ALCORAC

SALVADOR NAVARRO 

 

 

                                                

Dirigida a la Escuela de:

                        Mallorca

                        Las Palmas

                                                                                 

                                                                       Circular Extra - INVIERNO, año XIII

                                                                       Bunyola, 1º de Diciembre

 

de 2.007.

EL ARTE DE LA ATENCIÓN.-

Es interesante observar en el vocabulario griego la proximidad que existe entre las palabras oración y atención (proseuchê y prosochê).

Un hombre atento es un hombre que ora; en ese caso, la oración no es otra cosa sino la atención del corazón a la Presencia Divina que transforma cada cosa en un don, un bienestar; un reconocimiento profundo y tierno de Aquél que Es en todo lo que es.

Los antiguos sanadores y místicos del desierto invitan, no tanto al conocimiento de sí, sino a la atención a sí, mente atenta a sí misma.

Recordemos unas palabras dirigidas a San Antonio: “Antonio, queda atento a ti mismo”.

Para ellos, la atención a sí mismo es una de las características de la naturaleza humana. La atención representa para los seres dotados de razón lo que el instinto es para los animales. Existen dos maneras de prestar atención: con los ojos del cuerpo, ver las cosas visibles y, con la fuerza del espíritu, contemplar las invisibles.

Igualmente muestran que el valor y eficacia de una actividad se encuentran en la atención con la cual ella es ejecutada.  El cazador debe estar atento para que la caza no escape; el arquitecto debe estar atento para realizar cimientos sólidos; el labrador  estar atento para cavar alrededor de la higuera estéril; el pastor estar atento para reconducir a la oveja extraviada; el atleta estar atento a las reglas del juego.

Y resume su pensamiento en dos cortas frases que siguen siendo dignas de ser meditadas: “La atención a sí mismo lleva al conocimiento de Dios” y “Presta atención a ti mismo a fin de prestar atención a Dios”.

La atención lleva al conocimiento y éste conduce a la adoración. La mirada atenta ve a Dios en el hombre y ve al hombre en Dios o, en un lenguaje menos religioso: él ve el Ser en los seres y ve los seres en su relación con el Ser. Mirar sin atención deja de tomar esa relación, se cierra en la oposición entre visible e invisible; para él, nada existe más allá de la realidad material de las cosas o de su ausencia. El mirar desatento permanece extraño a las presencias, la que transforma cada ser en un “estar presente”, no solamente en una cosa dada, sino en un don.

 No es por casualidad que los antiguos terapeutas fueron llamados “grandes vigilantes”. Además, la atención constituye el momento único en que la inteligencia y el corazón pueden estar juntos.

La atención era considerada como una medicina; se trataba de un retorno a lo Real. Y si la conversión es el retorno de lo que es contrario a la naturaleza para aquello que le es propio, la atención es exactamente ese camino de retorno: ella nos hace volver de ese exilio que es el olvido del Ser; aún más, ella nos hace salir del infierno, que es la ausencia de misericordia.

Hay un vínculo entre atención y ternura del corazón. Para los antiguos, el pecado es no solamente el olvido del ser que somos sino el olvido de nuestra capacidad de “amar como el Amor encarnado amó”, la pérdida de nuestra semejanza con Dios.  Estar atento para conservar el corazón misericordioso en todas las circunstancias es lo que nos conserva en la presencia del Ser. Esta virtud (la misericordia) es la que imita a Dios; ella es el carácter propio de Dios. Por tanto, debemos estar siempre atentos a ese objetivo y actuar con ese conocimiento.

En el Evangelio de Mateo, dice Jesús: “Sed perfectos como vuestro Padre celeste es perfecto”. En el Evangelio de Lucas, precisa más: “Sed misericordiosos así como vuestro Padre celestial es misericordioso”. ¿Qué ha dicho exactamente? Sin duda, ni una afirmación ni otra, o hubiera dicho las dos al mismo tiempo, porque ¿qué sería la perfección si no fuese ella misma la misericordia? ¿Qué sería la atención que no viniese de un corazón amante? Acabaría siendo un fisgoneo, una mirada que escruta y espía.

