Inquietudes Metafísicas 1.4

Salvador Navarro Zamorano

 

   

 

 

                              EGOÍSMO: INDIVIDUAL, NACIONAL, RELIGIOSO

La raíz de todos los males de la humanidad.

Muchas cosas se han dicho y escrito, máxime en estos últimos decenios, sobre los males de la humanidad, sus causas y sus remedios. Entretanto, una cosa es absolutamente cierta: que la causa última de todos nuestros males es el egoísmo unilateral; y el remedio de todos ellos es el amor incondicional.

Una solamente es esa egolatría milenaria, múltiples son las formas en que aparece en el escenario de la historia. Para simplificar, vamos a reducir a tres tipos principales el egoísmo humano: el individual, el nacional y el religioso institucional.

El egoísmo individual quiere para sí lo que no quiere para los otros y, no es raro, despoja a los otros de un bien a fin de dárselo a sí mismo; porque el egoísta individual vive en la extraña ilusión de no poder poseer plenamente algún bien cuando lo posee en compañía de otros seres humanos. Poseer implica para él, exclusividad; el maravilloso mundo del amor, de la armonía, es un mundo desconocido. No conoce el amor a sí mismo, solamente el amor propio exclusivo. El egoísta unilateral ve en el amor un peligro para sus intereses personales. No sabe que el mejor modo de amarse a sí mismo es amar a sus semejantes, y que ese amor es la suprema perfección. Tal vez leyó, pero no comprendió, las palabras de Jesús: “Sed perfectos, así como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto, que hace nacer el Sol sobre buenos y malos, y hace caer la lluvia sobre justos e injustos”.

El egoísmo nacional considera su tierra natal como superior a todas las otras tierras y procura engrandecer su patria a costa de las otras, usando para ese fin sus armas físicas y morales, con mentiras, exageraciones y engaños. Es justo que cada uno ame la tierra donde ha nacido, pero no a costa de la verdad y del amor. El patriotismo, en la forma que generalmente se practica, inculcado hasta en la escuela a los niños, es un vicio nacional, tanto más peligroso cuanto más camuflado de “virtud cívica”. Con cierta dosis de clarividencia y sinceridad, puede el hombre verificar su egoísmo individual y, una vez debidamente diagnosticado, aplicarle el remedio correspondiente; pero es sumamente difícil para el ciudadano moderno identificar su patriotismo como egolatría colectiva. Nunca tendremos unas Naciones Unidas como gloriosa y sólida realidad mientras no transformemos nuestro tradicional e idolatrado egoísmo nacional en altruísmo internacional. Es tiempo para poner en las manos de los niños libros escolares concebidos con ese espíritu verdadero y amplio, si quisiéramos hacer de la O.N.U. un hecho y no una palabra.

El egoísmo eclesiástico proclama su religión, iglesia o secta como la única verdadera, considerando al mismo tiempo como falsas todas las otras formas de culto divino. Este es el más peligroso y funesto de todos los egoísmos humanos, por el hecho de venir aureolado de misteriosa sacralidad y ser inoculado al hombre como deber de consciencia, basado en una revelación divina. Está fuera de duda que ese egoísmo sectario es el más abominable y sacrílego de cuantos han desgraciado al género humano, imposibilitando cualquier armonía universal en el seno de la humanidad.

Jesús de Nazaret, el Cristo humanizado, no sabía de esos egoísmos, porque era el hombre perfecto en el cual la plenitud de la Divinidad habitaba corporalmente. Amaba todos los hombres como se amaba a sí mismo, no admitiendo la diferencia entre amigos o enemigos; no odiaba a nadie, aunque muchos quisieran su muerte. Amaba su patria, pero amaba al mismo tiempo la patria de los griegos, romanos y de todos los hombres de su tiempo. Tenía en las manos el poder de hacer de su tierra natal el primer país del mundo, y repetidas veces intentaron atraerle egoístas nacionalistas, y hasta sus propios discípulos, para servirse de su poder divino y derrotar a los enemigos políticos de Israel. Pero ¿cómo podía el rey del amor caer víctima de ese egoísmo personal? Era israelita, sí, pero ¿cómo hacer prevalecer sus fueros de ciudadano de Israel contra sus cualidades de ciudadano del mundo? Murió víctima, físicamente, del odio de los egoísmos nacionales, el héroe del amor universal.

