ALCORAC

SALVADOR NAVARRO ZAMORANO

 

 

Dirigida a la Escuela de:

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                                                                                  Circular nº 2  , año XVI

                                                                                  Bunyola, 1º   de Febrero  de 2.010.

AGUSTIN DE HIPONA.

Más tarde, cuando en el alma del pequeño númida despertó el patriotismo afro-latino, gustaba tomar parte en ciertos juegos y certámenes que los niños de Tagaste y otras ciudades cercanas organizaba, jugando a romanos y cartagineses, griegos y troyanos, de Aníbal y de Escipción, de Aquiles y Héctor y otros. Muchos de esos entretenimientos eran brutales, y no era raro degeneraran en verdaderas peleas y luchas físicas unidas al lanzamiento de palos y piedras.

En casa estaba la educación de Agustín al exclusivo cargo de Mónica. Su padre, Patricio, no se interesaba por cosa semejante. En tanto que el hijo consiguiera alcanzar un día una posición social y conquistase honras y glorias, el resto le era indiferente. El padre tenía ilimitada confianza en las dotes naturales así como en la ambición de su hijo.

Eran realmente notables esas dotes. Con extraordinaria facilidad y presteza aprendía el niño cualquier pensamiento, siempre que no fuera amenazado por un castigo físico. Comprendía más en virtud de una intuición inmediata que por el proceso lento y complicado del silogismo. Sus ideas recordaban intensos relámpagos de genio.

Como se ve, en ese tiempo era Agustín más platónico que aristotélico.

Ningún hombre se torna en lo que no es. Lo que desde el inicio no está dentro del hombre, en germen y virtualmente, no se puede manifestar en él como evolución y plenitud. Todo hombre ya es en potencia lo que más tarde será manifiesto.

El pequeño Agustín sentía en las venas un atisbo de aventurero. Le gustaba reunir en torno a sí un banda de muchachos de su edad, y los lideraba para el saqueo de algún huerto repleto de seductores árboles frutales. Cuanto mayor el peligro, más interesante la aventura. Invadía la despensa de la casa paterna y distribuía previamente golosinas a los camaradas, a fin de estimularlos y darles coraje e intrepidez.

Si otro fuera el destino, distinto el ambiente de Agustín, ¡quién sabe si en vez de un faro de luz del cristianismo, no hubiera dado un famoso caudillo de bandidos, o un segundo Aníbal!

Inteligente y perspicaz, no dejaba el niño de percibir la lamentable discordia que separaba las almas de sus progenitores.  Todos los buenos consejos que Mónica le daba, las piadosas recomendaciones tendientes a hacerle amar las virtudes cristianas, eran barridas del espíritu del hijo por el ejemplo del padre.

Así alcanza Agustín los 12 años de vida, con el espíritu atestado de un caos de conocimientos desconectados, y el alma repleta de una babel de conceptos morales en conflictos unos con otros.

Y, aun por encima, estaba el muchacho dispuesto a desdeñar radicalmente todo cuanto se llamase ciencia y virtud.

Ni el padre ni la madre valían para demostrarle el camino de la vida; Agustín iba a descubrir por sí mismo esa maravilla.

Y allá fue, mar adentro, la frágil barquita, sin brújula ni timón.

PRELUDIOS

Siguiendo la vía Hippo-Tagaste-Teveste, llegaba el caminante del IV siglo, pocas horas después a una ciudad situada en un vasto descampado, del cual hoy restan algunas ruinas, fragmentos de mausoleos, piedras dispersas de una fortaleza bizantina, y poco más.

Es la cuna y la tumba de Madaura.

Fue allí nque Agustín cursó Gimnasio, si así se puede llamar. Y fue también allí que comenzó, la dolorosa odisea de ese inquieto heraldo de la Verdad.

Tagaste era un idilio de luces y sombras, una mezcla de cúpulas de montañas y lujuriante vegetación.

