Inquietudes Metafísicas I-1

Salvador Navarro Zamorano

 

INQUIETUDES DEL HOMBRE MODERNO

 

          Inquietudes metafísicas . . . no sé si es una expresión exacta. El hecho es que, a medida que vamos avanzando en esta aurora del tercer milenio, despues del nacimiento de Jesús el Cristo, parece aumentar, en el seno de la humanidad pensante, esa vehemente e indefinible ansiedad radicada en las íntimas e incontrolables profundidades de la naturaleza humana, el ansia de alcanzar las últimas fronteras de la Realidad, la última fuente o causa del cosmos y del hombre, la Esencia, primera y última, del Ser. El hombre pensante de nuestros días está cansado de todos los dogmatismos que, durante tantos siglos, nos fueron impuestos o hecho creer, tanto por parte del materialismo agnóstico de los profanos, como por parte del ritualismo sectario de los teólogos. El hombre pensante de nuestros días está comenzando a despertar para una madurez espiritual auténtica; no quiere ser un no-creyente ateo, ni aún un creyente dogmático, sino un racional consciente, un pionero de la Realidad Última, un abanderado metafísico-místico, un poseedor de la Verdad, de la “Verdad libertadora de la gloriosa libertad de los hijos de Dios”, en el lenguaje de Pablo de Tarso.

          Hace muchos años que estoy observando este hecho, no solamente en las Islas Baleares, sino en toda Europa y en América. En mis Circulares sobre la generalización de la filosofía, he introducido las palabras horizontal y vertical para designar dos actitudes características del hombre de todos los tiempos y países. El hombre puramente animal, o materializado, vive en el plano horizontal o superficial, como cualquier cuadrúpedo, interesado de preferencia, si no exclusivamente, en cosas de la superficie de la vida, como son los bienes materiales, placeres orgánicos y vanidades sociales. Desprecia o tiene pena de los idealistas que creen en un mundo invisible y corren tras “cosas quiméricas”, como Dios, inmortalidad, etc. Hay, todavía, un buen número de hombres, dentro y fuera del cristianismo eclesiástico, que han ido más allá de ese primer estadio evolutivo del hombre, y comenzaron a verticalizar sus vidas, esto es, a cavar rumbo a la profundidad, rumbo a lo eterno y absoluto, a lo espiritual, rumbo a Dios, sea cual fuere la idea que ellos formen de esa gran Realidad. Todos los verticalistas son creyentes, a diferencia de los horizontalistas; pero la mayor parte de ellos  no son sapientes. ¿Por qué no? Porque no han alcanzado el fin de la jornada, no han conseguido unir lo horizontal con lo vertical, lo espiritual con lo material, lo eterno con lo temporal; no ha valido aún establecer la gran síntesis, la reconciliación de todas las cosas; no contemplan todavía la grandiosa armonía cósmica que va a través de todas las latitudes y longitudes, alturas y profundidades del Universo. Creen en una definitiva oposición entre el mundo material y el espiritual, entre lo sobrenatural y lo cotidiano. Aunque digan en su credo que Dios es el único creador de todas las cosas, prácticamente niegan ese monoteísmo absoluto, profesando un extraño dualismo en su vida diaria, creyendo tácita e inconscientemente que el mundo material sea del diablo, y que debe ser evitado como contrario a la Divinidad. El credo de esos ascetas unilaterales es una especie de jaula en la que se halla encarcelada el pájaro de sus almas y de la que no pueden salir, bajo pena de condenación eterna; su credo es como un envase de cierto modelo y tamaño, dentro del cual debe ser comprimida y tapada su vida espiritual; si algo excede a los límites de esa cajita del credo ortodoxo, debe ser cortado como herético. No comprenden esos creyentes dogmáticos que nuestra vida espiritual no es un fósil petrificado para ser conservado en algún museo paleontológico, sino un ser vivo y dinámico en permanente evolución, una planta floreciendo continuamente en un jardín pleno de luz solar, besada por las suaves brisas y sacudida por violentos vendavales. Dios, ciertamente, es un ser absoluto e inmutable, no sujeto a leyes de evolución, pero el conocimiento que tengo de Él, no es ni puede ser jamás absoluto e inmutable; crece y evoluciona con la expansión de mi capacidad interior y receptividad espiritual. De manera que mi credo no puede ser el mismo a los 60 años de edad que lo fue a los 30, supuesto de que no haya violentamente fosilizado mi alma, bajo el impacto de un credo dogmático. Una cosa es la revelación de Dios y otra es la interpretación que los hombres dan a esa revelación.

