Artículos Periodísticos 93

Salvador Navarro Zamorano

 

 

  EL TEMA DE LA MUERTE Y DEL MORIR  

 

                           I N T R O D U C C I Ó N

Abordaremos una cuestión difícil, pero imposible de evitar, la cuestión de la muerte.

André Malraux decía que el hombre es el único animal que sabe que va a morir. Y toda su dignidad y grandeza como ser humano consiste en reflejarlo sobre el sentido de su vida, siendo este sentimiento encontrado en la muerte.

Vida y muerte no están separadas. Es interesante notar que cuando los antropólogos y etnólogos estudian la historia del Cosmos y su evolución, notan la presencia del ser humano a partir de ciertos número de rituales funerarios, como si el hecho de ocuparse del ser como mortal fuese señal de su presencia y nacimiento de la humanidad. Podemos traer esta cuestión a nuestros días, cuando trabajando en ciertos hospitales o en otros lugares, vemos tratar a los moribundos como objetos, enfermos o no enfermos, con tendencia a descartarlos como si fueran máquinas gastadas e inútiles. La ausencia del acompañamiento adecuado a los moribundos, la falta de un ritual funerario, ¿no sería la señal, el símbolo del fin de nuestra humanidad? ¿De nuestra pérdida de sentido de lo humano?

Porque la llegada del ser humano en la historia de la evolución está marcada por la presencia de ritos funerarios, como puede ser observado en las grutas del hombre de Neandertal y en otros registros diversos.

En un primer tiempo, estudiamos varias maneras de tratar sobre el sufrimiento y la muerte en diferentes culturas y tradiciones. Creo que el encuentro con la diversidad nos puede enriquecer. Por ejemplo, en los hospitales no siempre acompañamos a personas que tienen el mismo punto de vista que el nuestro. Es importante conocer también, los varios conceptos del hombre y como, en sus tradiciones y en sus culturas, las personas acompañan los últimos instantes de la vida y la muerte de aquellos que están bajo sus cuidados.

Seguidamente, estudiaremos más particularmente dos grandes libros clásicos que describen el acompañamiento de personas en el seno familiar, en la tradición budista y en la cristiana, recordando que seamos cristianos o budistas, ateos o creyentes, somos primordialmente seres humanos que deben enfrentarse al dolor y a cierto número de miedos, principalmente miedo a lo desconocido que, para algunos, representa la muerte.

Nuestra manera de acompañar a alguien, depende de la imagen que tenemos del hombre; es lo que llamo de “supuesto antropológico”. Porque es a partir de de nuestra imagen del hombre que consideramos alguien, como normal o anormal, como sano o enfermo. Y es también a partir de nuestra imagen del hombre, que consideramos la muerte como algo trágico, difícil de pasar o, por el contrario, como algo normal, natural y a veces como oportunidad para despertar y liberarse.

Es interesante observar estos diferentes puntos de vista e interrogarnos sobre el nuestro. ¿Cuál es nuestra relación con el dolor, el sufrimiento, con la muerte de los otros y nuestra propia muerte? Hace años comencé a reflexionar sobre esto en un Hospital de Brasil porque quedé impresionado con las respuestas dadas  por cierto número de personas  en fase terminal, cuando fueron preguntados sobre sus miedos. Para alguno, el mayor miedo era el de la descomposición de su cuerpo, miedo físico y visceral; para otros, el miedo de ser enterrado vivo, que ha llevado a mucha gente en Europa a un aumento del número de personas que prefieren ser incinerados a enterrados. Para otras, existe un miedo intelectual a perder la razón, miedo a lo desconocido. Frecuentemente, estas personas dicen: “Si pierdo la razón, pierdo mi dignidad humana. Si eso pasara, me desconectan de la máquina que me mantiene con vida”. Finalmente, existe el miedo a la separación, separarse de los seres que se ama, temor a dejarlos solos. Es el miedo afectivo.

A partir de la observación de estos diferentes miedos se concluye que el terapeuta, sea médico, enfermera o cualquier persona, debería tomar en consideración el ser humano en su integridad, no solamente dolor físico, miedo psíquico, sino también las cuestiones intelectuales que él coloca sobre el sentido de lo que está sucediendo. ¿Por qué el hombre debe morir? ¿Por qué somos mortales? ¿Por qué debemos envejecer? Muchas personas tienen miedo de envejecer, de esa lenta degradación del cuerpo, de los órganos, de la memoria y el pensamiento.

Para aliviar el dolor tenemos necesidad de medicamentos. Para apaciguar nuestro corazón tenemos necesidad de comprensión psicológica. Para iluminar nuestra inteligencia tenemos necesidad de sentido. Y aquél que acompaña debe hacerlo en todas las dimensiones.

