ALCORAC

SALVADOR NAVARRO 

Dirigida a la Escuela de:

                    Mallorca

                    Las Palmas

                                                                                  

    Circular nº Extra Verano, año XII

   Bunyola, 1º de Agosto de 2.006.

LOS PATRIARCAS Y LOS MONJES.-

SEGUNDA PARTE.-

Fue en el verano del año 2003, cuando inicié un estudio sobre los primeros patriarcas del I siglo d.C. Al final de la Circular prometí continuar en la Circular extra de Diciembre del mismo año, con el tema iniciado. Asuntos ajenos a mi voluntad, tal como el cambio de domicilio y el traslado de la biblioteca y su posterior organización, impidió la continuidad, añadiéndose a ello el olvido.

Con esta Circular extra del verano de 2006, volvemos a retomar el tema y continuarlo hasta su final. Espero que el lector sepa disculpar este olvido del todo involuntario por mi parte. Gracias.

 

 

 

 

LA ESPIRITUALIDAD COMO BASE.-

revista alcorac

Los Padres del desierto de la antigüedad aconsejaban permanecer cerrados en la celda, dominarse y no escapar de sí mismo. La estabilidad, la perseverancia, el contenerse, el permanecer consigo mismo, es la condición para todo progreso humano y espiritual. San Benito ve en la estabilidad, en la constancia, en el permanecer, el medio celestial para la enfermedad de su época, tiempo de total trashumancia, de inseguridad, de movimiento constante. Estabilidad significa para él permanecer en la comunidad en la que se ha ingresado. Y significa que el árbol tiene que echar raíces para poder crecer. El continuo trasplante no hace más que limitar su desarrollo.

Estabilidad, sin embargo, significa en primer lugar, permanecer consigo mismo, mantenerse en su celda con Dios. Dice el abad Serapión: “Hijo, si quieres ser de alguna utilidad, permanece en tu celda, mírate a ti mismo y a tu trabajo manual. El salir no te servirá tanto para progresar como el estarte quieto”.

Celda significa la habitación del monje, un pequeño espacio que él se ha construido y en el que permanece normalmente todo el tiempo. Allí se sienta él para orar y meditar. Allí trabaja también y ocupa su tiempo tejiendo cestos, que una vez al mes vende en el mercado. El consejo de no sólo huir de sí, sino de permanecer en su celda, lo encontramos en distintas variantes. “Un hermano vino en el asceterio al padre anciano Moisés y le pidió un consejo. El anciano le dijo: “Anda, vete a tu celda y siéntate. La celda te lo enseñará todo”. “Uno dijo al padre anciano Arsenio: “Mis pensamientos me atormentan diciendo: Tú no puedes ayunar y tampoco trabajar; por tanto, visita al menos a los enfermos, ya que esto es también caridad”. El anciano, sin embargo, reconociendo aquí la semilla de los demonios, le dijo: “Vete y come, bebe y duerme, y no trabajes. Únicamente no dejes tu celda”. Él sabía bien que el permanecer en la celda lleva al monje por el buen camino”.

El monje puede hacer todo. Puede incluso no practicar ningún ejercicio ascético. Puede hasta no hacer oración. Pero que permanezca en su celda. Entonces se obrará en él un cambio, vendrá a adquirir un orden interior. Se enfrentará con todo el caos interior que aparece en él. Y renunciará a escapar.

Pero no basta con estar sentado en la celda. Del abad Ammonio se nos ha transmitido esto: “Podría darse que uno estuviese sentado en su celda durante cien años sin haber aprendido cómo debe uno sentarse en la celda”. ¿Cómo debe, pues, el monje sentarse en su celda? Lo que le mantiene en vela ¿es aquí la postura corporal exterior, un determinado sitio de meditación? ¿No se trata más bien de una actitud interior?

Es de suponer que el abad Ammonio quiera expresar aquí la actitud en esa estabilidad, en esa constancia. No se trata de un sentarse en el que yo me refugio en mis sueños a lo largo de todo el día, en el que dormito, sino un sentarse en el que me pongo delante de Dios y delante de mí mismo. En el sentarme permanezco sin moverme. Por mucho que se agite en mí, aunque de todas partes me asalten pensamientos, yo permanezco inmóvil, me mantengo firme y, a través de esa calma exterior, se calmará también la tormenta de los pensamientos y de los sentimientos.