          Mi credo no es una jaula o una caja geométrica; mi saber es una bandera gloriosa que cargo ante mí y en la cual inscribo aquello que sé de Dios: “Sé que hay un Dios, Padre y Madre, creador omnipotente del cielo y de la tierra”. La bandera de mi credo no está en una gaveta, acondicionada con naftalina, sino que ondea jubilosamente al soplo liberador de las radiaciones divinas, orgullo y alegría propia. Mañana, si Dios me da la gracia de saber más de Él de lo que hoy sé, añadiré ese nuevo conocimiento a la proclama inscrita en la bandera de mi credo, aunque los otros abanderados me consideren hereje o me excomulguen de aquello que ellos llaman su iglesia. Profesar un credo-prisión es un crimen de suicidio espiritual; practicar una fe basada en la Vida, el Amor y la Verdad, es un espiritualismo dinámico y radiante.

          El discípulo del cristianismo ha llegado al punto de unir a la más profunda verticalidad metafísico-mística con la más vasta horizontalidad ético-social. No es un ético sin mística, ni tampoco un místico sin ética. Él es un místico cuya capacidad se revela en una ética universal. Su reino no es de este mundo, como el de los profanos; ni está fuera de este mundo, ni fuera del mundo, sino en este mundo, como el reino del propio Cristo. Del profano horizontalista nada tiene que esperar el hombre, porque no tiene nada que dar; del escapista ascético tampoco podemos esperar nada, porque no hay contacto entre ese solitario contemplador de Dios y el mundo necesitado de redención; el asceta es esencialmente un egoísta, interesado solamente en su salvación personal, e indiferente por el bienestar del resto de la humanidad. Sólo del hombre realmente espiritual, el hombre cuyo reino no es de este mundo sino que está en este mundo, solamente de él puede la humanidad esperar días mejores e infinita redención.

          Volviendo al punto inicial: se demuestra una creciente hambre y sed por el espiritualismo auténtico, genuino e integral. El hombre pensante de hoy está harto del ateísmo agnóstico, así como también de la creencia dogmática; ansía una experiencia mística. Una voz íntima le dice que, siendo el alma humana una “participación de la naturaleza divina”, o mejor, “Dios dentro del hombre”, como dicen los libros sagrados de acuerdo con su filosofía, puede el hombre conocer a Dios, no sensitiva o intelectualmente, sino por una intuición espiritual directa e inmediata, intuición esa que da al hombre la certeza definitiva del mundo invisible. De hecho, los sentidos y el intelecto no dan jamás una certeza real; la única seguridad real e infalible es la que viene de una intuición directa de la esencia del universo, que es Dios. Todo el secreto está en que el hombre se haga suficientemente receptivo a la omnipresencia de Dios. Él nunca está ausente de mí, pero yo estoy casi siempre ausente de Dios. A Él no lo encontrarás al final de un silogismo correctamente construido, sino al término de una vida rectamente vivida. De hecho, yo no puedo encontrar a Dios, pero Él me puede encontrar a mí, supuesto que yo esté dispuesto para ese encuentro, que prepare mis caminos internos para que Dios pueda transitar por ellos hasta donde yo estoy. En otras palabras, si tuviera fe en el mundo divino y ella se revelara prácticamente en mi vida diaria, es absolutamente cierto que Dios me va a encontrar, una vez que estoy preparado a la luz de mi fe y al ardor de mi caridad.

          He viajado mucho, pero no conozco ningún lugar donde el cristianismo genuino e integral tenga todas sus puertas abiertas. Necesitamos de hombres y mujeres identificadas con ese espíritu, que puedan servir de guías y modelos vivos a millares de almas deseosas del reino de Dios en toda su pureza, plenitud y belleza.

          Y para así, responder a las inquietudes metafísicas del hombre que quiere despertar al espíritu que vive en él . . .

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                           INICIACIÓN ESPIRITUAL

          Algunos siglos antes de Cristo, vivía en Atenas el gran filósofo Sócrates.

          Filósofo, vidente y místico.

          Afirmaba que la sabiduría era virtud y la ignorancia era pecado. Decía que nadie peca por querer, por falta de voluntad, sino por un fallo de comprensión; que si el hombre tuviese un 100% de sabiduría no pecaría jamás.

          Según Sócrates, el santo consumado es el sabio, así como el pecador es un ignorante integral.

