ALCORAC

SALVADOR NAVARRO                            h

Dirigida a la Escuela de:

                    Mallorca

                                                                                  

                                                                                   Circular nº 11 , año IX

                                                                                   Bunyola, 1º de Noviembre de 2.003.

           PABLO DE TARSO .-

Sería final de otoño del año 45, cuando los tres misioneros del Evangelio, Pablo, Bernabé y Juan Marcos, se dirigieron hacia una región del Asia Menor, llamada en ese tiempo Panfilia.

            En Chipre estaba lanzada la simiente del Evangelio, incluso en la residencia del procónsul romano.

            Ansiaba el espíritu de Pablo horizontes más amplios, centros más populosos y de mayores posibilidades apostólicas.

            ¿Alejandría? ¿Por qué no pidió ese importantísimo puerto de Egipto? Tal vez por no romper su divisa apostólica de “no cultivar terreno por otros preparado”. Alejandría había sido trabajada por otros pioneros de la nueva doctrina. Cuando Aquila y Prisca, en Efeso, comenzaron a instruir en la teología al erudito Apolo, ya se encontraron con una base de conocimiento religioso. ¿Quién administraba en Alejandría esa enseñanza? . . .

            Decidió, pues, el modesto grupo seguir hacia el noroeste del país. Embarcaron en un velero con destino a Atalia (hoy Adalia), modesta ciudad. Una empalizada de rígidos bastiones defendía la ciudad de los asaltos de piratas, numerosos en aquel tiempo. Amparados por las largas murallas, se divisaba por el blanco caserío, hermosos bosques de naranjos y limoneros.

            No demoraron los viandantes en tan pequeño centro. Así que encontraron una barquilla, subieron a fuerza de remos el río de aguas barrosas y en pocas horas alcanzaron la ciudad de Perge.

            Esperaba al joven Juan Marcos que Paulo y Bernabé se demorasen en esta ciudad y desde allí regresan al Sur. Pero cuando vio que los dos se disponían a subir a las montañas, además de internarse por las siniestras quebradas y gargantas del Taurus, protestó con vehemencia e hizo ver a su tío Bernabé que no estaba dispuesto a acompañarlos. ¿Qué hacer en aquellas montañas sin sinagoga? ¿Sin caminos ni puentes? ¿Andar entre peñascos? ¿Bordear precipicios y exponerse al puñal traicionero de bandidos y salteadores?

            El joven no comprendía la loca temeridad del aventurero de Tarso que arrastraba consigo al bondadoso Bernabé.

            Se trabó un violento conflicto de ideas. Pablo, siempre inflexible, quería pregonar el Evangelio a los pueblos bárbaros que habitaban aquellas regiones silvestres y casi inexploradas. Nada era capaz de moverle de ese intento. Y, si necesario fuese, proseguiría solo.

            Bernabé se vio frente a un doloroso dilema: o abandonar la expedición apostólica o separarse de su sobrino. Optó por la segunda alternativa. Con el corazón abrumado, se despidió de Juan Marcos, el cual aprovechó el primer navío para regresar a Cesárea, su tierra natal.

            Pablo estaba escandalizado. Consideraba el procedimiento del joven discípulo una deserción cobarde. Posiblemente, acudió a su memoria aquella sentencia del Maestro: “Nadie que tome el arado y mire hacia atrás es digno del reino de Dios”. Todavía, años más tarde, se negó Pablo a readmitir al desertor en su compañía, no por espíritu de rencor o venganza, sino por juzgarlo de carácter voluble e inconstante, de menguada iniciativa y, por tanto, no “idóneo para el reino de Dios”.

Para Pablo sólo existe un tipo de cristiano: el cristiano integral, sin tergiversaciones ni compromisos con el mundo, la naturaleza o la sociedad.

            Entretanto, es posible que otros motivos más profundos hayan actuado sobre la decisión de Juan Marcos. De lo contrario, el fino psicólogo y comedido escritor Lucas probablemente ni habría mencionado este incidente. El joven hijo de María Marcos se iba convenciendo cada vez más de que el genio impetuoso de Pablo acabaría por separar de la sinagoga a la naciente iglesia del Nazareno y él, adolescente, era demasiado judío para tolerar semejante divorcio. Intérprete helénico de Simón Pedro, era llamado por él “mi hijo Marcos”, de dejaba de ser un buen cristiano, pero no comprendía la mentalidad de Pablo, que sólo hablaba del Cristo, como si Moisés nunca hubiera existido y llegaba al punto de dispensar a los neófitos éticos cristianos de los preceptos tradicionales de la sinagoga.

