Artículos Periodísticos

Salvador Navarro Zamorano

 

 

                              FRENTE A FRENTE CON LA MUERTE

Morir es, tal vez, el mayor temor del ser humano. Mientras tanto, aprender a enfrentarnos con nuestra propia muerte y la de las personas que amamos, es fundamental para vivir plenamente.

Hasta donde consigo recordar, recuerdo el sombrío efecto que la experiencia de la muerte tuvo sobre mí en la infancia. Yo no veía cómo algo podía llevar a una persona a morir. Hasta los 6 años, cuando falleció mi tía Amparo, yo jamás había tenido contacto con la muerte. La tristeza de mi abuela paterna y mis tíos fue conmovedora para mí.

Fue la primera vez que vi un entierro y me impresionó mucho. Todas las cosas parecía conspirar para pintarme una imagen tenebrosa de la muerte; un ser tan joven e indefenso, que parecía dormir en la caja.

A partir de ahí, profundos temores se apoderaron de mí. Me volví consciente de que la muerte era como una enemiga implacable, que nos deja sin respuestas, ho habiendo argumentos posibles para hacerla cambiar de objetivo. De repente, ella me podía quitar todo lo que yo conocía, incluso mi propia existencia. Ese era un temor mayor de lo que yo podía esperar en mi primera juventud. Pasé a tener miedo de muchas cosas: de perder a mis padres, de quedar solo, de fantasmas, de dormir. Pasaba muchas horas de la noche en estado de vigilia, atemorizado e intentando no dar una oportunidad al miedo, a cualquier ruido, a que la muerte no me cogiera desprevenido y en pecado. Solamente cuando comenzaba a surgir las primeras luces de la mañana y escuchaba a mi padre y mi abuela despiertos, me sentía seguro y me adormecía. Esos recuerdos se volvieron cicatrices para mí, siendo una prueba de mi fragilidad ante la vida.

¿Cómo detener las emociones, el miedo y la inseguridad que vivir nos provoca? ¿Cómo detener el tiempo, que inexorablemente nos lleva a la muerte? La vida no nos da un camino seguro ni definido para andar. Es necesario crear nuestra historia con cada experiencia y atribuirle un significado sin que intentemos conocer el resultado futuro de nuestras acciones. Para garantizar la salud y la sobrevivencia, acabamos construyendo defensas, que nos dará la sensación básica de valor propio y de que somos realmente dueños de nuestro destino. Con eso, reprimimos nuestros temores, que más tarde pasan a manifestarse en fobias y pesadillas.

Es a través de la represión, que nuestra cultura viene luchando con el miedo a la muerte; al negarla y pintarla con los tonos más oscuros, hacemos de ella un tabú.

Jung ve la muerte como parte del proceso de individualización, por medio del cual cada ser tiene que andar un caminar para realizar el sentido de su vida. Según él, la vida es un breve episodio entre dos grandes misterios: el nacimiento y la muerte. “La “vida”, afirma, parece ser un juego que representa un intervalo en una larga historia. Ya existía antes de mí y es muy probable que siga existiendo, cuando termine el intervalo consciente en esta existencia tridimensional”.

Jung veía la vida como un proceso de creciente ampliación de consciencia, con todas sus consecuencias: espirituales, religiosas y éticas. Eso nada tiene que ver con la ampliación del conocimiento intelectual, sino con la transformación del alma. El psicólogo consideraba la vejez como una de las etapas más bellas y valiosas de la existencia humana, visto que ella puede conducir a la plenitud, meta del proceso de individualización.

Ver así la vida, como esa tarea de individualización, llevó a Jung a concebir el suicidio como algo lamentable, una vez que el suicida no se permite alcanzar el mayor grado posible de evolución espiritual y de consciencia. Interrumpir la existencia antes de su debido tiempo, aunque sea ínfimo, significa impedir una experiencia que no fuimos nosotros que la estructuramos, ya que nuestra vida no está diseñada por nosotros mismos.

Muchas veces, gracias a la exigencia que la propia vida tiene para realizarse de manera casi autónoma, nuestra voluntad es contrariada, independiente de nuestros intereses personales. En la muerte, tendríamos la intensificación máxima de esa exigencia; morir, en verdad, es la representación del desapego total a los intereses del Yo.

Vemos claramente esto mismo delineado en los caminos iniciáticos, que pisan la senda del auto-conocimiento y del desapego, en busca de la verdadera unión con lo divino. En palabras del Maestro Eckhard, morir significa dejar de ser todo lo que es transitorio; es una renuncia que se expresa en la separación total, en el silencio y tranquilidad del alma. Así se da el nacimiento de Dios en el hombre. Hablar sobre la muerte, por tanto, nos remite directamente a cuestiones de orden espiritual, que nuestra sociedad, más inclinada a los aspectos materiales de la vida, trata de ignorar deliberadamente.

