ARTÍCULOS PERIODÍSTICOS

Salvador Navarro Zamorano

 

 

  LA INTUICIÓN

          Salvador Navarro Z.

 

 

          NUESTRO HUESPED DESCONOCIDO

          Al contar en su autobiografía como había compuesto LA CONSAGRACIÓN DE LA PRIMAVERA, Stravinsky dijo: “Oí, y escribí lo que escuché. Soy un canal por medio del cual pasó lo Sagrado”. También el compositor inglés Elgar tenía la convicción de ser sólo el medio casi inconsciente a través del cual nacían sus composiciones.

          Cada vez que Picasso iniciaba una nueva obra sentía que “alguien” trabajaba con él. “Pintar es más fuerte que yo. Hago lo que quiere hacer”, llegó a afirmar.

          El día 27 de Abril de 1.802, el científico André Ampere, siete años después de descubrir la solución de un problema para el cual no conseguía resultados, dijo con alegría: “El problema me volvía con frecuencia a la mente y yo buscaba veinte veces la solución. Durante días tuve continuamente la idea conmigo. Por fín, no sé como, encontré la respuesta juntamente con un gran número de consideraciones curiosas y nuevas sobre la teoría de las probabilidades”.

          Estos y muchos otros episodios semejantes, rodean nombres famosos en el campo del arte y de la ciencia. Tales hechos parecen evidenciar la existencia de un mecanismo interno que actúa sin interrupción bajo diversas formas, como “otro yo”. Revelan la acción de un “huesped desconocido”, de un deimon, “instigador que es compañero de toda la vida, aunque sólo sea reconocido como tal después de una serie de coincidencias, premoniciones, intuiciones e inspiraciones, significativas.

          Para llegar a esa conclusión, nos tendríamos que basar en la teoría de la mente subliminal, elaborada por el filósofo y psicólogo Frederic Myers hace más de un siglo. Freud definía al inconsciente como una reserva primordial de energía completamente desorganizada que necesita ser controlada por el ego de la mejor manera posible. Myers, al contrario, afirmaba que el hecho de que la mente subliminal actuara en muchas circunstancias de forma semejante al ego, hacía justificable la identificación de un “yo subliminal”, parte del yo total, pero capaz de comportarse como una entidad independiente. Según él, ese “yo” tenía la capacidad de captar informaciones fuera del ámbito normal de los sentidos, como por ejemplo, el pensamiento de otras personas (telepatía), o de actuar directamente sobre la materia.

          Por esta teoría, cuando la mente inconsciente entra descontrolada en la consciencia, puede producir síntomas como la neurosis, psicosis e histeria. Pero si es controlada por el yo subliminal, produce síntomas de genialidad.

          Retomando y ampliando esos conceptos, se establece dos categorías de deimons,: las musas, fuente inspirada de artistas, compositores y escritores; y el efecto “eureka”, colaborador de los científicos en general. Además, se distingue otras manifestaciones de “huéspedes desconocidos”, que algunos estudios prefieren llamar “superconsciente”, dada su capacidad de recoger informaciones a través de fuentes extrasensoriales. Se incluyen aquí no solamente la telepatía, intuiciones y premoniciones, sino también alucinaciones de los sentidos y experiencias místicas del tipo “sentimiento oceánico” (éxtasis).

          Aunque ciertos individuos bien dotados, como grandes artistas, científicos o paranormales, se definan claramente como poseedores de personalidades superconscientes, cualquier persona tiene acceso y puede explorarlo. Ejemplo simple de eso, es la experiencia común de utilizar un ejercicio para llevar al inconsciente a recuperar cierta información del archivo de la memoria. Queremos, por ejemplo, recordar el título de una película, pero por más que nos esforzamos no lo conseguimos. Entonces, pensamos en otro asunto y, súbitamente, como por arte de magia, el nombre viene a nuestra memoria. El mismo mecanismo ocurre cuando utilizamos el yo superconsciente como despertador. No son raras las personas que determinan una hora para despertar al día siguiente y, automáticamente, despiertan en el momento deseado.

          También las incitaciones espontáneas del propio superconsciente, en forma de intuiciones casuales, nos son familiares y puede darnos avisos oportunos, inexplicables conscientemente. En la biografía de W.Churchill, hay un relato que demuestra el poder benéfico de la intuición. Estaba Churchill preparándose para entrar en un automóvil del Estado Mayor, cuando sintió el impulso de sentarse en el lado derecho en vez del izquierdo, como siempre hacía. Camino de casa, una bomba cayó cerca del auto, levantándola con la onda expansiva y dejándolo apoyado sobre dos ruedas. Si hubiese estado sentado en el lado izquierdo, habría sido herido o muerto. Preguntado sobre la razón de haber ocupado un lugar distinto, explicó: “Alguno cosa me dijo “al otro lado”, antes de yo llegase a la puerta abierta del coche. Entorás encontrado muerto en su interior a esta hora de la semana que viene”.  Dean se rió. A las 16 horas del viernes siguiente, falleció cuando conducía el coche.

