ALCORAC

SALVADOR NAVARRO                            h

 

Dirigida a la Escuela de:

                    Mallorca

                                                                                  

                                                                                   Circular nº 9,  año IX

                                                                                   Llubí, 1º de Septiembre de 2.003.

 

            PABLO DE TARSO.-

 

            En el año que Pablo entró en Antioquía, existían cuatro clases sociales nítidamente discriminadas: los romanos, hombres militarizados, de escasa cultura, amigos de las pocas palabras y orgullosos del dominio que tenían sobre el mundo conocido; los griegos, aristócratas sociales e intelectuales, incrédulos de la metafísica de los viejos dioses y creyentes de la física material y los placeres sensuales; los sirios, indígenas, más o menos plebeyos, indolentes, sin carácter, cuya filosofía y teología se confundían en una babel caótica de creencias y supersticiones, a cuál más absurda y pueril y, finalmente, los judíos, negociantes, segregados de la turba profana, conscientes de su condición de favoritos de Yahvé y convencidos de ser los únicos hombres religiosos del mundo.

            Los antioqueños que tomaban en serio la religión, acostumbraban visitar los sábados la sinagoga de Israel donde, al contrario de las concepciones paganas, se hablaba de un solo Dios y se proscribía cualquier representación material de realidades espirituales.

            Esta austeridad ritual del monoteísmo hebreo contrastaba vivamente con el fetichismo politeísta de los gentiles.

            Entre los paganos que frecuentaban la sinagoga había dos clases de personas que desempeñaban un papel importante en las Epístolas de Pablo, como en los libros sacros del Nuevo Testamento los prosélitos y temerosos de Dios. Aquellos eran candidatos a la religión mosaica, una especie de catecúmenos; los últimos, simples curiosos o simpatizantes que, de cuando en cuando, asistían en la entrada del santuario a las funciones religiosas de los israelitas.

            En ese tiempo ya se contaba en Antioquía con un buen número de discípulos de Jesús, judíos – cristianos que la persecución religiosa de Palestina, con Paulo al frente, exilara a esa ciudad. Comerciantes, operarios, caravaneros nómadas de todos los puntos cardinales, habían esparcido por esa ciudad y alrededores las primeras semillas del Evangelio.

            Por los caravaneros, que mantenían un intenso intercambio de mercancías y de ideas entre Antioquía y Jerusalén, tuvieron los apóstoles noticias de los progresos del Evangelio en la metrópolis comercial del Asia Menor. Entonces resolvieron enviarles un pastor espiritual. Y la elección recayó en Bernabé.

            ¡Feliz elección! Difícil sería encontrar hombre más idóneo para tan importante misión. Hijo de judíos, nacido en la atmósfera libre de Chipre, afecto a la convivencia con toda especie de pueblos; además, espíritu culto, tolerante, con criterio propio y, aún más, un hombre de gran porte y maneras simpáticas. Así era Bernabé, un misionero ideal para esa tarea.

            Llegado a Antioquía, dice una tradición antigua, reunió Bernabé a los discípulos del Nazareno en una casa situada en una calle contigua al forum y no lejos del Panteón.

            El trabajo que le esperaba era ingente, sobrehumano. Se levanta del profundo lodazal de lujuria y libertad de supersticiones religiosas para proyectarse a las alturas de la fe cristiana y la moral evangélica.

            Y Bernabé, confiando en el auxilio divino, pone manos a la obra.

En una de aquellas hermosas mañanas orientales, tal vez en la primavera del año 42, cuando Pablo todavía en Tarso, estaba sentado en su telar, absorto en su trabajo de tejedor, sintió súbitamente que alguien le colocaba la mano en el hombro y escuchó el timbre masculino de una voz conocida, diciendo: “Hermano Sáulo, el Maestro te necesita”.

            Era Bernabé, el recién llegado. Acababa de convencerse de que sólo no podía llevar a feliz éxito la gigantesca tarea de evangelizar al medio millón de paganos de Antioquía. Necesitaba un dinámico e inteligente auxiliar, un hombre profundamente espiritual y ampliamente social, un apóstol todo de Dios y del prójimo.

Y ese hombre, bien lo sabía Bernabé, era Sáulo de Tarso.

            Comenzó a describir al amigo el campo inmenso que les aguardaba en Antioquía y los ojos de Paulo reasumieron aquél fulgor intenso, casi terrorífico, que denunciaba el incendio que había en su interior. Después de tan largo período de retraimiento, ardía por iniciar su apostolado social.

Sáulo vendió las últimas existencias de tejido caprino y al día siguiente, bien de madrugada, descendieron los dos aventureros del Cristo, en una pequeña embarcación, por las aguas plácidas hasta el litoral mediterráneo. Sin demora prosiguieron su viaje a bordo de un velero mercantil, rumbo al sur, con destino al puerto de Seleucia.

            ¿Qué respuesta habría dado esos dos hombres, en la flor de la edad, a los demás pasajeros que le preguntaran por el objetivo de su viaje? Los otros iban a comprar o vender cereales, cueros, pelo de cabra, hierro, cobre, etc., ¿y ellos? Iban a llevar a las almas la buena nueva de la redención. Trabajarían de gracia. Expondrían sus vidas todos los días a los peligros de su misión. ¡Y todo eso por motivos espirituales, por simple idealismo religioso! Eran un par de enigmas ambulantes.

Desembarcaron en Seleucia. Y sin detenerse, subieron por las rampas rocosas de las montañas del litoral, hasta que después de cinco o seis horas de marcha, avistaron el valle del Orontes y, derramada sobre las márgenes del largo torrente, la ciudad de Antioquía.

            Con una oración a Jesús, saludaron el teatro de sus luchas y descendieron rápidamente las montañas.

            A la entrada de la ciudad rodearon la gigantesca estatua de Caronte, el famoso barquero de los infiernos, monumento que los antioqueños habían levantado a la siniestra divinidad como prueba de gratitud por la extinción de una epidemia que, en pasados tiempos, había diezmado la población.

            El apóstol de la vida saluda el símbolo de la muerte.

            Cruzando la isla del Orontes y pasando al pie del palacio real, llegaron los dos soldados del Cristo a la “plaza de los camellos”, donde las caravanas de China, del Turquestán oriental y de Bagdad, acostumbraban hacer posada y vender sus fardos de seda. Bandas de esclavos de piel bronceada vociferaban en el extenso descampado con gran algarabía. Hirsutos camellos y desfigurados dromedarios distendían los miembros fatigados a la sombra escasa de los tamarindos y plátanos.

            Bernabé llevó a su amigo directamente a la calle Singon, donde lo presentó a los “presbíteros”, palabra griega que significa “anciano”, que era el título honorífico de los primitivos jefes de la cristiandad. Con espontánea alegría y sincera benevolencia fue Pablo recibido. Parece todavía que, al principio, no le fue confiado un puesto de responsabilidad ni destacado. Era considerado como un coadjutor de los jefes religiosos de Antioquía. En una relación de Lucas en los “Hechos de los apóstoles”, figura una serie de beneméritos de la iglesia antioqueña y, el nombre de Sáulo, en último lugar. Entretanto, ¿qué sabemos de los otros? Sin embargo, Pablo de Tarso vive hasta hoy como si fuera un hijo del siglo XXI.

