ALCORAC

Salvador Navarro

 

 

Dirigida a las Escuelas de:

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                      Circular nº 11   , año V I

                     Llubí, 1º Noviembre de 2.000

            Habían dos escuelas: la de los sofistas y la de los socráticos, proclamando el principio de que el hombre es la medida de todas las cosas, y que el destino del hombre es ser integralmente feliz. Habían reconocido que la felicidad supone la ética, y que esta se basa en la realidad objetiva conocida y reconocida como tal.

          Por tanto, concluyeron, el hombre para ser feliz, debe conocerse a sí mismo, su verdadera naturaleza, y vivir en armonía con ese conocimiento.

          Ahora, como para los sofistas, el hombre es esencial y exclusivamente un individuo concreto, debe vivir en perfecta armonía con este conocimiento de sí mismo; quiero decir, que su felicidad consiste en ser fiel a su ego individual, y es deber del hombre promover por todos los medios los intereses y prosperidad de ese ego concreto. Admitir una realidad humana más allá de ese ego individual, es falta de realismo y de verdad; es simple ficción, ilusión utópica; la felicidad humana no puede tener por base sino lo real y verdadero. Por tanto, cualquier sueño idealista, no basado en la realidad objetiva de la naturaleza humana, es perjudicial para la consecución y conservación de la verdadera felicidad.

          No quiere esto decir, que el hombre no deba ser altruísta, afirmaban los sofistas. Por el contrario, debe por todos los medios contribuir a promover la felicidad de sus semejantes, una vez que del no sometimiento a esta virtud resultaría más tarde o más temprano desventajas para el propio ego no altruísta; y, según la experiencia, la felicidad del hombre depende grandemente la felicidad de la sociedad de la que forma parte. Por esto, cuanto más el individuo promueve el bienestar de los otros, tanto más favorece el suyo propio.

          En términos generales: El altruísmo es un medio necesario para la perfección del egoísmo.

          Esta orientación es llamada generalmente “hedonismo”, palabra derivada del griego, que significa “placer”, ideología defendida principalmente por Aristipo de Cirene, discípulo de Sócrates, que fue continuada y perfeccionada, más tarde por su nieto y sus sucesores, los epicúreos.

          El hedonismo o placer no alcanza solamente las satisfacciones físicas y materiales, sino que comprende también toda la vasta escala de gozos superiores que pueden proporcionar, aumentar o conservar la “felicidad” del ego, como son las satisfacciones de carácter científico, literario, artístico, social, etc.

          El hedonismo representa, la ideología de que las satisfacciones personales del hombre, sean de la naturaleza que fueren, son el supremo y único destino de la vida, debiendo por eso ser procurada en la más grande escala, para que el hombre sea integralmente feliz.

          Contra esta filosofía sofista-hedonista, se levantó una determinada clase de la escuela socrática, según la cual el hombre no es su ego físico-individual, sino su Yo espiritual-universal, debiendo consistir por tanto la felicidad del hombre en aquello que representa la verdadera naturaleza humana.

          En el principio, la reacción contra el hedonismo extremo asumió formas también extremas, como suele acontecer en movimientos de esta naturaleza.

          Estos extremistas socráticos anti-hedonistas, son conocidos en la historia por el nombre de “cínicos” palabra derivada del griego, que quiere decir “can”. Siendo que los cínicos para la dirección de Antístenes de Atenas, discípulo de Sócrates y maestro de Diógenes, en su ardor antipersonalista, iban al extremo en el desprecio de la materia y del cuerpo, llegando algunos de ellos a llevar “vida de perros”, por lo que fueron llamados “cínicos”.

          Ahora, una vez que el hombre no es su ego personal y concreto, el cuerpo, sino su Yo universal, el alma, concluían los cínicos que cuidar del cuerpo y de las cosas materiales, era equivocada y una falta a la verdadera sabiduría. Por esta razón, resolvieron descuidar todas las cosas materiales y culturales, dedicándose exclusivamente a asuntos abstractos y a la simple naturaleza, viniendo a ser algo así como los “ascetas de la filosofía”.