La actitud interior en la que el monje debe sentarse en su celda la describe otro padre antiguo con una imagen drástica: “Aunque permanezcas en el desierto como un hesicasta, no te imagines que haces algo grande, sino considerarte más bien como un perro al que han cazado de entre los demás y atado, porque muerde y molesta a las personas”. Los hesicastas eran miembros de una secta de la iglesia de Oriente y vivían en los monasterios del monte Athos entregados a la meditación, la cual hacían inclinando la cabeza sobre el pecho y mirándose fijamente al ombligo, donde suponían estar concentradas las fuerzas todas del alma.

El monje no permanece sentado en su celda porque se tiene por mejor que los demás. Se retira a su celda para defender al mundo de sí mismo. Es una manera de protección espiritual del medio ambiente. En el pequeño espacio de su celda, libra al mundo de rabia y de mal genio, y establece así un poco de atmósfera limpia, una atmósfera de amor y de misericordia.

Los monjes conocen el peligro de la dispersión. También hay una dispersión espiritual en la que el hombre se hace muchos pensamientos acerca de Dios y de la vida espiritual. Pero por simples pensamientos uno no llega a ponerse verdaderamente en contacto con Dios. El permanecer en la celda, el mantenerse uno él mismo, es la condición para el progreso espiritual, pero también para la maduración humana. No se da un hombre maduro que no tenga el valor de aguantarse a sí mismo y de encontrarse con su propia verdad. Una narración de los padres compara el permanecer en la celda al agua tranquila en la que uno puede reconocer más claramente su rostro. “Tres estudiantes amigos se hicieron monjes y cada uno de ellos quiso dedicarse a una obra buena. El primero se propuso traer la paz a los que estaban reñidos, según las palabras de las Sagradas Escrituras: “Bienaventurados los que trabajan por la paz”. El segundo se propuso visitar a los enfermos. El tercero se fue al desierto para vivir allí en descanso. El primero, que quiso ocuparse de las disensiones, no lo pudo arreglar todo. Desanimado, se fue al segundo, que atendía a los enfermos, y le encontró también malhumorado. Tampoco éste había podido realizar plenamente su ideal. Los dos se pusieron de acuerdo para visitar al tercero, que había ido al desierto, contarle sus necesidades y pedirle que les dijera sinceramente lo que él había conseguido. Éste permaneció en silencio durante algún tiempo. Luego echó agua en una vasija y les dijo que mirasen. El agua estaba todavía muy agitada. Después de algún tiempo les pidió que mirasen de nuevo y les dijo: “Ahora ved que tranquila se ha vuelto el agua”. Ellos miraron y vieron reflejado en ella su rostro como en un espejo. Entonces él les dijo: “Lo mismo sucede al que permanece entre los hombres. Por la tranquilidad y por la agitación no puede ver sus pecados, pero si se mantiene tranquilo y sobre todo en soledad, entonces podrá ver pronto sus faltas”.

Aquí no se condena el amor al prójimo. Lo que se hace es indicar el peligro que puede esconderse en ello. Podríamos ayudar a todo el mundo; pero, detrás de eso, se esconde frecuentemente un sentimiento de omnipotencia. Para todo lo que hacemos se necesita siempre aguantar, permanecer en la celda y callar. Entonces, a través del silencio, el agua se serenará en nuestra vasija y podremos ver en ella nuestra verdad.

Dos son los aspectos que hay que tener siempre en cuenta en ese permanecer en la celda: el conocimiento de uno mismo y el estar dirigido totalmente a Dios. El abad Antonio dijo: “Es muy bueno encontrar refugio en nuestra celda y pensar mucho sobre nosotros durante la vida, hasta conocer bien lo que somos. Si permaneces en la celda, piensas en tu muerte. Si oras constantemente, noche y día, entonces aguardas tu muerte”.

Un hermano preguntó al abad Antonio: “Padre, ¿cómo debe permanecer uno sentado en su celda?” El anciano le respondió: “Lo que es visible a los hombres es el ayuno hasta la noche, cada día, la vigilia y la meditación. Pero lo que permanece oculto al hombre es el poco aprecio de sí mismo, la lucha contra los malos pensamientos, la mansedumbre, la meditación de la muerte y la humildad del corazón, fundamento de todo bien”.