Tampoco proclamó Jesús la iglesia de su pueblo, ni cualquier otra iglesia particular, como única, verdadera e infalible. Si lo hubiera hecho habría sucumbido víctima del egoísmo sectario. Asimismo, se puede decir que reveló más amor para los disidentes (los herejes de Samaria y los gentiles) que para sus propios correligionarios, llevados muchos de ellos del mismo espíritu sectario y exclusivista que hoy en día tiraniza a muchos de aquellos que se dicen discípulos del Cristo. Lo que Jesús dice de los samaritanos, considerados por los judíos ortodoxos como herejes, forma parte del pasaje más bello del Evangelio. El coloquio de Jesús con la mujer samaritana a la orilla del pozo de Jacob es una de las grandes joyas de la literatura religiosa mundial. La parábola del buen samaritano es contada con la intención de mostrar que la esencia de la religión no está en ceremonias rituales o dogmas fosilizados, como pensaban el sacerdote y el levita de la sinagoga, sino en el amor de Dios manifestado en humana caridad, sirviendo de ejemplo lo que hizo el hereje de Samaria. De los diez leprosos curados por Jesús uno solamente volvió para dar gracias, y éste era samaritano.

En tiempos pasados, cuando estudiaba el evangelio en una iglesia luterana, tuve que aprender que Jesús profesaba amor a los samaritanos a fin de convertirlos a la verdadera iglesia, pero nada de esto dicen los evangelios. No hay un solo ejemplo en la vida de Jesús en que él procurase convertir a alguien para una determinada religión o forma de culto; lo que él quiso siempre es que todos conocieran y amaran al Padre celestial; que entren en el reino de Dios. Y, cuando algún disidente, como por ejemplo el buen samaritano, está en el corazón de Dios, Jesús no procura “convertirlo”, arrastrarlo para esta o aquella iglesia. Ni con la mujer samaritana, que no era ninguna santa, usó la táctica de la conversión; no insistió con ella en que fuese a adorar a Dios en el templo de Jerusalén, la “Roma” de los judíos de entonces; antes le hizo ver la necesidad de adorar a Dios “en espíritu y verdad”, fuese en un monte, en Jerusalén, o en cualquier otra parte. No el lugar dónde sino el modo cómo del culto divino, era decisivo para Jesús. No esta o aquella iglesia, sino el reino de Dios es lo que decide sobre salvación o perdición.

Cierto día, en Cafarnaum, encontró Jesús a un oficial romano gentil, tan profundamente religioso que el Maestro lo “canonizó” en la plaza pública, afirmando que jamás había encontrado fe tan grande, ni aun en Israel, entre los fieles y ministros de su propia iglesia. Debe esa asombrosa glorificación de un “santo” no eclesiástico haber irritado los nervios de los sacerdotes de la iglesia de Israel, ellos los detentores y ministros oficiales e infalibles de la única religión verdadera, fuera de la cual no había salvación ni santidad. ¡Qué osadía, qué irreverencia, qué falta de ortodoxia, la de ese profeta de Nazaret, proclamar en público que encontrara fuera del ámbito de la iglesia oficial de su pueblo, un hombre más santo que todos los miembros, fieles y sacerdotes, de su secta! Positivamente, ese hombre de Nazaret no puede ser invocado como fundador de una iglesia sectaria, exclusivista, dogmática, que no admite verdad y santidad fuera de su rebaño.

¡Si Jesús hubiese al menos intentado “convertir” al centurión gentil a la “verdadera iglesia”! . . . pero no hay señales de tal tentativa. Al contrario, llega al punto de insistir con los hijos de la iglesia de Israel que se convierta a la profunda religiosidad de ese pagano, afirmando que muchos de los compañeros de ese oficial romano vendrán de oriente y occidente y tomarán parte en el banquete celestial, mientras que los hijos de la iglesia oficial de Israel, carentes de fe, serán lanzados a las tinieblas exteriores.

Indudablemente, una de las mayores mentiras y de las más abominables blasfemias, es considerar a Jesús como fundador de una secta eclesiástica exclusivista, diametralmente opuesta a su espíritu.

Los más vehementes anatemas que encontramos en los Evangelios son dirigidos contra la jerarquía eclesiástica de Israel, contra sacerdotes y escribas, por “haber robado la llave del conocimiento del reino de Dios; que ni ellos mismos entraban ni permitían que otros entrasen”.

