodos y estratagemas están ahí, pero no hay enseñanzas.

      Todas las enseñanzas están relacionadas sobre cómo hacerlo, por qué hacerlo, para qué propósito, hacia qué objetivo. El Zen simplemente te da una oportunidad, un espacio en el cual tú puedes acabar despertando. Y ese es exactamente mi trabajo aquí: crear una oportunidad, un espacio, un contexto, donde tú puedas un día despertar, donde no consigas volver a dormir para siempre.

      Dice el Maestro: “Desde tu llegada siempre te he estado dando lecciones sobre mi disciplina”.

      Ahora sí que el discípulo está confuso y aturdido, por estas palabras.

      Extrañas son las maneras de los verdaderos Maestros. Indirectas y sutiles. Recuerda que él no dice “enseñanza”, sino “disciplina”.

      “Cuando me traes una taza de té por la mañana, yo la tomo; cuando me sirves una comida, yo la acepto; cuando me saludas, te lo devuelvo con una inclinación de cabeza”.

      El Maestro está diciendo: ”¿Me observas?” Ese es el centro esencial de la disciplina: observar, mirar, estar despierto. Dice: “Cuando me traes una taza de té por la mañana, ¿observas como la tomo con gratitud? ¿Observas como la acepto con gran consciencia? No es solamente té”.

      Nada es corriente a los ojos del Zen; todo es extraordinario, porque todo es divino. Los Maestros transformaron las cosas ordinarias, como tomar té, en ceremonias religiosas.

      La ceremonia del té es una gran meditación: lleva horas. En todo monasterio Zen hay un lugar separado para la ceremonia del té. Y cuando las personas son invitadas por el Maestro, van al templo en silencio absoluto.

      Cuando una persona acepta la invitación, toma un baño, medita y entra en calma. Se prepara porque no es una ocasión cualquiera: es una invitación del Maestro. Entonces anda por los caminos pedregosos con total consciencia, muy despacio. Cuanto más cerca del templo, más consciente es. Está atento al canto de los pájaros. Pone toda su atención en las flores del camino, sus colores y perfumes. Y, cuando llega cerca, escucha el ruido exterior. Entra silenciosamente, inclina la cabeza ante el Maestro, y se sienta sin hacer ruidos en un rincón, escuchando el ruido del agua que hierve en la tetera, y la sutil fragancia del té llenando el aire de la sala. Es un momento de oración.

      Después se entregan los platillos y las tazas. El Maestro en persona los da, de una manera especial, propia. Pone el té en la tazas, también de una manera particular. Luego, todos beben a sorbos pequeños, silenciosamente. Tiene que ser servido con tremenda consciencia; así se transmuta en una meditación.

      Si tomar té puede llegar a ser una meditación, entonces cualquier cosa puede serlo también: cocinar, lavar platos o ropas, cualquier actividad. El hombre espiritual transforma todo sus actos en meditación. Y cuando la meditación es esparcida por toda su vida, no solamente cuando está consciente, poco a poco comienza a penetrar y traspasar su ser en los sueños también, así como el respirar, el latir de su corazón,  habrá llegado a la disciplina esencial.

      “Cuando me traes una taza de té, por la mañana  . . . . “

      ¿Observas, o no? ¿Estás dormido, o despierto? ¿Puedes ver la manera en qué yo tomo la taza? Cuando tomo la comida que me traes . . . . ¿no puedes ver cómo la acepto, mi gratitud, como si me hubieses traído un tesoro?

      “cuando me saludas, yo te lo devuelvo con una inclinación de cabeza”.

      ¿Te he fallado alguna vez? ¿Te has dado cuenta si no te respondo inmediatamente? Si has estado observando, esa es la real importancia de la disciplina. ¡Haz lo mismo!

      “¿De qué otro modo puedes esperar ser enseñado en la disciplina?”

      Pero tú no observas ni ves. Sigues corriendo, haciendo las cosas de cualquier modo, mecánicamente. Caes en la trampa, las mismas trampas, siempre y siempre. Si estás dormido, inconsciente, no podrás ver todas las encerronas que te prepara la vida, que nuevamente vas a cometer otro error, que estás continuamente tropezando. Puede ser que sea un poco diferente, porque en la vida nada es igual, pero caes millares de veces y aún no has aprendido la única cosa que vale la pena saber. Aprendes todo tipo de cosas en la vida, excepto la que te puede transformar, y ese es el arte de la consciencia.

      “El discípulo bajó la cabeza por un momento, ponderando las confusas palabras del Maestro.

      Dijo el Maestro: “Si quieres ver, mira de una vez. Cuando comienzas a pensar, pierdes el momento”.

      Estas son palabras significativas.

      Porque pensar es solamente una manera de perder la consciencia. Cuando escuchas la verdad, mira inmediatamente. No digas: “voy a pensarlo”. No tomes nota diciendo: “Cuando esté en casa lo pensaré”. Estás perdiendo el momento. ¡La verdad es inmediata, y la estás dejando para otro momento si te pones a pensar. ¿Qué puedes tú pensar sobre la verdad? Cualquier cosa que pienses, no será verdadera. La verdad es sólo verdad y la mentira es siempre mentira. No puedes convertir una mentira en verdad por pensarla durante años. Ver es relevante, pensar no lo es.