            Ese período fue para Pablo lo que para los recién casados se acostumbra llamar una “luna de miel”, un verdadero “viaje nupcial” a través de mundos encantados y, con todo, perfectamente real; a través de un inmenso cosmos espiritual de maravillas y grandezas, que llenaban el alma de este hombre en la flor de la edad.

            ¿Qué sospechan de esas maravillas los materialistas, que confunden felicidad con placer?

Ondean sobre los hechos apostólicos de Pablo un vigor primaveral; pareciera aureolado del halo de aquél espíritu que, en el inicio de la creación, flotaba sobre las aguas, como dice el Génesis: “ . . . y el espíritu flotaba sobre las aguas”. Todavía no existían formularios ni protocolos. La única ley vigente era el amor, el amor de Dios y del prójimo. La religiosidad de ese tiempo esa simple y profunda, caracterizada por una exuberante pujanza y elasticidad juvenil, una atmósfera matutina, un fulgor estelar, una iniciativa que no conocía barreras ni imposibles. Era el Cristianismo virgen, en toda la abundancia de su intacta vitalidad, en todo el fulgor de su divina poesía, como un rocío cayendo en la madrugada de la redención . . .

            Tal vez, Pablo en sus treinta años de vida, nunca experimentó con tanta delicia las grandezas del apostolado como en este escenario de su “primer y santo amor”.

            Las noches de los sábados, cuando la aristocracia antioqueña se esparcía por los exuberantes bosques de Dafne, cuando sobre las rocas al pie de las cascadas estaban sentadas las parejas de enamorados y en los salones elegantes se bebía en cálices el vino de Chipre, se reunían Pablo y Bernabé en una casa o al aire libre, con operarios, obreros, grupos de esclavos y soldados, hablándoles de un mundo espiritual incomparablemente más grandioso que todas las maravillas con que la naturaleza y el arte habían dotado la metrópolis asiática y sus alrededores. Les hablaba de la vida nueva en Cristo, como únicamente pueden hablar quien vive y sufre en esta vida. Y los catecúmenos de todas las edades, razas y condiciones sociales escuchaban silenciosos, absortos, sedientos, esos mensajes del Más Allá, comenzando a sentirse felices en su humilde condición, porque el gran profeta de Nazaret, como les decía Pablo, fue compañero de ellos, haciéndose obrero, siervo, víctima y reo de muerto por amor a los hombres . . .

            Todas las veces que Pablo y Bernabé, en las horas muertas de la noche, encerraban la hora de catequesis evangélica con un cántico de loa, estaban poseídos de profunda admiración por la simplicidad y buena fe con que aquellas gentes abrazaban la verdad del Cristianismo, verdades que a numerosos israelitas causaban insuperables dificultades.

            Los dos grandes maestros espirituales no exigían a los discípulos la observación de la ley mosaica, sino la ley natural y las normas del Evangelio.

            Todo era alma, amor, espontánea naturalidad. Nada de formalismos artificiales, nada de normas prescritas.

            El judeo-cristiano, cuando era invitado a uno de los ágapes tan de moda en el primer siglo, no podía comer con tranquilidad por medio a la ingesta de un bocado de carne de cerdo y así pecar contra la ley de Moisés. Cuando iba a una carnicería, tenía que indagar y examinar con escrupulosa solicitud las diversas carnes, para no comprar la que fuera inmolada a los dioses y, por tanto, “carne impura”. Comer carne con sangre, sería lo mismo que contaminar gravemente la consciencia.

            Pablo y Bernabé nunca hablaban a sus catecúmenos o neófitos de semejantes “pecados”. Les inculcaban un sagrado respeto a la justicia y caridad, la fidelidad, la verdad y sinceridad en todas las cosas.

Esa grandeza de miras y esa libertad de espíritu, cuño característico del alma paulina, no tardaría en llevar al apóstol de los gentiles a vehementes debates con los misioneros del Evangelio aún dominados por la ideología de la tradición mosaica.

            Dice Lucas en los “Hechos de los apóstoles” que en Antioquía fueron los discípulos de Jesús llamados “cristianos” por primera vez. Los judíos los titulaban “nazarenos”, mientras que  ellos mismos se nombraban como “hermanos”, “viajeros” o “peregrinos”. La denominación “cristianos” no carecía ciertamente de ironía, como hace entrever más de una vez el texto sacro. Si el nombre suave de “Jesús”, en vez del vigoroso “Cristo” hubiese servido de base para designar a los adeptos del Crucificado, seríamos hoy todos llamados “jesuitas” y los discípulos de Ignacio de Loyola habrían de contentarse con el simple calificativo de “ignacianos”. Entretanto, “jesuita” es todo aquél que es de Jesús; lo que decide es el “hábito” interno y la permanente actitud del alma y no algún complejo de reglas o de indumentaria exterior.

            El acto de ser los amigos del Nazareno llamados “cristianos”, prueba que ya en ese tiempo estaba más en boga el nombre “Cristo” que el de “Jesús”. Cristo es palabra griega que significa “Ungido”. ¡Hecho extraño! Esta palabra simboliza admirablemente el carácter de la religión del Crucificado y la índole de sus verdaderos discípulos. El sentido, el alma de esa etimología helénica es hebraica; en el Antiguo Testamento eran ungido los profetas, reyes y sacerdotes de Israel. La forma en que esa palabra aparece en el escenario de la historia vino de Roma. Tenemos aquí un sorprendente paralelismo con la inscripción de la cruz del Gólgota: “Jesús Nazareno, rey de los judíos”, leyenda que Pilatos mandó grabar en las tres lenguas cultas de la época: hebrea, griega y romana.

            Así es que los burlones de Antioquía y el escéptico gobernador de Jerusalén, sin querer ni saber, proclaman la universalidad del Evangelio del Cristo.

            Jerusalén, Atenas y Roma  - la religión, la filosofía y la política -  a los pies del Cristo.

            Más tarde, para mayor realce de ese espíritu mundial, internacional e intemporal del Cristianismo, fueron los cristianos llamados “católicos”, palabra formada por dos radicales griegos: katá (según) y holos (todo) “hombre según el todo”, espíritu que se enfrenta a la vida bajo el prisma de la totalidad, que conoce no solamente la pequeña realidad material del aquí, sino también la gran realidad espiritual del “más allá”, hombre integral, completo. Todo “cristiano” y todo “católico” que viviese de hecho su nombre sería necesariamente un hombre perfecto, un verdadero hombre crístico.

            En Antioquía escuchó el mundo el nuevo fiat lux. El Evangelio de la redención despidió al ephod  de la sinagoga de Israel y avergonzó la clámide griega y la toga romana. El espíritu del Nazareno traspasó las fronteras de Palestina y entró definitivamente en el vasto escenario del mundo cultural.

            Y, frente a ese movimiento cósmico, de esa jubilosa primavera espiritual, marcha el genio libre de Pablo de Tarso.

Continuará en la Circular de Octubre de 2.003.