Madaura tenía un algo de épico y trágico, al mismo tiempo. Aquella atmósfera saturada de luz solar; el lejano anfiteatro rocoso de Aurasius, limitando inmensas planicies de precaria vegetación; y hacia el Este, la extrañas siluetas de una cordillera recortando las líneas del horizonte; mirando al Sur, una desordenada sucesión de colinas recordando pirámides, monstruos prehistóricos o gigantescos tubos de órgano, en el que los vientos del desierto sollozaban sus tristes elegías; todo esto era el molde para llenar el alma de meditación, de silencio, nostalgia y eternidad….

Tagaste parecía un sonriente prefacio para niños inocentes; Madaura era una esfinge cuyos ojos con dureza interrogaban al Infinito.

En este escenario africano, hecho de espacios y luces, despertó el alma de Agustín del sueño hibernal de la infancia para la vigilia de la dulce y amarga realidad.

El corazón vibrante del adolescente supo amar casi con la misma pasión los siempre antiguos y nuevos encantos de la Naturaleza con que, poco después, el joven estudiante de Cartago se enamoraría de voluptuosos cuerpos femeninos y, más tarde, el místico de Hipona y de Milán abrazaría la inmortal hermosura de la intangible Divinidad.

“Si las cosas sensibles no tuviesen alma no las podríamos amar con tanto amor” decía en el apogeo de su espiritualidad.

Pablo de Tarso, desde que contempló las bellezas del cielo en la persona del Cristo resucitado, olvidó casi todos los encantos de la tierra; su teología es árida, abstracta, lejana, nada poética; empalidecen todas las auroras del mundo ante los fulgores meridianos del Cristo, rey inmortal de los siglos.

Bien diverso es el genio de Agustín; nunca dejó de ser poeta en medio de sus especulaciones filosóficas y místicas; jamás consiguió su inteligencia, por más poderosa que fuese, asfixiarle el corazón. Sus obras están repletas de imágenes, escenas, episodios tomados en la sonriente y nostálgica naturaleza de su lejana patria. . Sobre este particular, se parece más el poeta-filósofo de Numidia con el maestro Jesús, que con el apóstol-teólogo de Cilicia.

El Evangelio de Jesús es, casi todo él, una epopeya de maravillas poéticas. Más numerosas que los años de su vida son las inmortales parábolas que brotaron de sus labios. Sus alegorías son como centellas de luz, que saltan de su preclara inteligencia y viva imaginación.

De modo análogo, es Agustín. Sus obras son siempre modernas, porque están tejidas de las luces de la inteligencia, colores de fantasía y perfumes del corazón.

Agustín es, ante todo, el cantor de la luz, el poeta de la claridad solar. Nadie como él supo descubrir en las ondas luminosas que vibran en el Universo, tan bellas analogías con la eterna e increada Luz de la Divinidad.

“Dios es luz y no hay tinieblas en él” escribe el apóstol del amor.

Lo que los ojos de Agustín bebían ávidamente en la taza inmensa de aquella túpida atmósfera de Numidia, todavía no le era dado entender a su alma sedienta de Verdad, todavía sepultada en las sombras del error. Sólo después de unos decenios sería el vehemente fervor de esa “alma naturalmente cristiana” satisfecho definitivamente.

Sigue en la Circular de Marzo de 2010.

LA REALIDAD OCULTA.

Los geométricos jardines de Francia, de Italia y de España no se debieron al capricho de los ricos o al genio de unos pocos arquitectos paisajistas. Se propagaron porque se adecuaban a la atmósfera física, biológica y social de aquellos países en aquella época. Este tipo de jardines, al igual que los parques, florecieron también en Inglaterra, pero la escuela inglesa logró crear un estilo propio con un tipo de parque distinto, más acorde con el clima húmedo de Gran Bretaña.

Los grandes parques ingleses de los siglos XVII y XVIII constan de vastas extensiones de césped entre las que aparecen diseminados diversos grupos de árboles. Durante el siglo XVIII se llevaron a cabo en Francia numerosos intentos de crear parques y jardines al estilo inglés, pero casi todos fracasaron. La verdad biológica es que un estilo de configuración del paisaje sólo perdura si es compatible con los imperativos ecológicos del país.