          Por otro lado, una serie de evidencias indican que existe un mecanismo a través del cual una alarma puede ser accionada y captada por alguien “en sintonía”. En ese caso, parece ser telepático. El yo superconsciente no recurre sólo a intuiciones, premoniciones y otras, para llegar a la consciencia. Cuando la resistencia a su acción es fuerte, se puede servir de alucinaciones visuales para impresionarnos. A pesar de que las alucinaciones parecen ocurrir a personas con problemas mentales, hay centenares de casos de individuos saludables que han sido víctimas de alucinaciones, incluso de apariciones.

          Viajes astrales, técnicas de meditación, el uso de drogas determinadas y el empleo de sistemas adivinatorios, son algunos de los medios que propician un mayor acceso a los contenidos del superconsciente, aunque el único estado alterado de consciencia que no despierta el miedo sea el sueño.

          Tal vez por eso, a lo largo de la historia de la humanidad, los sueños se han revelado como uno de los instrumentos más comunes e impresionantes del que se sirve el superconsciente para transmitir informaciones. Presenta desventajas con respectos a otros métodos, por su carácter caótico y ser olvidados con rapidez. A pesar de esos inconvenientes,  siguen influenciando la vida de los hombres.

          Sea cual fuere el medio utilizado, lo fundamental es, en suma, que se re-aprenda a trabajar con el sexto sentido, que en verdad una vez fue el primero. Según el filósofo Henri Bergson, el cerebro, en su proceso de evolución, necesitó transformarse en un filtro para hacer selección de informaciones transmitidas por los sentidos. Como los cinco sentidos daban informaciones de importancia inmediata, el sexto sentido (el primero), se fue abandonando por ya no ser tan práctico, siendo por eso olvidado.

          Pero el superconsciente no ha dejado de evolucionar, buscando entrar en un acuerdo con nuestra inteligencia individual. A través de la intuición, ha encontrado maneras, con artistas y hombres de ciencia. Está aprendiendo a ser un protector mejor y un inspirador más eficiente, tanto de individuos como de comunidades.

          Desdeñando los dogmas y conceptos racionalistas, cuya influencia impide la mera concepción de la realidad no perceptible por los sentidos, nuestro “huesped desconocido” permanece en su puesto, siempre dispuesto a actuar a nuestro favor. Con nuestro consentimiento o sin nuestro permiso.



 

 

 

 

 

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                                                 LA ALEGRIA Y EL DOLOR

          La vida, el mero vivir, es alegre, con la alegría simple de sentirse vida. Se ha dicho bien al llamarla “alegría de vivir”. Pero a medida que la vida va deshumanizándose, sintiéndose duplicada en la conciencia, se va haciendo pesada en el pensamiento, alicorta alegría de conocer y de pensar. El pensamiento recata la expansividad, la espontaneidad de la vida misma que, mellada y sofocada por las críticas de la razón, se defiende con astucias y rebeldías. Es lo que da lugar a las convulsiones de las guerras y los estallidos de las pasiones en las vidas elementales, los llamados “complejos reprimidos” por los psicoanalistas.

          Pero hay un ser humano, todo un tipo de humanidad que no ha sido aislado ni especialmente estudiado, en que no existe la alegría de pensar, pero en quien se entraña el raro júbilo de sufrir. Ese ser es la mujer. Alegría y dolor encajan esencialmente en lo femenino, porque ambos son formas pasivas de vida; pensar, en cambio, es la forma primaria de obrar sobre ella. El pensamiento es un instrumento de ataque; instrumento que hemos improvisado, hasta el punto que, mientras no nos creemos autores de nuestros dolores y júbilos, sí nos creemos autores de nuestros pensamientos. Pensar es no concordar con el mundo, discutir con él y tratar de imponerle normas. Reir y sufrir son modos de rimar con el Universo, sólo que, en la alegría rimamos con su piel de aguas, de vientos y de nubes, y en el sufrimiento, rimamos con su profundidad. Al sufrir, creemos acercarnos a nuestras últimas expiaciones, en que reencontramos nuestro ser auténtico y olvidado, pero también un mundo más rico y humano.

          Desde el lado femenino de nuestro ser, descubrimos que, en el sufrimiento, está la mejor cantera de nuestra vida profunda y que estamos más dentro del corazón del Universo que con la alegría. Es decir que no sólo nos expresamos nosotros  - nos exprimimos - en el dolor, sino que el mundo todo parece en ello cobrar sentido, como si se expresara también. De ahí la extraña alegría de sentirse distinguido por el infortunio. Hasta que no sufrimos, no nos creemos poseídos por un alma madura y la medida exacta de nuestra dimensión profunda llena de algas, de monstruos y de estrellas. Del buceo en el dolor salimos enriquecidos y con la conciencia nueva y húmeda de lo hondo de nuestro ser. Y al revés; toda sensación de profundidad en nosotros mismos nos produce el dolor del miedo, como una conciencia oceánica de la que procedemos y a la que no nos atrevemos a asomarnos más que entre sueños.