El egoísmo eclesiástico pregonado por las iglesias sectarias, quiere del Antiguo hacer el Nuevo Testamento, pero es la más radical apostasía del cristianismo, que es esencialmente amor incondicional y universal. Es precisamente en ese amor que consiste la verdadera catolicidad del cristianismo. Cualquier “ismo” restrictivo es incompatible. Catolicismo romano quiere decir “universalismo no-universal”, “universalidad parcial”. Si catolicismo fuese catolicidad, evidentemente no sería exclusivista, ni excomulgaría a los que, como el buen samaritano hereje y el centurión gentil, encontraron a Dios fuera de las murallas dogmáticas de una determinada sociedad eclesiástica.

Las iglesias particulares pueden y deben ser caminos para llevar a los hombres al reino de Dios. Esta es su gran misión en la tierra, y la razón de por qué los hombres hacen bien en pertenecer a una de esas instituciones, que le facilitan la entrada en el reino de Dios. Las iglesias particulares son medios y no fines. El medio, sin embargo, debe ser adaptado al fin. Como el fin es amor, el medio no puede ser odio. Cualquier egoísmo o sectarismo eclesiástico es odio, y por esto contrario al amor, al reino de Dios, al verdadero cristianismo. Lógicamente, sólo en razón que una iglesia profese una espiritualidad no sectaria, ella será un medio apto para conducir al hombre hasta lo Divino. No se puede promover amor con odio, cristianismo con egoísmo, catolicidad con catolicismo.

Hay urgente necesidad de aclarar al pueblo esta verdad.

Una cosa es cierta: en cuanto la humanidad no renuncie definitivamente al egoísmo en todas sus formas: individual, nacional y eclesiástica, no habrá armonía real y paz duradera sobre la faz de la tierra.

Es necesario que seamos inexorablemente sinceros con nosotros mismos.

Es necesario que tengamos el coraje de abdicar de nuestras estrecheces personales y la humildad de aprender de la sabiduría de los siglos.

Es necesario que enterremos nuestros ídolos, aun los más queridos y sagrados.

Es necesario que vivamos el Cristo, con, sin o contra, el “cristianismo”.

Fuera del espíritu del Cristo no hay salvación, porque el Cristo es el eterno amor de Dios hecho caridad humana

Amor, caridad, es el cielo.

Odio e insensibilidd, es el infierno.

Egoísmo es ausencia de amor, es infierno, aunque sea egoísmo religioso, sectario, dogmático, eclesiástico.

La humanidad cristiana de occidente se encuentra frente a una tremenda alternativa: ¿egoísmo o amor?

¡Que Dios nos ilumine y guíe!

 

 

 

   

 

 

                              EL CRIMEN DE LA NEUTRALIDAD

Después que el gobernador romano de Judea había declarado cinco o seis veces en público, que no hallaba crimen en el profeta de Nazaret, lo condenó a muerte. La muerte en la cruz. ¿Por qué?

Porque quería profesar una neutralidad religiosa.

¿Por qué?

De improviso, como un meteoro en plena noche, cae en medio del ruidoso proceso contra Jesús una nota de infinito misterio. Aparece una voz de mujer. Claudia Prócula, la esposa de Pilato, envía un mensajero a Jesús con este recado: “Nada tengas que ver con ese hombre justo, porque he sufrido mucho en sueños por su causa”.

Hay quien considera ese mensaje de la mujer como una señal de simpatía para con el Maestro y, posiblemente, ella misma fue movida por esos sentimientos.

Entretanto, el recado señala una clamorosa falta de lógica y una insultante injusticia. En un papel, la esposa del gobernador confiesa que Jesús es justo, inocente y, al mismo tiempo insiste con su esposo para que resuelva el proceso y abandone al acusado a merced de sus enemigos; que nada tenga que ver con ese hombre justo. La conclusión lógica sería esta: una vez que el Nazareno es un hombre inocente y justo, ¿declarará Pilatos tal inocencia?

Esta sería una actitud lógica y digna de parte de Claudia.

Pero ni Pilato ni su mujer tuvieron coraje para silenciar consideraciones e intereses particulares y dirigir sus actos por aquello que ambos habían conocido como correcto, justo y bueno.

