ALCORAC SALVADOR NAVARRO |
Dirigida a la Escuela de: Mallorca
Circular nº 6 , año XI Bunyola, 1º de Junio de 2.005.
VIDA DE SAN PABLO.-
Cierto día en la modesta tienda de Aquila, en Éfeso, recibió Pablo la visita de algunos neófitos de Galacia. Le contaron como triste realidad lo que Pablo sospechaba: diversos rabinos de Jerusalén acababan de invadir la recién fundada colonia cristiana y desarrollado una intensa propaganda contra la persona y doctrina del apóstol. Y, lo peor de todo esos agitadores, eran bautizados que venían de parte de Santiago y con cartas de presentación de los jefes espirituales de Palestina. Eran cristianos, pero cristianos mosaicos. ¿Qué decían esos maestros? Decían que Pablo no era un verdadero apóstol como los otros, los grandes apóstoles de Jerusalén y tanto era así, que ni había visto al Señor Jesús, ni había recibido misión alguna directamente de su parte. Era un intruso. El Evangelio de Pablo - decían ellos - era un Evangelio truncado, incompleto y falso en muchos puntos; había aprendido algunas verdades de otros apóstoles, que después mezclara con añadidos arbitrarios y opiniones personales. Que Pablo silenciaba uno de los puntos capitales del Evangelio: la necesidad de la ley de Moisés para todos los cristianos, sea venidos del judaísmo o del gentilismo. Prefería a propósito esta parte, porque procuraba acomodar a su modo el Evangelio, a fin de ganar el mayor número posible de adeptos posibles y gloriarse ante los otros apóstoles. Sacrificaba la verdad al número, la cualidad a la cantidad. Actuaba arbitrariamente sin regla ni norma. En Listra mandaba circuncidar a Timoteo a fin de lisonjear a los judíos, mientras que entre los gentiles no decía palabra de la circuncisión, para agradarles. Ellos, los verdaderos cristianos, habían venido de Jerusalén de parte de Tiago, hermano del Señor, a fin de sustituir el Evangelio mutilado y falso de Pablo por el verdadero y completo Evangelio del Cristo y de los apóstoles. Así referían los gálatas, en el fondo en penumbra del bazar de Aquila. Pablo escuchó en silencio el extraño mensaje. Tenía los ojos llenos de lágrimas y en el alma la turbulencia de una inmensa tempestad. Su primer pensamiento fue partir y acompañar hasta Galacia a los buenos amigos, aquellas grandes criaturas de ojos sinceros y alma voluble, como todos los patricios de esta iglesia. ¿Pero cómo dejar Éfeso, precisamente ahora? Antes de tomar una resolución definitiva, pidió otras informaciones sobre tales desórdenes. Por las palabras de los mensajeros concluyó que se trataba de una banda de fanáticos “nacionalistas” que, frente a la presión de los Césares de Roma, desde Calígula, ejercían sobre el judaísmo decadente, lanzaban desesperados esfuerzos para levantar el entusiasmo nacional. Llenos de un extremo racismo, repelían todo lo que no fuese nítidamente mosaico; procuraban hasta ejercer una especie de tiranía sobre los apóstoles, en el intento de hacer del prestigio de ellos un trampolín para sus fines políticos – racistas. Pablo, apóstol de las gentes, espíritu cosmopolita e internacional, que aplazaba las discusiones sobre raza y religión y procuraba aunar bajo un solo rebaño y un solo pastor a hebreos y gentiles, griegos y romanos, asiáticos y europeos, señores y esclavos, sabios e ignorantes, ricos y pobres, ese Pablo era considerado por los fanáticos racistas e intransigentes discípulos de Moisés, como el mayor óbice a la consecución de sus fines. Se angustió el alma de Pablo. El que los ataques fuera contra su persona, poco le importaba. Pero, robar con traición a esos buenos y poco experimentados hijos de la naturaleza el tesoro de la fe, la