          Pero mientras el hombre llega al dolor y a la profundidad de sí, muy raramente y por el camino del saber, de la meditación y del análisis, la mujer llega al dolor directamente, por el contacto con el fondo último de los seres, por la com-pasión universal a que le impulsa su sentimiento de comunidad cósmica. Lo femenino, sufriendo, com-padeciendo, ensancha y profundiza su conciencia de comunidad. La mujer es más honda cuanto más naturaleza de servicio, más maternidad y más compasión siente en sí. Por eso es alegre y es esencialmente un ser dolorido, pero más golosa de los dolores que de las alegrías. El hombre no sabe sufrir bien ni toma sabor poético del sufrimiento. Es un ser que rechaza y no participa de la comunidad mística de los dolores. En vez de paladearlos, los intelectualiza y observa, pero apenas los comparte. Cuando el hombre pierde un hijo, siente la vergüenza íntima de no saber sufrir suficientemente por él. Sospecha que su pena ha de ser más intensa y la busca en su alma y no la encuentra. El llamado “dolor de padre”, es conciencia de poder maltrecho, no como en la mujer que es arrancamiento de raíces, desolación de tierra por la pérdida de sus frutos más generosos. Hasta cuando un hijo enferma o muere, supone la madre que hubo desidias en su misión materna y atribuye al hecho motivaciones de tipo penitencial. A la muerte del marido, del padre, del hijo, se siente inconsolable; no es que no halle consuelo, sino que no lo quiere. Siempre le parece no haber sufrido bastante, siempre lamenta no saber morirse, siguiendo el sentido del dolor. Es un vacío total, un irse vaciando por el fondo del ser, hasta sentirse sobre los abismos de la nada.

          Con la alegría damos o queremos dar a los demás participación en nuestra vida gozosa, pero como la alegría es de esencia gaseosa, sonora y espumante, se disipa y no vincula.  El espíritu del hombre sólo alcanza a crear Arte cuando alguna forma de melancolía, esperanza, anhelo, tristeza o risa, pide expresión. Todo artista se siente justificado en todos sus errores porque se siente al otro lado de la alegría o del dolor, del bien y del mal; su creatividad le salva. Quizá pueda decirse que el Arte es la versión estética del alma humana.

                                                           Salvador Navarro Zamorano

 

 

 

                       

 

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EL HOMBRE Y DIOS

 

 

 

 

 

    La ruptura de la visión puramente materialista del mundo y el vigoroso renacimiento de la busca del hombre como ser espiritual, son dos características fundamentales de la gran crisis de la civilización. La moderna actualidad religiosa acepta criticamente los valores esenciales y universales de las religiones establecidas, pero pone énfasis en la capacidad de cada ser humano para descubrir, dentro de sí, las ideas y las energías que lo llevarán a la meta deseada: la re-ligación con Dios.

    Sri Ramana Maharishi (1.879-1.950), fue un iluminado que vivió en este siglo. Considerado un santo vivo por sus seguidores, entre los que estaban Huxley y Carl Jung, entre otros, hablaba poco y escribía menos aún. Sus enseñanzas combinan sutileza metafísica y gran simplicidad, pareciendo surgir de alguna inagotable fuente interior con la cual estaba en contacto. Su tema constante era el descubrimiento del Yo esencial, el aquí y ahora en todos los seres, sintetizado en la pregunta: “¿Quién soy yo?”, no el cuerpo físico individual, la mente o los sentidos, sino siempre la iluminada consciencia divina, el ser uno mismo  de todos nosotros.

    Ser uno mismo. Abrir el ser único y completo que se esconde en lo más íntimo de cada uno de nosotros. Esta es la fórmula mágica que parece condensar todo el sentido de la busca religiosa de nuestros días. Una busca que recorre dos caminos inseparables: libertad y responsabilidad. Libertad para ser exactamente aquello que somos, de la manera que la naturaleza nos hizo, únicos y sagrados. Responsabilidad de saber que somos co-partícipes de la creación, manutención y desarrollo del mundo, y de su eventual destrucción. Una busca religiosa que no esté orientada en el sentido del encuentro con un Dios que existe fuera de nosotros, pero sí en el sentido de permitir la manifestación de la consciencia divina que existe en nosotros.

    La revolución del sentido de la busca religiosa actualmente en curso, tal vez sea el más importante fenómeno de la gran crisis de la civilización contemporánea. La crisis de transición entre aquello que se acordó llamar de la Era de Piscis para la Era de Acuario.