La personificación de los atributos naturales en el genio del lugar fue producido de la imaginación humana en los períodos arcaico y lírico. Decía un poeta inglés: “Consulta al omnipresente genio del lugar”. En este verso, alude al hecho de que la topografía, el clima y los recursos naturales determinan el tipo de paisaje que más se ajusta a una determinada región. Es absurdo superponer un diseño abstracto a una región, como si la tela estuviera en blanco. No lo está, ya hay algo hecho. Miles de años de lluvia, viento y marea han dispuesto ya una configuración.

Así como el clima que reina en la mayor parte de Francia es incompatible con la verde magnificencia de los parques ingleses, la atmósfera de muchas ciudades americanas no es apropiada para cierto tipo de plantas. Esto no significa que la vida vegetal esté fuera de lugar en las aglomeraciones urbanas, pero debería prestarse más atención al tipo de árboles, plantas y hierbas que se elige para cada ciudad, escogiendo aquellos que más posibilidades tengan de medrar en las condiciones climáticas y de otra índole que allí se den. En la mayoría de las ciudades, el césped tiene tan mal aspecto y las hileras de árboles son tan monótonas que se debería alentar a los botánicos para que descubrieran o crearan otras plantas compatibles con el entorno urbano.

Asimismo, se precisa de una nueva modalidad de conocimiento ecológico que permita predecir las posibles consecuencias del impacto tecnológico y establecer cauces racionales que sustituyan a los amplios reajustes que la disponibilidad del tiempo permita. Pero aunque este conocimiento nos ofrezca la base científica necesaria para comprender y potenciar el carácter del lugar, no bastará por sí solo para crear una filosofía adecuada del medio ambiente.

Para ser acertado, el proyecto de un edificio institucional o de un espacio público, debe expresar una función social o una actitud vital, ya sea el respeto a la autoridad en los palacios y edificios públicos, el culto religioso en las iglesias y los monasterios, la necesidad de comunicación en las estaciones y los aeropuertos o el amor a la naturaleza en los parques y jardines. Los valores deben preceder y presidir el proyecto, porque son ellos quienes determinan los principios arquitectónicos que han de otorgar calidad estética y coherencia espiritual a la estructura física que encarna el fin social de las instituciones.

Cuando escribía esta Circular pude ver en la T.V. un programa que ofrecía un recordatorio de que la historia humana es un compendio de ambiciones, ilusiones y frustraciones, una sucesión de cenits y ocasos a la que parecemos destinados irremisiblemente. La aventura humana desde la Edad de Piedra indica que la Civilización, ha sido un proceso universal sin interrupciones, pero deja bien claro que todas las civilizaciones son mortales.

Dado el tono melancólico sobre el cual se basó el programa, parece destinado a reflejar el pesar por los mundos que hemos perdido, sin mostrar el menor entusiasmo o simpatía por ninguna de las actividades en curso que conforman nuestra civilización.

Al final del programa, se muestra el perfil de Maniatan (Nueva York), como símbolo de lo que la moderna tecnología podía aportar a la civilización, pero lo hizo sin excesiva convicción. Incluso al referirse a Nueva York con una expresión como “la ciudad celestial” el tono de voz hacía aparecer a la moderna América urbana más remota, menos real y mucho menos humana que las ciudades medievales, los palacios renacentistas, las iglesias barrocas o las mansiones victorianas que había mostrado en escenas anteriores. Las fotografías de la ciudad, transmitían sin duda la turbadora grandiosidad de una ciudad celestial, pero deshabitada, como si no estuviera hecha para los vivos.

Es cierto que el entorno humano moderno parece no estar hecho para el hombre. Está concebido y dirigido por expertos que saben mucho de medios, pero que parecen muy poco interesados en las aspiraciones de los hombres. Las viviendas modernas de Le Corbusier, aúnan todos los logros de la civilización tecnológica, pero hacen galas de una crasa y lamentable carencia de aquellos atractivos que propician la vida civilizada. La historia de la palabra “civilización” contribuye a clarificar esta paradoja.