Me impresiona verificar cómo los grandes textos tradicionales respetan al hombre en todas sus dimensiones. Hay en ellos una antropología donde el hombre no es solamente una materia o una mecánica, pero es también un alma y cuidar de él, no es sólo servir al cuerpo, sino respetar su alma. En esta antropología el hombre es también un espíritu, existe en él una dimensión que escapa al espacio y el tiempo. Solamente lo que muere está en el tiempo y el espacio. Tal vez el acompañante pueda hacerlo, descubrir algo que él posee y que es independiente del tiempo y el espacio y, para que esto sea posible es necesario que haya hecho él mismo la experiencia. Entonces podrá haber una comunicación de ser a ser. Más tarde volveremos a ese tema.

                              EL TEMA DE LA MUERTE Y DEL MORIR

Ahora me gustaría colocar cuatro grandes temas del ser humano al final de su existencia.

Nuestros hospitales no son locales agradables. Los instrumentos que nos deberían ayudar a una mejor comunicación nos impiden hablar, reconocernos. Nos podemos colocar en algunas grandes cuestiones. ¿Qué lugar otorga la técnica  en el acompañamiento a los moribundos? ¿Qué lugar otorga al auxiliar terapéutico? ¿A veces no impedimos a alguien vivir humanamente su muerte? ¿A veces no robamos a alguien su muerte, quitando su dignidad y consciencia en el momento más elevado de su vida? Porque, en esa primera aproximación, la muerte es el más elevado momento de la vida.

La muerte es la ocasión de pasar a otra frecuencia vibratoria. Elizabeth Kübler-Ross, dice que la muerte es cambiar de longitud de onda. ¿Sabemos que el inventor Edison descubrió el teléfono procurando comunicarse con los muertos y no queriendo contactar con Berlín o Moscú? ¿Cómo entrar en esta longitud de onda?

Existe una manera de enfrentarse a la muerte, no como algo negativo sino como una oportunidad de despertar y liberarse. En la tradición budista la muerte significa el fin de la ilusión, la muerte de este agregado de la consciencia, la voluntad, el deseo, que llamamos ego. Mientras tanto, la muerte del ego no es la muerte del ser esencial. Es la desaparición de la forma que la vida toma en nosotros, no la muerte de la vida. En esta visión, acompañar a alguien es ayudarlo a hacer de ese momento una ocasión de despertar y liberarse.

El segundo tema comprende la muerte como karma, una consecuencia de nuestros actos. La palabra karma quiere decir acto y su consecuencia. El momento de la muerte será, pues, el resultado de todos nuestros hechos pasados. La oportunidad de entrar en una nueva vida mejor, peor o semejante, de acuerdo con los actos que practicamos en la vida actual.

En esta tradición encontrada en la India y otros países, la muerte es el pasaje para otra vida, la cual será consecuencia de los episodios pasados de nuestra existencia. Es importante, en el momento de la muerte, no producir un karma negativo y, por tanto, se debe apartar los malos pensamientos, los deseos perversos, porque eso tendría consecuencias en una vida futura. Esta visión nos invita a la responsabilidad, porque lo que hoy somos es el resultado de nuestros hechos pasados y lo que somos hoy será la causa de nuestra vida futura. Buda decía que si queremos conocer lo que seremos más tarde, trabajemos sobre lo que ahora somos, porque lo que ahora hagamos es lo que seremos en el futuro.

Por tanto, el segundo tema es el que insiste en nuestra responsabilidad sobre el encadenamiento de causas y efectos que se llama samsara y su liberación, que consiste en salir de la cadena de causas y efectos.

En la tradición hindú la palabra reencarnación es bien distinta de la palabra resurrección. Lo que los sabios buscan no es la reencarnación, pues significa la perpetuación de la ilusión, del mundo y del dolor. Lo que ellos buscan es la resurrección, que llaman “nuevo nacimiento” y salir de este ciclo, entrar en la liberación o en el nirvana, como refiere su religión.

Ante estos dos primeros temas, la tradición materialista más familiar a nuestros oídos dirá que todo eso son elucubraciones. La muerte es el fin y nada hay más allá de eso. Este es el tercer tema.

Dependiendo de la tradición que sigue, serán diferentes las consecuencias sobre el comportamiento de las personas. En la primera tradición que señalamos, no hay cuidador terapéutico posible, eso sería faltar con el valor y la lucidez. Es necesario, principalmente, ayudar a que el individuo tenga una buena muerte. En la visión donde cuenta solamente la vida material es preciso hacer todo lo necesario para que dure lo posible. Y eso crea una especie de angustia en el medio hospitalario. Hacer todo lo necesario para prolongar la vida de una persona sabiendo que va a morir. Tal vez por eso no sean vistos con frecuencia, a la cabecera de los agonizantes, el médico asistente. Allí están, generalmente, las mujeres de su familia que podrían ser llamadas “parteras”.