            Ya en este tiempo comienza el gran problema de la vida de Pablo, al proyectar sombras fatídicas sobre los caminos del solitario e incomprendido luchador, problemas que más tarde lo llevaría dolorosamente a conflictos, obligándole a romper delicados vínculos amistosos.

            Una gran misión incluye siempre un gran sufrimiento. Los insignes conductores de la humanidad no dejan de ser mártires de su vocación. Después del Hombre-Dios, tal vez ningún mortal haya sufrido tanto por la defensa y triunfo de sus convicciones como el héroe de Tarso. Sabe que la “palabra de Dios no está atada”; sabe que ella es más “aguda que una espada de dos filos”; está dispuesto a defender la “libertad del Evangelio”, desde las puertas de Damasco hasta el Capitolio de Roma; pero sabe también que no será comprendidas sus ideas por un mundo profano y una mediocre sociedad.

            Pablo no conoce el resentimiento personal. Todos sus actos vienen pautados por dictámenes superiores de razón y fe. Por eso, viendo más tarde en Juan Marcos un genuino apóstol, lo acepta como colaborador durante su largo cautiverio en Roma.

Prosiguen los dos viajeros su penosa jornada, cruzando la Panfilia en busca del extenso planalto de Pisidia. Como nuevos conquistadores de tierras vírgenes, orillan precipicios, salvan abismos, escalan peñascos y se deslizan por riscos y rocas, cruzando bosques y comiendo aquello que la naturaleza les depara, durmiendo en cuevas y bajo la frondosidad de los árboles.

            Pablo y Bernabé son hombres genuinos, empujados por la extraña fascinación de arriesgadas aventuras; hombres con bastante alma para extasiarse ante la grandiosidad de aquella naturaleza virgen. En el centro de sus pensamientos, estaba siempre la maravillosa realidad de la historia: Jesús el Cristo, el Verbo hecho carne lleno de gracia y verdad..

¿Alrededor de qué asunto girarían sus coloquios, cuando pasaban las noches reclinados en alguna caverna, tenuemente iluminada por la llama de una lámpara de aceite? . . .

            Después de roer una costra de pan duro y unas aceitunas o dátiles, se adormecían por la fatiga. ¿Con qué estarían soñando? . . .

            Las ciudades de Pisídia se encuentran casi todas situadas a notable altitud: Antioquía está a 1.200 metros; Iconio a 1.027, Listra a 1.230, etc.

            Tres días orillaron al curso del río Cestros, cortado por pequeñas cascadas, hasta alcanzar la gran llanura. ¡Sabe Dios cuántas veces se arrojarían a las aguas caudalosas para alcanzar la otra orilla! Otras veces conseguirían pasar el torrente, inmersos hasta el pecho y arrastrando tras de sí, sobre algún pedazo de tronco seco, sus pocas existencias de ropa y comida.

            Es cierto que más de una vez, fueron atacados por salteadores; pero así que los bandidos comprobaban que tenían ante sí un par de mendigos sin dinero ni joyas, los dejaban en paz y volvían a emboscarse a la espera de alguna caravana de ricos negociantes.

            De vez en cuando, les deparaba la suerte de un albergue o una hospedería de camelleros y entonces ardía el corazón de Pablo para hablar del Cristo.

            Puede causar extrañeza que, en la Epístolas de Pablo, sean tan escasas, relativamente, las imágenes y comparaciones extraídas de la naturaleza; del cielo, del mar, de la flora y fauna, de lagos y montañas, de animales y aves. El genio paulino es así. Prefiere buscar símbolos ilustrativos en la vida humana, en lides domésticas, en el bullicio de la sociedad, en la plaza, en el mercado, en cuarteles militares, en la arena de los juegos, en la historia de Israel, en el drama secular del paganismo. Su mirada es introspectiva, su alma está completamente absorta por las grandes realidades espirituales que, como montañas macizas, se levantan en su interior. Para Pablo, la naturaleza circundante no pasa de ser un “espejo” y un “enigma” de las cosas sobrenaturales y divinas.

            Entretanto, recurre varias veces a la piedra, la roca, como término de comparación. Yahvé es una  “roca”, Cristo es la “piedra espiritual” donde brotan aguas vivas. Es  frecuente encontrar en las montañas de Pisidia, a la orilla del camino, un jarro de agua cristalina, para una hora de meditación al amanecer.

            Con intenso júbilo avistaron, al cuarto o quinto día de peregrinación, en el fondo del valle, el espejo plácido de un lago extendiéndose, hoy llamado por los nativos Egedir-Goel.

            Un día más de dura caminata y las gastadas sandalias de los dos exploradores evangélicos, pisan las calles tortuosas de Antioquía, término interino de su jornada.