          Verdad es, que no todos los cínicos traducían en la vida práctica esta teoría metafísico-ética. Algunos, sin embargo, asociando la teoría con la práctica, fueron al extremo del desprecio del cuidado personal y la conquista de la cultura y la civilización. Entre estos últimos, adquirió celebridad Diógenes de Sínope, que renunció a todas sus posesiones y comodidad material, viviendo desnudo en un viejo tonel que estaba en una de las esquinas del Ágora (Mercado) de Atenas. Las numerosas anécdotas que de él se cuentan pueden no ser auténticas, pero revelan la mentalidad de los extremistas de la escuela cínica de la época, razón por que transcribo algunas de esas historias.

          La más conocida es la de la “linterna de Diógenes”, que vino a ser proverbial en todo el mundo. Según la historia, el famoso genio vagabundo andaba cierto día, en plena luz del Sol, en la plaza pública, con una linterna en la mano, como buscando algo que no conseguía hallar; interrogado por lo que estaba haciendo, respondió que buscaba a un hombre. Entendía Diógenes, que los llamados “hombres” que llenaban la plaza, no eran hombres de verdad, porque no habían renunciado a la posesión de bienes materiales ni despreciado el cuidado personal; sólo el hombre sin propiedades de ninguna clase, el filósofo cínico radical, era un hombre genuino y auténtico. Implicitamente, Diógenes se consideraba a sí mismo como siendo este hombre, por donde se ve que la más extrema renuncia, puede andar junta, con el más soberbio orgullo.

          En otra ocasión, vio Diógenes a un niño que se servía del hueco de la mano para beber el agua de un río, por lo que el filósofo arrojó la concha de molusco que usaba para beber, exclamando: “¡Vergüenza para mí, tener que aprender filosofía de una criatura!” Desde entonces, bebía agua con la mano.

          La fama de Diógenes llegó hasta la corte de Alejandro el Magno, emperador de Macedonia. En una tarde fría de invierno, cuando el emperador se hallaba en Atenas, fue a visitar al rey de los cínicos, el cual recibió a su ilustre visitante sentado en el suelo junto a su viejo tonel. Alejandro preguntó al filósofo se tenía algún deseo que él pudiera satisfacerle; y, por primera vez, Diógenes respondió que tenía un deseo, cuando su filosofía le instaba a no poseer ni desear cosa alguna. A la pregunta de Alejandro sobre la naturaleza de ese deseo, el filósofo respondió: “No me quites lo que no me puedes dar”. Y es que la sombra de Alejandro caía sobre el cuerpo desnudo de Diógenes, en aquella tarde fría de invierno, restándole calor solar. Así que el emperador comprendió el sentido de las palabras del cínico, desvió su cuerpo y Diógenes volvió a ser plenamente feliz.

          Cierta vez visitó Diógenes, en Atenas, al gran filósofo Platón, propietario de un bello palacete. Al entrar en la residencia del aristócrata, comenzó el cínico a limpiar sus pies sucios en las preciosas alfombras; a la pregunta del dueño de la casa sobre lo que estaba haciendo, respondió: “Estoy calzándome los pies con la vanidad de Platón”. A lo que el gran filósofo ateniense respondió: “ . . . con la vanidad de Diógenes”. Querían decir que la vanidad de Platón consistía en tener algo, mientras que la vanidad de Diógenes estaba en no poseer nada: restaba saber cual de las dos vanidades era la peor.

                                        *   *   *   *   *   *   *   *   *   *

          Así como el hedonismo primitivo llegó a su punto más alto, el Epicurismo filosóficamente estructurado, pero semejante al primitivo cinismo, se desarrolló en tiempos posteriores con el estoicismo de Zenon y su escuela, viniendo a ser la más elaborada y fundamentada filosofía de la Antigüedad, representada por hombres eminentes, como Séneca, Marco Aurelio, Epicteto y otros. Hasta el día de hoy, millones de hombres adoptan prácticamente los principios básicos defendidos en la Stoa de Atenas, columna cubierta cerca de la plaza pública, de donde deriva el nombre de estoicismo.