Al parecer esta palabra se imprimió por primera vez en un ensayo publicado por el marqués de Mirabeau en 1757, bajo el título El amigo de los hombres o Tratado de la población. También lo utilizó en otro ensayo que no llegó a publicarse El amigo de las mujeres o Tratado de la civilización en el que atribuía a las mujeres la mayoría de actitudes y logros que consideraba esenciales para la vida civilizada. Sin embargo Mirabeau y los filósofos enciclopedistas dieron a la palabra “civilización” un significado muy distinto del que actualmente tiene. Para ellos, la palabra designaba las buenas maneras, las leyes humanitarias, las limitaciones en materia de guerra, los nobles propósitos y la conducta irreprochable, es decir, todas aquellas cualidades que en el siglo XVII se consideraban como las más altas expresiones de humanidad.

Todavía en 1772, Samuel Johnson se negaba a admitir la palabra en su diccionario, porque creía que no expresaba ningún concepto que no estuviera contenido ya en la palabra “urbanidad”, de anterior acuñación.

Probablemente, Johnson se habría sentido más justificado  aún para rechazarla si hubiera sabido que su significado se extendería hasta incluir manifestaciones de la vida humana tan dispares como el racionalismo griego y la sensualidad veneciana, el romanticismo alemán y las oscuras y satánicas fábricas textiles inglesas, la vida pastoril que Jefferson defendía y la vida automatizada del mundo actual.

La Revolución Industrial dio paso a una nueva concepción de la vida civilizada. A lo largo del siglo XIX, los logros tecnológicos trajeron consigo un espectacular aumento de la riqueza económica, primero en Europa, después en Estados Unidos y más tarde en otras partes del mundo. Pero los aciertos de la civilización industrial no tardaron en ser medidos casi exclusivamente por las cantidades de alimentos y productos manufacturados producidos más que por la calidad de las relaciones humanas. Durante casi un siglo, esta actitud pareció justificada por el hecho de que, a pesar de no contribuir a la urbanidad, los avances tecnológicos hacían la vida más cómoda, saludable, larga y rica en experiencias. De este modo la palabra civilización llegó a perder el significado que se le había dado en siglo anterior y pasó a expresar con ironía “la sociedad opulenta”. En el habla actual, una comunidad es civilizada cuando posee la riqueza suficiente para instalar los retretes en el interior de las casas, librarse del esfuerzo físico, calentar y refrescar los hogares mediante energía eléctrica y disponer de más automóviles, neveras, teléfonos y artilugios para ocupar su ocio de los que necesita o sea capaz de utilizar. Las buenas maneras, las leyes humanitarias, las limitaciones en materia de guerra, los nobles propósitos y la conducta irreprochable han desaparecido del concepto.

Sigue en la Circular de Marzo de 2010.

¿POR QUÉ EL DIABLO?

No hay más que verle en los adornos de los sagrados edificios. Ya son una turba de diablos los que se entretienen en atormentar a un santo en éxtasis o en tentar a un anacoreta durante el rezo. Ya es una altiva dama la que lleva una multitud de diablillos cabalgando sobre su gigantesco tocado. Ya sitian el palacio de un rico orgulloso para llevárselo al infierno. Ya se presenta el demonio en forma de un dragón monstruoso, las fauces abiertas blandiendo las garras contra un denodado caballero que le ataca espada en mano. Ya coronado como un monarca, está majestuosamente sentado sobre un montón de condenados, entre los cuales figuran reyes y obispos. Ya se entretiene en asar un burgués opulento, en baquetear un fraile lujurioso que está abrazado a una monja, o en distraer a un clérigo cuando está diciendo misa. Toca instrumentos musicales; baila como si fuera un loco; predica metido en un púlpito; sale entre enmarañados adornos haciendo muecas, o se esconde entre los intersticios de la ornamentación como si temiera ver la luz del día.