¿Quién soy yo? ¿Cuál es el sentido de mi vida? ¿A dónde voy? En la tentativa de responder a esas indagaciones y explicar la relación del hombre consigo mismo, con su ambiente y con la muerte, cada cultura tejió por lo menos cuatro visiones diferentes del ser humano.

·      El hombre el visto sólo como materia, o sea, tiene una única dimensión. Su pensamiento no pasa de ser un producto del cerebro, considerado como una máquina sofisticada. Según esa visión  - defendida por tradiciones como la de los atomistas y materialistas de la Antigüedad -  no existe alma ni espíritu.

·      En la visión bidimensional, el cuerpo es animado por el alma o psique que, en última instancia es responsable por la vida y forma de todos los átomos del cuerpo.  En ese caso, el alma inmortal, es la parte noble de la persona, mientras el cuerpo, mortal, es despreciado.

·      Según la visión tridimensional, el hombre está compuesto de alma, cuerpo y espíritu. En este caso, la tendencia en este caso es privilegiar el espíritu en detrimento de la dimensión afectiva (psíquica) y corporal (somática). El espíritu, es considerado como el espacio capaz de acoger el espíritu de Dios.

·      La cuarta visión une cuerpo, alma y espíritu a través del pneuma, del soplo que ilumina esa composición.

Cada una de estas visiones generan maneras diferentes de estudiar las cuestiones ligadas al papel de muerte y sufrimiento. La negación de la muerte y la tentativa de huir da dolor e incluso, la opción por la eutanasia, están enraizadas en tradiciones humanistas, aunque ateas. La visión espiritual está inspirada en tradiciones monoteístas, según las cuales la vida, el sufrimiento, la enfermedad y la muerte son consideradas ilusorias, pertenecientes al ego, que nada más es que una memoria sin existencia propia. La muerte no sería aquí el fin de la vida, sino el final de la ilusión, la liberación del sufrimiento, del eterno encadenamiento de las causas y efectos. De ahí entenderla como una bendición, que permitirá el despertar del ser humano para la verdadera realidad.

Muchas personas que retornaron de un coma profundo, describieron la muerte como un momento de expansión del ser, seguido de una sensación de liberación y elevación. Ellas relataron que habían tenido un aumento de visión y audición; pérdida de la sensación de dolor; aparición de una luz intensa; revisión de su vida por medio de imágenes que se sucedían rápidamente y sensación de gran bienestar y profunda comunión con el Universo. Curiosamente, muchos que vivieron la experiencia de una casi muerte, afirmaron sentir añoranzas de ese momento que puede ser descrito, como una especie de estado de gracia.

En su libro Memorias, Sueños y Reflexiones, Jung relata lo que vivió durante sus instantes de inconsciencia en ocasión de un infarto. Además de visiones de indescriptible belleza, cuenta “yo tenía la sensación de estar siendo despedido de todo lo que había vivido hasta ese momento . . . pero algo permaneció . . . yo era mi propia historia”. Y en carta posterior a Liliane Frey Rohn, escribió: “El mundo del más allá, o aquello a lo que los vivos están en vía de retornar, es completamente diferente de lo que normalmente se pueda imaginar . . . Él consiste en la más profunda paz, la más sublime belleza y en la sensación de plenitud. El retorno a la vida, es un sacrificio”.

 A pesar de numerosos relatos como este, de las experiencias místicas y las especulaciones filosóficas, la muerte continúa siendo un grande y doloroso enigma para el ser humano. Es el momento en que nos despedimos de todo aquello que construimos en la vida y de quién es importante para nosotros: parientes, amigos, amores . . .

No sufren sólo las personas que quedan, sino también los que van. A la familia cabe la pesada incumbencia de preparar el luto y de acompañar a la vida que va llegando a su fin. Al moribundo le resta una tarea no menos dolorosa: despedirse de la propia existencia.

El momento de la muerte es marcado por el rechazo, en el cual se vive varios estados de alma. Textos antiguos, cuya función era enseñar a las personas a dar asistencia a los moribundos, ya describían este proceso. Creían que quién está para morir tiene que enfrentarse a pruebas, tentaciones y sus demonios internos, que ponen en cuestión aspectos que constituyen la vida humana. En contrapartida, se entendía que la persona no está sola en esa dura tarea: fuerzas provenientes de su más profundo ser la ayudarían a enfrentarse a tales pruebas. El acompañante del moribundo sería, por tanto, apenas un ayudante, un elemento externo que lo auxiliaría con su presencia y cariño, incentivándolo a compartir sus angustias, miedos y esperanzas.