          Zenón, el principal autor de esa ideología, no legó su nombre al movimiento, sino que adoptó el nombre del lugar, la Stoa de Atenas, donde el maestro reunía a sus simpatizantes. Como antes dije, era una galería de columnas de mármol que formaban círculo alrededor del Ágora, sirviendo de abrigo al pueblo en días de lluvia. En ese bello pórtico, pavimentado de ladrillos de distintos colores, tuvo inicio el gran movimiento ético-filosófico, que ha sobrevivido hasta nuestros días.

          El estoicismo es, substancialmente, socrático; pero, al contrario que los cínicos, no piensa que la felicidad del hombre consista en no poseer nada, sino en no ser poseído por cosa alguna. Puede el hombre poseer externamente lo que quisiere, pero no debe estar internamente apegado a cosa alguna, de manera que sus propiedades sean la causa de su felicidad, o la falta de ellas su desgracia. La felicidad no etá en aquello que el hombre posee, sino en el modo cómo las posee.

          El estoicismo enseña el principio básico de toda ética real, que en el Sermón de la Montaña llama Jesús “ser pobre en el espíritu” y “pureza de corazón”, o sea, libertad interior, desapego interno, voluntario, tanto de las cosas que el hombre tiene, como de las que no posee, es decir, la espontánea renuncia al deseo de posesión.

          Ni el poseer, ni su deseo, deben destruir la libertad interior del hombre. Él debe mantener su Yo espiritual en perfecto equilibrio, superior al placer del gozo o de la riqueza, y superior al sufrimiento o la pobreza.

          ¡Poseer sin ser poseído!

          ¡Usar sin abusar!

          El hedonista abusa.

          El cínico rechaza.

          El estoico usa.

          El hombre que consiguió establecer dentro de sí ese equilibrio dinámico, esa permanente y consciente serenidad, es señor de su destino, sólidamente feliz.

          El estoicismo está basado, esencialmente, en dos principios:

          1) En un proceso de percepción.

          2) En la ley de la armonía cósmica.

          El proceso de percepción se resume en lo siguiente: Todo lo que ejerce impresión sobre nosotros y determina el curso de nuestra vida, consta de dos elementos: externo e interno, o sea, acción y reacción. Algún objeto o hecho externo llama mi atención: es la acción o elemento externo. Al mismo tiempo, reacciono de cierto modo: es el elemento interno que responde al impacto exterior.

          La percepción es, pues, un compuesto resultante de la acción del objeto y de la reacción del sujeto. Si no hubiese reacción, el objeto actuante penetraría en el sujeto pasivo como en un recipiente vacío; en este caso, el sujeto estaría enteramente a merced del objeto, una víctima pasiva e inerme al impacto de fuera, de la tiranía de los objetos y acontecimientos externos. Esto, sin embargo, no sucede con una persona normal. En el hombre corriente, el impacto del objeto es recibido, por así decirlo, en la frontera del sujeto, donde recibe un color o es impregnado de la actitud del recipiente. Digamos que el objeto llega como algo incolor o neutro; pero tenemos dentro una permanente actitud habitual, simbolizada por un color. Naturalmente, al impactar el objeto neutro asume inmediatamente el color de mi disposición subjetiva; yo no veo el objeto incoloro como sin color, sino con el color que represento. En otras palabras, no veo el objeto tal como él es, sino como yo soy. Subjetivizo el objeto. Este proceso es inconsciente, instintivo; de manera que un sujeto puede afirmar con toda honestidad que el objeto es de tal color, una vez que el hombre proyecta hacia su interior, inconscientemente, su propio color.

          Ahora, y esto es importante, el  objeto o hecho externo que me impacta no está, generalmente, bajo mi control, mientras que mi actitud sí lo está. Yo soy, en último análisis, responsable por el color con que ese objeto incoloro  entra en la zona de mi consciencia y determina el curso de mi vida. Digamos, por ejemplo, que el rojo representa lo “malo”, y el verde representa “lo bueno”. Si recibo el impacto neutro del objeto dentro del ambiente rojo, soy perjudicado, quedo peor que antes; pero, si recibo el mismo impacto incoloro en el ambiente verde, aprovecho la experiencia y quedo en mejor estado que antes.