No hay punto del edificio en que no aparezca motivado. Clavado en las puertas muerde un anillo que golpea un yunque y sirve de aldabón. Vomita el agua clara de la fuente en los patios. Caracolea alrededor de los capiteles; en las bases sostiene columnas que parecen aplastarle; corre a lo largo de los frisos; vuela por las galerías ; se arremolina en las agujas de las torres; se encarama en los campanarios; da vueltas sentado en la flecha de las veletas; atisba de lo alto de las barandillas de las azoteas; y se proyecta desde el muro hacia la calle en las gárgolas, cual si queriendo escaparse de la pared fuera a tomar el vuelto. En fin, brota de la piedra por todas partes, como evocado por un conjuro misterioso.

Siendo en la Edad Media todo dual, el Diablo no podía dejar de afectar este carácter. Así, por encima del diablo popular, de ese diablo grotesco que acabamos de ver, se encuentra la creencia en otra especie de diablo que conmueve la cristiandad entera, autor de todas las herejías, que levanta ejércitos en contra de la Iglesia, que hace invadir los reinos cristianos por hordas de infieles, que inspira al hombre la idea de gobernar desde la tierra los elementos cual soberano absoluto, rivalizando con el mismo Dios, y que en fin, promueve la resurrección de la Antigüedad cuando se la creía muerta.

El diablo que vive en la imaginación del pueblo, al llegar a la mitad de la Edad Media viene a ser un pobre diablo; el que la Iglesia combate es ya un gran Diablo desde un principio. Siendo la Iglesia la representación de Dios sobre la Tierra, todo lo que se le oponía debía ser para ella obra del adversario. Así Satán vino a ser un Cristo al revés. El Cristo que era un ideal fijo de perfección que sólo comportaba la imitación, hacía comparecer a su contrario como causa hipotética de todo adelanto, de toda ciencia, de toda innovación. El pobre diablo, creación subjetiva de las buenas gentes, es más bien un producto de estratificación de los sedimentos de las mitologías judaica, griega y germánica. Los espíritus nocturnos de los antiguos celtas se volvieron diablos en Inglaterra; todavía hoy al diablo se le llama “Deuce”. San Agustín habla de los “dusi” como de verdaderos diablos reales y existentes; es sátiro, es genio helénico, es dios menor del agro romano, es “lilith” demonio del desierto y ángel caído por amor a las mujeres.

El diablo que se opone a la Iglesia es el Satán judío, que contagiado en Babel por el Arimán persa quiso destronar a Dios. Príncipe del mal al que la filosofía griega dio por imperio la materia y con ella toda la Naturaleza. Personificación de las cualidades perversas de Yavé, separadas de él, combate a Jesucristo que resume en sí todo las buenas, mientras de lo alto el Dios padre, impasible, sin manifestarse, preside esta lucha colosal durante toda la Edad Media.

De la muerte del paganismo al siglo X, el Diablo no fue un adversario impotente. En el año 100, después que el mundo no acabó como lo habían predicho los padres de la Iglesia, es cuando empieza lo que pudiéramos llamar el gran desafío entre el Cristo y el adversario. Antes de esta época Satán no había tenido ni tan siquiera representación sensible. A partir de aquí ya puede considerársele como un verdadero beligerante. Sobre la Tierra es ya un igual a Dios, pues comparte con él el reinado de la época, y en ella lleva casi siempre la mejor parte.

La razón del predominio de tal personificación es la siguiente:

Al acabar la Edad Antigua, la filosofía personificó en Dios tan sólo el bien, o lo que por bien se entendía en aquellos tiempos. Una tal personificación debía de hacer surgir la contraria; sin un Diablo, tal Dios hubiera sido ilógico. Un Dios único, debía de contener en sí lo mismo el mal que el bien, como Yavé; o ser superior o indiferente a entrambos; sólo a esta condición puede existir el monoteísmo.