Actitudes curvadas y penumbristas como esta, acaban invariablemente en desastre para sus confesores. Si así no fuese, el universo de Dios no sería un cosmos de orden, sino un caos. Es lo que nos dice la sabiduría popular de todos los tiempos; es lo que leemos en las páginas de todos los libros sacros de la humanidad: ¡el pecador no prospera! El infractor del eterno orden cósmico del universo, idéntico a la voluntad de Dios, sufre de peligrosa miopía, contempla nítidamente las cosas concretas e individuales que tiene al alcance de la mano, pero no percibe la grande y eterna realidad que brilla en el lejano horizonte; o, cuando ve esa gran realidad, no cree que ella pueda afectar su prosperidad individual; ignora que todas las individualidades concretas de cada día dimanan de la universalidad divina de la eternidad; juzga poder poseer los efectos sin la causa, los reflejos sin la fuente de luz, los ecos sin la voz, los espejismos sin la correspondiente realidad. El pecador no comprende la suprema sabiduría de aquella frase de Jesús: “Procurad primero el reino de Dios y lo demás se os dará por añadidura”. Procura él las “demás cosas”, perdiendo el reino de Dios.

Poncio Pilato, llevando hasta el máximo la farsa de su ilógica y cobardía, manda traer agua, y ante el pueblo lava sus manos, declarando: “Soy inocente de la sangre de este hombre”.

¡Pilato! ¿qué comedia es esa? ¿Procuras apartar tu consciencia de la culpa con esta mentira? ¿Puede un poco de agua purificar tus impurezas? . . . No, no eres inocente, sino tremendamente culpable, y culpado serás para siempre ante tu consciencia y el género humano . . .

Ni todas las aguas del Jordán, ni la de todos los mares del globo terráqueo podrán lavar este crimen. “Nada tengo que ver con ese hombre justo”, del crimen de una pretendida neutralidad frente al Cristo . . . No hay mayor crimen en el mundo que éste, de no asumir una actitud positiva frente al Cristo y afirmar la causa de su reino. Este es el pecado de los pecados, el pecado contra el Espíritu Santo, la no aceptación de la Verdad conocida.

Fue esa criminal neutralidad de Pilato la que llevó a Jesús al Calvario; y esa misma neutralidad es la que, en nuestros días, crucifica sin cesar el alma de Cristo . . .

¿Por qué no quiso el gobernador romano quebrar su pretendida neutralidad? ¿Por qué no quiso tener nada que ver con ese hombre reconocido como justo?

Porque mucho, demasiado, tenía que ver con sus intereses particulares, su posición política, sus rentas, su prestigio, sus amigos, sus placeres, con una vida regalada y fácil . . .

Sacrificó la justicia por la codicia, la verdad por la comodidad, la consciencia por la conveniencia, la causa de Dios por las cosas del ego . . .

La actitud oportunista de Pilato, ha hecho escuela en el transcurso de los siglos. Dicen las estadísticas que viven actualmente en el mundo 6.000 millones de personas, de los que más de 1.000 millones se dicen cristianos. Si fuese posible hacer una estadística basada en la realidad objetiva y absoluta, veríamos probablemente que es mayor el número de los seguidores de Poncio Pilatos que los de Jesús. Es muy raro encontrar un hombre, aun siendo cristiano, que esté realmente decidido a “tener que ver con ese hombre justo”. No es frecuente encontrar personas positivamente hostiles a Cristo y su mensaje. Casi toda la civilización occidental es nominalmente cristiana; todos hablan con respeto de la persona y doctrina de Jesús. Cristo y el cristianismo son temas, en parte obligatorios, para sermones, piezas oratorias, poesía, tratados filosóficos, manifestaciones públicas y fuegos de artificios de todos los colores. Ciertos sectores de la iglesia cristiana, de la escuela de Constantino el Grande, se sirven con abundancia del nombre de Cristo como medio para conquistar prestigio político, prosperidad financiera, influencia social, pareciendo así discípulos de Pilato, porque en caso de conflicto entre sus intereses personales y la causa del Cristo, nada quieren tener que ver con ese hombre, se lavan las manos ante el público y se declaran inocentes de aquél que crucificaron con su cobardía oscura y falta de actitud positiva frente al “hombre justo”.

Ser integralmente de Dios y del Cristo, es tarea difícil y cosa rarísima. No girar en torno del pequeño ego humano, sino alrededor del gran Yo divino; no hacer propaganda de sí mismo, de su grupo, de su iglesia, de su secta, de su clan, nación o raza, este es el heroísmo supremo y perfección cabal del hombre espiritual.