      Ahora puedes seguir pensando. Si un Maestro te habla, lo hace desde la altura de la consciencia, y tú escuchas desde la oscuridad de tu valle. No traduzcas ni intentes entender lo que dice. Simplemente, escucha.

      Oir silenciosamente no significa que estés de acuerdo conmigo. No es una cuestión de convenir juntos o no. No quiere decir que me aceptes o me rechaces. Si me aceptas es que no estás silencioso; la actividad está presente: la actividad de la aceptación. Si estuvieses de acuerdo conmigo, significaría que me estás traduciendo. Si me rechazas, tu actividad es negativa; si me aceptas, es actividad positiva. Y ser silencioso significa no ser activo. Estás simplemente leyendo . . . . simplemente disponible, y eso no es cuestión de estar de acuerdo o discordar.

      Y la belleza de la verdad es que en el momento que la escuchas, alguna cosa dentro de tí responde, dice que sí. No es un acuerdo mental, recuérdalo: viene de tu totalidad. Cada fibra de tu ser, cada célula de tu cuerpo aprueba en maravillosa alegría: “¡Sí!”. No es que tú digas sí; no es dicho, no es verbalizado de modo alguno. Está silenciosamente ahí. Y cuando escuchas una mentira, de la misma manera hay un no; todo tu ser dice “¡no!” Esto tampoco es mental.

      Es un punto de vista totalmente diferente. Es como ser un espejo. Silencioso, sin aprobar ni reprobar, porque la verdad está dentro de nuestro ser. Si escuchas la verdad exteriormente, y tu verdad despierta, no dudes que ha sido provocada. Rápidamente dirás “¡sí!”, como si la hubieras conocido. Es un recuerdo, un reconocimiento. El Maestro te recuerda aquello que habías olvidado. No es cuestión de pensar si estás o no de acuerdo.

      No estoy interesado en confeccionar una creencia en tí, ni darte una ideología. Todo mi interés es provocar la verdad en cualquier persona. Necesito una sincronía. Algo, para dar origen al proceso del reconocimiento en tí.

      El Maestro habla, no para darte la verdad, sino para ayudarte a reconocer la verdad que está dormida dentro de tí. El Maestro es un espejo. En él ves tu cara original en profundo silencio, sentado a tu lado.

      “Si quieres ver, ¡ mira de una vez !

      Cuando comienzas a pensar, pierdes el momento”

                                   EL NÚMERO 3

      En este número tenemos un nuevo conjunto de fenómenos. Llegamos con él a la primera figura geométrica. Dos líneas rectas no pueden encerrar ningún espacio,  ni formar una figura plana, como tampoco dos superficies planas pueden formar un sólido. Se precisa de tres líneas para conseguirlo; y de tres dimensiones de longitud, anchura y altura para constituir un sólido. Así como dos es el símbolo del cuadrado, o contenido del plano, tres es el símbolo del cubo, o contenido del sólido.

      El tres denota aquello que es sólido, real, sustancial, completo y entero.

      Todas las cosas que están especialmente completas están marcadas por el número tres.

      Los atributos de Dios son tres: omnisciencia, omnipresencia y omnipotencia.

      Hay tres grandes divisiones que redondean el tiempo: el pasado, el presente y el futuro.

      Tres personas, en gramática, expresan e incluyen a todas las relaciones de la humanidad.

      El pensamiento, la palabra y la acción llenan la medida de la capacidad humana.

      Tres grados de comparación llenan nuestro conocimiento de las cualidades.

      La más simple proposición requiere de tres cosas para completarla; esto es, el sujeto, el predicado y la cópula.

      Son necesarias tres proposiciones para completar la forma más simple de argumento: la premisa mayor, la menor y la conclusión. Tesis, antítesis y síntesis.

      Tres reinos abarcan nuestras ideas de la materia: mineral, vegetal y animal.

      Cuando nos volvemos a la Biblia, este completamiento viene a ser divino, y marca la plenitud o perfección.

      Tres (número de la perfección divina), es el primero de los cuatro números perfectos. ( Le sigue el 7, el 10 y el 12 ).

      Por ello, el número 3 nos señala lo que es real, esencial, perfecto, sustancial, completo y divino. Todo lo que está “debajo del Sol” es “vanidad”.

      En el Génesis 18:2, las mismas tres personas se aparecen a Abraham.

      “Abraham miró y he aquí TRES varones que estaban junto a él”. Pero el versículo 1 declara que “le apareció Jehová”. Es de destacar que Abraham se dirija a ellos tanto como uno como tres. Leemos primero que “dijeron”, luego “dijo”, y finalmente, en los vers. 13, 17, 20 “Jehová dijo”.

      Es por esto que Abraham pidió “tres medidas de flor de harina” para sus celestiales invitados.

      El número tres representa el Espíritu Santo. Es sólo por el Espíritu que alcanzamos la experiencia de las cosas espirituales. Por eso, el Lugar Santísimo, que era el lugar central y más sublime de la adoración de los judíos, tenía la forma de cubo.

      Por ello, el tercer Libro de la Biblia es el Levítico, el libro en el que aprendemos la adoración. Aquí Jehová prescribe cada detalle de su culto, no dejando nada a la imaginación ni al gusto, coronándolo todo con el gran “ES NECESARIO” .

Concluye en la Circular de Abril del 2.000

                             

 

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