Personificándose el bien, de por sí el mal queda ya personificado; la abstracción de lo primero deja por residuo lo segundo, como el monte forma el valle, tanto más profundo éste cuanto más alto es aquél; como el día trae tras de sí la noche, que nos, parece oscura tan sólo porque el día es claro; como la luz produce la sombra, tanto más negra cuanto más brillante es ella. Así, Satán vino a ser una hipótesis necesaria y cuanto más se quiso levantar a Dios, más profundo se hizo el reino del Príncipe de las tinieblas; al ser considerado el primero como unidad perfecta, y por tanto inmutable, al segundo se le atribuye la divergencia, la mutación, el cambio, el movimiento, por ser lo opuesto a la perfección absoluta.; y como todo en el Universo es mutable y transitorio, todo entró de lleno en sus dominios. El Diablo de la Edad Media obedece, pues, en su formación a la misma ley que el diablo iraní, aunque no proceda de él. Y es que esta es una ley universal a la que todo está sujeto, así en lo moral como en lo físico; la afirmación trae la negación, y la intensidad de la primera determina la de la segunda.

La primera tentativa que se le atribuye a Satán en contra de la Iglesia en el siglo X, es respetable. Aunque sin resultado, se propone escalar el trono de un reino cristiano. Cuenta la leyenda que fue él quien indujo al rey Roberto a que se casara con Berta, para gobernar en la persona del hijo que naciera de tal unión. Pero Gregorio V la maldijo y el Diablo fue burlado, pues Berta parió un monstruo y el rey la repudió, uniéndose con Constancia, hija del piadoso Foulques, el cual si bien había pasado la vida cometiendo asesinatos y otros crímenes, los expiaba en santas peregrinaciones y levantando iglesias.

Si fue frustrado el primer intento del Adversario, no sucedió así con el segundo, pues según la leyenda, esta vez llegó al solio pontificio.

Acababa de ser echado del convento de Aurillac un monje disputador, más amigo de la razón y del orgullo que de la fe y la humildad cristiana. Se encaminó a Barcelona y se dice que allí trabó conocimiento con judíos y doctores laicos que le iniciaron en las ciencias profanas. Entonces conoció lo extenso del conocer y lo corto de la vida, y a él la fiebre del saber le devoraba. “Para saberlo todo, no basta la vida de un hombre” se dijo. Y el Diablo que le acechaba, según cuenta la leyenda, halló su momento psicológico para presentársele, como lo hizo, ofreciéndole toda la sabiduría y todo el poder de la Tierra en breve plazo, a cambio de su alma; y el monje llamado Gerbert, aceptó. Entonces el maligno lo llevó a Córdoba; y allí, con ayuda con ayuda del demonio de la perseverancia y de la penetración, aprendió el enigma de la escritura árabe cuyos caracteres se trazan al revés de las letras cristianas; el álgebra, esta cábala de la proporción; la geometría, clave de los misterios de la forma; conocimientos todos ignorados de los buenos creyentes. Luego alcanzó el arte de construir una máquina que midiera el tiempo, para poder ponderar la rapidez y la lentitud de los procedimientos de la Providencia. Vio las estrellas de cerca, gracias a artimañas infernales, escudriñando así la obra del Creador en sus detalles; y acabó, por fin, por adquirir el arte mágico de atraerse las simpatías. Ya no le faltaba más. Marchó a Roma, y cual César, llegó, vio y venció. Apenas había puesto los pies en ella, alcanzaba el obispado de Rabean; y luego moría el Papa, y sed le concedía a él la Santa Sede.

Una vez se hubo calado la tiara, con el pretexto de redimir el sepulcro del Redentor, lanzó la diabólica idea de mezclar el Oriente con el Occidente. Por medio de un astrónomo consultó al Diablo para saber cuándo llegaría su última hora, y habiéndole contestado que moriría al poner los pies en Jerusalén, se abstuvo de ir a Tierra Santa. Pero no le valió su astucia. Un día que estaba en Roma en una capilla, se le apareció el Diablo y se le llevó el alma, diciéndole: “Tú habías olvidado que yo también era lógico”. Al saberlo, toda la cristiandad tembló de horror. Los cardenales descuartizaron el cadáver del Papa malvado; y se cuenta que sus huesos se removían luego dentro de su tumba, en San Juan de Letrán, cada vez que se elegía un nuevo Pontífice.