libertad en Cristo, la divina pureza del Evangelio, ¡ah! Esto desgarraba el corazón del apóstol. ¿Y por qué todo esto? ¿Por qué esa campaña? ¿No tenía acaso el Evangelio sazonado un paraíso de frutos en las almas de millares de gentiles que, sin saber nada de la ley mosaica, habían abrazado el cristianismo y en él vivían felices? ¿No tenía el Evangelio arrancado de las profundidades del materialismo y la lujuria a esos paganos y llevados a las luminosas alturas de la espiritualidad cristiana, de la gracia, la virtud, la santidad? ¿No aprobaba Dios, con milagros y carisma la vida cristiana de muchos de esos neófitos? Pablo despidió a los mensajeros de Galacia, pidiendo esperasen en Éfeso, hasta que los mandase llamar. La noche próxima fue para Pablo una vigilia de intenso trabajo. No durmió un solo instante. La preocupación por la suerte espiritual de sus queridos Gálatas no le daba sosiego. Su espíritu comprendía la situación y el peligro inminente que corrían las iglesias de Galacia. Se trataba nada menos que la de sustancia y del futuro del cristianismo. Estaba en juego la propia alma del Evangelio. Horrorizado, intuía Pablo lo que ocurriría a su querido Evangelio, el mensaje de su Señor y Maestro, si se dejase esclavizar por las tendencia ritualísticas de los judíos; en vez de una religión mundial destinada a enseñar a la Humanidad , la adoración a Dios “en espíritu y en verdad”, acabaría el cristianismo en una piadosa secta, en una hermandad religiosa, con su reglamento, su constitución y su hábito particular, sus ejercicios ascéticos, reglados para un grupito de almas místicas segregadas de la sociedad. El cristianismo había de ser una religión racional, simple y varonil, una religión para el hombre de la vida real, para el hombre arrojado en medio de las luchas brutales de la existencia, para el hombre de la oficina o de la tribuna, del escritorio y del mercado, del fórum y del campo de batalla, para el hombre de mar y de la ciudad, del mostrador y del laboratorio, de la azada y de la pluma, para el filósofo y el proletario, para el anciano envuelto en vespertina suavidad interior y para el joven agitado por violentas pasiones y desgarrado por los cruciales problemas del espíritu; para todos y cualquier hombre de buena voluntad el Evangelio del Cristo había de ser el faro orientador y energía alentadora, en la corta e incierta travesía de la vida terrenal. Al día siguiente mandó Pablo convocar a sus fieles colaboradores: Timoteo y Tito, Tíquico y Trofino, de Éfeso. Gaio y Aristarco, de Macedonia; Sóstenes y Erasto, de Corinto; Gaio de Derbe; Epafras de Colosses. Todos ellos acudieron y, como un intrépido Estado Mayor, rodearon al general en jefe de la nueva milicia espiritual. Bien pudiera Pablo actuar por sí sólo; pero es propio de los grandes conductores de hombres, cuando son desinteresados, hacer partícipes a sus amigos de las magnas decisiones de su vida. Disuelta la larga reunión, se retiró Pablo a la casa de Aquila, llamó a su secretario y comenzó a dictar la más vibrante y la más tierna carta maternal de todas sus cartas apostólicas. La Epístola a los Gálatas fue escrita de una sola vez; es una pieza entera, homogénea, llena de una profunda emoción; es una Epístola de fuego y pasión, en la que el lector del siglo XXI percibe todavía el alma de su autor. Hay en ella pasajes que hace recordar ciertos discursos de Demóstenes y de Cicerón, así como las invectivas de Marco Antonio contra Bruto. Debía ser una mañana de invierno, a fines del año 54 o principios del 55, cuando Pablo llamó a los mensajeros de Galacia y les entregó la carta escrita la noche antes. Y ellos, grandes niños