Hay muchos que se convierten de una iglesia para otra; son pocos los que se convierten de Pilato para Cristo. Son muchos los cristianos egocéntricos, pero pocos los Cristo-céntricos. Muchos hablan de cristianismo, pero pocos siguen al Cristo.

A veces, hasta parece que una hostilidad declarada contra el cristianismo es menos funesta a la causa del reino de Dios, que esa amistad ficticia, esa mortífera neutralidad camuflada de liberalismo y tolerancia . . . Puede un pagano convertirse al cristianismo, pero es inmensamente difícil convertir al Cristo a un cristiano que, tolerante como Pilato, nada quiere tener que ver con ese hombre justo.

Consta que el ladrón en la cruz se convirtió, pero no se sabe que el gobernador romano se haya convertido de su neutralidad incolora . . . Sigue Pilato, a través de los siglos, lavándo sus manos en público y declarándose inocente de la sangre de quien mandó crucificar, a causa de su cobardía y falta de carácter . . .

Sigue Jesús padeciendo bajo el poder de Poncio Pilato . . .

¿Hasta cuando?


 


             ¿POR QUÉ FUE JESÚS CONDENADO POR LA IGLESIA?

La epopeya del cristianismo comienza con la mayor paradoja de la historia: la condena del mayor genio religoso, por la más poderosa sociedad religiosa de su tiempo. La sinagoga, poseedora oficial de la religión revelada, consideraba a Jesús como el mayor pecador, hereje, blasfemo y aliado de Satanás.

¿Cómo se explica esto?

¿Por qué no podían los jefes de la sinagoga: sacerdotes, escribas, fariseos, saduceos y doctores de la ley, comprender el espíritu de Jesús? ¿Por qué no podían esos hombres, evidentemente religiosos, simpatizar con el más religioso de los hijos de Israel, anunciado como tal por los profetas de su propio pueblo?

Hay solamente una respuesta: en el tiempo que Jesús apareció en el escenario de la historia, era la religión oficial de Israel un culto a la “letra muerta”, y no del “espíritu vivificante”. Un cuerpo hipertrofiado sofocando almas atrofiadas, una espléndida moldura sin la correspondiente pintura; eso era la religión de la sinagoga en el tiempo de Jesús.

En épocas anteriores, cuando la profunda espiritualidad de los grandes profetas presidía la historia de Israel, había sido la religión de los hebreos un culto espiritual, una “adoración al Padre en espíritu y en verdad”. Pero, desde 400 años antes de Jesús, después de la muerte de Malaquías, último de los profetas antiguos, hasta la aparición de Juan el Bautista, no hubo otro profeta, mientras que los sacerdotes de la sinagoga continuaban su tarea. Murió el alma y sólo existía el cuerpo de la sinagoga, pero un cuerpo sin alma es un cadáver; formalidades, rituales, casuística, teología, dogmatismo.

La iglesia de Israel en los tiempos de Jesús, obedecía al código canónico de Moisés, la Torah, que consistía en preceptos y prohibiciones externas, en organización burocrática y leyes ceremoniales. Pero lo que Jesús proclamaba era espíritu y vida, religión vivida en la mayor de las profundidades del ser, al punto de poder decir: “El Padre y yo somos uno”, “Quien me ve a mí, ve al Padre”, “El reino de Dios está dentro de vosotros”.

La diferencia entre Jesús y los sacerdotes de la sinagoga era esta: aquellos defendían una religión; Jesús era un hombre religioso. Se puede defender una religión sin ser religioso. Por otro lado, también se puede ser religioso sin defender una determinada religión. Ningún hombre que haya alcanzado la cumbre de su evolución espiritual defiende una religión, esto es, una determinada iglesia, porque el espíritu es panorámico, y está por ello más allá de todos los parcialismos y partidos. Muchos de los grandes genios religiosos de la historia fueron condenados por las iglesias y sectas como herejes o ateos, algunos de ellos eran considerados santos, pero en general después de su muerte. Algunos de esos genios, fueron condenados como herejes y endemoniados por la misma iglesia que, siglos más tarde, los canonizaron como santos, como entre otros, sucedió con Juana de Arco.

La identificación de cualquier iglesia o secta con la religión es una de las mayores aberraciones de la historia.