    Gran número de personas, particularmente en las modernas sociedades, cuestiona muchos aspectos de su herencia espiritual. Otros muchos no aceptan algunas enseñanzas básicas de las teologías ortodoxas del cristianismo y del judaísmo, como la historia de Adán y Eva, Noé y el Diluvio; los “mandamientos” grabados en dos tablas de piedra; la virginidad de María; los milagros de Jesús. Como mucho, aceptan una interpretación simbólica de estas historias, atribuyéndoles un valor arquetípico relacionado con fenómenos importantes de la psiquis humana. Por otro lado, se contesta abiertamente a ciertas posiciones autoritarias y dogmáticas de las Iglesias relativas a planeamiento familiar, aborto, divorcio, educación sexual, censura de libros, películas y televisión. Muchas otras personas se sienten confunsas debido al aparente conflicto entre la Biblia y los descubrimientos científicos relacionados con la evolución. Encuentran imposible aceptar los conceptos religiosos tradiciones de Cielo e Infierno.

    Uno de los aspectos ventajosos de cualquier crisis es producir cambios en la mente y en la consciencia de quien la vive. La mente del hombre moderno abrió en ese sentido muchas puertas, y un refrescante soplo de investigación, de desafío y de razón, pasa hoy a través de las tradiciones y de las enseñanzas religiosas tradicionales. A las cuestiones fundamentales de la vida: “¿Existe Dios? ¿Cuál es la relación del hombre con Dios? ¿Cuál es el propósito de la vida?”, hoy se procura formular respuestas basadas mucho más en el fuero personal de cada uno y mucho menos en las enseñanzas de los dogmas, antes aceptadas sin discusión.

    Claro que, para muchos, aún es más fácil y cómodo adoptar la filosofía religiosa de su país, su sistema de valores, ética; su visión de la naturaleza humana; sus respuestas y cuestiones fundamentales de la vida. Como consecuencia, su filosofía espiritual personal es determinada por aquella que ha sido adoptada y transmitida por su familia.

    Pero la moderna educación y la sociedad incentivan al individuo a cuestionar. Muchas personas hoy prefieren pensar por cuenta propia, experimentar, evaluar, en el sentido de crear una filosofía espiritual propia. Parece irreversible la tendencia actual de cada persona en buscar sus propias respuestas, encontrar su propio camino, “dejar de utilizar las muletas y caminar sobre las propias piernas”.

    Pero, la contribución de los sistemas tradicionales es muy importante, y sería insensato, casi imposible, prescindir de ellos. Lo que se discute, fundamentalmente, es también el uso que de ellos se hace, y no sólo de su contenido.

    Se puede y debe estudiarse los sistemas religiosos tradicionales en la tarea de construír, en términos personales, una filosofía espiritual de la vida. El inmenso acervo de conocimiento y sabiduría recogido y organizado por esos sistemas no puede absolutamente ser despreciado. Para eso, los modernos pensadores modernos preconizan actitudes y posturas consideradas fundamentales. Entre ellas están:

    *Buscar en cada teología los restos de las verdades originales, como fueron expuestas por el “fundador” de aquella teología y conservados por las fuentes más fieles y respetables. Así, en el cristianismo, buscar las enseñanzas originales de Jesús; en el islamismo, las enseñanzas de Mahoma; en el budismo, las de Gautama Buda.

    *Examinar con sentido crítico las modernas interpretaciones de aquellas verdades elaboradas por el sacerdocio institucionalizado, y considerar del mismo modo crítico las interpretaciones hechas por otros y por uno mismo.

    *Desafiar las imposiciones de cualquier teología que pretenda imponer sus interpretaciones de la “verdad”, particularmente en los casos en que tales interpretaciones violenten nuestra consciencia.

    Además de los recursos de las teologías ortodoxas tradicionales, el moderno “buscador” pueden recorrer una segunda fuente de ayuda, la ciencia, que suministra importantes informaciones sobre los orígenes del universo y las formas de vida sobre la Tierra. Por ejemplo, a partir de las ciencias física y biológicas, se concluye que todo en la realidad física terrena consiste de los mismos elementos, organizados según una química común, que se desarrolla en dirección a un estado de “perfección” o de “armonía”, que obedece siempre a las mismas reglas y leyes. Por tanto, todo lo que existe es esencialmente uno. Las diferencias entre el hombre, el animal y la planta, son insignificantes en relación a todo aquello que ellos tienen en común.

    La ciencia moderna nos enseña que los conceptos de “progreso” o “desarrollo” de los seres vivos, pueden ser medidos según la escala de sus respectivos grados manifestados de “consciencia”. Un animal es entendido como más “consciente” que una planta; un ser humano es más “consciente” que un animal; y un ser humano es más “consciente” que otro ser humano.