Se había atribuido al Diablo el haber corrompido un Papa y no tardó en atribuírsele la corrupción de una gran parte de sus subordinados.

Sigue en la Circular de Marzo de 2010.

LA CARA OCULTA DEL TIEMPO.

Cada ente, oriundo de la unión entre la Tierra y el Agua, se hace esencia en el proceso que designa a la vegetación: el brotar desde sí mismo para fuera de sí, renovándose. El carácter divino y sagrado de Physis está presente en su dinamismo que, representando aquello que subyuga, designa el Ser en cuanto lo que permanece unido en el proceso del devenir. La Physis constituida de los entes es génesis, que designa la totalidad del Ser, como fuente de lo que es pensable, fuera de la cual sólo hay el vacío. El significado divino del Cosmos se anuncia, simbólicamente, como lo que fue, es y será.

Mitos pre-socráticos relatan la conciliación de los contrarios, que en Anaximandro surgirá cuando éste narra su origen como la unidad primordial de la cual se destacan, para a ella retornar cíclicamente lo limitado en forma cuaternaria de multiplicidad: lo caliente (fuego), lo seco (tierra), y lo húmedo (agua). Tomando como modelo la regencia cósmica, estos elementos se identifican con las estaciones del año, el verano (lluvia) y el invierno (seca), tienen su equilibrio regido por la Justicia, que establece el ritmo de lo real. En él, ninguna de estas fuerzas o estaciones puede dominar a la otra, extinguirla, puesto que cada una tiene su época propia, y la medida de todo lo que es, se establece en lo indeterminado, en cuanto principio del cual se separan y al cual retornan cíclicamente, en el seno del movimiento temporal. El ámbito de lo que es perecible adquiere así su estabilidad y normas en el origen que, asociado a lo Divino y a los dioses, lo hace adquirir el cuño de no perecible e eterno.

El sentido profundo de todos esos mitos es bastante claro: la creación es un sacrificio. Sólo podemos animar a aquello que creamos transmitiéndole nuestra propia vida.

Para Heráclito, en lo profundo del devenir, el Ser como Logos unifica los opuestos, concediendo a ellos la esencialidad de lo que es propio a cada ámbito, el límite de lo que no se puede traspasar en el mantenimiento de lo que se desdobla como identidad y diferencia. Las diosas míticas, Justicia y Verdad celan por la preservación del límite concerniente al Ser, en el cual Zeus (el trueno) y el Sol, transubstanciado en fuego, juegan el juego del Cosmos, lo instituyen.

Criticando severamente la religión de su época, Heráclito se posiciona contrario a los sacrificios hechos con “sangre”, el culto a los “ídolos” y a los “cadáveres”, mostrando que solamente el “fuego sabio” puede purificar.

¿A quién profetiza Heráclito? A los magos, las bacantes, las ménades. A él lo amenazan con el castigo después de la muerte y él les profetiza el fuego. “Pues lo que los hombres llaman misterio….”

“No fuesen para Dionisio las pompas organizadas, con cantos fálicos, pues serán los actos más vergonzosos; lo mismo es, con todo, Hades y Dionisio, por el cual deliran y festejan las Leneas”.

El bacanal dionisiaco se significa en cuanto el participando, muriendo ritualmente, emprende su vuelta a la disolución caótica, para que de ella brote la renovación de la Vida. Pero si la fiesta al dios se centra apenas en los excesos humanos, sin su nexo profundo con el complemento divino, queda vacía de contenido.

El dios trágico e igualmente cómico, une en sí los dos grandes contrarios fundamentales: vida y muerte. Los hombres que festejan en las ceremonias religiosas, se religan con la divinidad al punto de ser tomados por ella, sumisos al ritmo de la vida, pero se dirigen en dirección a la muerte.

Sigue en la Circular de Marzo de 2010.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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