Todo pasa como si, confrontados con la muerte, los grandes médicos se viesen ante una “herida narcisista irreparable”.  Esta herida irreparable es una expresión de Freíd para describir lo que pasó en el momento de la muerte de su hija Sofía, cuando encontró los límites del poder de la ciencia y la técnica. Puede ser muy dolorosa para personas apegadas al poder y la prepotencia.

Encontramos esta visión  - que me parece contemporánea -  en la Antigüedad, con Demócrito y Epicuro. Epicuro decía: “No os preocupéis con la muerte porque en cuanto estáis vivos no podéis hablar de ella y cuando estáis muertos no estaréis para hablar de ella”. Estos argumentos son los mismos que hoy encontramos.

Por tanto, si por un lado la muerte es el fin de una ilusión y por otro lado la consecuencia de nuestros pasados actos y la ocasión de pasar a mejor vida, de acuerdo con la consecuencia de esos mismos actos, en la tercera visión no hay nada más allá de la muerte y no es la muerte que da sentido a la vida. Jean Paul Sartre dirá que la muerte es la que quita todo significado a la vida y no todos los existencialistas están de acuerdo con esta afirmación. Para Kierkegardo o Heidegger, la muerte es lo que da profundidad a la vida humana, que permite saborear cada instante en su fragilidad y belleza. Para otros existencialistas es la que quita el sentido de todo lo que hacemos. ¿Para qué amar? ¿Para qué intentar comprender? Sabios y locos se encuentran en la misma sepultura, santos y criminales tienen el mismo color bajo la tierra. Es una visión trágica.

Y hay un cuarto tema que nos es más familiar ya que nos viene por medio del cristianismo. En esta visión la muerte no es el fin de la vida. Ni tampoco el comienzo de otra vida nueve en el sentido de reencarnación. La muerte es el despertar para lo que San Juan llama “la vida eterna”. Es la experiencia de la resurrección que, en griego, se dice anastasis.

La palabra resurrección algunas veces es mal comprendida. Muchos cristianos creen en la reanimación y no en la resurrección. Lázaro fue reanimado y no resucitado. Él salió de una tumba para entrar en otra y eso es una reanimación, como vemos en la historia del judaísmo, por ejemplo, cuando Elías reanima al hijo del ciego de Sarepta. En otras tradiciones tenemos otros ejemplos de reanimación. Todos los días, en nuestros hospitales, podemos asistir a escenas de reanimación. Hay muertes clínicas y la prueba de que son reanimados es que los que la sufrieron están aquí entre nosotros. Mientras tanto, no puedo decir que fueron resucitados.

La resurrección es la apertura de nuestra consciencia, aquella infinita que nos habita. Es la abertura de nuestra vida mortal a la vida eterna. De nuestra vida criada a la vida increada. Por eso, los antiguos evangelios descubiertos en Nag Hammadi insisten sobre el hecho de que el Cristo resucitó antes de morir. Él, antes de morir, tuvo la experiencia de esta vida eterna que Lo habitaba y que llamaba Padre. El río de la vida que Él era estaba consciente de la fuente, del manantial que no está en el espacio-tiempo. Él vivía en relación con esa fuente y su muerte fue el final de su ser mortal, no fue la muerte de su ser divino.

Se dice en el cristianismo, que la muerte es un momento de paso. La palabra paso o pasaje en hebreo es pessah, que significa pasar de una consciencia a otra, descubrir en el corazón de nuestra vida mortal la eternidad que vive en nosotros. Si somos eternos, los somos antes, durante y después. La vida eterna no es solamente la vida después de la muerte. La resurrección no es la reanimación. La resurrección no es una experiencia después de la muerte, eso es algo importante que hemos de descubrir.

En este cuarto tema, el sufrimiento de una persona no es una ilusión y, en el cuidado que tenemos con ella, lo tendremos en cuenta, haciendo todo lo posible para ayudarla. Fue así que nacieron los cuidados paliativos. Cuando una persona está en fase terminal, de acuerdo con su estado, no le darán más medicamentos para curarla. Se utilizan analgésicos, que alivien el dolor sin quitarle la consciencia para que él pueda vivir, verdaderamente, sus últimos instantes con la mayor lucidez posible.