A semejanza de la perfección sin la misericordia, la atención solamente podría engendrar indagaciones o introspecciones porque ella deja de percibir aquello que es, tal como relación con la Vida y con lo mutable.

Estar atento con misericordia para con los seres y las cosas es reconocerles el derecho a su inestabilidad, además de su capacidad para evolucionar, transformarse y cambiar.

De nuevo, cuando la atención es un arte que envuelve el corazón, la mirada no se detiene en lo que observa. Así se hace sensible a la imagen exactamente donde él corría el riesgo de transformar su percepción en ídolo.

¿QUÉ ES EL AMOR?

Hay quien dice que el amor es suficiente; evidentemente estoy de acuerdo. Pero, ¿qué es el amor?

El amor que permanece es suficiente.

Teresa de Ávila afirma la misma cosa. Para ella, así como para San Juan, el amor es Dios. “Quien ama permanece en Dios y Dios permanece en él”. El Amor es suficiente. Al hacer tal afirmación todavía no hemos dicho absolutamente nada. Tenemos que esperar que exista ese amor, suficiente y único, necesario, y que podamos vivenciarlo.

Si creemos en el amor ¿cómo podemos creer en semejante realidad sin esperar conocerla, saborearla y, sin duda, compartirla?

Y surge otra pregunta: ¿qué es esperar?

¿Quién espera? Estamos a la espera ¿de qué? ¿De quién? En efecto, muchas veces, tras la palabra esperanza, no siempre entendemos la misma realidad. El sentido habitual de esta palabra, confundido con el de espera, que concierne al futuro, expectativa de algo que todavía no está ahí y que, en cierta forma, “irrealiza” lo que está presente. Es en ese sentido que algunos hablan de esperanza.

Eso no se trata de esperanza, sino de espera y las críticas a ese respecto siguen perfectamente pertinentes; ¿qué se puede esperar del mundo, del hombre, del universo, todo eso no siendo más que “seres para la muerte”? “Infeliz es el hombre que coloca su esperanza en el hombre”, dice el Salmo. El propio Jesús de Nazareth no alimentaba ninguna expectativa, o sea, ninguna ilusión en relación al hombre. Él andaba su camino porque sabía lo que hay en el hombre.

En el pensamiento semita, esperar no es aguardar algo que está por venir, sino confiar en alguien. Esa esperanza está fundada en la fe. Ella nace de un encuentro, mientras que la esperanza viene de una promesa. Abraham es el arquetipo de esa esperanza; él creía en la promesa, espera su realización porque espera en la Presencia que lo acompaña en el camino de esa posibilidad.

Desde entonces, nuestra cuestión será: ¿Cuál es el objeto de la esperanza?

Eso es lo que será descubierto por Abraham, por el pueblo de Israel y, como consecuencia, por cierto número de hombres y mujeres, que acabaron quedando desilusionados en relación a los objetos con los cuales habían identificado la promesa.  

En primer lugar, ¿una tierra donde corre leche y miel, será exactamente el objeto de la promesa? Muchos llegaron a creerlo y esperaron por ello. Pero, después de haber descubierto esa tierra y tomada posesión de ella, supieron que no se encontraba allí el verdadero objeto de su esperanza.

Entonces, ¿sería el Mesías? ¿Aquél que restablecerá la paz y la justicia entre los pueblos? Algunos, todavía hoy, están a su espera y Él no viene, afirman, porque la manera de cómo lo esperan no es suficientemente convincente. Otros defienden que el Mesías ya vino. ¿Será que estos ya no esperan nada o a nadie? Al contrario. Esperan su retorno en la gloria y esa vuelta gloriosa es el objeto de sus esperanzas. Es lo que está inscrito en su credo: “Él volverá…”

La expectativa de un objeto, de una tierra a ser poseída, de una persona providencial que acumularía todas las otras expectativas, la de su venida y su retorno….. ¿Será eso verdaderamente el objeto de la esperanza?