          Mucha literatura ha sido escrita sobre ese pensamiento del filósofo ateniense, tanto en pro como en contra. Encuentran que es absurdo afirmar que el valor ético coincida con la realidad metafísica, y suelen citar en su abono las conocidas palabras del poeta romano Ovidio:

          “Cosas mejores veo y las apruebo, pero sigo las peores”.

          ¿Y cuál es la razón de ese conflicto entre nuestro hacer y nuestro entender?

          ¿Por qué no obedecemos a nuestras luces intelectuales?

          La razón, como todos saben, son nuestras pasiones, afectos y emociones. Son las poderosas realidades de nuestro mundo emocional que, no es raro, dificultan o imposibilitan nuestra voluntad a seguir los dictados de nuestra inteligencia. Tenemos luces suficientes para contemplar el camino recto, pero nos faltan las fuerzas necesarias para levantarnos y recorrer de hecho ese camino. Entre nuestro entender y nuestro querer está el abismo o las montañas de nuestras emociones que obstaculizan la armonización de nuestro hacer con nuestro entender.

          Parece, pues, que el gran pensador helénico no tenía razón en afirmar que sabiduría es virtud e ignorancia es pecado

          Pero . . . Sócrates tenía razón.

          El punto de controversia está en la palabra saber, sabiduría, sapiencia.

          ¿Qué es lo que el hombre sabe realmente? ¿Aquello que pasa por su cerebro? ¿Aquello que fue comprendido por su inteligencia? ¿Las conclusiones a las que llega lógicamente a través de silogismo o de otros caminos racionales?

          No, el hombre sólo sabe realmente aquello que vive, que experimenta vitalmente, que sufre profundamente; sabe aquello que se funde hasta tal punto en su ser y su Yo Superior, que juntamente forman un solo bloque, una sola entidad, idéntica a su propia naturaleza.

          Se puede decir que el hombre es su experiencia vital, una vez que entre esa experiencia y su naturaleza ya no existe diferencia separable.

          El hombre no es sus actos transitorios, ni la suma de todos esos actos: el hombre es su actitud permanente. Y esta actitud está moldeada por lo que ha experimentado, vivido y sufrido íntimamente. Puede el hombre perderlo todo, menos su experiencia, una vez que ella es su propia naturaleza. Quien por una única vez, por un instante siquiera, entró en contacto vital con la Suprema Realidad, es un iniciado, un sabio. Ya no puede volver atrás. Nunca más podrá volver a ser un ignorante, un profano. Traspuso el misterioso abismo que separa los dos mundos. Hay transición de aquí para el más allá, pero no del más allá para el aquí; un iniciado ya nunca más volverá a ser un profano. Se va del menos para el más, pero no se puede regresar del más al menos. Los que piensan de modo diferente nunca estuvieron realmente en el Gran Más Allá; de lo contrario nunca podrían  haber recaído en la zona oscura del Pequeño Aquí.

          Es notable que la palabra “saber” no significa propiamente tener noción intelectual, sino tomar sabor de alguna cosa. Así, por ejemplo, decimos: “esto me sabe bien”. “Saber” en el sentido original quiere decir “saborear”: conocer alguna cosa por el sabor, esto es, por experiencia directa, vital, biológica.

          El verdadero sabio es aquel que saborea con su espíritu la Suprema Realidad; que experimenta la existencia y le halla sabor. Es consciente de esa Realidad, no por los caminos de la inducción filosófica o conclusión intelectual, sino por el inmediato contacto vital de su ser. Ese saber es un impacto de la Realidad total del objeto sobre la realidad total del sujeto.

          Ese hombre, y solamente él, es un iniciado, en el genuino sentido de la palabra. Dejó todas las periferias del mundo físico-intelectual y avanzó hasta el centro del mundo espiritual, que es la Última Realidad. Dejó todas las sombras de las falsas realidades y descubrió la luz de la Realidad plena.

          Después de penetrar en esa gran Realidad central, puede el hombre volver los ojos a las pequeñas realidades que le rodean; puede vivir en el mundo sin ser del mundo, puede comunicar la inquietud del mundo exterior con la poderosa paz del mundo de dentro.

          Es por esto que el hombre verdaderamente espiritual nunca se aísla del mundo. Quien se separa teme la prepotencia del mundo que le rodea; no es libre; es esclavo del miedo a ser derrotado y ningún ser esclavizado puede ser plenamente espiritual.

          El analfabeto del espíritu, o materialista, afirma la materia y niega al espíritu.

          El semi-letrado del espíritu, el asceta, afirma al espíritu pero niega la materia.