En este tema, en esta antropología, el cuerpo, la materia, no son ilusiones que es necesario despreciar. Debemos cuidar de él con todo respeto físico y psicológico posible. Pero el fin de esta muerte no es el final de todo. Por eso este acompañamiento no es algo materialista, sino que ha de ser cuidadoso con los elementos materiales del ser humano. Se preocupa, sobre todo, con el despertar de la persona a la vida eterna. Y, con esa actitud, se ayuda a la persona a encontrar lo que para ella es el objeto de su esperanza, la luz que lo ha guiado durante toda su vida. El papel de acompañante es recordarle la presencia de esa Luz.

Nosotros encontramos en la humanidad estas cuatro actitudes. Algunas nos son familiares, otras nos parecen extrañas. Estamos de acuerdo con algunas y en desacuerdo con otras. Pero cuando acompañamos a una persona en el final de su vida es importante conocer su presupuesto antropológico con el fin de respetarla en su visión de la vida y de su devenir.

Me gustaría ampliar un poco este tema viendo cuales son las consecuencias concretas que ellas puedan tener en nuestra manera de enfrentarnos al sufrimiento y la muerte.

Si la muerte es el fin de una ilusión, la fuente del sufrimiento será el apego. Y será el apego la única cosa a temer en el momento de la muerte. Apego a una imagen de sí mismo, una figura que se toma por sí mismo o apego a un ambiente, a una situación. El papel del acompañante (en una tradición, el Lama), será el de ayudar a la persona para su despegue, para que camine en dirección a la verdadera naturaleza de su espíritu, que se llama Clara Luz. Retornaremos a este asunto posteriormente, pero es interesante notar, desde ahora, que la palabra Lama quiere decir padre y madre. Entonces, en el momento de la muerte como en el del nacimiento, tenemos necesidad de un padre y una madre, de una presencia masculina y otra femenina. La presencia femenina trae la dimensión del toque, la manera de rodear a la persona con su presencia, afecto y delicadeza. Tratar al moribundo no como un casi cadáver sino como un cuerpo habitado por un alma y por un espíritu. Considerar al enfermo como hijo propio y ayudarlo a vivir este difícil paso. La presencia masculina paterna, también es necesaria, trayendo la palabra, una palabra profética que oriente su consciencia. Esto es porque el momento de la muerte es de mucha confusión, hay una subida del inconsciente personal, familiar, colectivo y, a veces, del inconsciente cósmico.

El Libro de los Muertos muestra bien que la persona en su agonía vive experiencias que, vistas desde el exterior, parecen delirios, pero estas pruebas pertenecen al medio ambiente. Podemos hacer una relación entre algunos estados de consciencia vividos en el momento de la muerte, con los estados de consciencia llamados psicóticos porque, en ese momento, la persona entra en lo que denomina “mundo intermedio”.

Sobre este tema, el Libro tibetano de los muertos también nos trae ciertas informaciones. El papel del Lama en este enfoque, es el de decir que todas las visiones, dolores y emociones que pasan por la persona en ese momento y que suben de las profundidades de diferentes inconscientes que lo habitan, no es su verdadera realidad. La real verdad es la Clara Luz. Y entonces, pienso en el prólogo del Evangelio de San Juan, cuando dice que el Logos es la Luz que ilumina a todos los hombres que vienen a este mundo. No solamente a los cristianos, ni a los creyentes, sino a todos los hombres. Y todo hombre que entra en las profundidades de él mismo, pueda hacer esta experiencia de la luz en la materia y de esta experiencia nos hablan los físicos.

El momento de la muerte es, pues, un instante de conocimiento elevado. El agonizante entra en el secreto de su materia, sus células y átomos. Los antiguos decían que todo hombre, en el momento de morir, entra en estado de consciencia que los grandes iniciados conocen, cualquiera sea su preparación. Y el problema es, justamente, la falta de preparación, pues la manera habitual con que cada uno utiliza su consciencia es en la consciencia de alguna cosa, de un objeto, de un concepto, de un pensamiento. En el momento de la muerte, hacemos la experiencia de una consciencia sin objeto, sea exterior o interior. Y si el agonizante no es preparado para esta experiencia del vacío, puede haber un miedo en él, un estrechamiento de consciencia que restaura las imágenes de lo conocido, se trate de imágenes religiosas o se trate de arquetipos. Y es necesario que él atraviese todo eso sabiendo que son proyecciones de su espíritu y entre en la extremidad más sutil del alma, en esta pura luz que él es.

En este contexto, no es bueno llorar ni lamentarse. No quiero decir con eso que las emociones son malas, sino que los llantos del acompañante o de los presentes son para ellos mismos. Lloran por ellos mismos, por la separación que están viviendo. Pero si verdaderamente aman a quien va a morir, debería decir: “¡Vete para ti mismo!”