En tiempos de Jesús, un joven rico formulaba cuestiones diferentes: “Maestro, ¿qué debo hacer para tener vida eterna?”  Se indica con precisión que este joven era rico. El objeto de su expectativa no podía ser la riqueza y el poder que ella da. Además, siendo judío se encontraba en la tierra “objeto de la promesa” y frente a él estaba quien consideraba si no su Mesías su Maestro, como el ser providencial que aguardaba. Como lo tenía ante sí, no necesitaba buscarlo, esperar encontrarlo. ¿Cuál podría ser, entonces, el objeto de su esperanza?

Él mismo lo afirma: la Vida Eterna. Ningún discípulo llegó a hacer una demanda de tal naturaleza, ya que la mayor parte espera que expulse al ocupante romano o establecer en Israel un reino de paz y justicia. Pero esta vez, el joven rico se parece mucho a otro joven de la India que, alto y claro, proclamaba a aquellos que pensaban ser posible contentarlo con bienes materiales: “¿Qué haré con lo que no es eterno?”

El objeto de la esperanza ya no incide en algún bien creado o en una realización espacio-temporal. El joven no preguntaba: “¿Qué debo hacer para conservar la salud, tener éxito, ser amado y feliz?”  Otras tantas expectativas legítimas que en general animan a los jóvenes de su edad. El objeto de la esperanza es la Vida que no muere; la verdadera Vida, la que permanece cuando ya no queda nada, o sea, la Vida Eterna.

La respuesta de Jesús se sitúa en el mismo plano de la pregunta: es radical. Como pretende saber lo que resta cuando ya nada queda, le dice: “Da tus bienes a los pobres; después ven y sígueme”. Pero el joven rico revela que no está a la altura de su esperanza.

Sin duda, había conservado una mentalidad de rico y pensaba que las realidades espirituales, a semejanza de las otras, podrían ser compradas; deseaba tener la Vida Eterna sin estar seguro de lo que ese nuevo tener exige, para ser adquirido: que todos los otros bienes sean abandonados.

No se trata de tener la Vida Eterna, sino de estar vivo, ser uno con Aquél que Es: la Vida en nosotros. Y, para eso, ser libre en relación a todos nuestros bienes, sean materiales, afectivos, intelectuales, incluso espirituales. No es posible tener la Vida, estamos o no estamos con ella. “Quien no está conmigo está contra mí”. La Vida no es el cuerpo, el espíritu, el alma que poseemos; todo eso no deja de ser una manifestación transitoria.

En el transcurso del tiempo, teólogos y filósofos meditarán en esos textos del Evangelio que nos llevan a pensar que el objeto de la esperanza se encuentra en otro lugar, en una cualidad de lo Real todavía no comprendida por los sentidos, afectividad e intelecto.

El verdadero objeto de la esperanza es la visión del Ser tal como Él Es. Esperar para ver. “Seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal como Él Es”.

Esa esperanza no es exclusiva de judíos o cristianos, sino vivenciada también por los budistas. ¿No es cierto que ellos estén empeñados en ver claramente, en penetrar en la luz? ¿No habrá ahí una esperanza del despertar? Es la única esperanza mediante la cual Buda renuncia a todos sus otros deseos: contrariamente al joven rico, no queda atado a sus bienes. Su esperanza es tan fuerte que lo deja todo: riquezas, reino, mujer e hijo. Puede esperar el despertar porque está desilusionado con todo lo demás. En Oriente, así como en Occidente, la esperanza comienza exactamente donde acaba la espera para los “seres mortales”. Esperanza de la visión, esperanza de despertar. Pero, actualmente ¿quién está habitado por tal esperanza?