    La ciencia al ir más allá de los límites racionales-materiales e ingresar en un universo ilimitado de una visión holística del mundo y del hombre, nos da preciosos parámetros para el buscador del futuro. Entre ellos son:

    *Los seres humanos son únicos entre los seres vivos en su consciencia del nacimiento, vida y muerte. Son también únicos en su habilidad de contemplar e investigar esos fenómenos y adoptar una actitud consciente en relación a ellos.

    *El ser humano es único en su capacidad de concebir, implementar y juzgar atributos intangibles de actitudes, carácter y comportamiento y tener consciencia de sus resultados y consecuencias.

    *La vida en la Tierra puede servir como laboratorio de aprendizaje experimental, en el cual vivenciamos los efectos de nuestros más elevados y menores niveles de pensamiento y comportamiento.

    El hombre, desde el punto de vista de la ciencia, evoluciona fisicamente y conscientemente en armonía con todo aquello que existe, en dirección a la plena realización de sus elevados potenciales. Esa fuerza creativa  - imperativo evolutivo que la ciencia reconoce existir en el hombre -  puede ser llamada “manifestación divina”, o “fuerza espiritual”, o simplemente Dios. En ese sentido, la ciencia puede proveer para el buscador una base para la creencia en la naturaleza espiritual del hombre.

    La metafísica, al lado de las teologías ortodoxas y de la ciencia, es la tercera fuente alternativa para la provisión y orientación del moderno investigador. El término fue creado por el filósofo griego Aristóteles para describir algunos de sus pensamientos y conceptos. El quería una palabra que expresase el concepto de ser, más allá de la lógica y de la materialidad. Añadió el término meta, significando más allá, al término de física.

    Algunos ejemplos de ideas metafísicas heredadas de los griegos y de otras filosofías de la Antigüedad, y que son ahora de actualidad:

    *El alma es inmortal.

    *La inspiración humana es un “recuerdo anímico” de encarnaciones precedentes.

    *Existe un Dios, manifestado en todas las formas de Creación. Dios, en sí mismo, no tiene materialidad ni forma. Es una “presencia” permanente en todos los lugares, en todas las cosas y en todos los tiempos.

    *El potencial del hombre es perfección en la forma, en la función y en el ideal.

    * Las personas encuentran la felicidad en la realización de su plenitud.

    *Para tratar la parte es necesario el todo, incluso el alma.

    *El auto-dominio y la armonía son esenciales para el desarrollo humano.

    *Es necesario limitar los pensamientos negativos.

    *Es preciso estar quieto para contemplar y percibir el propio Yo Superior, como parte integrante del universo.

    Es extraordinario verificar la gran identidad que existe entre los grandes filósofos metafísicos orientales y occidentales en todas las épocas. Mucho antes de la era cristiana, las escrituras hindúes hablaban del concepto de un Dios único. Enseñaban que todo sufrimiento humano nacía de la pérdida de la consciencia de unidad con Dios, pero que esa separación era aparente. Desde que todas las cosas forman parte del Uno, no puede haber separación real.

    Lao-Tse enseñaba que el espíritu humano es parte del espíritu Divino, y que el hombre fluía a través de El, manifestándolo y experimentándolo. Era un mal todo lo que inhibe ese flujo; y todo aquello que lo estimulase o incrementase, era el bien.

    En la Edad Media, el maestro Eckhart, un sacerdote católico, del siglo XIII, escribió:

    “Dios es aquello que existe; el universo es Su manifestación.

    Dios es siempre amoroso y protector.

    No reces pidiendo cosas a Dios. El siempre dá aquello que es necesario.

    No pienses en las cosas como ellas son; piensa en las cosas como deberían ser.

 

 

 


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                                        EL AMOR Y LA MADRE

 

 

          Todo lo erótico quiere matar; todo lo que ama quiere morir. Y morir por el amado. El hombre busca en la mujer a la madre, si no suya, sí la madre de su descendencia, de sus hijos, en los que se siente revivir y volver a nacer. Y de ese sentimiento vuelve los ojos a la esposa para hallar en ella a “la Madre”, de la que él participa también oscura y filialmente. Cuando el padre habla a sus hijos de “mamá” o de “la madre” se siente lleno de ternuras de hijo hacia ella; como cuando ella habla a los hijos de “papá” o del “padre” se siente incluída en un sentimiento de amparo común con los hijos. De ahí la ternura que nos gana a todos cuando pensamos que nuestra esposa es “la madre de nuestros hijos”, que no es un sentimiento de gratitud, sino ternura, nostálgico recuerdo hacia la caverna maternal a donde quisiéramos volver oscuramente y de donde “sacamos” a nuestros hijos, como si los hubiéramos extraído del seno de la muerte para lanzarlos a la vida, en una recuperación maravillosa. Y maravilloso es, en efecto, todo nacimiento; hasta el punto que ello sólo asciende mágicamente a la mujer, dándole la belleza de madre. En el amor a su madre, el hijo aspira a ser reintegrado a ella, ser vuelto a comer por la madre misma, que, a su vez, quiere “comerse a besos” al hijo, pues ya antes fue parte física de ella. En el amor del hombre es éste el que quiere comerse a la mujer, pero para hacerla madre, en nostalgias de reintegrarse a la gruta materna.