Si amamos a alguien, amamos su libertad, lo que él es, aunque lo que él sea o haga, nos cause daño. Por tanto, esta es una palabra importante para decirla: “¡Vete hacia tu luz! ¡Tienes derecho a morir, tienes derecho a marchar!”  Porque, muchas veces, retenemos a las personas a quienes amamos y hacemos su muerte más dolorosa. Es necesario permitir que se vayan. Es impresionante como algunas personas aguardan la autorización de sus personas queridas para partir. Y otras no quieren morir en cuanto no puedan ver un hijo que está ausente. Después de cumplido su deseo, se dan a sí mismo autorización para fallecer.

Podemos ayudar, recordándoles que la muerte es algo natural y que esta vida no es la única que hay. O, como nos recuerdan los físicos, este mundo no es el único mundo, sino una determinada longitud de onda. Existen otros niveles de consciencia, otros planos del ser, y algunas veces, tenemos tendencia a identificarnos con este mundo material. Mientras tanto, cuanto más observamos la materia más descubrimos que ella es energía y que esta energía es pensamiento. Y el pensamiento, ¿qué es?

Aquello que llamamos “real”, no es la realidad sino nuestra percepción del objeto o sujeto. Lo que describimos son los límites de nuestros instrumentos de conocimiento. En el momento de la muerte descubrimos que lo real no es solamente lo que percibimos, lo que nuestros ojos ven, sino mucho más que eso.

Este tema nos puede ayudar a vivir con serenidad. No impide el dolor de la separación, pero nos obliga a un mayor conocimiento. Lo que llamamos cuerpo, lo que llamamos materia, no es sólo lo que ciertas creencias materialistas nos pueden decir. Las creencias son respetables pero hay también maneras más científicas, más intuitivas y profundas de observar el ser humano. Esas diferentes maneras condicionan nuestro modo de vivir y morir.

Por tanto, en un primer momento, nos detenemos en estas interrogaciones: ¿Quién soy yo, realmente? ¿Soy sólo un cuerpo? ¿Soy un bloque de memorias felices e infelices? ¿Cuándo yo muera, qué es lo que muere en mí?”

Todas las respuestas que la filosofía, las investigaciones científicas o las tradiciones proponen, no serán mis respuestas. Ellas pueden ayudar a profundizar mis cuestionamientos. Me cabe a mí, a cada uno de nosotros descubrir la respuesta, hasta la síntesis de la cuestión. Y esa respuesta no es simplemente intelectual, es una respuesta vital. Descubro, no como una creencia, sino como una experiencia, que existe en mí una realidad que no muere. Espero que pueda hacer esta experiencia antes de morir, porque no vale la pena esperar la hora de la muerte para hacerla.

Del mismo modo no vale la pena esperar morir para reposar, para hacer la experiencia del Requiem. En las antiguas tradiciones se habla de la muerte como la entrada en el reposo, el vacío del cuerpo mental, el descanso de las emociones y los instintos. Este reposo, ya podemos experimentarlo en momento de oración o de meditación, cuando en el soplo de nuestro soplo, presentimos la presencia del silencio. Aquel silencio donde la Palabra se origina y hacia donde ella vuelve. Aquel silencio de donde viene el Pensamiento y para donde regresa. El silencio de donde viene la Vida y para donde ella retorna.

La tradición de los antiguos terapeutas preconiza que cuando se tiene una pregunta grave y seria qué hacer, debemos interrogar al Maestro Interno y él puede dar la respuesta en sueños. Remitamos pues, todas estas cuestiones sobre el dolor, el sufrimiento y la muerte a nuestro soplo, a nuestro silencio.

Hemos de acostumbrarnos a algunos instantes diarios de silencio, quedando cada uno en actitud de tranquilidad y reposo. Entremos en la consciencia de nuestro soplo. A cada instante expiro; no expiraré solamente en el momento de la muerte. Expiro profundamente, conscientemente y no tendré miedo de ese espacio silencio al final de cada expiración. Entre la inspiración y la expiración hay también un momento extremadamente precioso, donde el pensamiento no entra. Un momento de silencio y de él nace la expiración. Vamos a aproximarnos a este espacio, sin forzar nada, expiremos dulcemente, permanezcamos en este fin de la expiración y dejemos venir la inspiración. Siempre de acuerdo con el ritmo de cada uno.

El aliento es la Vida. Dejemos que él nos conduzca hacia un silencio más simple, a una presencia más pura. Permanezcamos en esta presencia

 

 

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