Inquietos y, al mismo tiempo, satisfechos, ¿no será que nos sentimos saciados con todas nuestras mediocres esperas? Lo bastante para comer, amar, envejecer sin demasiado sufrimiento y morir sin darnos cuenta. ¿No será que todo eso trae suficiente felicidad para nuestras “máquinas de deseos” o para nuestros organismos de simios evolucionados?

Hemos de confesar que algunos de nosotros estamos poseídos por una esperanza libre de cualquier espera en los “seres mortales”; sin duda, porque hemos cerrado los ojos una vez y conseguimos ver, exactamente donde no había nada para mirar. Sin duda, porque ya ha sucedido que nos hemos adormecidos casi siempre y, en la frontera entre la vida y la muerte, nos beneficiamos de una mejor contemplación que la luz prometida. Entonces, la esperanza será basada en una experiencia real, la que no tiene límites, en el fondo de nuestras fronteras; la experiencia del no-tiempo, en el mismo lindero del tiempo. Experiencia que en otros siglos se llamaba Vida Eterna, en el mismo margen de lo que llamamos actualmente, vida mortal.

Evidentemente, cada cual tiene la libertad de adherirse a esa experiencia y sacar de ella consecuencias, lógicas o locas, en materia de esperanza. Nada obliga a aquellos que no hicieron tal experiencia a creer en los otros que sí la efectuaron; con toda razón ellos pueden decir que aun no están muertos. Mientras tanto, nada pierden por esperar: ellos también “verán”…..

Aguardando a la Visión, es agradable filosofar. Algunos tienen razón al afirmar que esperar es “desear sin saber”, “desear sin poder”. Pero, en el sentido más riguroso del término, ¿no sería preferible decir que las virtudes teologales de los antiguos (fe, esperanza y caridad) se refieren a las tres experiencias de carencia, vivenciadas por cualquier adulto?

Desear sin sentir placer ¿no será el comienzo de un amor que se liberó del peso de sus expectativas y apetitos?

Desear sin saber ¿no será despertar la inteligencia para las realidades en las cuales nadie se aventura si no es por la fe?

Desear sin poder ¿no será permanecer abierto, por medio de la aceptación de nuestros límites, a un posible “vivir la esperanza”?

Un examen psicoanalítico de tal cuestión haría observar que el hombre  - ser de deseo – no puede despertar a no ser por el luto de sus placeres, saberes y poderes. Además de ser, sin duda, virtudes teologales, la fe, la esperanza y el amor son, sobre todo, virtudes del hombre adulto que renunció a la omnipotencia, la omnisciencia, así como a todo placer. La esperanza es la virtud humana que se enraíza en la carencia aceptada de nuestra condición de homo viator (hombre peregrino), de hombre en venir a ser.

El hombre no es un ser, sino un “puede ser”; además, ese “puede” (es ese “poco”) es lo que sirve de fundamento a su esperanza, así como a su libertad.

El hombre es un ser a quien falta el Ser; en tal caso, podrá transformar esa carencia en desespero o en esperanza.

Nadie se suicida a causa de la esperanza, sino porque le parece insoportable la falta que respondió a todas sus esperas en relación al placer, saber y poder. Tal carencia, que es nuestra condición mortal, es también el lugar donde puede despertar el inalienable deseo (otro nombre para decir esperanza); la apertura a un ser no mortal, a Otro diferente de sí y del mundo; la apertura del yo a un “más allá del yo”, para utilizar el lenguaje de la psicología.

Por tanto, la esperanza depende de cierta cualidad de apertura del corazón y la inteligencia; permanecemos en ese Abierto, exactamente donde podríamos confinarnos en nosotros mismos o nos detenemos en lo que llamamos nuestro gran dolor o nuestra locura, nuestra incurable ignorancia o nuestro maravilloso saber, nuestra terrible impotencia o nuestro terrorífico poder.

Sólo me permito considerar tonto (y éste puede ser bastante culto) a aquél cuya inteligencia se cristalizó en lo que sabe, cuyo deseo se congeló en lo que aprecia, cuya mirada se inmovilizó en lo que ve. O sea, un mirar demasiado lleno, con falta de carencia, incapaz desde ahí en adelante, de encontrar espacio para seguir mirando.

