ALCORAC

SALVADOR NAVARRO

Escuela Barcelona

Palma de Mallorca

Las Palmas de G.C.

Circular nº  12     Año XI

 

Bunyola (Mallorca), 1º  de  Diciembre  de 2005.

 

 

 

VIDA DE SAN PABLO. –

“Aunque se destruya en nosotros el hombre exterior, el interior se renueva día a día. Por esta razón nos esforzamos en agradar a Dios, estemos en habitáculo corpóreo o fuera de él; por cuanto tenemos que comparecer todos ante el tribunal del Cristo, para que cada uno reciba la retribución del bien o del mal que hubiese practicado durante su vida mortal”. (2ª Corintios 4: 1-6. 5:10).

Sus adversarios le niegan autoridad apostólica, por el hecho de ser Pablo una especie de vagabundo, siempre perseguido, siempre con la vida en riesgo, como si fuese un facineroso. Sin embargo, Pablo ve en el sufrimiento una prueba del amor de Dios y un trazo de semejanza con el divino Maestro, el “varón de dolores”.

Quien lee con atención los “catálogos de martirios” que el apóstol nos dejó en diversas partes  de sus Epístolas, se siente sobrecogido ante la grandeza de esa personalidad y no comprende cómo ese hombre no haya acabado en un pesimismo universal, en un odio contra los hombres que tan inhumanos tormentos le causaban. Mientras tanto, Pablo cree en la humanidad, ama y espera la salvación del mundo. La maldad de los hombres no le envenenó el alma. El sufrimiento es para él una especie de sacramento, por el cual su vida se realiza o, como él dice, una íntima simbiosis con el Cristo y quien ama al Cristo no puede dejar de amar a la humanidad. Pablo sufre, porque el Cristo sufrió; vivir sin dolores es una frustración y a él mismo se le figura que es como vivir lejos del Cristo.

“No damos motivo de escándalo a persona alguna, para que nuestro ministerio no sufra desdoro; en todo nos probamos como siervos de Dios, con mucha paciencia en las tribulaciones, en las necesidades y angustias; entre azotes, cárceles y sediciones; en trabajos, vigilias y ayunos; por la castidad y ciencia; por la longanimidad y la bondad; por el Espíritu Santo y con sincera caridad; por la veracidad y la virtud de Dios; por las armas de la justicia, sean ofensivas o defensivas; entre horas de ignominias; entre ultrajes y honores; tenidos por impostores; ignorados, pero conocidos; como moribundos y todavía vivos; castigados pero no muertos; afligidos pero siempre alegres; indigentes pero enriqueciendo a muchos; sin posesiones pero poseedores de todo”. (2ª Corintios 6: 3-10).

Y en una efusión de amor para con sus hijos espirituales, exclama: “¡Corintios, se abrieron nuestros labios y se nos dilató el corazón. Y, no es pequeño el espacio que en ellos ocupáis; estrecho, pero es el lugar que vuestro corazón ofrece. Pagad igual con igual – os hablo como a hijos queridos – y dilatad vuestros corazones”. (2ª Corintios 6:11-13).

“Admitidnos: a nadie hemos agraviado, a nadie hemos corrompido, a nadie hemos engañado; No lo digo para condenaros; pues ya he dicho antes que estáis en nuestro corazón, para morir y para vivir juntamente. Mucha franqueza tengo con vosotros; mucho me glorío con respecto de vosotros; lleno estoy de consolación; sobreabundo de gozo en todas nuestras tribulaciones”. (2ª Corintios 7: 2-4).

Entre los capítulos 9 y 10 parece incidir mayor lapso de tiempo y algún acontecimiento de notable gravedad porque, sin motivo conocido, pasa el apóstol del tono paternal al apasionado de una vehemente filípica, dirigida contra ciertos revoltosos. Parece que en ese intervalo de tiempo, le llegaron noticias de nuevas intrigas de pretendidos “super apóstoles” que intentaban frustrar el efecto de la carta anterior. El apóstol, casi avergonzado comienza a enumerar los martirios que pasó; confiesa que es “flaqueza”, “insensatez” esta exhibición; pero es necesario por amor a causa del Evangelio.

“Tolerad un poco mi insensatez. Sí, toleradlo de mi parte; pues lucho por vosotros con celos divinos; os desposé como un hombre, a fin de presentaros al Cristo como vírgenes puras”. (2ª Corintios 11: 1-2).