El abad Macario el Grande dijo: “Lo que necesita el monje que está en su celda es que recoja su mente y permanezca alejado de toda preocupación sin permitirla vagar por la vanidad de este mundo; que, orientado a su propio fin, dirija sus pensamientos únicamente a Dios, permanezca todo el tiempo sin disipación, no permita en su corazón ninguna preocupación mundana, ni pensamientos carnales, ni inquietud por los padres, ni consuelo de su familia, sino que su espíritu y todo su ser se mantenga en la presencia de Dios, para cumplir lo que dice el Apóstol: para que la Virgen esté totalmente con el Señor, libre de toda preocupación”.

Mil cuatrocientos años más tarde, Blaise Pascal dijo que la causa de las miserias humanas está en que ya nadie permanece en su habitación consigo mismo. No aguantarse sin saltar de una cosa a otra es hoy ya habitual. El hombre puede así distraerse muy bien. No necesita más que ver todos los programas de la televisión. Pero, ¿qué es lo que sucede en el alma? Nada puede madurar, nada puede crecer. No sucede ninguna verdad. La maduración necesita reposo. La celda nos lleva a la verdad, nos confronta con nuestra propia verdad. Esta es la condición para la maduración de todo ser humano. También para la buena relación de unos con otros.

Para los monjes antiguos, el encuentro consigo mismo es, además, la condición para el verdadero encuentro con Dios. Nuestra piedad sufre cuando nos apartamos del camino. En muchas personas piadosas se ve que, con su piedad, están soslayando su propia verdad. Se refugian en los piadosos pensamientos y sentimientos sólo para no tener que encontrarse consigo mismas. En muchas de estas almas hay miedo, lo que se manifiesta frecuentemente en el miedo de la psicología. Detestan los círculos psicológicos alrededor de su propia alma y, en cambio, se entregan al amor de Dios.

Pero, con frecuencia, se tiene la impresión de que, aquí, el amor a Dios no va muy allá, de que ese rehuir la psicología no profundiza la piedad, sino que procede únicamente del miedo a la propia verdad. En los coloquios espirituales se ve con frecuencia que los pensamientos devotos son bienintencionados, pero no consecuentes. Uno se refugia en estos pensamientos, en la argumentación piadosa, porque no tiene el valor de poner ante sus ojos su propia realidad.

La espiritualidad de los monjes es sincera. Ella no sobrepasa la realidad humana. El camino hacia Dios va más bien a través del encuentro consigo mismo. Los monjes, no hablan de Dios, tienen experiencia de él. Ellos rechazan toda posibilidad de dispersión para dirigir su espíritu totalmente a Dios. Cuando yo permanezco en la celda sin hacer nada, sin darme a piadosos pensamientos, sin leer, entonces experimento lo que en realidad soy. No me puedo engañar ni sobre mí mismo ni sobre mi relación con Dios.

Yo puedo escribir y hablar bien sobre la relación con Dios. Pero cuando todo se me va de las manos y siento simplemente mi verdad delante de Él, entonces surge en mí la sensación de que todo es aburrido, o la sospecha de que no va bien lo que yo digo de Dios. Cuando mantengo este sentimiento, cuando no pienso en ello para poder escribir sino que simplemente permanezco ahí, entonces algo se pone en movimiento, entonces toco yo la verdad. La verdad es despiadada, pero también amable.

Así, el permanecer en la celda es una prueba de la verdad, de si mi vida está o no de acuerdo, un test de si mi imagen de Dios es consecuente, de si mi amor a Dios es auténtico. En la celda no tengo ninguna posibilidad de eludirme, de refugiarme en la actividad, de esfumarme o de soñar despierto. Tengo que representarme a mí mismo. Dios se echa sobre mí y cuestiona todo lo que anteriormente he pensado acerca de él y acerca de mí.

En la edad Media, los monjes han cantado siempre alabanzas a la celda. De ahí la frase “La celda es el cielo”. En ella el monje se entretiene y se familiariza con Dios, en ella la presencia de Dios le envuelve. Y también esta otra: “la celda es un sanatorio”, un lugar en el que puedo recobrar la salud, por experimentar allí la cercanía curativa y amorosa de Dios. Pero sólo si permanezco en mi c Elda aunque todo en mí se rebele, aunque esté en el mayor desasosiego interior. Después de haber superado esta primera fase, puede que experimente la celda como un paraíso, que el cielo se abra sobre mí, que en mi estrecha celda respire la inmensidad del firmamento porque Dios mismo mora allí.