La esperanza es lo que conserva al hombre en lo Abierto, en el deseo no inmovilizado por sus placeres, saberes y poderes. Tal actitud no se consigue sin dificultad y…..sin tristeza.

“Es posible que la verdad sea triste”, afirmaba Renan.

Lo contrario es igualmente posible.

La verdad es triste o alegre, según el sujeto que la experimenta. No le compete alegrarse o entristecerse, sólo tiene que ser lo que ella es; además de eso, el pensamiento debería abordarla sin emociones.

Es posible que la verdad sea triste: ella es triste para quien se encuentra sin esperanza.

Ser o no ser, esa no es la cuestión. De cualquier forma existimos aunque sea para formularnos la pregunta. Pero esperar o no esperar, ¡esa sí que es la cuestión! También es nuestra libertad: entristecernos o alegrarnos con lo que es.

Ser triste o no ser triste…..esa es la cuestión; no cuestión de humor sino de voluntad.

Yo amo o no amo; soy feliz o infeliz; en ese aspecto, nada tengo que ver con eso.

En compensación, quiero amar y quiero ser feliz; ahora sí que tengo que ver con eso.

En vez de “juego-juguete”, el Yo pasa a ser “juego-jugador” de las circunstancias. ¿Te amo menos porque quiero amarte? ¿Seré menos feliz porque quiero ser feliz? Lo que perdemos en fatalidad, acabamos ganándolo en libertad. La esperanza es el carácter propio del hombre libre, mientras que la desesperación es la del hombre sometido a la lentitud y vicisitudes de su historia, del hombre esclavo de un universo que ha reducido a su destino, su fatalidad. El elogio y apología de ese hombre se exageró de tal modo que actualmente está perdiendo sus inmunidades; hace mucho tiempo que dejó de tener fe, esperanza e imaginación para oponerse a la muerte.

Antes de enterrar al hombre en su cuerpo  - único aspecto con existencia -  los enterradores de la esperanza ya lo habían liquidado en su deseo y voluntad de vivir.

Si el desespero se limitase a ser una mejor aceptación de la muerte, hasta podríamos extraer de esa actitud alguna sabiduría. Pero lo que nos es propuesto no deja de ser sofismas. Los verdaderos desesperados saben de esto: estar desesperado no es tener voluntad de morir en vez de vivir, sino dejar de tener voluntad.

La esperanza es realmente un acto de voluntad, una virtud, o sea, una fuerza. La fuerza que a veces nos hace falta y es celebrada o invocada por toda oración.

Los que pasaron por un verdadero desespero y consiguieron superarlo, saben de esto: la esperanza no es natural; no basta tener voluntad. En determinadas horas, tener voluntad de vivir no depende únicamente de nosotros: otra consciencia ilumina la nuestra. Ya no es el “yo” que desea vivir y espera, sino la Esperanza que desea querer vivir en “mí”.

Pero ¿quién es esa esperanza “más yo que yo mismo y totalmente diferente a mí”?

Sin duda, los creyentes irán a darle el nombre más elevado de su dios o dioses; a su vez, los ateos han de cuestionarse esa posibilidad.

¡Es posible que la verdad no sea tan triste! ¡Es posible que la muerte sea un momento entre otros, una de las infinitas metamorfosis de la Vida! Es posible que no tengamos razón para estar desesperados!

Es posible hacer muchas elecciones, desarrollar otro imaginario, o sea, otra interpretación de lo que nos sucede.

Es posible que la materia y sus complejidades no sean la única realidad existente. Es posible que todo lo que existe no sea verdaderamente real, ya que todo cuanto existe es una mezcla y un día será descompuesta.

Tal vez, lo que sea más triste, sea la ilusión o desentenderse, ya que es considerar real lo que existe.