“Nadie me tenga por insensato; o entonces tened en cuenta mi insensatez, para que también pueda yo gloriarme un poco. Lo que os digo no lo digo en el espíritu del Señor, sino como un insensato, gloriándome de tales cosas. Ya que tantos se glorian según la carne, también yo me gloriaré; pues, de tan sabios que sois, de buena mente tolerad a los insensatos; tolerad que os esclavicen, que os exploten, que os defrauden, que os traten con altivez, que os hieran en el rostro.

En esa parte  - con vergüenza lo confieso – he sido débil. Pero de aquello que otros se ufanan  - hablo con insensatez – también yo me ufano.

¿Son hebreos?  - también yo - ¿Son israelitas? – también yo -¿Son descendientes de Abraham? – también yo. ¿Son ministros del Cristo? -   hablo como insensato. – Aún más lo soy yo; en trabajos sin cuenta, en muchísimas prisiones, en malos tratos sin medida, en peligro de muerte bien frecuentes. De Los judíos recibí cinco veces cuarenta azotes menos uno; tres veces fui azotado con vara; una vez apedreado; tres veces he padecido naufragio; una noche y un día he estado como náufrago en alta mar. , en caminos muchas veces; en peligros de ríos, peligros de ladrones, peligros de los de mi nación, peligros de los gentiles, peligros en la ciudad, peligros en el desierto, peligros en el mar, peligros entre falsos hermanos; en trabajo y fatiga, en muchos desvelos, en hambre y sed, en muchos ayunos, en frío y en desnudez; y además de otras cosas, lo que sobre mi se agolpa cada día, la preocupación por todas las iglesias. ¿Quién enferma, y yo no enfermo? ¿A quién se le hace tropezar, y yo no me indigno? Si es necesario gloriarse, me elogiaré en lo que es mi debilidad. El Dios y Padre de nuestro  Señor Jesucristo, quien es bendito por los siglos, sabe que no miento. En Damasco, el gobernador de la provincia del rey Aretas guardaba la ciudad de los damascenos para prenderme; y fui descolgado del muro en un canasto por una ventana, y escapé de sus manos.”

Veinte siglos han pasado sobre esta carta, pero ella es tan nueva como si hubiese sido escrita ayer.

Es la eterna juventud del ideal cristiano.

A principios del invierno, noviembre o diciembre del año 57, se aproximó Pablo al archipiélago del Mar Egeo, donde lo esperaban los enviados de las iglesias, a fin de llevarlo por la Acaia hacia Jerusalén. Era Sópatro de Bereia; Aristarco y Secundo de Tesalónica; Tíquico y Trófimo de Éfeso; Gaio de Derbe; Timoteo, Lucio y Jason. En Corinto lo esperaba otro grupo de compañeros de trabajo. Brillante Estado Mayor de la milicia espiritual que, ciertamente, llenó de reverencia y admiración a los cristianos de Acaia. A final de cuentas, su jefe era una celebridad mundial.

Pleno invierno. Imposible viajar. En la antigüedad sólo se surcaban los mares de primavera a otoño.

Parece que esta permanencia en Corinto fue para Pablo de profunda concentración espiritual. Aquí, en la línea divisoria entre Oriente y Occidente, volvió a lanzar su mirada serena sobre el camino recorrido y pudo escribir sin exageración: “No tengo más campo de actividad en estas regiones”. Todas estas provincias orientales del imperio romano habían recibido muchos mensajes de semillas de oro del Evangelio; por todas partes estaba germinando y floreciendo las ideas cristianas. Con razón podía Pablo afirmar: “Trabajé más que los otros apóstoles; no yo, sino la gracia de Dios en mí”.

Entretanto, era estrecho el Oriente y pequeño el período de veinte años para el espíritu planetario de ese hombre. Sin límites, era su iniciativa; insaciable su ansia de conquistar nuevas provincias para su divino Señor y Maestro. Si el amor de Juan Evangelista era un suave reposar en el corazón del divino Amigo, el amor de Pablo se manifestaba en el poderoso impulso de actuar, de llevar a todos los habitantes del universo las infinitas misericordias del Redentor y saber felices a todos los pueblos a la luz del Evangelio.

¡El Occidente! Esa es la gran fascinación del espíritu de Pablo. No conocía ese mundo del Oeste que estaba sin la predicación del Evangelio.

¡Roma! . . . La metrópolis de los Cesares . . . ¿No debía ella tornarse el centro del cristianismo?

Pablo, en su extraña clarividencia, prevé los siglos futuros y adivina los acontecimientos. Ante sus ojos se levanta el reino mundial del Cristo, la Iglesia Universal, con sede en Roma . . .

Bien sabía que en Roma ya existía la cristiandad, fundada por otros discípulos del Maestro. Algunos de ellos que habían asistido al Pentecostés, eran romanos.