Un tema muy importante en el monacato es el del desierto. Los monjes van al desierto para estar allí a solar y buscar a Dios. Antiguamente el desierto era el lugar donde moraban los demonios. Antonio fue al desierto para luchar contra ellos. Ir allí y meterse en su dominio era una decisión heroica. Y una declaración de guerra a los demonios que le tentaron y que trataron de echarle nuevamente de sus dominios. Antonio creyó que, a través de esta lucha, se haría también para los demás un mundo algo más luminoso y sano. Si vencía, los espíritus malignos tendrían menos poder sobre los hombres. De este modo su lucha era también a favor del mundo. En el desierto, Antonio luchó en bien de toda la humanidad para mejorarla. Huyendo del mundo, luchó para hacer un mundo más sano. Para Antonio, el desierto es el lugar en que los demonios se muestran de una manera más clara y manifiesta. Como cuando Jesús, guiado por el Espíritu Santo, marchó al desierto y allí fue tentado por el demonio, así los monjes que van al desierto cuentan con que han de luchar contra los demonios. El monje es esencialmente un luchador. Los padres antiguos eran alabados cuando, en esta lucha, salían vencedores.

Cuando el demonio se apartó de Jesús, vinieron los ángeles y le sirvieron. El monte de las tentaciones se convirtió así en el monte del paraíso. También los monjes hicieron esta misma experiencia. El desierto no es solamente un campo de batalla, el lugar en el que uno no puede ocultarse de su propia verdad, en el que tiene que confrontarse despiadadamente consigo mismo y con sus propias sombras; es desierto es, además, el lugar de la mayor cercanía de Dios. Así lo experimentó también el pueblo de Israel: como el lugar donde Dios les estuvo más cerca. Dios los llevó por el desierto para introducirles en la Tierra Prometida.

Los monjes fueron llevados también al desierto para, allí, luchar contra los demonios y, a través de esa lucha, llegar a la tierra de la paz, a la tierra de la contemplación de Dios. Para Israel el desierto fue un tiempo de prueba y un tiempo de glorificación de Dios. En mirada retrospectiva a su historia, Israel reconoció en el desierto un tiempo privilegiado. Fue cuando Dios se encariñó de su pueblo, le tomó en sus brazos y le atrajo con cadenas de amor. Dios llamó a Israel para llevarle nuevamente al desierto y hablarle allí al corazón. El tiempo del desierto se convierte, así, en un nuevo tiempo de enamoramiento: “La llevaré del desierto para enamorarla”. (Oseas 2:16).

Los monjes experimentaban también el desierto como el lugar en que estaban más cerca de Dios, en que podían sentir de un modo más intenso el amor de Dios al no verse impedidos por ningún atractivo del mundo. Pero para experimentar la cercanía de dios, el monje tenía que emprender la lucha contra los demonios. Esta lucha traía consigo muchas tentaciones. La tentación es el lugar donde el monje se encuentra con el demonio. Saliendo bien de ella y venciendo, crece su fuerza y su claridad interior.

Para los monjes la tentación era algo esencial en su vida. El anciano padre Antonio dice: “Esta es la gran obra del hombre: presentar sus pecados ante el rostro de Dios y contar con la tentación hasta el último aliento de su vida”.

La vida del hombre está marcada por constantes desavenencias o luchas. Nosotros no podemos sencillamente vivir. Tenemos que estar expuestos a las tentaciones que lleva consigo la vida. Y no se dará ningún movimiento en el que podamos descansar sobre nuestros laureles. Las tentaciones nos acompañarán hasta el final de nuestro camino. En otro lugar dice Antonio: “Nadie puede entrar en el cielo sin haber sido tentado. Quita las tentaciones y no habrá nadie que pueda encontrar salvación”. Las tentaciones son para Antonio la condición para entrar en el reino de los cielos. Por ellas siente el hombre el rastro del verdadero Dios. Sin tentación estaría en peligro de manipular a Dios o de hacerle inocuo. En la tentación, el monje experimenta de un modo existencial su situación delante de Dios y la diferencia que hay entre el hombre y Dios. El hombre está siempre en lucha, mientras que Dios descansa en sí mismo. Dios es amor absoluto. El hombre, en cambio, está tentado constantemente por el mal.

Los monjes ven en las tentaciones algo positivo. Uno de los padres lo expresa así: “Si el árbol no es sacudido por el viento, no crece ni echa raíces. Lo mismo sucede con el monje: si no es tentado y no aguanta las tentaciones, no se hace hombre”.