La Pisidia, en otro tiempo dominio del rey Amintas, formaba en la actualidad la parte meridional de una provincia romana llamada Galacia. Sus habitantes, los gálatas, eran un pueblo de raza celta, que emigraron y se afincaron en las playas de Asia. Con ellos se mezclaron el elemento israelita y veteranos de las milicias romanas que el emperador Claudio, para reprimir las incesantes invasiones de piratas, lanzara en tales regiones agrestes.

            Venían los dos apóstoles a la ciudad entregada a la idolatría. Sobre todo, era venerado el dios Men, que los romanos apellidaban Lunus. No era desconocida la diosa Cibeles de Frigia.

Para las miradas volubles de los gálatas, en medio de la pillería chistosa de los helenos y el displicente silencio de los legionarios del Cesar, atravesaron los dos predicadores las calles y plazas de la ciudad, a la búsqueda de la casa de algún tejedor donde poder estudiar un plan de conquista espiritual.

            Esta fue la regla general de Pablo: procurar hospedaje en casa de un colega de profesión o de una familia de operarios, donde poder ejercer su oficio, a fin de ganar lo necesario para el sustento material. En teoría, defiende con toda insistencia el principio de que el operario evangélico tiene el derecho de ser sustentado por los fieles; pues, quien de gracia da el alimento espiritual, de gracia puede recibir el alimento material. En la práctica, por regla general, no acepta sustento de su rebaño; hace cuestión de honor “no ser pesado a nadie”  a fin de no “desvirtuar el Evangelio del Cristo”. Prefiere trabajar hasta altas horas de la noche y caer exhausto sobre el pelo de cabra a hacer dejación de la “gloria” de anunciar a todos gratuitamente la buena nueva de la redención.

            “Todo me es lícito”, escribe él, “pero no todo conviene”.  Era lícito, justo y lógico, pedir o aceptar el sustento de parte de los fieles, pero no convenía a la causa del Evangelio y la libertad apostólica. De lo contrario, el pastor sería dependiente de su rebaño y no podría proponer con la misma simplicidad las grandes verdades del Evangelio, no siempre agradable a la inercia y materialismo de los hombres.

            Si, en épocas posteriores, los hombres hicieron prevalecer lo lícito sobre lo conveniente, ¿habría sido esto un progreso o un regreso en el camino de los ideales del Cristianismo?

            Jamás habría la Iglesia presenciado períodos de lamentable decadencia, si sus apóstoles hubiesen cursado y aprovechado la escuela del tejedor de Tarso, del apóstol-operario de Efeso y Corinto, del místico trabajador de Filipos y Tesalónica, del teólogo-artífice de Roma y Atenas. Aquellos groseros tejidos, que el tejedor vendía en la plaza pública, después de una noche llena de trabajos y vacía de sueño, desprendían un perfume más suave que las delicadas lociones con que, tal vez, algún “apóstol” moderno procuran perfumar sus aristocráticas manos vírgenes de todo trabajo.

            Un hombre que se duerme de fatiga en una choza, sobre un montón de pelo de cabra y se despierta al pie del telar, a fin de reiniciar su prédica gratuita del Evangelio y continuar en la próxima noche su labor manual, es la apología viva de la verdad y belleza del Cristianismo. Ese hombre prueba mejor el origen divino de la Iglesia que el más fecundo orador sacro o el más genial escritor que, entre la comodidad de su gabinete, elabora un escolástico trabajo o demuestra con impecables silogismos que el sacerdote es un “alter Christos . . .”

            El mundo de hoy no cree en palabras; sólo en realidades . . .

Continuará en la Circular de Diciembre de 2.003.

          Historia de la filosofía.-

          Hay en cada movimiento religioso dos tendencias, dice Bergson:1) la de la tradición; y 2) la de la evolución. Aquella es conservadora y ésta es progresista, futurista. La perfección consiste en armonizar esas dos tendencias: guardar lo que se tiene e ir más allá. El hombre común es más tradicionalista que evolucionista, porque las conquistas del pasado se le figuran como base más sólida y segura que las visiones del futuro. Para el vidente, el místico, está claro que las visiones del futuro son tan sólidas y amplias que los hechos del pasado.

El revolucionario destruye la base del pasado en beneficio de las visiones del futuro; como el tradicionalista combate éstas a favor de aquellas; el verdadero vidente o místico, esto es, el hombre integralmente religioso, guarda las conquistas sólidas del pasado, pero va más allá de esa base y extiéndelas manos hacia realidades futuras, que percibe claramente alguna que otra vez, aunque no pueda dar a otros la misma seguridad que él posee.