Pablo, fiel a sus principios, no quería “edificar sobre fundamento ajeno”. Pero necesitaba de una base o punto de apoyo en Roma, a fin de poder extender su apostolado para la “España”, como dice, comprendiendo todas las regiones de Occidente. Alma de Colón, quería seguir el curso del Sol e iluminar las playas occidentales con los fulgores del Oriente.

¡Trabajo ingente para los hombros de un hombre de precaria salud, fuerzas quebrantadas, en los límites de la vejez!  Pero la fuerza de su espíritu sustentaba la fragilidad de su cuerpo.

Sigue en la Circular de Enero de 2006.

 

 

 

VOSOTROS SOIS DIOSES.-

Cuando aplicamos todo esto en el empleo de la voluntad para llegar a la meta de la perfección, vemos fácilmente por qué fracasamos tan a menudo. Nos determinamos llegar a la meta, alcanzar nuestro destino espiritual, y para eso trazamos una línea de conducta según ciertos principios que consideramos esenciales. Pues bien, si mantuviésemos nuestra voluntad centrada en este único propósito, con exclusión de todo cuanto amenace con lo contrario, no tendríamos dificultades ni sería necesaria la lucha. Lo que hacemos en realidad es que cuando se nos ofrece ocasión de seguir una línea de conducta que nos trazamos, comenzamos a pensar en ventajas y desventajas, en los agradable y lo desagradable de la acción particular que nos proponemos realizar, y una vez forjadas las imágenes mentales o formas de pensamiento, las fortalecemos con la emoción y el deseo, de modo que interfieren el camino de la realización de nuestra primera intención. Entonces comienza la lucha con todos los males que le acompañan, con sufrimiento propio, fatiga de los cuerpos y el riesgo de fracasar en la empresa. Sin duda, debemos considerar las circunstancias, empleando siempre el buen sentido y el juicio deliberado, pero no debemos permitir que extrañas influencias nos desvíen de nuestra línea de conducta.

Por tanto, hay que tratar de reconocer esta voluntad en nuestro interior. Consideremos que ella ocupa nuestra consciencia como si fuera una deslumbrante luz blanca; imaginemos que es irresistible y capaz de mantener firme el propósito hasta su completa realización.

Una vez reconocido y experimentado este genuino poder de la voluntad jamás podremos hablar de voluntad débil, porque la voluntad es un potencial verdaderamente divino y si no comprendemos sus funciones y significado en nuestra vida, nunca podríamos cumplir con nuestro destino.

Así, pues, hay que emplear el poder de la voluntad para mantener en nuestra consciencia el propósito único de perfeccionar nuestro servicio en el mundo. Tal debe ser nuestra absorbente y dominante pasión, sin consentir que nada nos entorpezca o desvíe en el camino. No tendrá que ser un deseo egoísta como lo sería en cuanto entrásemos en el mundo del ego ni comprendiésemos lo que significa la unidad.

Únicamente si comprendiésemos, cuando conociéramos que toda la creación es completa y Una e Indestructible, dejaremos de ver la imposibilidad de la salvación individual. Salvación equivale a perfección y significa unión con la Vida divina presente en todas las cosas y, por tanto, nunca puede ser individual y restringida a unos cuantos elegidos. El éxito de uno es el éxito de todos. Cuando un ser humano alcanza la Iniciación, toda la humanidad, toda la creación, triunfa en él, y un nuevo cordón viene a enlazar la humanidad con Dios; surge un nuevo poder para aliviar la carga de sufrimientos del mundo.  Cuando en el libro “La Divina Comedia” de Dante sale un alma de purgatorio y entra en el paraíso, todo el purgatorio se estremece de júbilo. Esto es literalmente verdad. El éxito de un ser humano es motivo de alegría para toda la creación, y nunca se restringe a un éxito individual. El anhelo de perfección es el anhelo de desvanecer la ilusión de separación y reconocer la realidad de vida universal, de manera que egoísmo y perfección son términos contradictorios.

Por tanto, procuremos emplear en bien de todos los seres este poder verdaderamente divino que todos poseemos, y mantener la consciencia centralizada en la idea de perfección, y que esta idea predomine en todo lo que hiciéramos. En el principio nos será un tanto difícil efectuar nuestra labor común en cuanto mantenemos la consciencia centrada en cosas superiores; pero no tardaremos en adquirir este hábito, y el anhelo de perfección será el fondo permanente en que bordaremos el ejemplo de nuestra vida diaria.