          El hombre plenamente espiritual afirma el espíritu y la materia, poniendo esta al servicio de aquél; esto es ser cristiano integral.

          Es fácil afirmar la materia y negar al espíritu, millones de hombres materializados hasta la animalidad, lo prueban.

          No es excesivamente difícil afirmar el espíritu y negar la materia; muchos ascetas y eremitas lo practican.

          El supremo heroísmo afirma al espíritu dentro de la afirmación de la materia, vivir en el mundo sin ser de este mundo; lo prueba esa lúcida élite que son la luz del mundo y la sal de la tierra.

          Volviendo a las palabras de Sócrates, es perfectamente cierto que sabiduría es santidad, si como sabiduría entendemos el inmediato contacto con la Última Realidad, Dios.

          Ese contacto incluye necesariamente el hombre total, con todas sus potencias y facultades, con todo el cosmos de sus afectos, pasiones y emociones; nada quedó fuera de ese contacto vital, de esa experiencia panorámica de su ser.

          Es por esto que, para un hombre realmente iniciado, no tiene aplicación las palabras del poeta romano: “Cosas mejores veo, pero sigo las peores”. Quien de hecho “vio” la Suprema Realidad nunca más será capaz de actuar contra ella, una vez que se identifica con su naturaleza. Y, siendo que el actuar sigue al ser, el hombre que en su ser es un sabio de Dios, no puede en su hacer, ser un inconsciente; no puede en el terreno ético actuar de modo contrario al que él es en el plano metafísico. El hombre actúa necesariamente de acuerdo con lo que es.

          Se deduce que un hombre consciente de Dios por esa experiencia profunda es prácticamente incapaz de cometer pecado, aunque teóricamente exista esa posibilidad.

          ¿Quiere decir que el hombre espiritualmente consciente debe ser libre en su actuar? ¿Que perdió el libre albedrío?

          Si por libre albedrío entendemos la posibilidad de practicar el mal, de cometer pecado, el hombre espiritual no posee esa libertad. En la suprema culminación de la espiritualidad no existe la elección entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas, entre lo divino y lo diabólico. Esa libertad de elección entre el bien y el mal es una cosa tan inferior que es incompatible con la naturaleza de cualquier espíritu superior, así como escoger entre luz y tinieblas es imposible a la luz integral, así como elegir entre vida y muerte es extraña a un ser esencialmente inmortal.

          El hombre, por la sapiencia de la iniciación espiritual, pasa de hecho del nivel de esa semi-libertad del inconsciente para el plano de la plena libertad consciente. El profano puede pecar, pero el iniciado no tiene esa posibilidad. No tiene elección entre el o el no, solamente puede elegir entre en sí menor y un sí mayor; entre luz y más luz, entre vida y más vida, pero no entre luz y tinieblas, entre vida y muerte. Para el espíritu sapiente solamente existe la libertad para el bien, como para el propio Dios y los seres de su reino.

          Esta sabiduría es la verdadera Gnosis de la que habla los Antiguos Misterios Órficos de los griegos. Gnosis quiere decir conocimiento, no el periférico de la inteligencia, sino el conocimiento central del espíritu. Gnosis, en el verdadero sentido de la palabra, es el contacto espiritual con la Última Realidad.

          Y este conocimiento espiritual, esa gnosis, es imposible sin la fe.

          El último paso de la fe no es, propiamente, creer, admitir ciegamente algún objeto o hecho en atención al testimonio ajeno. Fe, en su suprema perfección, es saber, poseer sabiduría espiritual, profunda, última,suprema.

          Para llegar a esa Pistis-Sophía (Fe-Sabiduría), como la llamaban los antiguos, es necesario pasar por la fé-creencia, por la fe-humildad, por la fe-obediencia. Antes de que el hombre experimente y viva la Última Realidad debe creerla, admitir su existencia en atención al testimonio autoritario de un Maestro sabio, como leemos en el capítulo XI de la Epístola a los Hebreos. Así la fe despejó el enigma y se transformó en una fe cara a cara, en el decir del apóstol Pablo (1ª Corintios, 13), la fe-creencia pasa a ser fe-sabiduría.

          Esta es la razón del por qué la verdadera fe es imposible sin una profunda y sincera humildad. El orgullo, la fatuidad, la auto-suficiencia, el egoísmo, obstruye el camino de la fe en su suprema plenitud, la fe-sabiduría.

          Fe supone, pues, una actitud de pasividad dinámica, si se puede decir así, un vacío del Yo a la espera de la plenitud divina.