de ojos soñadores y alma vacilante, fueron a buscar sus cabalgaduras o sus camellos, montaron y se fueron rumbo al Este, a llevar a sus mayores uno de los más preciosos documentos del cristianismo de todos los siglos. La Epístola a los Gálatas consta de dos partes: la personal y la doctrinaria. Antes de iniciar el cuerpo de la carta desata Pablo su dolor en una serie de exclamaciones y preguntas, cuya vehemencia sólo se explica a la luz de la tormenta volcánica que se agitaba en la profundidad de su alma. “Estoy admirado - dice él - de que así, tan aprisa pase de mi Evangelio para otro, cuando no hay otro Evangelio. Lo que hay es que algunos os perturban y procurar adulterar el Evangelio del Cristo. Pero, aunque yo, Pablo, o un ángel del cielo predicase el Evangelio diferente de aquél que os tengo predicado, ¿es por ventura el favor de los hombres lo que yo procuro, o el favor de Dios? ¿Acaso pretendo agradar a los hombres? Si procurarse agradar a los hombres, no sería siervo del Cristo”. Y sigue la primera parte de la Epístola, que equivale a una brillante auto – apología. Pablo protesta solemnemente contra la idea de ser él, apenas “discípulo de los apóstoles” y no apóstol como los otros, apóstol en el sentido original de la palabra. Él es tan apóstol, emisario, anunciador, como Simón Pedro, como Tiago y como Juan. Lo que decide no es la convivencia personal con el Jesús terrestre. Lo que es esencial y decisivo es la revelación y el mandato del Cristo celeste, del Cristo redivivo y esto por la virtud del Espíritu Santo. Los compañeros terrenales de Jesús no se tornaron apóstoles sino por las apariciones del Cristo glorioso, después de la Pascua y por la infusión de “virtudes de lo alto” en el día de Pentecostés, y todo esto cupo también a él, Pablo, en las puertas de Damasco donde vio y escuchó el Cristo transfigurado y recibió el mandato y la virtud divina de llevar el Evangelio ante reyes y gobernadores y los hijos de Israel. Por esta razón también, no fue Pablo a buscar en Jerusalén autorización para evangelizar los pueblos, para que no pareciese haber recibido su cargo y cristología por intermedio de los primitivos discípulos del Mesías. La orden del Cristo no necesita del beneplácito humano.
Sigue en la Circular de Julio del 2005.
VOSOTROS SOIS DIOSES.-Podemos considerar las repetidas encarnaciones del alma divina en los mundos de manifestaciones externas, como una actividad especial del ego, con el determinado propósito de adquirir un conocimiento que sólo de este modo le es posible adquirir. La bajada de la consciencia divina a los tres cuerpos, físico, emocional y mental, está simbolizada en la caída del hombre, pues es un descenso en la materia la causa trágica de todo el subsecuente sufrimiento en la peregrinación del alma.
Porque, al infundir el ego una porción de sí mismo en los tres cuerpos, esa porción se identifica con los cuerpos en que se infunde y ésta identificación parece ser los cuerpos destinados a servirle de instrumento.
Al identificarse con sus cuerpos la consciencia encarnada ya no participante de la poderosa consciencia del divino Yo al que pertenece, sino que participa de la separatividad de los cuerpos y se convierte en una entidad separada de los demás seres y opuesta a ellos, esto es, en una personalidad.
Es la vieja leyenda de Narciso, que al contemplar su imagen reflejada en el agua del estanque, ansía abrazarla y al hacer tal tentativa muere ahogado. Así, la consciencia encarnada está inmersa en el agua de la materia y al identificarse con los cuerpos, se escinde del Yo al que pertenece y ya no se reconoce como el que verdaderamente es: un hijo de Dios.