En cierto sentido somos ya perfectos y divinos en este mismo momento. Nuestro verdadero Ser no es el fugaz y siempre mutable vislumbre que llamamos Presente, sino que abarca todo nuestro pasado y futuro. Es el completo Ser con todo su ciclo de evolución en este sentido. Así es, que tanto somos hombres primitivos como hombres perfectos, y aquello por lo que nos esforzamos ya es, en realidad, nuestro. El secreto de la evolución consiste en llegar a ser aquellos que ya somos. Solamente así podemos comprender el significado de otras máximas ocultistas, como la de que “nosotros mismos debemos llegar a ser la Senda”. Esto es la completa verdad y, con todo, sólo la comprendemos cuando en nuestra consciencia egóica consideramos la meta, la perfección, la Iniciación, no como una cosa extraña y muy distante, a la que tenemos que ir aproximándonos desde fuera sino como nuestro destino interno y nuestro ser íntimo.

Cuando reconocemos lo que significa llegar a convertirnos en la Senda o el Camino, también sabremos entonces que nada en la Tierra puede interponerse entre nosotros y la meta de nuestra perfección, pues la hemos visto y con ella nos identificamos. Es como si hubiéramos contemplado nuestra propia divinidad y como si la meta estuviese en el centro de nuestro ser. La Senda de la Perfección entonces se convierte en el desarrollo de nuestra divinidad.

Reconocidos los poderes del Amor y la Voluntad, vamos a descubrir el tercer poder capital del Yo: el Pensamiento Creador, o el Manas, como lo llama la Teosofía. El Pensamiento humano es la manifestación del Espíritu Santo, así como la Voluntad es la manifestación del Padre, y el Amor la del Hijo. El Espíritu Santo es el aspecto o persona de la creadora actividad de Dios el Creador, y cuando reconocemos este poder en nosotros, nos sentimos inspirados y poseídos de la ilimitada actividad del poder de la acción. En nosotros, sólo el pensamiento actúa, sólo el pensamiento crea y ejecuta los mandatos de la voluntad. Si la voluntad es el rey, el pensamiento es el primer ministro, y las actividades de nuestro pensamiento deber ser siempre dirigidas por la voluntad.

Ilimitado parecer ser el poder creador del pensamiento, y cuando así lo comprendemos, advertimos que como Yo, podemos “hacer todo”, sentimos en nuestro interior una ilimitada energía creadora para llevar a cabo todo cuanto decreta la voluntad. Únicamente cuando funciona este poder creador del pensamiento es cuando la acción se realiza. Por esto es un poder tan peligroso para el hombre hasta que él comprenda que debe dirigirlo conscientemente pues, de lo contrario, se verá arrastrado, esclavizado por su naturaleza inferior.

Tales son los tres poderes del Yo, o mejor diríamos, su trino poder, porque los tres aspectos se consubstancian en uno y constituyen una verdadera trinidad. Una vez reconocidos los tres poderes y experimentado su empleo en la magna obra de perfeccionamiento, veamos ahora cómo usarlos simultáneamente, que es como deben ser usados, en trina unidad. Tenemos que emplear la voluntad en el propósito único de conseguir la perfección en beneficio del mundo; hemos de emplear el amor para identificarnos con nuestro propósito y tenemos que aplicar el pensamiento para crearlos y realizarlo. Sólo cuando se emplean al mismo tiempo estos poderes se consigue resultado, y podemos alcanzarlo todo, porque el poder del Yo es divino y, por tanto, ilimitado.

Pero no tenemos que hacer esto solamente en raros momentos, sino que ha de ser una continua actividad habitual, sea cual sea nuestra profesión profana. El secreto del éxito espiritual está en que, reconociéndonos como Yo Superiores y conscientes de nuestros poderes como tales, ya no tenemos que volver a las rutinas de simples consciencias corporales, sino que debemos mantener el nivel superior ya alcanzado, aunque en el principio nos parezca que para eso tenemos que hacer un esfuerzo sobrehumano.

El diagrama de nuestra vida espiritual muestra frecuentemente una serie continua de subidas y bajadas. Alcanzamos una altura espiritual tan sólo para descender inmediatamente al antiguo nivel; pero si queremos vencer, no debemos consentir semejante descenso. Cuando por la meditación o cualquier otro medio nos suceda el raro momento de exaltación espiritual, debemos persistir en ese estado con tenacidad, manteniéndonos en el nivel alcanzado y prescindiendo de todo lo demás. En los primeros días tal vez sea necesario un gran esfuerzo, pero no tardaremos en acostumbrarnos y podremos efectuar nuestra labor común desde el nivel nuevamente alcanzado que, al final, no es más que nuestra verdadera Casa, no en un país extraño en el cual intentamos entrar, sino nueva divina Patria, de la que temporalmente nos hemos olvidado.