          Dios no llena lo que lleno está, solamente lo que tiene vacío. Por eso no puede haber una fe sin esa vacuidad del Yo, que en lenguaje bíblico se llama humildad. Donde quiera exista esa vacuidad del Yo y esa añoranza de Dios, viene la plenitud del Más Allá a derramarse dentro de esos espacios vacíos del aquí y ahora. La plenitud de Dios llena el vacío del Ego.

          Nuestro mundo occidental confía en la omnipotencia de la actividad dinámica.

          El mundo oriental propone la pasividad estática.

          Espiritualismo versus cristianismo, es esencialmente una actitud de pasividad dinámica; y es por medio de ella que los océanos de Dios son canalizados hacia el interior de los desiertos del mundo.

          Esto es iniciación espiritual.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                     METANOIA

          ¡Fulano de tal, convertido al catolicismo!

         ¡Ciclano de cual, convertido al protestantismo!

          Eso es lo que escuchamos y leemos casi diariamente en las noticias, de países católicos y protestantes, en los últimos decenios, con un creciente movimiento hacia la Iglesia Católica de Roma.

          Es el caso de preguntarse si la transición de una a otra forma del cristianismo, sea protestante o católico, puede ser considerada como una verdadera conversión.

          ¿Qué es conversión?

          La palabra usada para “conversión” en el texto original griego del Nuevo Testamento es “metanoia” derivada de dos palabras griegas “meta” (más allá) y “nous” (mente). Conversión tiene que ver, pues, con algo que va más allá de la mente. Quiero decir, que el hombre que se convierte asume una actitud interna que traspasa los límites de su mentalidad habitual. El hombre no convertido está aquí, el convertido está más allá de cierta frontera o quizá abismo, que separa dos mundos. El no converso considera el mundo fenomenal como la única realidad. No soy religioso, dice él, porque soy demasiado realista. Lo que hace ver es que, para él, el mundo espiritual, el “reino de Dios” en el lenguaje poético de Jesús, no es un mundo real, sino solamente imaginario, ficticio, una especie de fantásticos fuegos fatuos o espejismos en el desierto, que el viajero puede contemplar desde lejos, pero que cuando se aproxima se desvanece como un bello sueño. El no converso, el “profano”, cuando es liberal y magnánimo, “perdona” al hombre espiritual la “flaqueza” de creer en un mundo metafísico, divino; a su entender, la fe dice más al sexo débil que al sexo fuerte. Para el profano, el mundo es esencialmente opaco; nadie sabe lo que existe más allá de las macizas murallas de los fenómenos físicos, y como nunca ha vuelto nadie del Más Allá para darnos noticias de ese supuesto mundo, es sumamente probable, si no cierto, que tal mundo metafísico es puramente quimérico, como la lámpara de Aladino o las hadas de los cuentos infantiles. Algunos de esos profanos se autodenominan “agnósticos”, otros se suelen llamar “ateos”. El agnóstico, por lo menos, está dentro del terreno de la buena lógica y dice: “No sé si hay Dios”; mientras que el ateo, atropellando la lógica, dice: “yo sé que no hay Dios”. ¡Como si alguien pudiese saber lo que no existe! ¡Como si la “nada” pudiese ser objeto de un acto consciente! Pero el llamado ateo, en su ilógica, piensa que la única razón de la imperceptibilidad física de un objeto es que ya no existe; no pasa por su mente que pueda haber otra razón por la que no es perceptible, a saber, la incapacidad del sujeto de conocer. Ignora que la tarea y misión de los sentidos no es alcanzar la Realidad como tal, sino tan solamente una diminuta parcela de la realidad, adaptada a las necesidades de nuestra vida individual.

          “Metanoia”, “conversión”, es el descubrimiento de un nuevo mundo, un mundo real, tremendamente real, infinitamente más real que el mundo de los sentidos y la inteligencia individual. Conversión supone siempre una "revelación", esto es, el " correr de un velo” (re-velar) quitar el velo. El “nuevo mundo” ya existía antes de ser revelado al hombre; pero había entre el hombre y ese mundo algo que obstruía la visión, como un obstáculo opaco que no se podía atravesar con la fuerza de los sentidos y la inteligencia. Súbitamente, debido no se sabe a qué ignoto misterio, ese velo fue corrido, y ahí está el mundo de Dios en toda su grandeza y magnificencia.