 

            LA SABIDURÍA ANTIGUA.-

          Un pionero en la divulgación de una visión única, basada en la ciencia, hace muchos años que vislumbró la relación entre la filosofía oriental y la física moderna. Comprobó la mudanza fundamental en la visión del mundo como consecuencia del concepto de los campos y sus paralelos, con el espiritualismo y la filosofía oriental. En su visión ampliada de los campos, consideró que el campo fundamental afectaba más de lo que se supone al mundo de la física. Lo vio como una fuente eterna y real de todos los fenómenos efímeros que ocupaban el primer plano en el mundo, que son su expresión parcial . . . el cosmos material sensorial y el hombre como criatura que en él evoluciona, teniendo lugar una realidad totalmente inmaterial que no es afectada por las idas y venidas de esos sistemas evolutivos. El Brahma de los budistas y el Tao, tal vez puedan ser vistos como el supremo campo unificado, del cual se originan no solamente los fenómenos estudiados en la física, sino también todos los demás. El mundo que vemos es derivado de este dominio causual que conduce y rige el mundo natural y las leyes de la naturaleza resultan de sus características y su estructura. La cosas en primer plano son condiciones finitas, localizadas, del campo infinito, universal y continuo a través de todo el espacio.

Esta perspectiva de los campos, que antecede al interés moderno en la totalidad nos lleva a una visión unitaria, que incluye una ética y un modo de vivir que trae en consideración la vida en su totalidad, por lo que se hace necesario que todos comencemos a pensar en términos de universalidad, un universo no localizado, no un universo que consista en objetos percibidos como si, colectivamente, representasen el Todo.

          El Todo es, en su propia esencia, inmaterial y, sin embargo, real, continuo y singular. De hecho, determina aquello que las cosas pueden y no pueden ser.

          Equiparo esta realidad fundamental con la visión hindú de Brahma y el Absoluto o Realidad. Hay un paralelo entre la teoría del campo de energía y el concepto oriental de un fundamento divino del cual se origina el mundo.

          El Brahma de los hindúes y el Tao tal vez puedan ser vistos como el supremo campo unificado, del cual se originan no solamente los fenómenos estudiados en la física, sino también todos los demás.

          Recientemente, surgió otro modelo en la ciencia que también es importante en su semejanza con la filosofía oriental y esotérica. David Bohm, físico teórico y asociado a Einstein, se basó en los principios de la holografía. Visualizó la realidad como un todo continuo, conteniendo cada fragmento, cada célula, átomo, todo el universo, como “un mundo en un grano de arena”.

          La holografía es un método de fotografía sin lentes. Su característica más singular es que toda la imagen de un objeto está contenida en cada fragmento de la placa fotográfica. En el modelo del universo de Bohm, la imagen o cuadro holográfico es análogo al mundo espacio-temporal de los sentidos, la esfera de objetos separados. Pero, al revés de constituir la realidad primera, esta imagen es el resultado del modelo cambiante de luz que se refleja en el objeto fotografiado. La imagen que vemos sería lo que él llama “orden revelado”, la manifestación espacio-temporal de una realidad de otra dimensión más profunda. Aunque registrado en la placa fotográfica, el modelo de luz en realidad existe sólo como ondas y frecuencias. Este patrón es llamado orden “implícito”, en el cual la imagen tiene su origen.

          Los objetos y eventos en la naturaleza no son sólo conducidos por la luz, sino por bandas de electrones, por el sonido y otros múltiples vehículos. Holomovimiento es el nombre dado por Bohm a la totalidad de esos conductores del orden implícito. Es el movimiento no fragmentado, siempre fluido, siempre cambiante de todas las frecuencias: luz, sonido, bandas de electrones, todos los campos, tanto conocidos como aquellos por ser descubiertos.

          La televisión ofrece una analogía. La imagen visual de la cámara en el estudio necesita traducir las ondas de radio que la transmite hasta nuestros hogares. El modelo de ondas de radio, de ningún modo tiene una correspondencia total con la imagen visual. No obstante, la imagen está por así decirlo, envuelta o “implícita” en las ondas de radio. Después, nuestros receptores de T.V. desdoblan o explicita la orden de la imagen, haciéndola nuevamente visible o manifestada.

En este modelo holográfico, vemos nuevamente el mundo que conocemos emergiendo de un principio inmaterial, en este caso, un mundo numénico y fluido de energía y complejas frecuencias, que contienen los patrones para todo aquello que de él se manifiesta.

          El holomovimiento fundamental es mucho más amplio que aquello que es revelado o manifestado en el mundo. Este orden implícito supone una realidad infinitamente más allá de aquello que llamamos materia. La propia materia no es nada más que una ondulación de este principio y el océano de energía de ninguna manera se encuentra básicamente en el espacio-tiempo. Dice Krishna en el Gita: “habiendo impregnado todo este universo con un fragmento de mí mismo, yo permanezco”.

          Mientras Bohn trabajaba en su teoría, otro investigador, Pribram, también investigaba otro modelo holográfico. Estos trabajos han ido demostrando que el cerebro, de alguna manera, analiza frecuencias de tiempo y espacio, traduciéndolas en visiones, audiciones, etc. El cerebro, a semejanza de un holograma, distribuye esta información a través de un todo, de manera que cada fragmento está codificado para reproducir toda la información. Así, vislumbró como una holografía la “estructura profunda” del cerebro. Después que Pribram y Bohm desarrollaran independientemente su teoría propia, descubrieron su trabajo y comenzaron a colaborar. El modelo holográfico que desarrollaron hace incapié en la unidad y la totalidad de la realidad, que es el principio básico de las enseñanzas espirituales.

          La actualidad nos hace presenciar el momento histórico en que la física corrobora la existencia de una realidad inmaterial de la que nace el mundo físico. Sabios con amplia visión han divisado la magnitud de esta realidad fundamental que las religiones contemplan como algo que va más allá del alcance de la física para abarcar todos los reinos de la Naturaleza. Una consideración de los aspectos universales primordiales en el mundo natural, como espacio, tiempo y movimiento, nos podrán proporcionar una visión del carácter omnipresente de esta Fuente de la Unidad.

          No hay diferencia entre las palabras de Pablo en los Hechos de los apóstoles:

“ . . . . porque en Él vivimos, nos movemos y existimos . . .”  con la sentencia hindú: “El Universo vive, procede y retornará a Brahma”.  El Dios del apóstol Iniciado y del Rishi hindú, es tanto el ESPACIO invisible como el visible.

          Movimiento, espacio y tiempo, se encuentran entre el restringido número de postulados universales que van más allá de los límites y engloban toda la existencia. Místicos y científicos han encontrado dimensiones de esas tres realidades que se diferencian, de forma dramática,  en la manera común que las vivenciamos, proyectándose de modo tan omnipresente que se revisten de un aspecto divino.

          En una primera mirada, espacio, tiempo y movimiento se configuran como aspectos comunes de nuestro mundo temporal. Son tan abarcantes, constantes y familiares que no las percibimos. Con todo, las reflejamos y tenemos que admitir que nada existe que no esté en movimiento perceptible en forma del salto de un animal o imperceptible como el proceso de lenta erosión de una montaña, la danza de los átomos o el giro orbital de los planetas. El espacio, también está en todos partes: en las áreas cúbicas de nuestros dormitorios, en la inmensidad de las distancias galácticas o en el reino ultramicroscópico de las partículas sub-atómicas. El tiempo forma parte intrínseca de toda la existencia, el cual experimentamos como la presión del momento o el paso de nuestros días y años, como la edad del universo desde su comienzo o en los nano-segundos instantáneos de las partículas sub-atómicas.