          La observación de Freud de que es frecuente que el primer amor del adolescente recaiga en una mujer ya madura que recuerda incluso en sus rasgos físicos a la madre, tiene menos malignidad de la que el propio autor parece atribuírle, pues de la madre nos enamoramos todos. Es una fijación amorosa, no erótica.

          Todo amor de mujer es un poco amor a la madre. Pero al hecho no hay por qué darle un sesgo pecaminoso, porque este amor responde a nostalgias metafísicas de la vida. En el amor de mujer se busca la comunidad de sangre y esa existe previamente con la madre; es natural que ese impulso se reprima, o se prescinda de él. Precisamente lo único puro de nuestro amor a mujer es en lo que hay en el de amor a la madre, y no hay para qué obstinarse en revolver el amor a la madre con las impurezas del amor a la mujer. No hay que confundir un amor y otro. A la mujer, el hombre en el amor sexual, quiere destruírla; en la madre quiere reintegrarse. De ahí el profundo sentido, la carga lírica que el hombre pone en el amor a la madre, tejido de nostalgias de un pasado, en tanto que el de mujer viene lleno de vientos de futuro. Con el amor de la mujer nos sentimos hombres; con el de la madre nos sentimos niños; con la mujer “progresamos”, con la madre “regresamos”. Y es infinita la paz y la dulzura que experimenta el hijo que viene golpeado por la vida a descansar junto a la madre viejecita, con la que todo son recuerdos imprecisos, lejanos como nostalgias. Y esa paz y esa dulzura son máximos, si el hijo es soltero, si no tiene un amor de esposa a quien tomar por madre, lo que demuestra que el amor de mujer tiene purezas compensadoras del amor hacia la madre. Por eso decimos “tengo que ir a ver a mi novia”, como una obligación. Con ella tenemos goce, emociones, pero no paz, que es el supremo consuelo que hay en todas las madres para el hombre cansado. En ella nacemos y renacemos. En toda mujer “entrañamente” amada hay un platonismo, una pureza de sentimientos, que nos recuerda el amor hacia la madre. El complejo de Edipo, manejado por mentes tocas y sin intuiciones de lo humano, está aplicado con escasa profundidad a los hechos del amor.

                                                           Salvador Navarro.

 

 

 

 

 


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                                       EL TRABAJO MANUAL Y EL INTELECTUAL

 

     

Apuntes para una filosofía del   trabajo.

 

          Tanto la acción como el intelecto son maneras masculinas pero se nota una especie de compensación entre ambas, como si lo intelectual fuera  - y lo es - una forma estilizada de la acción. El hombre de acción que realiza un ejercicio intelectual, el trabajador manual que lee o escribe durante unas horas, por ejemplo, se siente cansado y como embotado para su labor manual; hay en él una falta de precisión, de la atención necesaria para su hacer, que sus patronos atribuyen, y con razón, a la pre-ocupación del trabajador por la lectura. Y viceversa: el intelectual puro, el escritor, el hombre erudito, que ha hecho mucho ejercicio físico durante el día, se siente obtuso para la creación intelectual y nota en sí una cierta ausencia de frescura creadora. Si es escritor, notará poca inspiración y profundidad, vigor y claridad en lo que escribe. Sin duda, el ejercicio físico causa placer al habitual del trabajo intelectual, como el ejercicio mental da placer al trabajador manual, por una compensación, en ambos, de equilibrio fisiológico, pero en detrimento para el hacer específico de cada uno. Por eso, el intelectual rechaza subconscientemente la acción y el trabajo corporal, como el trabajador manual se ve incompatible con esa finísima acción que supone la busca y expresión de las ideas.