          Hablar de este mundo divino, del “reino de Dios”  a un profano, es lo mismo que hablar de luz a un ciego o de sonidos a un sordo; estas palabras serían para ellos vacías, bellas leyendas, recipientes sin contenido. Dios es para el inexperto, el profano, el no converso, una “palabra sagrada”, una “idea venerada”, pero no una realidad.

          La transición de la palabra o idea para la realidad eso es la conversión.

          Ahora, a la luz de esta verdad, es fácil comprender que la transición de una forma de religión a otra, la salida o entrada de una iglesia para otra, no es ni necesario ni suficiente para que haya verdadera conversión. Es nada más que el cambio de una posición a otra en el mismo plano horizontal, mientras que la conversión es una mudanza del plano horizontal para la línea vertical. El profano es, por así decirlo, un superficial, el iniciado o convertido es una profundidad.

          Dentro de cualquier iglesia, en el seno de las grandes religiones de la humanidad, puede el hombre convertirse desde la inexperiencia a la experiencia de Dios, sin dejar su iglesia o forma de religión. Un hombre unido con el eterno Logos de Dios, como San Juan de la Cruz llama al Cristo.

          Yo entiendo que la conversión genuina es la transición de las tinieblas para la luz, de la muerte para la vida, de la ceguera para la videncia, de la ignorancia para la experiencia de Dios.

          La filiación a una iglesia es consecuencia espontánea de la verdadera conversión, porque el convertido, más tarde o temprano, entrará en contacto con otros hombres que pasaron por la misma experiencia espiritual, que conocen a Dios como él, por una revelación interna; esos hombres, antes de conocerse personalmente, forman una “Gran Hermandad Espiritual” y este era el sentido del bellísimo artículo del Símbolo Apostólico en la primitiva cristiandad: “Creo en la comunión de los santos”. Cuando entonces, dos o más de esos “santos” o amigos de Dios se reunían, allí estaba el Cristo en medio de ellos, en medio de esa “ecclesia”, de esa asamblea o congregación de hombres renacidos por el espíritu y videntes de Dios. El verdadero santo nunca será un permanente eremita, un solitario, un separatista, un segregado de la comunidad espiritual.

          Los hacedores de estadísticas y catálogos, saben cuales y cuántos miembros pertenecen a una determinada iglesia, pero solamente Dios sabe quién está de hecho en el reino de los Cielos, aquí en la tierra. De esa hermandad espiritual no se puede hacer estadística o imprimir catálogos, así como no se puede recoger la luz solar dentro de una caja, o estampar con un sello el Espíritu de Dios. Luz solar cerrada no es luz; espíritu sellado no es espíritu . . .

          Es tiempo de pasar de la teología a la mística, de la burocracia eclesiástica a la experiencia divina. No hay cristianismo ni religión alguna sin experiencia de Dios. Esto es mística. “Mistica” quiere decir “oculto”, ignorado por los sentidos; quien conoce lo oculto conoce la Verdad, que es Dios. Verdadero místico es aquél que conoce a Dios por intuición o revelación interna, como Jesús el Cristo, que era el mayor de todos los místicos.

          Estamos en los albores del tercer milenio. Posiblemente algunos de mis lectores llegarán a nacer y vivir el siglo XXI.

          De aquí a veinte siglos, allá por el año 4.000 de la era cristiana, ¿de qué forma se habrá asumido la religión del Cristo entre los hombres? Una cosa es cierta: si el cristianismo se desarrolla normalmente, como espero, los verdaderos cristianos del siglo XL serán místicos en el auténtico sentido de la palabra, sabedores y conocedores, conscientes del Cristo y de su Dios. No será considerado cristiano quien haya oído solamente hablar del Cristo, o repite palabras sagradas, o pone su nombre en el listado de una iglesia. Será solamente cristiano aquél que está “espiritualizado”, identificado con Cristo, que puede con toda verdad y sinceridad decir con San Pablo: “Estoy crucificado con Cristo . . . Mientras, yo vivo; no soy yo el que vivo, sino es el Cristo quien vive en mí”. El verdadero místico es, por así decirlo, vivido por Dios, así como las hojas y flores de un árbol son vividas por el alma de la planta.

          Vivir el Cristo y ser por él vivido, es el único modo de contribuir positivamente al triunfo del reino de Dios sobre la faz de la tierra, en el alma del indivíduo, de la sociedad.

          No hay problemas; hay un solo problema; es el problema de la conversión individual.

          Metanoia; esta es la solución del problema del hombre y de todos los problemas de la humanidad.

   
     

 

 

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