Lo que existe no existirá para siempre; aceptar eso es el comienzo de la sabiduría. Entonces, sí, quedar desesperado es el comienzo de la Esperanza….pero sólo el comienzo.

Un paso al frente  (el de nuestra libertad)  nos ha de permitir avanzar más allá de lo que existe y encontrar  - tal vez -  lo que hace existir o que existe: la nada del Todo del cuál Él es la causa, el no–sé–lo–que, que sirve de fundamento a nuestra esperanza en lo Real y no en la ilusión. Entonces podemos sonreír sin complacencia a aquél que se evade para evocar en su compañía la vigilancia que es el nombre vivo de la verdad: la no somnolencia.

Si es cierto que “la verdad nos hará libres” es porque por la atención para el despertar, cesamos de identificarnos con lo que nos acontece; así experimentamos en nosotros mismos ese espacio; libres para reír o para llorar.

Algunos dicen: “es preferible reír, llevar las cosas de manera optimista”. Reír o llorar a causa de eso no tiene ninguna importancia. Lo que importa es la cualidad de nuestra aceptación de lo Real que no podemos comprender sino imperfectamente, imperfectamente desesperados. Si fuera perfectamente, estaríamos muertos.

Imperfectamente desesperados, pero también imperfectamente en la esperanza, ya que igualmente en ese aspecto, significaría que estaríamos muertos, saciados por la visión de lo Real que todavía nos hace falta.

La libertad del hombre se inscribe en su voluntad de interpretar, positiva o negativamente, los acontecimientos que marcan su vida.

Cuando Blas Pascal dice: “Así nunca llegamos a vivir, apenas tenemos esperanza de vivir. De tal modo que disponiéndonos siempre a ser felices, es inevitable que nunca conseguimos serlo”. Es interesante que, aunque con las mismas primicias, las experiencias nos llevan a otro lugar.

Nunca llegamos a vivir, apenas tenemos la esperanza de vivir; es claro, ya que vivir no es otra cosa sino esperar vivir  - vivir verdaderamente -  cuando nos limitamos a vivir de forma imperfecta y mortal.

Dispuestos siempre a ser felices, es inevitable que lo seamos siempre. Con la condición de que tal disposición no sea una expectativa, una demanda, en que el hombre se ofrece pasivamente a las circunstancias. Pero si esa disposición fuera un hecho, un acto de voluntad, es inevitable que una felicidad, aunque relativa, pueda llegar ya que la hemos deseado.

¿Quién podría impedirnos ejercer la voluntad de interpretar positivamente las negatividades  de nuestra existencia  - sufrimientos físicos, psíquicos o cualquier otra especie de sufrimientos?

La felicidad del hombre libre no depende de las circunstancias sino de lo que él hace de las circunstancias, introduciendo en ellas consciencia y amor. Tal vez experimente algo de felicidad aquél que puede decir: “Nadie me quita la vida, sino que la doy por mi propia voluntad”.

Nadie puede arrebatarnos nuestra alegría, ya que no se trata de realidades que se posee, sino a semejanza del amor, la realidad que se da.

En pocas palabras ¿qué es esperar?

Primero, hagamos distinción entre esperanza y espera. Lo que las diferencia es exactamente su objeto; lo que la esperanza desea no es algo creado. Un día u otro, tendremos que quedar desesperados en relación a los “seres–para–la–muerte”, pero no es necesario: la esperanza puede también dar forma a partir de nuestro interior, a nuestras esperas, conservarlas en nuestro Abierto y así evitar que vengan a saturar o reducir los apetitos del placer, omnisciencia y poder.

La esperanza se fundamenta en una experiencia que puede permitirnos comprender lo Real de forma menos triste. Esa comprensión exige valor, presupone un acto de voluntad, un deseo de ser subsistiendo en el lugar más recóndito de nuestra lucidez más rigurosa.

Sí, esa es realmente la cuestión. Pero una vez estudiada, llegamos a lo esencial.

Esperar o no esperar, esa es nuestra elección.

                                                        F       I        N

 

 

 

 

 

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