Entonces comienza la secular tragedia del alma expatriada que olvida su divina herencia y se degrada en la inconsciente sumisión a los cuerpos que deberían ser instrumentos de su voluntad. Es el antiguo mito gnóstico de Sofía; el alma divina expatriada que vive entre bandidos y ladrones, que la humillan y maltratan, hasta que el Cristo la redime y restituye a su divina patria. ¿Cabe mayor tragedia y la más profunda degradación que la del alma divina, miembro de la suprema nobleza presidida por la misma Divinidad, al quedar sujeta a humillaciones e indignidades de una existencia en la que, olvidada de su alta categoría, consiente en esclavizarse a la materia? A veces, cuando vemos a la humanidad en su peor aspecto, horrible en sus odios, desconcertada en su desvío de la naturaleza grosera y bruta o estúpida y frívola, nos damos cuenta de esta intensa tragedia del alma desterrada y tenemos una triste consciencia de la degradación sufrida por el inmortal Yo Superior. Así, pues, nuestra consciencia de ser una dualidad, constituida por un Yo Superior interno y un ego inferior externo, se basa en la ignorancia. No somos dos entidades, sino una. Somos el Yo Divino y ningún otro. Su mundo es nuestro mundo y su vida nuestra vida.
Lo que sucede es que cuando infundimos nuestra consciencia divina en los cuerpos a través de los cuales tenemos que adquirir ciertas experiencias, nos identificamos con esos cuerpos y olvidamos quienes realmente somos.
Entonces, la aprisionada consciencia, esclava de los tres cuerpos, sigue los deseos de estos cuerpos y lo llamamos ego o personalidad. La voz interna, nuestra verdadera voz, es el llamamiento del Yo Superior y se traba la penosa lucha entre el ego y la personalidad, equivalente a una verdadera crucifixión.
Con todo, la mayor parte de este sufrimiento proviene de la ignorancia y cesa cuando comprendemos nuestra verdadera naturaleza, de lo que resulta un completo cambio de actitud. Desde luego, es erróneo el concepto de dualidad de nuestra naturaleza. Siempre consideramos el alma, el espíritu, el Yo Superior, o como quiera designemos a nuestra naturaleza superior, como si estuviese todo en lo alto, mientras que el ego o personalidad, está abajo.
Entonces nos esforzamos para llegar hasta lo alto, con el intento de conseguir algo esencialmente extraño a nosotros y, por tanto, de difícil alcance. Así, acostumbramos hablar de los “tremendos” esfuerzos para alcanzar el Yo Superior; y otras veces hablamos de inspiración o conocimiento, de energía espiritual o del amor, como si del Yo Superior lo recibiéramos.
En ambos casos cometemos el error fundamental de identificarnos con lo que no somos y en esta actitud lo convertimos todo en un problema. La primera condición para alcanzar la espiritualidad es la seguridad, sin sombra de duda, de que somos espíritu o el Yo Superior.
La segunda condición, tan esencial e importante como la primera, es la confianza en nuestras propias fuerzas como egos, y el valor de emplearlas libremente.
En vez de considerar la consciencia vigilante como el estado normal natural y de mirar al ego como si fuese un altísimo ser que se tiene que alcanzar mediante continuos y formidables esfuerzos, tenemos que considerar nuestro estado normal de consciencia y la vida del espíritu como nuestra verdadera vida, de la cual nos tiene apartado nuestros continuos esfuerzos.
Difícilmente nos ocurre la idea de reflejarnos en los persistentes y formidables esfuerzos que tenemos que desarrollar para mantener la ilusión de nuestra personalidad separada.
Durante todo el día nos estamos afirmando y defendiendo de todo ataque, de suerte que, de ningún modo se desconozca, desprecie u ofenda, ni se niegue a ser reconocido. Además, en todas las cosas que para nosotros deseamos, procuremos vigorizar nuestra separada personalidad mediante la adquisición de los objetos deseados.
La ilusión de nuestro ego separado nace de identificarlo con nuestro verdadero Yo espiritual con los cuerpos por los cuales se manifiesta.
Es como si la consciencia del ego se dilatase hasta infundirse en los cuerpos, y allí se enredase y retorciese de tal suerte que formase una separada esfera de consciencia centrada en torno de los cuerpos a los que se adhiere.