Podríamos decir que la tradición sin evolución es una especie de “arteriosclerosis”, mientras que la evolución sin tradición es comparable a una “hemorragia”; dos males capaces de matar la religión. Sólo la unión entre tradición y evolución es “salud” estable.

          Dice Bergson que la tradición favorece la “cohesión y unidad” religiosa, crea solidaridad y centralización, aunque sacrifique la “libertad”. La evolución garantiza la libertad, pero no es raro que destruya la unidad y estabilidad de la religión.

          Pero donde existe síntesis entre tradición y evolución, allí reina tanto la “unidad” como la”libertad”, con la diferencia de que esa unidad no es mecánica y geométrica, sino orgánica y vital. Un triángulo o un círculo posee rigurosa unidad geométrica, pero una planta posee unidad orgánica, porque la variedad de sus partes no destruye la unidad de su Todo.

          Unidad “rígida” es de la tradición sin evolución (parcial).

          Unidad “elástica” es de la evolución unida a la tradición (totalidad).

          El parcialista conoce a Dios o por el “intelecto” o por la “fe”; mientras que el totalista conoce a Dios por la “experiencia”. Del conocimiento por el intelecto y la fe hay regreso a su contrario; del conocimiento por la experiencia no hay regresión. Hay apostasía de la ciencia y la fe; pero no hay apostasía de la sapiencia, porque aquellas son un camino, mientras que ésta es una llegada, un final. En el cielo no hay intelectuales ni creyentes; hay sólo sapientes, esto es, seres que conocen a Dios por experiencia inmediata, intuitiva, vital, razón porque, aunque libres, no pueden separarse de Dios por el pecado; pues pecado es ignorancia y error, incompatible con el estado de sapiencia en que se encuentran esos seres.

          Los sacerdotes promueven la “tradición unilateral” (parcialismo).

          Los profetas promueven la “evolución omnilateral” (totalidad).

          En tiempos de paz el hombre prefiere ser tradicionalista, dogmático, porque es la voz de la inercia y del menor esfuerzo moral, por cuanto es cómodo aceptar una religión estática, debidamente cristalizada en formas concretas; pero en períodos de crisis espiritual y calamidades, el hombre en general, no se contenta con esas fórmulas fabricadas; tiene la imperiosa necesidad de tener una experiencia directa y personal de Dios, porque sólo ese contacto con el Infinito promete y garantiza al hombre suficiente fuerza para salir victorioso de la crisis y calamidad interior en que se halla empecinado. En tiempo de crisis, todo hombre se torna o un místico o un apóstata. No es posible mantener una mediocridad estática, sino que es necesario pasar a una superioridad dinámica o perderse definitivamente.

          Así se explica por qué los tres primeros siglos del Cristianismo es la edad de oro de la mística espontánea, tiempo en que los discípulos de Jesús vivían de la inmediata experiencia de Dios, sin saber nada de tesis, teorías e hipótesis teológicas sobre Dios. Nadie se enfrenta con leones en un coliseo, nadie sube a la hoguera para ser quemado vivo, nadie se extiende sobre la rueda de suplicio para ser martirizado, sólo porque ha estudiado una tesis teológica sobre la Santísima Trinidad o porque hizo una brillante tesis sobre el texto “Tú eres Pedro . . .” Toda la mística es irracional desde el punto de vista del intelecto analítico, aunque esa aparente irracionalidad sea, de hecho, una plena racionalidad. La mística es tan racional (espiritual) que la penumbra del intelecto, esa media luz de la razón parece oscuridad, así como una luz de alta potencia actúa como tinieblas sobre nuestro órgano visual o como lo supersónico es para nuestro oído ausencia de sonido, silencio.

          Desde los tiempos de la experiencia de Pentecostés hasta ahora, el hombre conoce o cree cosas “sobre” Dios; desde antes de Pentecostés, el hombre sabe “a” Dios. Solamente ese saber o saborear a Dios es lo que da invencible coraje, entusiasmo y pasión por el reino de Dios.

          En cuanto el sujeto se “identifica” con el objeto, si él “es” el objeto y “vive” esa completa identidad con el objeto, “es” cuando puede realmente “saber” lo que el objeto es. Saber es saborear y este acto supone identificación entre el sujeto y el objeto.