Sucede como en la historia de la palmera. Un hombre malo se enfadó con una hermosa palmera joven. Para estropearla, colocó sobre su copa una gran piedra. Pero, cuando años después, pasó otra vez por allí, la palmera se había hecho mayor y más hermosa que todas las otras del entorno. La piedra la había obligado a hundir más sus raíces en la tierra y, así, pudo también crecer más alto. La piedra la había obligado a hundir más sus raíces en la tierra y, así, pudo también crecer más alto. La piedra había sido para ella un desafío. Las tentaciones son también un reto para el monje. Ellas le obligan a hundir más sus raíces en Dios, a poner su confianza cada vez más en Dios, pues las tentaciones le muestran que, por sus propias fuerzas, él no puede vencerlas. La constante lucha le hace interiormente más fuerte y le permite madurar como hombre.

La lucha con las tentaciones y las dificultades es algo esencial al hombre. Hemos de contar con que tenemos que ser tentados por nuestras pasiones. Los monjes hablan de los demonios que pelean contra nosotros. Con esto quieren decir que, en nosotros, aparecen fuerzas que nos llevan en una dirección que no queremos. Así llegan ellos a tener experiencia de que nosotros no vamos en una sola dirección, sino que somos llevados en muchas direcciones por distintos pensamientos y sentimientos. Se refieren a las fuerzas que tenemos en la sombra y en el subconsciente. A pesar de nuestra intención de permanecer siempre en el bien, surge en nosotros la tentación de echar toda por la borda y de dejar a un lado los mandamientos. También en nuestra amistad se dan pensamientos de querer matar a otros. Sería ingenuo pensar que bastaría cumplir los mandamientos y querer el bien. En nuestro interior aparece una lucha entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas, entre el amor y el odio. Para los monjes esto es completamente normal. Y no es malo, sino que hace al hombre cuidadoso. Hoy, tal vez nosotros diríamos que, así, vive el hombre más consciente, se da cuenta mejor de sus aspectos sombríos, de que, en su subconsciente, hay todavía fuerzas que no conoce y con las cuales tiene que convivir con mucho cuidado.

Las tentaciones, nos hacen hombres. Ellas nos ponen en contacto con las raíces que sostienen el tronco del árbol. Exponerse a las tentaciones significa ponerse en lucha con la verdad. Así, dice un padre antiguo: “Quita las tentaciones y nadie será santo, ya que el que huye de la tentación provechosa rehuye la vida eterna”. De hecho las tentaciones son las que han preparado su corona a los santos.

Al rezar el Padrenuestro, algunos tal vez encuentran difícil eso de pedir a Dios que nos libre de la tentación. Pero Jesús habla aquí de otra tentación, de la tentación de la caída. “No nos dejes caer en la tentación de la caída, enseña Jesús a orar a sus discípulos, por los que él pide también”.  Los monjes, en cambio, se refieren a las tentaciones de los pensamientos, de las pasiones y de los demonios. Estas tentaciones son algo consustancial en nosotros y nos hacen más vigilantes y cuidadosos. Pero esto significa también que no podemos ir a Dios con un vestido blanco. Es, más bien, propio de nosotros el estar en lucha con los demonios y ser constantemente heridos por ellos.

Los monjes nos pides que seamos perfectos y sin faltas, correctos e inmaculados. El que está familiarizado con la tentación se encuentra con la verdad de su alma, descubre en sí el abismo de su subconsciente, mortales pensamientos, sádicas imaginaciones, fantasías inmorales. Llegaremos a ser hombres maduros únicamente si nos confrontamos con esta verdad, si resistimos en la tentación.

Así un monje antiguo decía: “Cuando pedimos al Señor: “No nos dejes caer en la tentación”, no pedimos que no seamos tentados, pues sería imposible, sino que no seamos engullidos por la tentación y hagamos algo que desagrade a Dios. Esto quiere decir no caer en tentación”.

La tentación nos acerca más a Dios. Así lo vio Isaac de Nínive: “Sin tentación no podríamos apreciar el cuidado de Dios por nosotros, no se podría conseguir la confianza en él, no se podría aprender la sabiduría de Dios, y el amor de Dios no estaría enraizado en el alma. Antes de las tentaciones, el hombre pide a Dios como un extraño. Pero cuando ha resistido a la tentación sin dejarse vencer por ella, entonces Dios le mira como uno que le ha hecho un préstamo y está dispuesto a percibir los intereses; como a un amigo que, para complacerle, ha luchado contra el poder del enemigo”. Estas palabras indican que los monjes no tenían miedo a la tentación, ni siquiera al pecado. El monje tentado más bien se familiariza, y de una manera nueva, con Dios. En la tentación experimenta de un modo más profundo la cercanía de Dios.