          Pero todavía en el hacer se ha de distinguir entre un saber hacer  teórico, que es de puros elementos intelectuales, y el saber hacer manual, que más que un saber es una habilidad o aptitud para haber o conseguir. Hay una acción masculina que es el puro saber intelectual o saber por saber, que se contenta con verdades. No es un saber práctico o pragmático, un saber para hacer, o mejor un saber hacer, pero es acción y no contemplación, porque la voracidad de la mente, en su continuo errar en busca de verdades, es el máximo equivalente de la acción. Contemplación es quietud interior, éxtasis frente a lo contemplado. La razón es activa, no contemplativa, como lo es la intuición. Por eso el hombre, con saber nada más, ya actúa. Pero hay luego otro saber menor, sin vuelo, que busca sus verdades a ras del suelo, y poco seguro de sí, ha de certificarlo todo con un hacer, con la realización práctica de lo que sabe; aquí el hacer va al ritmo del pensar; es acción intelectual traduciéndose en labores reales que satisfacen el impulso de construcción. Pero aún hay un último saber inferior, en que el saber ya es mínimo y va surgiendo como de las manos, a medida que se va realizando el trabajo; es el trabajo manual , la habilidad de lo manual, que responde también al impulso de construcción y que representa el último tramo respecto a la acción pura de la inteligencia. El saber hacer o acción de segundo grado del hacer, es propio de lo masculino, y el tercer grado se enlaza con el segundo, más con el impulso de juego que con el de la construcción; es ya lo próximo al quehacer femenino.

          Saber hacer, cuando se mezcla con la mera habilidad, descubre la baja varonía. Todo varón que se complace en hacer bien un paquete, una jaula para un pájaro, un barquito o un gorro para niños; todo el que experimenta el goce de la habilidad manual, el mañoso que se complace en arreglar la instalación de la luz en casa, o la del televisor; ese varón que enreda más que trabaja, porque rehuye la creación y el espacio ancho y vive prendido de lo menudo y banal, sin anhelo para lo grande, es un hombre de vuelo corto. Suele ser un tipo casero, afable y servicial para todos, “muy amante de sus hijos” y muy “compenetrado con su esposa”, justamente por no asumir su masculinidad creativa. Es el mismo rasgo que hace al “hortera” disponer complacidamente de la simetría y filigrana de los estantes, objetos y escaparates de su tienda y tener un rara disposición para hacer paquetes y la caligrafía artística, especialmente de las letras mayúsculas. La mujer no tiene la especialidad de tirar piedras o la de construír colosales obras arquitectónicas, pero sabe empaquetar, hacer lazos, adornar, como un varón no lo podrá hacer sin grandes dificultades. Pensemos en el profundo significado de juego que tiene la labor de encaje o la confección de prendas para muñecas. Unos y otros sin clara finalidad o, acaso, con el designio secreto para ser desechados a su término, para ser comenzado otra vez. Y así indefinidamente. Es frecuente en la mujer esto de deshacer muchas veces la labor empezada otras tantas, quizá en obediencia a un hondo impulso de repetición. Penélope, destejiendo de noche lo urdido durante el día, para así dulcificar la espera de Ulises, es un magno símbolo femenino.

          Todos sabemos como se fabrica un cántaro o se ara un huerto, pero nos falta a muchos saber hacerlo; de ahí que la palabra “saber” haya quedado circunscrita a lo puramente teórico, al puro idear, comparar, calcular y deducir. A nadie se le ocurre decir: “¡Cuánto sabe este carpintero!”; como nadie, ante un libro del filósofo o el descubrimiento de un investigador, exclamará: “¡Qué bien lo hace  este hombre!”, como no sea en un sentido metafórico de la expresión, pues cuando decimos de un pianista: “lo hace muy bien o sabe su oficio”, es justamente aludiendo a lo inferior de su arte, a lo que tiene de práctica diaria de mero oficio. En la diferencia entre el saber  y el hacer está lo que hay entre el artesano  y el artista. En éste, predomina lo intelectual, lo teórico; en aquél, la aptitud para la realización, lo práctico. Pero no olvidemos, que las artes (pintura, escultura y danza) fueron originalmente oficios, técnicas del saber realizado.

          En la escala de las Artes, se observa la gradación desde el puro saber masculino hasta la habilidad filigránica de lo femenino. Lo más viril de las artes es la arquitectura, que es pura acción intelectual, enérgico impulso de construcción, cálculo y proyecto. Las más femeninas, la Música y la Poesía, son pura contemplación y escasa acción. Las intermedias, como la Danza, el Mimo, la Escultura y la Pintura, no son acción ni contemplación puras, sino que a la creación se une la habilidad manual, porque no representan ni lo puro masculino ni lo femenino elevado. Para toda artesanía hay un talento específico: el saber hacer, que no es hacer automático y cotidiano, no un hacer sin aprendizaje y sin saber previo, no, en suma, quehacer femenino ni es tampoco el puro saber sin hacer del intelectual, sino que es el saber manual, la habilidad para confeccionar, que no es lo mismo que construír. La gente distingue al “mañoso”, al hábil en la labor manual, del “virtuoso”, que a fuerza de hacerlo bien, hace lindar su habilidad, para la estimación vulgar, con lo artístico y creador. Es la distinción entre Arte y Técnica, que ya hacían los griegos. El saber hacer crea la técnica, el arte-facto, el utensilio, es decir lo útil. Pero el arte no es hacer, sino un crear en busca de expresión y no de utilidad.