          He aquí un ejemplo de Bergson:

          “Estoy sentado a la orilla del mar: Yo y el agua. 1) Puedo “pensar” algo sobre el agua; a) que es H2.O, b) que es salada, c) que tiene cierta temperatura, d) que es líquida; pero ninguno de esos procesos de conocimiento me hace “conocer” el agua en su íntima realidad; no puedo pensar en la esencia del agua, sólo pienso sobre sus apariencias existenciales. 2) Puedo “sentir” el agua: a) si entro en ella con los pies, las manos o con el cuerpo, tomando un baño, b) si la bebo; pero ni aún así yo “sé” de hecho lo que es el agua y 3) Si yo, sin embargo, pudiese derretirme y desintegrarme totalmente y luego volver a reintegrarme en forma de agua, esto es, si yo, el sujeto, me transmutase por completo en agua, el objeto, yo “sabría” lo que el agua es en su realidad íntima y esencial; porque, en último análisis, sólo “sé” lo que “soy” y no lo que pienso intelectualmente o siento físicamente.

          “Saber es ser”.

          Quien no es su objeto no lo conoce.

          Ahora, esa identificación del “Yo humano” con el “Tú divino” es la que nos hace saber realmente: a) lo que es ese Yo, b) lo que es Dios: que Dios es la Realidad absoluta y única y que el Yo es una de sus manifestaciones y nada más. No hay en el Yo una nueva realidad adicional que antes de ese Yo no haya existido; hay sólo una nueva individualidad, una nueva existencia de la eterna y única esencia o Realidad: Dios. En el pequeño Yo la consciencia de la Realidad aparece limitada, mientras que en Dios esa consciencia no tiene límites.

          ¡Sé lo que soy!

          Pero como el “actuar” sigue invariablemente al “ser”, está claro que, sabiendo lo que soy, actuaré naturalmente según aquello que soy y que sé. En otras palabras: mi “ética” (actuar) será sintonizada por mi “metafísica” o “antología” (ser). La naturaleza de mi ser será la señal de identidad de mi vida ética.

Quien se identifica con su “pensar” o su “sentir” (intelecto o sentidos) se divorcia de su verdadero ser, tomando el falso ser por el real, por cuanto el pensar y el sentir son sólo apenas “procesos periféricos y transitorios” del verdadero ser “central y eterno”.

          Sirviéndonos de la narración simbólica del Génesis, podemos decir:

1)    En el paraíso terrenal (naturaleza inconsciente) vivía el hombre en el plano ínfimo del simple “sentir” (especie de sueño profundo sin sueños); no pensaba en nada.

2)    Cuando comió el “fruto del árbol del conocimiento” (Intelecto), entró en el reinado de la “serpiente”, símbolo del intelecto, y comenzó a “pensar”, inmerso en un cómo sueño poblado de sueños, que no revelaban la realidad, pero era como espejismos de la misma.

3)    Cuando el hombre “aplaste la cabeza de la serpiente”, es decir, cuando vaya más allá del proceso intelectual del pensamiento analítico, en que vive todavía, intuirá la realidad en sí misma, tendrá un “saber” directo e inmediato de la esencia y verdadera naturaleza de sí mismo, de Dios y del mundo entero; despertará del largo sueño sin sueños, de los sentidos y también del sueño poblado de sueños de la inteligencia y abrirá los ojos para el gran amanecer de la perfecta vigilia, que es el mundo de la verdad sin velos.

En la culminación de la Realidad, coinciden en perfecta identidad la Racionalidad y la Mística que, por entre las penumbras de las bajadas, parecen antagónicas e irreconciliables.

 

               Dios que es la eterna “Razón” (el Logos), es también el “Amor” infinito; es el hombre que alcanzó la cúspide de la racionalidad y culminó en el vértice del amor.

          “El amor es la más alta racionalidad”.

Continúa en la Circular de Diciembre.


          LA SABIDURÍA ANTIGUA.-

          El espiritualismo enseña que hasta ese espacio ampliado de Einstein o Wheeler, constituye sólo la expresión exterior del Espacio Universal de la metafísica. Ya el misticismo había expresado que el espacio posee más de cuatro dimensiones y se refiere a él como teniendo “siete pieles” y, además, sin dimensiones.

          Este espacio abstracto, al simbolizar al Uno Absoluto, es inmutable. Todas las explosiones violentas de estrellas que nacen y mueren, de la vida que surge y declina, de pasiones, tragedias y éxtasis humanos, en modo alguno afecta este fundamento inmutable. Diferente del espacio de Einstein, el Espacio Universal es “inmóvil en su abstracción y no está influenciado por la presencia o ausencia en él de un universo objetivo”. Es intemporal. Épocas de la historia, vidas individuales, planetas, estrellas, galaxias, vienen y van, mientras que el Espacio Abstracto Absoluto permanece para siempre. Representa el “vacío ilimitado” que todo lo contiene, esté o no manifestado. En este sentido es vacuidad ilimitada y eterna.