          Cada uno de esos tres aspectos de la realidad puede ser visto bajo múltiples formas, tantas qué, difícilmente parecer estar inter-relacionadas. Sabemos bastante sobre cada una de ellas a partir de muchos puntos de vista. Pero, sea lo que fuere que conozcamos o vivenciamos del movimiento, espacio y tiempo, constituye apena la apariencia externa del misterio subyacente y más profundo de esos tres aspectos, pues la religión enseña que ellos son atributos de la Realidad inmaterial de Dios. Son tres aspectos que generan todas las cosas; todos los fenómenos proceden del espacio, duración y movimiento infinitos. En su forma infinita e ilimitada, movimiento, espacio y tiempo, son idénticos al fundamento que da origen a todos los fenómenos en el primer plano de nuestro conocimiento y experiencia. Son universales, eternos, siempre presentes, divinos.

Analicemos cada uno de esos tres aspectos de la Realidad como figuran en nuestra experiencia y también como son vistos por el pensamiento moderno. De esta manera, intentaremos ver la Realidad metafísica, que está bajo el movimiento, espacio y tiempo que conocemos en el mundo, y veremos si es posible, de alguna manera, vivenciar su aspecto sublime.

          La filosofía oriental y el espiritualismo colocan el Espacio Supremo como si proyectase su sombra para formar nuestro mundo de espacio-tiempo. Las innumerables variedades del espacio que vivenciamos se originan de este Espacio Universal y lo reflejan. Es simbolizado como el Espacio Oscuro, no el espacio brillante del mundo manifestado, sino como las misteriosas profundidades de las cuales éste se origina. Esta matriz oscura fue comparada con nuestra mente inconsciente, de la que nace luz para nuestra consciencia despierta. En este Espacio no diferenciado e ilimitado, no existen dimensiones, direcciones, ni exterior ni interior, ni aquí ni allá. Es la profundidad de la que nace las direcciones del espacio, el continuo sin dimensiones de la cual se proyectan las dimensiones espaciales. De esta manera, el Espacio, en el sentido metafísico, es la única cosa eterna que fue y siempre será.

Continuará en la Circular de Octubre de 2.003.

 

 

 

         

Historia de la filosofía.-

 

          La historia no registra un solo hecho de esta naturaleza, pero sí centenas y millares de ejemplos de hombres que, después de alcanzar la experiencia final de su identidad con Dios, alcanzaron plena madurez ética y espiritual transformándose en hombres completamente buenos, no por miedo a cualquier castigo, ni por la visión de un premio que esperasen, sino por la intuición de la suprema Realidad sobre sí mismos y sobre Dios. Pues es perfectamente lógico que el hombre que renunció definitivamente a su “ego” físico y mental, egoístico, renuncie también a lo que consideraba “suyo”; por cuanto el “ego” y el “mi” son conceptos correlativos e inseparables; uno deriva del otro; el “mi” es una especie de muralla de una fortaleza que el "ego” levanta a su alrededor, para defenderse más eficazmente y que el profano e ignorante lo tome equivocadamente por su verdadero Yo espiritual. ¿Qué razones habría aún para levantar muros protectores y trincheras de defensa, después de que el baluarte central fuere arrasado? Si el “ego” ha dejado de pertenecernos, ¿para qué colocaré la mano sobre algún “mío”, declarando: “Esto es de mi propiedad y de nadie más?” Semejante acto sería absurdo y ridículo, incluso imposible, por parte de un “Yo” sin ego, una vez que ese “mí” sólo tenía razón de ser en cuanto el “ego” físico – mental estaba en pie; desde que éste se rinde, también lo hacen todas las fortificaciones que hay en su entorno.

          En otras palabras: la verdadera mística lleva necesariamente a una sólida ética. Sin embargo, la mística está implícita en la experiencia de identidad del Yo humano como la Realidad divina, experiencia esa que los iniciados llama “consciencia cósmica”

Es verdad que Bergson no avanza todas esas conclusiones de orden ético, pero ellas están implícitas en las premisas de su concepción cognoscitiva, como la fusión de sujeto y objeto, la experiencia de la identidad entre el Yo y el no-Yo.

El intelecto analítico de los autores de los compendios de filosofía y religión, cuando llegan a tratar de este asunto, naufragan casi siempre en el primer escollo de esos mares inciertos y tenebrosos; porque miden con un metro de pigmeos la estatura de los gigantes; procuran afanosamente justificar con la luz de linternas mortecinas la inmensa claridad de la luz solar, acabando por ver tinieblas por exceso de luz; quieren identificar el verdadero saber experimental de los grandes genios con el falso saber intelectual de los pequeños talentos.

Sin embargo, la elite de la humanidad sigue el camino de aquellos que, de propia experiencia, pueden decir: “El Padre y yo somos uno”, “Muero todos los días; y es por eso que vivo”, “Pero no soy yo el que vivo, sino el Cristo que vive en mí”.

Las principales objeciones que se han levantado contra la epistemología bergsoniana, se resumen de la siguiente manera:

1.- La teoría de que el sujeto sea idéntico al objeto es contra la consciencia de nuestra personalidad, que se siente nítidamente como distintas del mundo del no-Yo. En esta objeción va una confusión entre “esencia” y “existencia” de la personalidad: lo que me hace ser un Yo personal es el hecho de ser “existencialmente distinto” de la esencia universal; pero esto no implica absolutamente en que el Yo personal sea algo “separado” de esa esencia universal. Si el Yo individual estuviese separado del “Todo” universal, no podría conocer ese “Todo” ni los otros individuos (sujetos u objetos, poco importa, porque para el Yo todo el resto son no-Yoes). Si el Yo no fuese distinto del “Todo” tampoco podría conocer, porque todo el conocimiento supone dos cosas: a) distinción entre el conocedor y lo conocido; b) unión (no-separación) entre éste y aquél. El “empirismo” admite la no-identidad “existencial” del conocedor y lo conocido, pero niega la identidad “esencial” de los mismos, y por esto no puede llegan a un verdadero conocimiento, como prueba la historia y confirma explícitamente el gran empirista David Hume, cuyo conocimiento empírico acabó en completo desconocimiento o escepticismo universal. El “panteísmo”, por otro lado, niego no sólo la separación entre el conocedor y lo conocido, sino que rechaza también la distinción entre los dos, fundiendo ambos en una masa general e indiscriminada; y, en este caso, ningún conocimiento verdadero es posible por falta de diferenciación entre lo conocido y el conocedor. Por esta razón también puede no haber en la filosofía panteísta verdadera ética, consciencia de pecado y necesidad de redención, porque el Ego humano se siente íntegramente idéntico al Todo divino y, como éste no conoce pecado ni redención, se sigue lógicamente que la personalidad humana no peca ni puede ser redimida.

Nada de esto sucede en la concepción cognitiva o ética de Bergson, que empírica ni panteísta, sino sensatamente monista, esto es, afirma la identidad de “esencia” entre el conocedor y lo conocible, pero niega la identidad de “existencia” entre el sujeto y el objeto, tanto en el plano cognitivo como en la esfera ética. Es indispensable para el verdadero conocimiento y la verdadera ética, que haya tanto identidad como diversidad entre sujeto y objeto; donde hay solamente identidad, como en el panteísmo o sólo diversidad como en el empirismo, ningún conocimiento ni ética verdadera son posibles.

Todas esas objeciones que se hacen a la filosofía de Bergson son, en el fondo, las mismas de que fue blanco Spinoza en el siglo XVII, y que se ha hecho a través de los siglos a todos los monistas no empíricos y no panteístas, aunque esos monistas sean constantemente acusados de panteístas por los empiristas de Occidente.