La tentación mantiene al monje atento y le hace interiormente vigilante. Así, Juan Colobos, pide incluso tentaciones para poder progresar en su camino hacia Dios: “El abad Poimén contaba del anciano padre Juan Colobos que le pidió a Dios que le quitase las pasiones. Así fue, y él estaba muy contento. Siguió adelante y se lo contó a un anciano. “Veo que estoy tranquilo, que no tengo ya ninguna tentación”. El anciano le dijo: “Vete y pide a Dios que te dé algún enemigo. Entonces se te volverá a dar también el antiguo arrepentimiento y la humildad que tenías antes, pues precisamente en la tentación es cuando progresa el alma”. Él lo hizo y, cuando vino el enemigo, no pidió ya a Dios que le librase de él, sino que decía“Dame aguante, Señor, en la lucha”.

Sin tentación, el monje se hace ligero, deja pasar sencillamente las cosas y la vida. Las tentaciones le obligan a vivir más consciente, a practicar la disciplina y a estar atento. Por eso no pide a Dios que le quite las tentaciones, sino que le dé fuerza. “Se cuenta de la abadesa Sarrha que, durante trece años, se vio frecuentemente tentada de impureza por los demonios. Ella nunca pidió que se le quitase la tentación, sino más bien: “Señor, dame fuerza”. “Cuando finalmente, venció al espíritu impuro, este le dijo: “Me has vencido, Sarrha”. Pero ella le contestó: “No te he vencido yo, sino mi Señor Cristo”.

La tentación nos obliga a la lucha. Sin lucha no hay victoria. Pero la victoria no es nunca algo que merecemos. En las luchas podemos aprender que Cristo actúa en nosotros, que, llegado el momento, nos libra de la constante lucha y nos concede una paz profunda.

La cuestión está en si a nosotros, hoy, nos ayuda o no esta visión positiva de la tentación. Por un lado, este miedo de ver las cosas podría librarnos de falsos esfuerzos de perfección. Al que, por encima de todo, le interesa ser correcto, pasará la vida en un constante miedo de cometer faltas. Su vida quedará atrofiada. Será correcto, pero no vivo y abierto. El contar con la tentación, la conciencia de que la tentación es algo propio nuestro, nos hace más humanos o, como dicen los monjes, más humildes. Esto quiere decir que estamos siempre tentados, que nunca podemos afirmar que nos encontramos por encima de las tentaciones, que el odio, la envidia y la infidelidad matrimonial no son para nosotros ningún problema. El que dice que nunca engañará a su mujer o a su novia no se ha encontrado todavía con su corazón. El contar con la tentación nos hace cuidadosos.

Pero que los monjes pidan a Dios que no les quite la tentación, a nosotros se nos hace difícil de entender. Sin embargo, muchos tienen también hoy una experiencia semejante. Una mujer me contó que se dormía interiormente cuando la masturbación no era para ella ningún problema; pero que, cuando tenía que luchar contra esa tentación, estaba más atenta a sus sentimientos, iba más consciente con sus frustraciones y con su rabia. Así aprendió a entregarse totalmente a Dios. Y su oración se hizo más intensa.

A veces tenemos una idea falsa de la santidad. Pensamos que el santo está por encima de todas las tentaciones. Es un error. Tener tentaciones sin ser vencidos por ellas, es un camino que nos mantiene vivos, que siempre nos recuerda que, solos, no podemos hacernos mejores a nosotros mismos, sino que es únicamente Dios el que puede cambiarnos. Sólo Dios puede concedernos la victoria contra las tentaciones y una paz profunda que, sin la lucha, no se puede experimentar con la misma intensidad.

Seguirá en la Circular Extra de Diciembre.

 

 

 

 

 

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DESENCANTO

Somos las tinieblas en el ardor del día,

las desenrizadas flores en el aire, la frescura . . .

Somos el agua

posada en las hojas en presencia de la muerte.

Nuestro Sol

cuyo intenso calor nos arrebata . . .

Nos confundimos con el corazón de la rosa, hija de la belleza.

Somos las criaturas del verano, el aliento del anochecer, los días.

cuando todo puede esperarse.

Somos la irretornable sonrisa del ausente

vislumbrada en las hojas del estío.

Aquél Sol y sus desdeñosas luces falaces.

 

 

 

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