          No obstante, el Espacio Universal no es sólo el recipiente: es el generador de toda manifestación. Ya hemos hablado de las partículas que pueden surgir de un campo fundamental. El espiritualismo enseña que toda manifestación emerge del Espacio aparentemente vacío, como la espuma del agua. Incontables universos se suceden sin agotar su infinito potencial. Este Espacio también constituye la plenitud condicionada, pues en él reside la potencia de todo lo que es o será. En este sentido, puede ser identificado con la Consciencia indiferenciada, conforme analizaremos más adelante, cuando trate de la polaridad. En el concepto espiritualista el Espacio, Fuente Divina de toda la existencia, se encuentra eternamente subyacente al nacimiento o desaparición de los mundos, siendo fundamento estable que sustenta aquello que es transitorio. Una autoridad en mitología, Campbell, podría estar refiriéndose a este concepto del Espacio, cuando escribe:

          “La doctrina universal enseña que todas las estructuras visibles del mundo (todas las cosas y seres), son los efectos de un poder omnipresente del cual surgen, que las sustenta y alimenta durante el período de su manifestación y, en el cual, finalmente tendrá que disolverse”.

          A pesar de las innumerables facetas que el espacio muestra, no existen espacios distintos. Toda nuestra experiencia está impregnada por la dimensión del Espacio Universal, llamado el Gran Espacio. El espacio temporal común que experimentamos constituye una expresión del vasto principio cósmico que hay en nuestro corazón. Generalmente, no nos damos cuenta de esta infinitud porque nuestro enfoque está dirigido hacia una perspectiva más estrecha, pero podemos aprender a ampliar el horizonte de nuestra visión.

          La meditación puede expandir nuestra mente, de modo que, en cierto sentido, el Gran Espacio pasa a ser una realidad para nosotros. El cielo, una gran expansión del vacío, es un símbolo natural del Espacio. Mirando al cielo en una noche límpida, captamos algo de inmensidad e infinitud del Espacio. La vastedad visible del cielo que vislumbramos nos transmite un mensaje de algo que está más allá, algo aún más vasto, un continuo interminable que se extiende eternamente, mucho más allá de cualquier galaxia visible.

          Al contemplar el Espacio durante una meditación, es posible captar este sentimiento de expansión. En nuestra imaginación, podemos proyectarnos, bucear en esa inmensidad. Si luego retornamos al espacio que nos es familiar, tal como sala, casa, patio, calles, podemos comprender que, aunque formando espacios fragmentados, aún así son están constituidos por la inmensidad del Gran Espacio. Aunque aparentemente confinados, de ningún modo están separados de aquél continuo no-fragmentado, sin fronteras.

          Podemos también entrenarnos para no volver a mirar los contornos superficiales de los objetos que los distinguen en su forma concreta. Podemos pensar en los espacios dentro de los objetos, en sus vacíos, los espacios entre las partículas que también forman parte del Espacio. La diferente separación entre los objetos y su fundamento se disolverá y veremos que el Espacio penetra en todas partes a través de todo lo que existe. En formas que acompañan este razonamiento, podemos cultivar la consciencia del Espacio, y aprender a verlo siempre a nuestro alrededor y dentro de nosotros. Entonces, el Gran Espacio, no será más una abstracción distanciada de nuestras vidas, sino que pasa a ser una realidad que nos envuelve y sustenta en todos los momentos de nuestra vida.

          El Movimiento es inevitable. Hacia donde quiera miremos, en cualquier nivel de la existencia, nada podemos encontrar que esté paralizado o en reposo. En el mundo natural, el crecimiento imperceptible de los árboles y la gradual decadencia de las rocas constituyen movimientos, así como el temblor por el viento de las hojas de los árboles. La caída de la nieve o el alegre palmear de unas manos infantiles. Nuestros procesos internos también fluyen continuamente. El corazón bombea sangre interminablemente hasta nuestras células, que están en constante actividad, absorbiendo nutrientes y expeliendo materia residual, dividiéndose y auto-reproduciéndose. Los materiales de todos nuestros tejidos están en constante cambio, algunos con espectaculares tasas de crecimiento o de renovación. También nuestros pensamientos y sentimientos se están moviendo y modificando constantemente, como poder ver claramente cuando procuramos aquietar nuestra mente en la meditación.

          El mundo astronómico es mucho más dramático en su actividad continua, frecuentemente impetuosa. Aunque nuestro planeta se mueve aceleradamente alrededor del Sol y éste se mueve a través de nuestra galaxia, todos los cuerpos celestes cruzan el espacio a velocidad increible.