2) Se objeta que la solución de Bergson es arbitraria e inaceptable, porque se basa en simples juegos de palabras, como cuando afirma que “la imagen puede estar presente sin ser representada”. Quien llama a esto juego de palabras da a entender que nada entiende del pensamiento profundo indicado por el filósofo. Dice Bergson que la imagen de la realidad objetiva puede estar presente en el sujeto conocedor sin ser por él representada, queriendo decir que la imagen puede existir en él sin que el sujeto sea consciente de la misma. Así como la inteligencia existe en cualquier niño desde que nace, aunque no sea de ninguna forma representada por la criatura; así como la planta está presente potencialmente en la semilla, sin ser por ella representada actualmente, sino más tarde, pues así puede también ocurrir con el sujeto conocedor, dentro del cual puede existir la imagen de la realidad sin que, desde el principio, él la perciba. Se me va a permitir un paralelo con la vida de San Agustín. Pregunta él a Dios: “¿Dónde estabas Tú cuando vivía en mis pecados?”  A lo que la Voz divina responde: “Estaba siempre presente en ti, pero tú estabas ausente de Mí”. Quiere decir que la realidad divina estaba siempre presente en aquella alma humana; y ¿cómo podría el Omnipresente dejar de estar presente en alguna parte? Esa alma andaba subjetivamente ausente de Dios, ignorando la divina presencia y viviendo como si Dios estuviese ausente. Cuando, por la conversión, el Agustín ausente se hizo presente al Dios siempre presente, hubo una presencia recíproca: de la parte del objeto y de la parte del sujeto. Esto, ciertamente, no es un simple juego de palabras.

Continuará en la Circular de Octubre de 2.003.

 

 

P A R Á B O L A S.-

 

 

 

                                                             EL BUEN SAMARITANO

 

               El camino de Jerusalén a Jericó era un camino muy transitado. La región desierta estaba llena de cuevas donde bandidos se esconderían fácilmente para acechar y atacar a los frecuentes viajeros. La mención de un sacerdote y un levita viajando de Jerusalén a Jericó a nadie sorprendería pues la mayoría de los sacerdotes no residían en Jerusalén sino en las aldeas del derredor. Residían en Jerusalén únicamente cuando les tocaba su turno de servir en el Templo.

          Al ser la historia del Buen Samaritano una parábola, no hay ningún significado alegórico en las palabras pronunciadas por Jesús:  “Un hombre descendía de Jerusalén a Jericó”.  Sin embargo, cuando oímos hoy la mención de Jerusalén a Jericó con las percepciones de un judío palestino de los días de Jesús un sinnúmero de imágenes salen a la superficie. Imágenes del poder político-económico-religioso del Templo y del sumo sacerdocio.

          Palacios de la aristocracia religiosa y secular construidos con el trabajo y los impuestos de los campesinos. Imágenes de la ilegitimidad del sistema del Templo y su sacerdocio por su cooperación con el régimen romano opresor.

          Al lado de la imagen de Jericó veían en sus mentes los palacios de Herodes y la vida de ocio de los opulentos. También pensarían en las historias de la ciudad de David y la ciudad que Josué conquistó como el principio del cumplimiento de la promesa de Jehová de darles una tierra de valles y montes regada por la lluvia del cielo y donde la leche y la miel corren como el agua.

          “Cayó en manos de bandidos, los cuales le despojaron; e hiriéndole, se fueron, dejándole medio muerto”.

          Característicamente, Jesús relata una historia con elementos familiares. No hay nada misterioso ni simbólico en la narración pues la descripción de la geografía, el terreno, y los participantes forman la experiencia de los oyentes. Si los miembros de su audiencia no habían sufrido ataques por parte de bandidos, es muy posible que conocían o habían oído de alguien que había tenido tal experiencia, pues el bandidaje era un fenómeno bien establecido y real.

          El hombre despojado de su ropa y otras pertenencias es anónimo aunque debía haber sido un judío pues el auditorio de Jesús daría por sentado que una persona anónima sería judía a menos que se dijera lo contrario.

          En aquel tiempo los bandidos eran campesinos forajidos que el amo y el estado consideraban criminales, pero que permanecían dentro de la sociedad campesina, y su gente los consideraban como héroes, vengadores, luchadores por la justicia, y en todo caso como hombres que hay que admirar, ayudar y sostener.

          A menudo estos eran hombres que debido a deudas incurridas por rentas de tierras, impuestos de los gobiernos locales o de un gobierno extranjero, y en el caso judío diezmos para el Templo y su sacerdocio, no tenían otro recurso que huir a las montañas para eludir las represalias. El único medio de subsistencia era atacar y robar a gentes adineradas.

          El apóstol Pablo escribe en su carta a los Corintios: “He viajado mucho y me he visto en peligros de ríos, en peligros de ladrones, y en peligros entre mis paisanos y los extranjeros”.

          Las parábolas de Jesús ilustran las condiciones económicas en Galilea que contribuyeron al fenómeno del bandidaje social en los días de Herodes. Estas historias mencionan a los terratenientes ricos, pero también a los campesinos empobrecidos. Leemos de un hombre que tenía un mayordomo y de sus relaciones con dos hombres pobres endeudados. Uno debía cien barriles de aceite, y otro cien medidas de trigo.

          Leemos acerca de un rey y su deudor que le debe una suma enorme; acerca del rico insensato que quiere agrandar sus graneros porque espera una gran cosecha; el dueño de una viña que sale a contratar obreros a varias horas del día para que recojan su producto antes de que se ponga el Sol; o el mayordomo fiel que cumple con su tarea de repartir a cada siervo su ración de trigo aun cuando el amo está ausente.

          Notamos en esta historia una tensión social de carácter económico entre los que tienen propiedades y los aparceros que trabajan la tierra y deben a sus amos cantidades mayores. En los días de Herodes la tierra estaba bajo el control de unos pocos y era trabajada por los campesinos.

          Esta situación creó una hostilidad feroz entre los amos y los arrendatarios. Los dueños de tierras pequeñas y los aparceros se veían forzados a pedir préstamos y la presión para pagarlos era intensa.

          La parábola de los Labradores Malvados ilustra con creces tal situación socio-económica. La historia nos presenta a un terrateniente ausente que vive lejos, a unos arrendatarios que cultivan la tierra y deben compartir con el dueño el fruto de la viña, y nos muestra la tensión intensa que existía entre los latifundistas ausentes y los labradores.

          El pago de impuestos era otra carga que los pequeños propietarios tenían que soportar. Es posible que ningún gobierno antiguo o moderno haya tenido un sistema de impuestos tan complicado como los romanos. Se imponían impuestos personales, sobre la tierra, sobre ocupaciones y servicios, ventas y transferencias, sobre el movimiento de personas y bienes.

          El Medio Oriente estaba poblado por grupos étnico-religiosos que se podían identificar por su habla o por su modo de vestir. Una pregunta inesperada y el extranjero se delataba de inmediato por su acento o dialecto. ¿Pero, qué si el individuo estaba inconsciente? Entonces uno tenía que dar un vistazo rápido a su vestimenta. ¿Pero qué si el individuo había sido despojado de sus ropas?

          En esta escena el hombre despojado no pertenecía a ningún grupo étnico o comunidad religiosa. Se le había reducido a un mero ser humano que tenía necesidad de ayuda.