Al no reconocernos como Yo Superior, podemos mirar los tres cuerpos para que sólo sean nuestros servidores en los tres mundos de la ilusión. Ya no descenderemos a ellos, ya no volveremos a enredarnos en aquellos mundos ilusorios, no volveremos a identificarnos con esta trinidad, ni permitiremos que la consciencia elemental se apodere de la consciencia del Yo y la domine. Tenemos que permanecer en lo alto de la montaña, viendo ante nosotros la ilimitada perspectiva de la vida, y desde la cima hemos de pensar, sentir y actuar. Es posible y debemos hacerlo.

Desde la cumbre de la montaña, pensemos en nuestros tres cuerpos. Veamos nuestro cuerpo mental, limpio de las ordinarias y frívolas imágenes mentales y, desde nuestro interior creamos en él una potente forma de pensamiento en beneficio del mundo. Mantengamos constantemente esta imagen como parte de nuestra voluntad, sin consentir se desvanezca, porque es la forma de pensamiento que desde ahora en adelante tiene que gobernar nuestra vida diaria. Mantengamos de esta manera el cuerpo mental y vamos a ordenarle que en el futuro rechace toda tentación exterior y que ninguna forma de pensamiento, ninguna imagen mental, pueda ser formada sin nuestro consentimiento.

Sigue en la Circular de Enero de 2.006.

 

 

 

 

SAN AGUSTÍN DE HIPONA.-

Del mundo antiguo se pasa a otro mundo nuevo mediante una inflexión un tanto brusca, señalada por el advenimiento del cristianismo. Naturalmente, esta mutación no sucede con demasiada rapidez en la historia ni en la filosofía; pero la falta de rapidez no suprime la brusquedad: con esto quiero decir que la alteración sobrevenida al mundo greco-romano, por una parte, y a la filosofía helénica, por otra, excede del mero acontecimiento histórico en sentido riguroso. Para atenernos a la filosofía, baste decir que la que va a dominar en Europa en la Edad Media no emerge de la interna evolución del pensamiento griego, sino de la irrupción en él de supuestos totalmente ajenos, primariamente la interpretación del mundo, como realidad creada, sustentado ontológicamente en el ser de Dios.

El momento capital en que acontece este cambio filosófico es San Agustín. Claro es que no se le puede entender aisladamente, y que su existencia sería inconcebible sin una larga labor mental que ha preparado y hecho posible su filosofía; pero aquí se trata sólo de escoger los puntos culminantes y más representativos que pongan de manifiesto con la máxima claridad el sentido del proceso intelectual a que intentamos asistir. Y San Agustín, que es tal vez el último hombre antiguo, no es propiamente medieval, pero sí el que hace posible la Edad Media. Esta comienza sólo, en el ámbito de la filosofía, hacia el siglo IX; pero se nutre durante más de cuatro centurias, casi íntegramente, del pensamiento agustiniano. Por eso San Agustín, aunque previo a la filosofía medieval, es su clave, y a la vez resulta en él patente la articulación de la mentalidad helénica con la determinada por los supuestos del cristianismo.

San Agustín, nacido en Tagaste, cerca de Cartago, en el año 334, y muerto como obispo de Hipona en año 430, está nutrido del pensamiento antiguo: Platón y Aristóteles, sobre todo el primero, aunque por vía indirecta; los estoicos, los epicúreos, los académicos, Cicerón, Plotino, Porfirio. A todos los conoce, los utiliza y tiene que dialogar con ellos. No se olvide que sus primeros contactos con el mundo antiguo no son los de un cristiano; San Agustín, antes de su conversión, se siente casi instalado en ese mundo; luego, tras su incorporación al maniqueísmo, penetra en el complejo ámbito de las religiones orientales; por último, después de su conversión milanesa, ve toda su vida anterior desde la verdad cristiana, y de este modo asiste al nacimiento, en lo hondo de su espíritu, de un hombre nuevo: el que va a llenar un milenio de la historia.