          Estrellas, incluyendo nuestro Sol, continuamente dan origen a inmensas explosiones de energía atómica a partir del núcleo de sus átomos. Galaxias de rayos X tan calientes que disuelven núcleos atómicos, emiten radiaciones de intensa energía, algunas liberando billones de veces más energía que nuestro Sol. Que percibamos o no el mundo a nuestro alrededor, la realidad es que estamos permanentemente en un estado de movimiento constante, agitado o reprimido, que continuará para siempre.

          Durante millares de años la filosofía oriental sabía que el movimiento constituye la esencia de la existencia. Desde ese punto de vista, se expresa un sabio pensador de la India: “Nada existe que sea totalmente estable, nada que sea realmente permanente en todo el universo manifestado, que no es nada más que un conjunto de “acontecimientos” que suceden de forma interminable y todo en él se mueve y modifica continuamente”.

          El cambio es un axioma fundamental del espiritualismo. El movimiento es eterno. Se establece una distinción y, al mismo tiempo una conexión, entre el Movimiento abstracto como principio eterno y el movimiento que conocemos en la Naturaleza. La Existencia metafísica Una y Absoluta o Realidad, está simbolizada de dos formas: Espacio abstracto absoluto y Movimiento abstracto absoluto, llamado el Gran Aliento. El Movimiento abstracto es trascendente, constituyendo un aspecto del Uno, no siendo diferente de la Fuente trascendental subyacente a todo. “Movimiento intracósmico”, eterno e incesante, comparado con el “movimiento cósmico” aquello que está sujeto a percepción y, por tanto, finito y periódico. Como una abstracción eterna el Movimiento es Siempre-Presente, como una manifestación, es finito. Como sucede con el espacio, esta contraparte de movimiento constituye la Fuente de todos los movimientos que experimentamos y que la ciencia investiga. Así, el espiritualismo nota las variedades del movimiento en la naturaleza como expresiones y variaciones de un ritmo. Los incesantes cambios del mundo que nos rodea y dentro de nosotros, derivan su energía de la eterna pulsación cósmica de la Fuente Trascendente.

          Poco puedo decir del Gran Aliento, “aquello que es y, al mismo tiempo, no es”, que apenas puedo caracterizar como existencia absoluta, pero que no podemos visualizar en nuestra imaginación bajo una forma de existencia que pudiésemos distinguir. La Realidad está más allá del alcance del pensamiento humano. No obstante, la ciencia y el espiritualismo mucho tienen que decir sobre el movimiento incesante en el universo y están de acuerdo con respecto a algunos puntos esenciales.

          Hablando de movimientos en el mundo material conocido, los espiritualistas declaran que “es una ley fundamental del Ocultismo que no haya reposo o cesación de movimiento en la Naturaleza. Desde el punto de vista de la física moderna se declara que “la materia jamás está inerte, sino siempre en un estado de movimiento”.  Einstein también reconoció que vivimos en un universo dinámico, en el cual todo está en constante movimiento. "Un universo en el cual todo tuviese una tendencia a detener su propio movimiento, en breve sería un universo muerto, carente de vida o de cualquier otra actividad. Pero las investigaciones científicas muestran que en las cosas infinitamente pequeñas, como también en las cosas infinitamente grandes, todo es movimiento . . . no encontramos nada en reposo.

          Siendo así, dice Einstein, realmente el movimiento deberá ser considerado como condición natural y real de la materia, un estado de cosas que no requiere explicación de nuestra parte, ya que nace de la propia constitución del universo. Es la propia esencia de la existencia”.

El espiritualismo está de acuerdo con la física en que el movimiento no es impuesto por cualquier fuerza externa, como se suponía por Newton, sino que constituye una característica de la propia materia. En cuanto Capra, defiende la posición de que “las fuerzas responsables del movimiento no están fuera de los objetos, sino que forman parte intrínseca de la materia”. El movimiento es una forma de existencia que fluye necesariamente de la propia esencia de la materia. La física y el espiritualismo están de acuerdo en que el movimiento está integrado en la propia estructura fundamental del universo, en los átomos que constituyen su base. No puede haber mundo material sin movimiento.

Desde el punto de vista de la metafísica espiritual, el movimiento constituye no sólo la característica esencial de todas las cosas materiales, sino que representa la base de infinitas formas de energía en el mundo. El movimiento puede ser considerado como la fuente primaria de la que nace un número de diferentes formas de energía, como la luz blanca es la fuente de los colores del arco iris.

          “Una vez que el movimiento está omnipresente en toda la existencia, siendo inconcebible el reposo absoluto bajo cualquier forma de máscara que el movimiento pueda mostrar, sea como luz, calor, magnetismo, afinidad química o electricidad, todos estos deben ser fases de una única y misma Fuerza universal omnipotente que simplemente llamamos Vida o Ley.