          Toda sociedad tiene un grupo de valores que si se observan mantienen el orden social y si no se observan causan un caos. Aún hasta nuestros días los valores supremos del mundo mediterráneo que controlan la sociedad, son el honor y la vergüenza. Estos valores figuran en la literatura bíblica. Para obtener un trasfondo histórico y cultural adecuado e interpretar la parábola del Buen Samaritano, tenemos que entender el papel tan importante que el honor tenía en las vidas de los personajes y escritores. Es sólo así que podemos entender cómo los contemporáneos de Jesús organizaban su mundo y estructuraban sus relaciones sociales.

          El honor es el valor positivo que una persona tiene de sí misma más la apreciación de esa persona en la estimación de un grupo social. Lo que más importa es cómo otros nos perciben y cómo nos percibimos a nosotros mismos. A diferencia de la cultura occidental, las culturas en las que el honor es un valor primordial dependen totalmente para su sentido de valor personal en el ser reconocidos por otros como personas de honor.

          El honor tiene una relación tan íntima con el respeto propio que los podemos confundir. Todas las acciones, palabras o hechos que no están de acuerdo con las costumbres aceptadas por la sociedad resultan en una disminución del honor de la persona y va en detrimento del respeto que goza en los ojos de los demás.

          El honor se manifiesta también en el lugar o espacio donde el cuerpo se halla colocado físicamente en el mapa social. Este concepto del honor como lugar tiene diferentes manifestaciones. Se observa en el lugar que el individuo ocupa en la comunidad, ya sea como varón o mujer, como anciano o como niño, como gobernante o gobernado. También en el lugar que ocupa en su hogar o en su espacio personal. El honor de la persona está relacionado con estos lugares. Únicamente ciertas personas tienen permiso de entrar en el espacio familiar del hogar, o el espacio personal del cuerpo para tocarlo, abrazarlo, etc. El entrar en estos espacios sin permiso se considera un comportamiento agresivo y uno está obligado a defender su honor manteniendo ese espacio sin ser invadido.

          En cuanto al cuerpo humano se refiere, el honor se manifiesta de diferentes maneras. Además del hecho de que ciertas personas vistan uniformes que lo identifican en cuanto su profesión, la ropa provee indicaciones específicas acerca de la persona que la viste.

          En el mundo de Jesús la vestimenta indicaba la posición social o económica del individuo. En forma ostentosa los ricos mostraban sus riquezas vistiendo de “púrpura y de lino fino” y los que vestían de “vestidos delicados” vivían en los palacios de los reyes. La ropa de la aristocracia se teñía de azul, escarlata y púrpura.

          Podemos suponer que el hombre que fue atacado en nuestra parábola podía haber sido un hombre rico. Un hombre que viajaba de Jerusalén a Jericó podría haber sido un comerciante que llevaba el fruto de sus ganancias en posesiones materiales y en dinero. Como le robaron la ropa, ésta ha de haber sido de buena calidad. Pero ahora, en la historia, todas esas fronteras que determinaban su lugar en la sociedad han desaparecido y sólo vemos a un hombre que sufre la vergüenza de su desnudez y una humillación peor que la muerte pues los bandidos al desnudarlo han invadido su propia persona.

          La pérdida del honor de la persona tirada al lado del camino no es cosa sólo personal, sino que tiene ramificaciones sociales. El honor es propiedad colectiva de la familia. Si un solo miembro de la familia es deshonrado, lo es también toda la familia. En la parábola del Buen Samaritano el hombre atacado, robado, desnudo y abandonado se encuentra completamente indefenso pues lo habían dejado “medio muerto”. Dada la situación histórica que esta parábola implica, el estar medio muerto, y no muerto, juega un papel importante en la narración.

          Los contemporáneos de Jesús de inmediato captarían la incongruencia de la presencia de un samaritano en la parábola, pues los personajes están bien definidos (un sacerdote, un levita, un samaritano). La sorpresa sería grande cuando los que escucharon a Jesús oyeron que es el samaritano quien tiene compasión, pues esa situación no está de acuerdo con la vida real como ellos la conocen.

          El escenario requiere que veamos que es Jesús, un judío, que cuenta la historia a judíos, posiblemente en Jerusalén. La mención de un hombre que “descendía de Jerusalén a Jericó” infiere esta posibilidad. Se ha clasificado esta parábola como un ejemplo a seguir que Jesús presentó a sus oyentes o como un reto a las presuposiciones religioso-raciales de sus contemporáneos.

          Para nosotros sacerdotes, levitas y samaritanos no tienen aspectos emocionales sociológicos. Es importante notar, sin embargo, que es precisamente un samaritano el que realiza un acto de amor. Para dar un ejemplo de amor, hubiera bastado con mencionar tres individuos. Si se hubiera querido burlar de los clérigos hubiera sido suficiente con mencionar un sacerdote, un levita y un laico judío. Si Jesús hubiera querido inculcar amor hacia nuestros enemigos la mención de un judío que ayuda a un samaritano hubiera, en forma radical, satisfecho su intención. Pero la presencia del samaritano que ejecuta un acto de amor cambia todas las cosas pues se ha introducido un elemento extraño que no refleja la sociedad como los judíos la conocían.

          En el mundo de Jesús la mención de un samaritano evocaba imágenes antagónicas. Estas imágenes estaban profundamente arraigadas en la conciencia social de un pueblo que se identifica a sí mismo en términos étnicos. La animosidad entre judíos y samaritanos, evidente en Palestina durante la primera mitad del siglo I después de Cristo, tiene raíces históricas que incluyen elementos raciales, políticos, religiosos y económicos.

          Las parábolas, como tal, invitan a los oyentes a convertirse en participantes. Si la historia no atrae al oyente a ser parte de la escena, la narración es un cuento que tal vez entretiene o instruye, pero no es una parábola. El oyente judío no se identificaría ni con los clérigos ni con el samaritano. Se inclinarían por el judío atacado y que ahora estaba “medio muerto” a la orilla del camino.

          Su condición de “medio muerto” todavía le permite ver que los clérigos se van de largo. En su estado no tendría ningún interés en alegaciones teológicas que justificaban la aparente insensibilidad del sacerdote y el levita. Si el herido era un laico, la actitud de los dos individuos confirmarían sus sentimientos anticlericales, Por consiguiente, si abrigaba alguna esperanza de socorro, la ayuda vendría de un tercer personaje que sería un judío misericordioso.

Para sorpresa de todo judío que escuchaba a Jesús y se había identificado con el herido, el tercer personaje era un samaritano. De un samaritano no se puede esperar ayuda, lo que es más no se quiere recibir ayuda de un samaritano. Jesús introdujo un personaje secular de la vida diaria, pero lo colocó en una situación que todo judío sabía que no era ordinaria pues judíos y samaritanos no se tratan entre sí.

          Rechazar la ayuda del samaritano aseguraría la muerte del viajero. Aceptar su ayuda tendría consecuencias que para un judío devoto serían peores que la muerte. En la tradición rabínica un israelita no debe aceptar ofrenda o un acto de amor de uno

que no fuera judío pues ello impediría la llegada del reino de Dios. Aceptar la ayuda de un samaritano convertía al judío en un inmundo que retardaría la llegada del reino.