Sólo quiere conocer a Dios y el alma; a propósito del hombre, recoge, sin demasiada insistencia, las definiciones antiguas; pero pronto avanza, guiado por la revelación, que funciona en su filosofía, rigurosamente, como un principio inventado, heurístico, como una incitación al descubrimiento racional de la más profunda realidad humana. Los pasos de San Agustín son de enorme alcance. Da un nuevo sentido al hombre, descubre su intimidad, ajena al pensamiento griego, y sobre todo lo analiza desde el punto de vista de su ser, imagen de Dios. Es posición es fecundísima, porque obliga a plantearse la cuestión capital del ser personal del hombre, que quedaba en sombra, casi ignorado, en la filosofía griega. Repárese en que los tonos más agudos de San Agustín acerca del hombre no se encuentran en ninguna de las obras que directamente se refieren a él, sino en su tratado “De Trinitate”: el intento de comprender  - siquiera en la medida de lo posible y analógicamente -  el sentido del dogma trinitario  y obliga a la teología a hacer una teoría de la personalidad, que esclarece a la vez la realidad más profunda del ente humano. El hombre, imagen de Dios, sirve de punto de partida para elevarse a la comprensión de Dios; pero al investigar la realidad divina, sobre todo en sus relaciones personales, la mirada que se vuelve al hombre tiene que prescindir de todo lo que es sólo suyo, pero no él mismo, para aprehender la última raíz de lo humano.

La antropología agustiniana es el primer intento de entender al hombre desde sí mismo, desde su interioridad, en lugar de considerarlo desde fuera, como una cosa entre las demás del mundo. Obsérvese la presencia constante de la primera persona en los escritos antropológicos de San Agustín; rara vez habla del hombre; por lo general, dice yo, ego. Incluso a veces, cuando comienza a hablar de la realidad humana como de un objeto externo, introduce un sujeto  - un personaje -  que ponga en su boca las palabras de San Agustín y las refiera a sí mismo. Y, al mismo tiempo, esta inmediatez y cercanía con que aborda el tema del hombre lo obligan continuamente a apartarse de él, a trasladarse a la máxima lejanía, a referirse a Dios. El hombre agustiniano, por ser auténtico, él mismo, envuelve en su conocimiento la referencia a la Divinidad, que se manifiesta primariamente en él, como en un espejo.

La atención dedicada por San Agustín al tema del hombre es extraordinaria; casi toda su obra está llena de alusiones, cuando no de referencias concretas y considerables. Aquí sólo he podido recoger, en la mayor desnudez posible, los puntos capitales de su meditación. Téngase presente que las repeticiones son frecuentes en los escritos agustinianos, puesto que reincide muchas veces, con diferentes propósitos, en las mismas cuestiones, y que hay no pocas variantes en los diversos pasajes análogos; un estudio detenido de la antropología agustiniana hubiera exigido tener en cuenta todas esas diferencias; pero esto no cabía en éste comentario. Por tanto, me ha sido necesario escoger entre ellos, buscando los fragmentos más expresivos y concisos.

DEFINICIÓN DEL HOMBRE.-

“Cuando decimos que Jacob no es el mismo que Abraham, y que Isaac no es ni Abraham ni Jacob, declaramos que son verdaderamente tres: Abraham, Isaac y Jacob. Pero cuando se pregunta qué son los tres, respondemos que tres hombres, llamándolos pluralmente con un nombre específico, o con un nombre genérico si decimos tres animales. Pues el hombre, según lo definieron los antiguos, es un animal racional mortal. O, según suelen decir nuestras Escrituras, tres almas puesto que gusta designar el todo por su parte mejor, es decir, por el alma, ya que el cuerpo y el alma constituyen el hombre entero”.

                                                                                (De Trinitate, VII, 4.)

EL PUESTO INTERMEDIO DEL HOMBRE.-

“El hombre es algo intermedio, pero entre los brutos y los ángeles; de modo que el bruto es un animal irracional y mortal; el ángel, en cambio, racional e inmortal: y el hombre está en medio: es inferior a los ángeles, superior a los brutos, pues tiene con los brutos la mortalidad, con los ángeles la razón: animal racional mortal”.

                                                                                (De civitate Dei, IX, 13.)

IMAGEN DE DIOS.-

“No te diferencias del bruto más que por el entendimiento; no te envanezcas de otra cosa. ¿Presumes de fuerzas? Te vencen las bestias. ¿Presumes de velocidad? Te vencen las moscas. ¿Presumes de hermosura? ¿Cuánta belleza hay en las plumas del pavo real? ¿Por qué eres entonces mejor? Por la imagen de Dios. ¿Dónde está la imagen de Dios? En la mente, en el entendimiento.