Sin embargo, no es el estado normal, sino distinto y esencialmente anormal y antinatural.
Del mismo modo podríamos decir que sería normal y natural dilatar por una de sus puntas una cinta de goma y pegar a la superficie que se forma, un objeto fijo. Entretanto, esta adherencia sería anormal, pues en el momento en que separásemos la cinta de goma del objeto, recobraría su primitivo estado natural. De la misma manera, solamente necesitamos desvanecer nuestra consciencia de los cuerpos a los que nos hemos unido.
Sólo tenemos que desvanecer la ilusión de separatividad que tan tiernamente acariciamos de continuo, para que la separada personalidad se reintegre automáticamente al Yo Superior, a nuestro verdadero ser. Hablamos mucho del esfuerzo y violencia necesarias para alcanzar la consciencia espiritual; pero, vamos a detenernos en el enervante esfuerzo, en la formidable violencia que necesitamos mantener para sustentar la ilusión de separación.
Verdad es que ni nos damos cuenta que al mantenernos, porque ya es una segunda naturaleza afirmar nuestra personalidad a costa de todo cuanto nos rodea, adquirir lo que deseamos y conservar lo que tenemos, y por eso no advertimos el gigantesco esfuerzo necesario para la afirmación y el engrandecimiento de nuestra personalidad. Con todo, el esfuerzo existe.
Por consiguiente, mediante una resolución de la voluntad, alejemos la potente superstición que nos mantiene esclavizados a los mundos de la materia y nos impide reconocer lo que verdaderamente somos; y en cambio, reconozcamos, aseguremos y mantengamos nuestra divinidad.
No hay orgullo ni separatividad en esta afirmación, porque la unidad es la llave del mundo en el que entramos, nuestro verdadero mundo, donde no pueden existir la arrogancia y la soberbia. El orgullo es una planta que sólo puede medrar en las ardientes regiones de los mundos de la materia; y todo lo siniestro deja de existir necesariamente desde el momento en que entramos en nuestra verdadera patria.
Es únicamente liberando nuestra consciencia de la esclavitud de los cuerpos, reconociendo los poderes del ego y negándonos a complicarnos de nuevo en la ilusión de la existencia material que podemos liberarnos de la amarga y agotadora lucha entre el Yo Superior y el ego, lucha que envenena la vida de tantos aspirantes a la iniciación, la reintegración del ego en el Yo Superior.
De nada sirve leer una cosa, reconocer es verdadera y estimar su exactitud. Para que la lectura nos sea provechosa, tiene que ser algo más que una enseñanza teórica, tiene que ser práctica.
Y así, en las páginas siguientes trataremos no sólo de reconocer que nuestra verdadera consciencia es el ego, sino que desprender esta consciencia de las limitaciones que la aprisionan y transportarla después de liberadas al mundo divino, es la libertad a la que pertenecemos. Ya es una vulgaridad decir que lo que necesitamos en nuestros tiempos son hechos y no palabras pero, mientras tanto, es una profunda verdad que se tiene que divulgar en libros y conferencias en las que el escritor u orador no se limite a escribir o decir que los lectores y oyentes puedan o no apreciar y, sí, que conjuntamente emprendan, tanto el escritor como los lectores, como el orador y sus oyentes, una expedición a los reinos de lo desconocido, donde uno lidere y los demás sigan, pero donde todos caminen por su por su propio impulso. Así, nuestras conferencias han de ser conferencias de acción y nuestros libros, libros de acción y los oyentes y lectores, deben experimentar en su propia consciencia lo que escucharon y leyeron. Procedemos así en nuestro de intento de conocernos tal como verdaderamente somos, no leyendo estas páginas objetivamente, como quien contempla un extraño y sí procurando identificarnos con la lectura e incorporando consciencia a lo leído. Comencemos por pensar acerca de nosotros mismos, para observar lo que