Los sacerdotes de la sinagoga se remontaban al cuerpo jurídico de una sociedad eclesiástica, mientras que Jesús se inspiraba en el alma eterna de la religión, así como se expresa en las palabras del Génesis: “Creó Dios al hombre a su imagen y semejanza; a imagen de Dios lo creó Él”. Siendo que la íntima esencia del hombre es divina, es Dios mismo, podía Jesús afirmar esta profunda verdad mística: “El reino de Dios está dentro de vosotros”, que es decir, dentro de todo y cualquier ser humano, por más pecador que sea.

Para el sacerdote de la sinagoga, Dios existía en algún lugar, en la vastedad del universo; para Jesús, Dios existía dentro del hombre, el reino de Dios vivía en el espíritu de cada ser humano, era Dios mismo dentro del hombre. Por esto, siendo esencialmente divino, no podía ser alcanzado en su íntima esencia por pecado alguno, porque si así fuese, ese pecado mancharía al propio Dios.

Quien peca es el intelecto, no el espíritu.

Para la sinagoga, dualista y externa, conversión, redención, salvación, viene de fuera, por intermedio de los ministros de la iglesia, intermediarios oficiales entre el hombre y Dios, los indispensables canales de santificación humana. El acceso a Dios era posible solamente por medio de esos canales. No pertenecer a la sinagoga era no pertenecer a Dios. Fuera de ella no había salvación. Los gentiles de Roma y los herejes de Samaria estaban excluídos del reino de Dios, porque no pertenecían a la iglesia oficial y única de Israel.

Para Jesús, el “buen samaritano”, a pesar de ser hereje, era un modelo de religiosidad, indicado como ejemplo a seguir para el clero de Israel, y el centurión romano de Cafarnaum, aunque gentil, era el tipo clásico del hombre de fe, y el Maestro tiene la audacia de afirmar que no encontró tan grande fe como la de él, ni aun en Israel. Ser religioso era para Jesús conocer y amar a Dios y en Él amar a las criaturas de Dios; y no consistía en señalar determinada fórmula del credo o colocarse dentro de una moldura jurídico-teológica de esta o aquella secta eclesiástica.

La historia del cristianismo tradicional de casi veinte siglos, prueba irrefutablemente que seguimos con los pies plantados sobre la misma base ideológica que hizo al clero de Israel incompatible con el espíritu de Jesús. El cristianismo ortodoxo de hoy es aún tan dualista y trascendentalista en su teología y tan negativo en su antropología como lo fue el judaísmo del primer siglo. Para nuestros teólogos, como para los rabinos de la sinagoga, Dios es un ser que habita más allá del mundo visible; y el hombre sigue siendo una criatura visceralmente pecadora, para el cual no ha redención desde dentro, sino salvación desde fuera; dos tesis esencialmente contrarias al espíritu de Jesús. En el día y hora en que las iglesias cristianas admitan prácticamente con Jesús la inmanencia de Dios en el hombre, que el hombre es de hecho la imagen y semejanza de Dios, partícipe de la naturaleza divina, hijo de Dios, templo de Dios en el que habita Su espíritu, como las Escrituras Sagradas afirman, en ese día y hora alumbrará el cristianismo en toda su gloria y plenitud.

Excusado decir que esa inmanencia de Dios no excluye su trascendencia.

El hombre religioso, identificado con ese espíritu de Jesús, no defiende una iglesia o religión, sino que vive a Dios en toda su realidad. Quien defiende una iglesia o determinada religión, puede ser un buen teólogo, rabino o sacerdote, pero no es religioso, porque serlo quiere decir descubrir a Dios dentro de sí y vivir en permanente conformidad con ese glorioso descubrimiento, que es amor incondicional y libertad.

El clero de todas las iglesias, antiguas y modernas, vive esencialmente de dos ideas: la idea de un Dios trascendente y la idea del hombre esencialmente malo y pecador; dos ideas incompatibles con el espíritu de Jesús, y la razón última de su conflicto mortal con la sinagoga. Está fuera de duda que Jesús fuera incompatible con las iglesias teológicas, trascendentalistas y pesimistas de nuestros días, como lo fue con la iglesia de su tiempo, dominada por esa misma ideología. La iglesia de Israel rechazó el cuerpo y alma de Jesús, pero nosotros aceptamos el cuerpo, pero no el espíritu; externamente somos cristianos, internamente rechazamos al Cristo, porque seguimos rezando con la cartilla dualista y pesimista de la sinagoga.

Día vendrá en que una humanidad espiritualmente avanzada alcance las alturas del espíritu del Cristo.

 

 

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