                                                                       (In Joannis evangelium

 

 

 

 

LA SABIDURÍA ANTIGUA.-

De la misma manera que el campo mental penetra e interpenetra el campo emocional en el aura, así el campo de la intuición, los penetra a ambos. La palabra intuición no expresa el significado pleno de ese término sánscrito. Explica el principio dentro de nosotros que está más próximo al espíritu y es, por tanto, caracterizado por la unidad. Incluye la experiencia expansiva del sentimiento unitario y también una especie de percepción a través de la fusión. Contrasta con la mente concreta que divide en compartimentos estancos, separa y clasifica. Esta última puede ser llamada la mente concreta, en virtud de su tendencia a fijar las cosas, volviéndolas más concretas. En contraste, la intuición ofrece una manera viva, dinámica y nueva de conocer que está cargada con una especie de alegría. Proporciona conocimiento directo e inmediato, íntimo, frecuentemente repentino y no abstracto, verbal o deducible. Un filósofo William James reconoció dos formas de conocer las cosas “conociéndolas inmediatamente o intuitiva, o conociéndolas de forma conceptual o representativa”.

Estudiantes del cerebro comprobaron que esos dos tipos de conocimiento corresponden de manera general los hemisferios izquierdo y derecho del cerebro. Al hemisferio izquierdo pertenecen las funciones mentales: palabras, símbolos, conceptos, ideas. Es analítico y racional. El hemisferio derecho es más holístico porque capta la figura y la sintetiza. Es intuitivo, procesa percepciones directas e inmediatas, no a través de símbolos, tal como la sensación espacial o la pintura o ritmos musicales o de danza. En la visión espiritual, esas experiencias no son necesariamente la experiencia directa del alma en su propio nivel, sino el reflejo de sus cualidades en niveles inferiores.

En el conocimiento directo a través de la intuición, nos fundimos o unimos con el objeto del conocimiento y pasamos a comprenderlo desde el interior, en cambio de pensar sobre él a partir de lo exterior. Todos nosotros experimentamos esta fusión en momentos máximo de auto-entrega a algo bello, en profunda empatía con alguien, de modo que en el momento pasamos a verlo todo a partir del punto de vista de otra persona, o cuando comprendemos una idea tan plenamente que nos sentimos unidos a ella. Podemos describir la intuición desde el punto de vista de un oriental como la experiencia intuitiva y una forma de fusión, una disolución del sentido de “otro” en la consciencia pura.

La intuición es el conocimiento por la identidad. Aquel estado de inmediatez donde el objeto se funde con el sujeto, de tal manera que el sujeto es todo. El conocedor, lo conocido y el acto de conocer forman la unidad. Así, en la intuición, se disuelven todas las dualidades.

En la experiencia del alma, abandonamos la noción de nosotros mismos como apartados de todo lo demás y fundimos la consciencia con su objeto en una experiencia de unidad. La unión mística con el Todo es la forma más elevada de experiencia del alma, pero también se expresa en formas más mundanas y en percepciones creativas en todos los niveles. Podemos hablar de ello como una insinuación de la verdad o “conocimiento tácito”, que mueve al científico hacia una línea de investigación productiva. Einstein confirma su importancia en el proceso de descubrimiento:

“El intelecto poco tiene que hacer en el camino del descubrimiento. Surge un salto en la consciencia, que podemos llamarlo intuición o lo que se quiera, y la solución viene y no sabemos cómo o por qué”.

En el trabajo científico se trata mucho más de obtener la intuición de cómo las cosas son para después pensar en analizar para ver si la intuición corresponde a los hechos.

Esto destaca la relación sobre la intuición y el intelecto. La percepción del alma tendrá que ser comprobada por la mente, mezclada con otras fuentes de conocimiento y articulada en términos comprensibles. Para ser de valor, tendrá que basarse en la estructura de la mente. Vemos la unificación de la intuición y de la mente cuando hablamos del alma o intuición como “el poder iluminado detrás de cualquier proceso mental”.

Además de unificar al pensador con el objeto del pensamiento, al percepción intuitiva, operando con la mente abstracta, genera una especie de conocimiento que es unificador: sintetiza y ve las relaciones dentro de un todo. La intuición opera en las ciencias, las artes, filosofías y en nuestros relaciones con los demás. Nos aparta del centro de nuestro mundo, dándonos una perspectiva global, ocupando a nuestro Yo y su legítimo lugar en un todo mucho mayor. Podemos expresar claramente esta función unificadora de la intuición como:

“Intuición es conocimiento integral. La visión que ella ofrece es la del Todo, una visión unificadora, sipnótica de la realidad, en la cual el interno y lo externo, el uno y los muchos, lo individual y lo universal, son vistos como uno”.

La intuición difiere del presentimiento psíquico por originarse en un aspecto más espiritual del Yo y no está preocupada con nuestros intereses menores egoístas. La verdadera percepción intuitiva es la cognición directa a través de la unificación, en cuanto que en luces psíquicas, el sujeto todavía está separado del objeto. Aunque el conocimiento psíquico pueda ser válido y útil en su propia esfera, él no puede mostrar la cualidad luminosa y unificadora del alma.