sucede en la mente cuando así pensamos. Naturalmente, resultará que cada cual pensará de sí mismo tal como aparece físicamente, como se ve en el espejo con su rostro familiar y llamándose por su nombre. Esta es la primera ilusión que se tiene que desvanecer, porque en cuanto pensamos en nosotros creyendo que somos un cuerpo, continuaremos identificados con este cuerpo y esto es, precisamente, lo que no hemos de hacer. Al identificarnos con el cuerpo físico o con su contraparte sutil o cuerpo etérico, nos esclavizamos a sus deseos y condiciones de existencia. Por consiguiente, nuestro cuerpo físico responderá a todo cambio de las circunstancias a que está sujeto, y seguirá su propio camino en vez del nuestro. El resultado será debilidad, mala salud y cierta pesadumbre o embotamiento corporal, que lo incapacita para responder al Yo Superior. Sigue en la Circular del mes de Junio. PARACELSO.-La naturaleza es más que lo nuestros ojos pueden abarcar, “lo invisible que late a través de lo visible”. Lo invisible nunca se presente como imagen, porque no es un objeto sino que es energía viva, creativa: una energía no dividida, que saca las cosas de su interior, transformándola en realidad en el mundo físico. Se cree que fue Paracelso el primero que expresó esa diferencia histórica del pensamiento occidental. Hoy, pensando en los campos morfogenético, no suena muy normal. Fue ella la que inspiró al médico y filósofo: “Lo visible esconde lo invisible, pero a pesar de eso conseguimos lo invisible sólo a través de lo visible”. Para el médico suizo, la naturaleza no es sólo aquello que nuestros ojos contemplan, ni lo que existe en otro lugar, sino ambos al mismo tiempo. Así no es de sorprender quien fue Paracelso que introdujo la noción de “fuerza de la imaginación”, dando de ese modo un nombre a la energía inmanente, que fija las cosas desde dentro hacia fuera, crea, hace aparecer y no puede ser imaginada de ningún modo. Otros atributos de esa fuerza: ella fluye a través de todas las cosas, “a través de todo ese inmenso mundo” y es tan eterna como todo lo que existe y no existe, todo lo que “está siendo”. Según Paracelso, la imaginación y la magia están íntimamente ligadas. Y en ese caso magia quiere decir acción directa sobre cosas, personas y todos los seres, sin ayuda de la materia. O, expresado de otro modo: el mago es capaz de causar efectos físicos sin ayuda física. Al final, toda naturaleza invisible se mueve a través de la imaginación. Si la imaginación fuera suficientemente fuerte, nada sería imposible, porque ella es el origen de toda magia, de toda acción a través de la cual lo invisible deja su huella en lo visible. La energía de la verdadera imaginación puede transformar nuestros cuerpos. Paracelso también reconoce que la fe fortalece la imaginación. Todo eso incluye las curas milagrosas que se le atribuyen, que no pueden ser sido resultados de los medicamentos, en general bastante simples. Es obvio que ellos sirvieron sólo para influenciar conscientemente la fuerza de la imaginación de un enfermo. Las píldoras que el médico suizo llevaba consigo en el puño de su famosa espada, fueron medios de ayuda para la acción mágica. Basándose en ese fondo filosófico, Paracelso unió las características exteriores de un medicamento con las de una enfermedad. Un medicamento “se muestra por su nombre”, porque el exterior de la planta de la cual es extraído dice de su función y atributos. Por ejemplo, hojas en forma de corazón, se prescribía para dolencias cardiacas. Pero también el tiempo en que el medicamento era tomado debía ser señalado, pues la energía de una planta sólo puede ser liberada durante determinada constelación planetaria. Medicinas, médico y enfermo formaban el total de una suma, de acuerdo con las leyes naturales. El conocimiento médico tiene menos que ver con el conocimiento intelectual y más con la intuición y el