          Ya podemos ver cómo es que los oyentes de Jesús podrían haber reaccionado a la mención de los bandidos en esta historia. Contrario a nuestra reacción natural en el mundo occidental, los bandidos habrían sido vistos como víctimas de las condiciones socio-económicas explotadoras del gobierno local e imperial, y de la aristocracia terrateniente.

          La introducción del samaritano en la historia la transforma en una parábola. El judío que se identifica con el hombre al lado del camino tiene que responder a la presencia de este personaje que no es parte de su experiencia cotidiana. Así Jesús crea en sus oyentes un estado de crisis que reta con la visión de una nueva realidad. Un nuevo mundo personal y social en el que la compasión, y no el exclusivismo étnico y religioso, determinan las relaciones humanas.

          “Aconteció que descendió un sacerdote por aquel camino, y viéndole, pasó de largo. Asimismo un levita, llegando cerca de aquel lugar, y viéndole, se pasó de largo”.

          En forma característica de las parábolas se nos da solamente la información necesaria para comprender la situación con la que nuestra experiencia personal o social se puede identificar. No se exponen las fuerzas motivadoras que impulsan a los personajes a actuar en la forma en que lo hacen, y cuanto se nos dice se hace con un mínimo de detalles.

          Dos clérigos van por aquel camino y viendo al hombre herido pasan de largo. Desde nuestra situación social y cultural, y no las condiciones sociales del siglo I en Palestina, tendemos a pensar que los judíos del tiempo de Jesús reaccionarían a las acciones del sacerdote y el levita en la misma forma que nosotros lo hacemos. Nos inclinamos a ver una falta de sensibilidad incomprensible ante la necesidad humana. Nuestra cultura nos mueve a identificarnos con el hombre herido y no con los clérigos a quienes veríamos como hipócritas que merecen ser despreciados. Para no recaer en tales entendimientos debemos adentrarnos en el mundo religioso cultural judío del siglo primero que gobernaba a los clérigos en situaciones semejantes.

          Comenzaré por asegurar que el judaísmo del siglo primero se opuso al movimiento de Jesús no porque se le considerara como una herejía, sino porque se le percibía como una amenaza seria contra el orden establecido por Dios en el momento de la creación. Esto es mencionado en los Hechos de los Apóstoles donde la acusación se hace ante un tribunal romano.

          Como ejemplo de este temor se acusa a Esteban de tratar de destruir el mundo judío ordenado, pues se decía “que le habían oído hablar palabras blasfemas contra Moisés y contra Dios” y que “este hombre no cesa de hablar palabras blasfemas contra este lugar santo (el templo) y la ley”.

          Los cristianos fueron acusados de atacar la mayor institución del día (el Templo); porque rechazan el símbolo principal de la fe de Israel (lugar santo); se les ve como aquellos que rechazan las prerrogativas de Israel como una comunidad escogida, contra “la ley”, “las costumbres” y los rituales que simbolizan la fe (la circuncisión). Se les considera una amenaza contra todos los valores tradicionales y estructuras de la fe judía.

          Todas las sociedades duraderas proveen a sus miembros sistemas de significados que les ayuden a hacer buen sentido del vivir humano. Es la tarea de los antropólogos descubrir el sistema de fronteras, definiciones y clasificaciones que constituyen el universo simbólico de una cultura dada.

          El modelo de pureza y contaminación se basa en el principio general de “un lugar para cada cosa y cada cosa en su lugar”. Lo opuesto de la “pureza” es la “contaminación” o lo “sucio” que es lo que las gentes consideran como “materia fuera de su lugar”, es decir, el desorden.

          Para nosotros lo sucio es algo así como una categoría de compendio para todos los eventos que oscurecen, manchan, contradicen o de otro modo confunden las clasificaciones aceptadas. La percepción básica es que un sistema de valores que se expresa en un arreglo dado, se ha violado.

          El judaísmo del siglo I tenía sus sistemas de tiempo, donde se especificaban las reglas a guardar en el sábado, y cuando se había de observar la circuncisión.

          Sistema de lugar, especificando lo que se podía hacer en los varios recintos del Templo o a dónde había de enviarse el chivo expiatorio en el día de la propiciación.

          Sistema de personas, designando con quién uno podía casarse, tocar, o con quién comer; quién podía entrar en ciertos lugares en el Templo y sus atrios y quién podía desempeñar ciertos oficios.

          Sistema de cosas, clarificando lo que se consideraba como puro e impuro, lo que podía ofrecerse como sacrificio, o lo que podía entrar en contacto con el cuerpo.

          Sistema de comidas, determinando qué se podía comer; cómo se debía cultivar, preparar, sacrificar; en qué utensilios se podía servir; cuándo y dónde se podía comer; y con quién se podía compartir.

          La impureza, que proveía indicaciones para evadir el contacto contaminador.

          Una clasificación de personas que el judaísmo establecía, era:

                    Sacerdotes

                    Levitas       

                    Israelitas puros  (laicos)

                    Hijos ilegítimos de los sacerdotes

                    Prosélitos o gentiles convertidos

                    Prosélitos que habían sido esclavos

                    Bastardos

                    Los que no tienen padre (nacido de prostitutas)

                    Niños abandonados

                    A los que se han hecho eunucos

                    Los que nacieron eunucos

                    Los deformados sexualmente

                    Los hermafroditas

                    Los gentiles (los que no son judíos)

                    El grupo de los verdaderos israelitas consistía de los sacerdotes, los levitas y aquellos laicos de sangre pura. Dado este trasfondo cultural los oyentes de Jesús no reaccionarían negativamente de inmediato al escuchar que el sacerdote y el levita se habían pasado de largo, pues entenderían que tenían  prioridades rituales que les impedían actuar en tal forma que pusiera en peligro su “pureza” con la posibilidad de “contaminarse” al tocar a un hombre cuyo linaje de sangre no se conocía.

          Para entender el mundo como un judío del siglo I lo entendía, tenemos en la historia de la creación en Génesis 1 una ventana que nos permite ver como entendía ese mundo.

          Según esta historia, Dios no creó sin reflexión el mundo, sino que lo hizo según un plan determinado. En cuanto al tiempo, Dios separó el día de la noche y después separó la semana entre días de trabajo y el sábado como día de descanso, estableciendo las bases fundamentales para un calendario. El orden de los lugares determinó la separación de las aguas que Dios llamó Mares y lo seco que llamó Tierra. Dios creó los animales para que vivieran en la tierra, las aves para que volaran en los aires y los peces para que vivieran en el mar. Dios también determinó la jerarquía necesaria para mantener tal orden: creó las dos grandes lumbreras, “la lumbrera del día para que se señorease en el día, y la lumbrera menor para que se señorease en la noche”.

          Entre las criaturas que habitaban la tierra, el hombre y la mujer, creados por Dios a su imagen y semejanza, recibieron dominio sobre el resto de la creación. Así que la creación es el primer acto de ordenar y clasificar al mundo. Así se establece el sistema de “pureza” que Israel debe observar para mantenerse como el pueblo separado por Dios para su servicio.

          La ausencia de detalles explicativos de esta parábola nos da la oportunidad de considerar el mundo social palestino del siglo I como el trasfondo adecuado para descubrir la posible motivación de los religiosos.