La búsqueda en la física moderna de un campo unificado que una la gravedad, todas las fuerzas electromagnéticas y la energía nuclear, sugiere que los científicos, desde Einstein, dan crédito a este concepto de una Fuerza unificada, conforme establece la filosofía espiritualista.

          Como se ha dicho antes, no es sólo el mundo de los átomos y partículas subatómicas lo que está en constante movimiento. Objetos, vidas y seres en todos los niveles, siempre están en movimiento, cambiando. Dice Capra: “El cosmos es visto como una realidad unificada siempre en movimiento”. Es el movimiento con sus resultantes, tales como conflictos, equilibrios, correlaciones y otros, a lo que se debe la infinita variedad de la existencia.

          Son innumerables los ciclos en toda la Naturaleza basados en movimientos pulsantes y rítmicos subyacente a todo. La imagen del movimiento eterno, que está en los ciclos, es el Gran Aliento, el Aliento de la Existencia Unica, siendo el movimiento su equivalente en el plano material. En la Naturaleza, los ritmos y ciclos son periódicos, van y vienen, pero el Movimiento es eterno en lo inmanifestado. Así surge un cuadro de una pulsación perenne, eterna, en el escenario inmaterial, con relación a la cual resuena múltiples ritmos y pulsaciones en el mundo: la “eterna pulsación, el arquetipo de todos los ritmos en el Universo”.

          Vemos reflejos de esta pulsación universal en ritmos terrenales, tal como el del limo que crece en los bosques. El protoplasma de esta simple forma de vida no está dentro de las células, sino que fluye libremente en pulsaciones rítmicas, en vaivén, de modo siempre repetido, en un latido regular. Otro reflejo de este tipo de pulsación universal se observa en el desarrollo de un embrión. Hay grabaciones que muestran una pulsación en el área torácica de un ser embrionario, mucho antes de la formación del corazón. Toda la respiración, las pulsaciones, ritmos y movimientos del mundo natural en la Tierra o en los espacios siderales, constituyen variaciones de la misma pulsación universal que les da origen. Así, el pensamiento espiritualista investiga el movimiento universal hasta sus profundidades en la Realidad espiritual, que no es mecanicista ni está muerta, pero sí la Vida Única, pulsando continuamente a través de todo el tiempo y espacio.

          El movimiento reflejado de esta pulsación cósmica interna puede variar de intensidad en diferentes ocasiones, en la medida que los universos y ciclos atraviesan sus variadas fases.

          De acuerdo con el espiritualismo, los universos se forman y desaparecen, pero el movimiento pulsante del Uno nunca se paraliza, ni aun durante los intervalos en que nada está manifestado, ni objetos ni universo material, sino la Vida homogénea en las tinieblas y el silencio. Es imposible imaginar el movimiento y ritmo en un estado de inercia absoluta, sin nada que se mueva. Con todo, el Aliento Eterno continúa. Es como un flujo sin ondas, como puede ocurrir en el mar. Cuando nacen los universos, el flujo sigue adelante, pero ahora en corrientes, dando origen a todo tipo de remolinos, ondulaciones y ondas, que son objetos diversificados.

La música de los templos del Tíbet es ejemplo de relación entre uno y múltiples ritmos. La larga trompeta es soplada continuamente y el sonido profundo reproduce un Om ininterrumpido. Los sonidos de diferentes instrumentos se elevan por encima de éste y se expresan a través de diferentes melodías, ritmos y configuraciones de sonidos para, finalmente, retornar al Om inmortal.

          También, en nosotros, se producen contracorrientes, pero raramente armonizadas como en la música. Gran parte del tiempo podemos sentirnos intranquilos, desconcertados y dispersos, como si varios ritmos en conflicto estuviesen actuando dentro de nosotros. En otras ocasiones, particularmente si meditamos, la turbulencia cede y las aguas de nuestra psiquis se calman. Tal tranquilidad puede nacer de la práctica yogui de ser conscientes de nuestra respiración o de escuchar los ritmos internos, como el latido del corazón o cantando el Om. Los momentos de gran tranquilidad, cuando el aliento es profundo y lento, el sonido del Om se disipa y algunas personas que meditan relatan la sensación de un pulsar interno lento y continuo, que no es un ritmo corporal, sino una silenciosa y serena pulsación que vienen de un nivel profundo de la consciencia. Como la batuta de un director que unifica los instrumentos de la orquesta, esa pulsación básica puede armonizar todos los niveles de nuestro ser en un flujo sincronizado. Tal experiencia meditativa puede ayudar a comprender el proceso cósmico, durante el cual un único ritmo fundamental está manifiesto, dando origen a los innumerables ritmos diferentes en el mundo.

Continuará en la Circular de Diciembre.

 

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