conocimiento clarividente de Paracelso. Durante un congreso de especialistas un médico jefe de una clínica antroposófica, hizo comparaciones entre las opiniones de Paracelso y la antroposofía, incluyendo la homeopatía. Las dos practican una “manera suelta de hacer preguntas”, partiendo de una imagen de muchas capas de hombres y enfermedades. También confirmó un efecto directo de Paracelso sobre la homeopatía. Su “graduación” puede ser comparada con la potencialidad de los medicamentos, característica de la homeopatía, desarrollada por su descubridor Samuel Hahnemann, de modo “nuevo y espontáneo”, como también la preparación específica de sustancias naturales para medicamentos. Hahnemann, de modo “nuevo y espontáneo”, como también la preparación específica de sustancias naturales para medicinas. Hahnemann, es claro, negó la influencia de Paracelso y hasta habló con desprecio sobre él. Rudolf Steiner, padre de la antroposofía dijo: “Entre Paracelso y Hahnemann existe una gran diferencia: hasta cierto punto, el médico del siglo XVI aún era clarividente. Hahnemann no. Él consiguió comprobar el efecto de los medicamentos por los sentidos. Paracelso, como médico de su tiempo, ni practicaba la medicina tradicional ni la moderna, o sea, no puede ser encajado en la medicina ortodoxa ni tampoco en la medicina total. Su medicina se apoyaba mucho más en un claro concepto, inconfundible, en una teoría de la medicina que tiene sus raíces en la filosofía que hace del hombre un verdadero médico. Mientras tanto, esa filosofía no confía en la naturaleza ni en la mente, sino que la construyó de “la luz de la naturaleza”.
Lo que podemos aprender de Paracelso es, principalmente, la necesidad de pensar sobre la medicina y lo que ocurre durante el tratamiento. Él consiguió novedades en el campo de la química, de la idea de que, para cada enfermedad debe existir un medicamento específico. Todavía hoy, existen preparados de acuerdo con el método espagírico, siendo un modo de preparar medicamentos en una base químico-mineral, basados en viejas doctrinas herméticas. Hay dichos para el futuro que contienen los escritos que Paracelso nos dejó. Sus pensamientos cósmicos estaban más cerca de él que de nosotros, aunque hoy hayan comenzado a ganar terreno. No era un místico, sino alguien que vio la materia penetrada por el espíritu. Sus conclusiones hasta hoy tienen valor porque ningún médico naturista puede compararse con él y el hecho de haber sido criticado lo hace más interesante. Porque, no sólo escribió libros, sino que tuvo sus propias experiencias y nunca tuvo miedo de enfrentarse a las consecuencias negativas de su pensamiento inconformista. Para él sirve el dicho: “Quien consigue ser él mismo, no debe pertenecer a otro”. Tanto hoy como en cualquier otra época, en que cada uno corre detrás de un supuesto maestro. Las controversias respecto a su persona, son causadas por su comportamiento rudo y grosero. Llegó a la conclusión de que era un hombre de “energías especiales”. No existen pruebas de que mentía al respecto, ya que siempre consiguió entusiasmar a personas bien distintas, como por ejemplo, Goethe en su Fausto, como en su ley de los colores. Sin duda fue un gran biólogo y un médico “total” que entendió mucho de esoterismo. Era esotérico porque habló mucho sobre el “interior” del hombre y sobre la influencia de las estrellas sobre los seres humanos. Fue un hombre que, como nadie, representaba el esoterismo de su época. De la ciencia del Renacimiento que se entregaba cada vez más a una especialidad acentuada, él proclamó un “pensamiento total”. La naturaleza era su profesora que, para él, era perfecta porque trabaja de acuerdo con un gran plan divino. Y la idea de Paracelso de que el cuerpo y el alma son una unidad, es un pensamiento moderno, reconocido cada vez más, como una gran verdad por la medicina moderna. F I N
LA SABIDURÍA ANTIGUA.