Los niveles más profundos de nuestro ser  - alma y espíritu -  también irradian energía para el campo circundante en la medida que los usamos: y aunque esas energías sean más sutiles y tranquilas, jamás agitadas, son más poderosas que aquellas energías de las emociones y de la mente concreta. Emitir energías en esos niveles puede ser mucho más útil para nosotros mismos y para otras personas de lo que pueden serlo energías emocionales y mentales positivas en solitario.

Continuará en la Circular del mes de Enero de 2006.

 

 

 

SAN ANSELMO.-

Con San Anselmo, arzobispo de Canterbury, se inicia la plenitud de la Escolástica, anticipada ya en el movimiento filosófico y teológico cuyo centro había sido Juan Duns Escoto. San Anselmo (1033-1109) es la figura intelectual más importante del siglo XI: representa el primer intento de sintetizar los problemas filosóficos y teológicos de la Edad Media, con fuerte base helénica  - platónica y neoplatónica -  y, sobre todo, agustiniana. Sus escritos entre los que se ha hecho famoso especialmente el Proslogión, donde expone la llamada prueba ontológica de la existencia de Dios, acusan una patente influencia de San Agustín, tanto doctrinalmente como en el apasionado y claro fuego de su estilo.

Toda la filosofía de San Anselmo recoge la enseñanza agustiniana: se trata de conocer a Dios, partiendo del alma humana, de la intimidad de la mente que entra en sí misma; es también una filosofía del hombre interior. Y acentúa más insistentemente todavía, si cabe, el momento de destierro, de apartamiento de Dios en que el hombre se encuentra, y descubre en esa misma radial menesterosidad la prueba más firme de la inmortalidad personal del ente humano. El hombre, una vez más, es entendido en su referencia esencial a Dios, de quien es imagen, y a quien conoce al conocerse en lo más íntimo y verdadero de sí mismo: el hombre como espejo de la Divinidad.

EL HOMBRE DESTERRADO.-

“Nunca te he visto, Señor Dios mío, no he conocido tu faz. ¿Qué hará, altísimo Señor, que hará ese lejano desterrado tuyo? ¿Qué hará tu siervo, ansioso de tu amor y arrojado lejos de tu faz? Anhela verte, y tu faz dista demasiado de él. Desea llegar a ti, y tu morada es inaccesible. Apetece hallarte, y desconoce tu lugar. Pretende buscarte, e ignora tu rostro. Señor, eres mi Dios y mi Señor, y nunca te he visto. Tú me has hecho y me has rehecho, y me has dado todos mis bienes, y aún no te he conocido. Por último, he sido hecho para verte, y todavía no he hecho aquello para lo que fui hecho.

¡Oh, desdichada suerte del hombre, cuando perdió aquello para lo que fue hecho! ¡Desgraciados, de dónde fuimos expulsados, a dónde fuimos impulsados! ¡Desde dónde nos precipitamos, a dónde hemos caído! De la patria al destierro, de la visión de Dios a nuestra ceguera. Del gozo de la inmortalidad a la amargura y el horror de la muerte. ¡Triste mudanza! ¡De cuánto bien a cuánto mal!  Grave daño, grave dolor, grave todo.

Pero ¡ay de mí, desgraciado, uno de tantos infelices hijos de Eva apartados de Dios! ¿Qué comencé, que he hecho? ¿Adónde tendía, qué ha sido de mí? ¿A qué aspiraba, entre qué males suspiro? ¡Busqué los bienes, y qué turbación! Tendía a Dios, y he caído en mí mismo. Buscaba el reposo en mi secreto, y he encontrado la tribulación y el dolor en mi intimidad. Quería reír por el gozo de mi espíritu, y me veo obligado a rugir por el gemido de mi corazón. Se esperaba la alegría, y ¡ay!, se agolpan los suspiros.

                                                                                                               (Proslogión, I.)

EL ALMA INMORTAL.-

Pero necesariamente, ni el alma que ama a Dios será eternamente feliz ni la que lo desprecia desgraciada, si es mortal. Por tanto, yo ame o desprecie aquello para amar lo cual fue creada, es menester que sea inmortal. Pero si hay algunas almas racionales, de las que no pueda pensarse que amen ni desprecien, como parecen ser las almas de los niños, ¿qué se debe opinar acerca de ellas? ¿Son mortales o inmortales? Pero indudablemente todas alas almas humanas son de la misma naturaleza. Por tanto, como consta que algunas son inmortales, es necesario que toda alma humana sea inmortal.

                                                                                           (Monologion, cap. LXXII).       

                   

 

 

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