Psicológicamente, se entiende ese proceso como el retorno a los aspectos reprimidos por la persona durante toda su vida, el cual se inicia a partir del primer presentimiento de la muerte. Pasa a empeñarse, de forma más o menos consciente, en un trabajo interno, que puede ir desde una reorganización material hasta una vuelta a tomar sus relaciones, un pedido de perdón o un nuevo encuentro con alguien especial.

Una de las primeras pruebas o demonios que el individuo debe atravesar es la duda, que pone en cuestión prácticamente, todos sus esfuerzos en la vida. La persona se cierra en sí, por no ver sentido en nada de lo dicho y hecho. La fuerza que puede ayudarlo en ese momento es la fe, la seguridad interna de que esta vida tiene un sentido trascendental.

En la segunda fase, llega el desespero, en el cual el individuo puede no sentirse digno o merecedor de una fusión con el Todo. Aquí, la esperanza desempeña un papel fundamental.

La tercera fase es la del apego a la vida, habiendo una tentativa de no marchar aún. La gran fuerza, en este caso, es la entrega.

Después llega la impaciencia y la cólera, se desea acabar con todo el sufrimiento y el miedo, no habiendo sentido alguno en la continuidad de la vida. La gran fuerza sería entonces la paciencia, pues la persona está bajo la tempestad de sus emociones y es necesario calmarla.

Vencidas todas esas pruebas, se presenta, tal vez, la más difícil de todas, cuando el moribundo se juzga suficientemente capaz de aguantar cualquier cosa y, por tanto, no precisa más de Dios. Aquí se manifiesta el orgullo, viejo conocido, que nos impide ver nuestra real fragilidad. La humildad va a constituir una gran fuerza en ese momento, para que nos entreguemos a algo mayor que nosotros mismos.

En ese proceso, ocurre una intensa lucha interna del moribundo con sus emociones, hasta que alcance el reposo, el momento en que el soplo de la vida finalmente lo abandona, trayéndole la paz.

Esas fases no ocurren necesariamente en ese orden, pues dependen de la manera cómo la persona se defiende de la angustia.

El acompañamiento de los enfermos terminales ha sido de gran valía, no sólo para traer a la luz reflexiones sobre la muerte y el morir, sino también para mostrar que el cuidado al moribundo no sebe ser dado exclusivamente al aspecto físico, como la mayor parte de los hospitales han hecho hasta ahora. Ese acompañamiento demuestra todavía que las personas que saben van a morir sienten mucha soledad, la cual sólo puede ser atenuada si el enfermo divide su dolor y sentimientos, con aquello que lo aman, que están más cercanos. Es justamente ahí, que tropezamos con muchas dificultades, pues estaremos experimentando no la muerte que vemos en el cine o en los noticiarios, la cual, por más que nos perturbe, está distante. La muerte de una persona próxima a nosotros expone nuestros sentimientos t es por eso, que duele más profundamente. Aquél ser que parte, es un pedazo que se desprende de otro.

Además de dolor, tenemos que lidiar con el tabú que existe sobre el tema, que nos impide hablar de él con simplicidad. Por otro lado, necesitamos afrontar nuestras culpas  - por continuar vivo, por ejemplo mientras que la vida de quien amamos se extingue, por hallar que no hicimos todo lo que podríamos haber hecho para que continuase con vida. ¿Y qué decir cuando, después de noches interminables de vigilia en el hospital, viendo al otro sufrir, nos vemos divididos entre querer mantenerlo vivo o desear se vaya, para que ambos podamos descansar?

Hacemos más cosas todavía, como un acuerdo tácito de protección mutua con el enfermo, según el cual no decimos nada que pueda provocar angustia en ninguna de las partes. Muchas veces preferimos esconder de él la verdad sobre su muerte, en una postura proteccionista que no nos lleva a ninguna parte, pues el cuerpo de alguien que está muriendo ya lo sabe. No contarle la verdad entonces, es crear más confusión en sus sensaciones.

Finalmente, la cuestión de la muerte nos coloca ante la profunda inseguridad que tenemos en relación a la vida. Es para lidiar con ella que, muchas veces, nos agarramos a un sistema de ideas alineantes. Esa tentativa de alineación puede darse a través de una religión, de la convivencia con una persona que nos parezca fuerte, de una actividad absorbente, de una pasión, un deporte, una causa, en fin, de cualquier cosa que nos haga olvidar buscar nuestro verdadero centro.

Durante toda la vida, en verdad, somos empujados para apoyarnos en alguien y, principalmente, a ignorar dónde perdemos nuestras fuerzas. Y cuántas mentiras tenemos que contarnos para vivir segura y plenamente. Huimos de las varias etapas de nuestra existencia terrenal que nos podrían enseñar sobre nosotros y nuestro destino. En verdad, tenemos miedo de entregarnos al eterno pulsar de la vida, pues, en el fondo, sabemos que vivir es morir a cada instante.

                     Salvador Navarro Zamorano

Enero, 2006.

 

 

 

 

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