La evolución revela el potencia divino a través de los
ciclos y estaciones de desarrollo ordenados. El principio de los ciclos
está entremezclado con la evolución en todos los puntos. Los arquetipos
se precipitan como formas progresivamente más complejas en el mundo
material, de acuerdo con el desarrollo cíclico de la consciencia, como
las grandes edades geológicas revelan en parte. La evolución secuencial
del arquetipo, desde lo simple para lo complejo, prosigue cíclicamente,
de acuerdo con un orden interno: “en el pensamiento Divino está oculto
el plano de toda la futura Cosmogonía.
Juntamente con los ciclos de evolución de la forma que pueden ser estudiados
por los científicos, el espiritualismo apunta a un ciclo precedente
de involución, en el cual la consciencia pasó a profundizar progresivamente
en la materia; hay una doble evolución en dos direcciones contrarias;
se habla de interacción de dos principios de la Naturaleza, el Principio
Consciente interno, adaptándose a la naturaleza física y a las potencialidades
innatas de estas últimas. Por medio de ese doble proceso, gradualmente
la consciencia pasa a quedar concreta y la materia espiritualizada.
En la primera fase, la consciencia pura, el aspecto “espiritual” de
los dos polos principales, navega cada vez más profundamente en el materialismo.
En el lado material de esta fase, los planos de la Naturaleza son construidos
por grados, desde el sutil al más concreto, hasta que sobresale finalmente
el mundo físico, denso, a través de una gradual materialización de las
formas, hasta alcanzar una forma fija última. Todo este esquema tiene
una duración de Era y Eras incontables y evoluciona de acuerdo con el
designio cósmico. El movimiento es desde lo informe, incipiente, homogéneo,
en dirección a lo diferenciado y materializado. La consciencia se hace
cada vez más definida, limitada, aguda, focalizada, en la medida en
que penetra en formas cada vez más complejas.
En la mitad del ciclo, cambia la dirección y el movimiento se mueve
en sentido ascendente. Gradualmente, las formas se van haciendo más
refinadas y etéricas y la consciencia es liberada progresivamente de
su prisión en formas separadas hasta su estado primordial de unidad
no diferenciada. En el arco descendente, es lo espiritual lo que gradualmente
se transforma en lo material. En la línea del medio de la base, espíritu
y materia están equilibrados en el Hombre. En el arco ascendente, el
espíritu lentamente se reafirma, a costa de lo físico o de la materia.
Al final del ciclo, todo es retraído hacia un estado homogéneo de unidad
liberada; la evolución perpetua, interminable, se resuelve en círculos,
en su progresión incesante a través de Eras de duración hasta su estado
original: la Unidad Absoluta.
La Doctrina Secreta esboza muchos estadios sobre vastos esquemas,
designándolos como Cadenas, Rondas, Razas. Cada
ciclo y subciclo tienen su base de involución, en la cual se mueve desde
campos suprafísicos hasta el físico y después evoluciona de vuelta hacia
reinos suprafísicos. Se
describe períodos de tiempo de duración inimaginable, en los cuales
ondas de vida producirán formas minerales, vegetales y animales que
fueron los predecesores de las formas que actualmente conocemos. En
tal libro se pinta un cuadro del hombre evolucionando en reinos suprafísicos,
al mismo que en el mundo físico se estaba formando y solidificando.
En el libro postula la autora el nacimiento del hombre astral antes
del físico, siendo el anterior el modelo para el último. Finalmente,
la consciencia humana habita un cuerpo físico, aún en el arco de la
involución, con la consciencia todavía sin estar firmemente implantada. Los
seres humanos continúan evolucionando en todos los niveles, espiritual,
intelectual, emocional y físico. Se percibe que el hombre vive en más
niveles que las formas primitivas de vida. Contamos en nuestro interior
toda la evolución, pero ella es orquestada en una extensión más plena
y rica que en las formas de vida más complejas. Sigue
en la Circular de Julio. |
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