          Todo hacer, toda técnica, es masculina; es dominio sobre las cosas o creación de ellas, pero no una vida complacida en el servicio a esas cosas. El violinista que, en vez de una alta sensibilidad para interpretar obras ajenas, hace re-crearla, escoge sólo las obras difíciles de ejecución, para meter su habilidad manual como única mercancía de valor, es un virtuoso, es decir, un artista, pero inferior. El pintor que sólo tiene como mérito el de ser buen dibujante, es muy escaso pintor. El hacer en sí no entra en la categoría de arte, y hay grandes artistas cuya aptitud para la ejecución es baja y su hacer es un tanto torpe. Son muchos los pintores y dibujantes artísticos que tienen mala caligrafía, como son muchos los buenos músicos que cantan mal. Cuando la técnica triunfa, es que ha decaído la creación, porque, psicológicamente, la técnica es un obstáculo para el arte. Hoy que tanto se habla de técnica, debiera tomarse en cuenta esa su profunda raíz en los sexos, épocas y pueblos.

          En suma; el que sabe mucho no suele ser un buen artífice manual, y al revés. El físico no sabe hacer un tornillo; ni el arquitecto, un tabique. El especulativo siente rechazo no por la acción, que el pensar mismo lo es, sino por el quehacer y su próximo pariente el saber hacer manual. Es raro que el hombre dedicado al pensamiento sepa corregir una avería del grifo de su lavabo y que, sobre todo, se complazca en ello. Pero entiéndase:  no porque no sepa, sino porque siente aversión a hacerlo.

          Sólo en el inventor, la fiebre de la creación suele vencer al rechazo de la prueba. Y ello, bien por asegurar la exactitud del experimento o bien porque en la concepción del inventor apuntan rasgos femeninos. Recuérdese a Leonardo da Vinci, en que el saber y la habilidad manual  se reunían felizmente en él, gracias a sus ingredientes de ambos sexos. El sentido femenino de toda la faena se alumbra tanto o más cuanto más superfluas o de adorno sean las cosas en cuya confección se deleita el hombre. Cuanto la feminidad hace, como quehacer, tiene un designio artístico o de lujo, que es también forma de servicio.

          Todo el que del trabajo hace un servicio, satisface vivencias femeninas. Tales el sastre, el cocinero, el peluquero, el ayuda de cámara, el diplomático, el modisto y el “imitador de estrellas”. Y al revés: todo varón de rasgos femeninos acusados es hábil, doméstico, minucioso y apto para las labores mínimas del quehacer. Y sobre todo, es, en el fondo, un anti-intelectual. El más inepto e inhábil de los hombres es el filósofo. Luis XIII era orfebre, jardinero, carpintero, buen tirador, herrador y buen jinete; incluso sabía afeitar. Pero odiaba la inteligencia y era inapetente para los libros y las mujeres. Tibero sabía bordar. Robespierre se complacía en hacer encaje de ganchillos. Todos ellos, de dudosa masculinidad.

          El quehacer no es trabajo ni es deporte, pero tampoco juego; es un servicio acostumbrado, es decir, una forma de la acción femenina suavizada por el lubricante de la costumbre. El trabajo es acción sobre las cosas, violencia, para hacerle rendir sentido; trabajar es alumbrar creación, responde a un impulso varonil, aún cuando el resultado de la operación sea una silla o un zapato, idénticos a otros ya hechos por el mismo por artesano. Sólamente cuando esta actuación pesonal desaparece en el anónimato de la fábrica, en que operario ayuda o sirve a la máquina que es la que con ciega impersonalidad elabora objetos iguales, en serie, el hombre siente la profunda insatisfacción de su trabajo que le parece metafísicamente falso. Pero el quehacer  femenino   no es traumatismo sobre las cosas, sino una amorosa conservación para hacerles rendir un tributo de servicio. No es impersonal, porque la misma feminidad se funde y conjuga con esas cosas animándolas de su propia personalidad.

          El quehacer femenino es un hacer sin fin. Tras la limpieza matinal de la casa viene la elaboración de la comida, y el lavado de la ropa, y el planchado, y el trabajo de punto interminado e interminable, fundido con el cuidado de los niños, y la atención constante sobre ropas, muebles, flores, animales domésticos y sobre sí misma, como el objeto de lujo, centro del universo de la casa. Nunca termina del todo el hacer femenino, que es, por eso, un quehacer.

          Lo femenino es un estar siendo, pero no un haciéndose en proyectos, un elaborarse a brazo el propio existir. Y como la flor en sus perfumes, como el agua en la fuente, el alma femenina se da continuamente en flujo, en emanación, en la carta, en la conversación, en el quehacer interminable.

                                                           Salvador Navarro Zamorano

 

 

 

 

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