          Una razón obvia para pasarse de largo era el temor de bandidos; podrían todavía estar por allí listos para atacar de nuevo. El sacerdote y el levita en la parábola no pueden invocar la impureza como una razón para no detenerse y ofrecer ayuda. Pero tal vez podemos verlo de otra manera. Tal vez el sacerdote y el levita son saduceos que siguen la Torah estrictamente y buscan la manera de evadir la contaminación.

          Los judíos tenían la obligación de socorrer al prójimo. Por prójimo se entendía un judío. ¿Pero cómo puede el sacerdote saber que el hombre herido es su prójimo? No sólo existe la posibilidad de que el hombre herido no sea judío, sino que también puede estar muerto; en cualquiera de los dos casos el contacto con él lo contaminaría.

          “Pero un samaritano, que iba de camino, vino cerca de él, y viéndole, fue movido a compasión; y acercándose, vendó sus heridas, echándoles aceite y vino; y poniéndole en su cabalgadura, lo llevó al mesón, y cuidó de él. El día siguiente, al partir, sacó dos denarios, y los dio al mesonero, y le dijo: “Cuídamele; y todo lo que gastes demás, yo te lo pagaré cuando regrese”.

          Estos versículos es lo esencial de la enseñanza de Jesús en la parábola del Buen Samaritano. Su relato, hasta este punto, no contenía nada sorprendente. La presencia de bandidos en el camino de Jerusalén a Jericó, y la conducta de los clérigos, caían dentro de lo ordinario. Sin embargo cuando la historia habla de un samaritano que tiene compasión hacia un judío herido, el relato asume el carácter de un reto a ideas preconcebidas. La historia simple se convierte en parábola.

          Los oyentes de Jesús no pueden hacerse desentendidos de su contenido, pues las parábolas confrontan al oyente con el momento de decisión. Éstas ponen al descubierto nuestra condición espiritual y demandan que respondamos con un “sí” o un “no”. Permanecer desinteresados o desentendidos es una imposibilidad.

          El carácter de la historia cambia dramáticamente. Ahora no solamente se nos indica la motivación (compasión) del tercer personaje en la historia (samaritano), sino que con un lujo de detalles oímos todo lo que éste hizo por el hombre medio muerto y abandonado.

          Una vez que dos personajes han pasado por la escena se esperaba, en forma convencional, que el tercero fuera un judío laico. Tanto los que habrían justificado las acciones de los clérigos porque los veían como modelos de santidad, como los que asumieron una actitud anticlerical, esperarían al héroe con que pudieran identificarse. La aparición inesperada del samaritano introduce un elemento de confusión.

          Con este trasfondo de la realidad social del mundo de Jesús, podemos principiar a comprender la impresión que la parábola que aquí nos ocupa tuvo en aquellos para quienes la mera mención de un samaritano evocaban pasiones intensas de resentimiento y de odio. Es incomprensible pensar que Jesús haya escogido a un samaritano en esta parábola con la única intención de presentar un ejemplo a seguir. Un buen judío hubiera sido suficiente. Vista la dinámica entre judíos y samaritanos en el siglo I nos obliga a investigar más a fondo la posible intención de Jesús y el impacto de la parábola en sus oyentes.

          Sea cual sea la conclusión en lo que se refiere a las razones que motivaron a Jesús a contar esta historia, no cabe duda que el personaje principal es el samaritano. Mientras que los otros personajes aparecen brevemente y no se dice nada de lo que los motivó a actuar, las acciones del samaritano se describen con detalle. El texto dice explícitamente que lo que le impele a actuar es que “fue movido a compasión”.

          ¿Cómo sería posible aceptar la validez de una historia que usa como ejemplo de misericordia a un individuo que, de acuerdo con el sistema simbólico del pueblo, es un inmundo?  La relación antagónica entre judíos y samaritanos la vemos en la frase que aparece en el Evangelio de Juan: “Porque judíos y samaritanos no se tratan entre sí”.

          Además de la parábola que estamos analizando donde Jesús dice que el samaritano tuvo “compasión”, en la historia del Hijo Pródigo, cuando el padre ve a su hijo que regresa, “sintió compasión por él”. La parábola de los Dos Deudores expone al siervo a quien el rey compasivo le había perdonado una gran deuda. Indiferente al hecho de que el rey le había tenido compasión luego a su vez exigió violentamente el pago de una deuda pequeña. El rey le dice: “Siervo malvado, toda aquella deuda te perdoné, porque me rogaste. ¿No debías tú también tener compasión de tu con-siervo, como yo tuve compasión de ti?”.

          La inclinación de Jesús por la compasión resulta de su intimidad con la realidad del Espíritu, que era para él algo real, no imaginaria, que percibía como compasivo.

          La compasión no es sólo un elemento de la enseñanza de Jesús ni algo intelectual. Es una política a seguir para ordenar las relaciones humanas.

          La compasión es un sentimiento, que no tiene validez, sino hasta que se convierte en un modo de ser. El sentir compasión recibe su completa expresión en el ser compasivo, identificarse con el dolor físico, espiritual, económico y político del prójimo e intervenir para erradicarlo. La verdadera compasión siempre se manifiesta en hechos compasivos.

          Los evangelios frecuentemente describen escenarios en los que Jesús expresaba su compasión haciendo obras extraordinarias, especialmente de sanación. Jesús cura a enfermos a veces por medio de su palabra, y en otras ocasiones con actos físicos.

La introducción del samaritano compasivo en la parábola, a la luz de la cultura dominante y el momento histórico, no ilustra sólo un acto de buena voluntad, sino que desafía todos los prejuicios étnicos, sociales, culturales y religiosos, e indica qué clase de mundo sería éste si el Dios compasivo reinara en lugar del Cesar o las jerarquías eclesiásticas.

          Compasión es un término que viene del latín y que literalmente quiere decir “sentir con”. En esta parábola se usa para expresar el hecho de que el samaritano siente en sus entrañas el dolor del hombre despojado y abandonado en el camino.

          En la parábola las acciones del sacerdote, del levita y del samaritano se describen en forma progresiva. El sacerdote ve al hombre herido a distancia y pasa de largo. El levita se acerca pero no interviene. El samaritano se acerca y movido a compasión rescata al herido de los elementos y de la muerte. El samaritano es compasivo.

          Vemos en este estudio que Jesús desafió la política de la santidad con su conducta gobernada por la compasión. Cuando la santidad determinaba con quién uno podía sentarse a la mesa, y con quién no, Jesús estableció la práctica de la mesa abierta. Se sentó no sólo con los fariseos, sino también con los publicanos y los pecadores.

          Esta práctica demostró lo que significa el perdón de los pecados. Aceptó en su círculo a mujeres que ocupaban un lugar secundario en la sociedad; y al declarar todas las comidas limpias, dijo: “No lo que entra en la boca contamina al hombre; mas lo que sale de la boca contamina al hombre  . . . Lo que sale de la boca, del corazón sale; y esto contamina al hombre”.

          Con la parábola del samaritano Jesús reta las nociones que sus oyentes tenían con referencia a los samaritanos, pues la historia habla de algo que para ellos no existía: “un buen samaritano”. Jesús desafía a los judíos que vivían de acuerdo con la política de santidad a responder a la presencia del “buen” samaritano en la historia.

          La parábola ilustra una de las características del reino de Dios. Un reino que requiere la renuncia de todo aquello que nos separa a los unos de los otros y a crear una sociedad igualitaria. Una sociedad que muestra la compasión divina y nos inclina a ser compasivos.

F I N

 

 

 

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