          Ahora, dice el estoico, lo que viene de fuera es relativamente secundario, pero lo que viene de dentro de mí es importante y decisivo; en efecto, todo el curso de mi vida es modelado esencialmente por el elemento subjetivo, por el modo que recibo la impresión externa y cómo reacciono al impacto de los objetos y los actos. Dos personas son blanco del mismo acontecimiento, en iguales circunstancias externas, pero con ambiente interno diferente: El primero recibe el impacto con una actitud positiva (buena), mientras que el segundo lo recibe en actitud negativa (mala); está claro que el primero sale de ese acontecimiento mejor que cuando entró, mientras que el segundo ha sido el perdedor.

          Nótese bien que el estoico, realista, no afirma como ciertos filósofos modernos muy optimistas y poco realistas, que el objeto sea indiferente y no ejerza influencia alguna sobre los eventos de mi vida y sobre el drama de mi evolución personal; pero afirma que ese elemento externo es relativamente secundario, en comparación con el factor interno. Quiero decir que puedo determinar con mi reacción personal el efecto de la acción impersonal del acontecimiento. No soy víctima indefensa de algún suceso externo; si lo soy es por mi culpa, por falta de una reacción eficaz, y en último análisis, por falta de una permanente actitud positiva.

          Ejemplo: dos personas reciben inesperadamente una gran fortuna: una hace planes sobre cómo aprovechar el dinero para mejorar la suerte de sus semejantes; la otra se pone a especular y calcular sobre cómo aumentar e intensificar su propia comodidad y lujo personal. ¿Dónde está la diferencia? ¿En el dinero? Claro que no, porque es el mismo en los dos casos. La diferencia de reacción viene de la atmósfera particular, o sea de la actitud que existía en esas dos personas antes de recibir el dinero. Esa actitud no es creada por el dinero inesperadamente recibido, sino que existía antes de que lo recibiera. El dinero ha sido el agente revelador de un estado de alma oculto en esos dos hombres: estado de altruísmo, o estado de egoísmo. Debido a ese estado psíquico pre-existente, el primero es potenciado por el dinero, porque actualizó su altruísmo potencial, mientras que el segundo, con el mismo dinero, se volvió peor, porque tuvo la ocasión de mejorar su habitual egoísmo. El dinero no es, pues, la causa, sino la condición.

          Toda esa psicología ética del estoicismo, consiste como se ve, en una especie de inmunización, vacuna o profilaxis moral, contra una posible intrusión de venenos. Este proceso profiláctico no puede ser iniciado en el momento que las bacterias destructoras estén invadiendo el organismo, sino efectuado con la debida antelación para que la inmunización penetre plenamente todos los tejidos celulares, ofreciendo una sólida y eficiente resistencia positivo a los ataques de los elementos negativos. Sólo así habrá esperanza real de victoria. El principio de percepción es, pues, fundamentalmente, un proceso de vacunación psíquica que inmuniza al alma y le confiere permanente invulnerabilidad. , haya o no enemigos en la frontera del país. La consciencia de esa invulnerabilidad es la que otorga al verdadero estoico esa admirable serenidad y paz que lo caracteriza. Vive en la consciencia calma y segura de que nada existe en el universo que lo pueda hacer feliz ni infeliz, a no ser él mismo. El estoico está con las llaves del cielo en las manos y nadie más que él puede abrir el reino de la felicidad o del infierno.

          La ley de la armonía cósmica, el segundo principio del estoicismo, es la parte objetiva de su filosofía. Si el estoico se limitase al proceso subjetivo de percepción, podría ser acusado de optimista barato y superficial, al ejemplo de los seguidores de algunas escuelas modernas que se auto-sugestionan al punto de no ver los males de la vida que son visibles a todos. El verdadero estoico no practica esa auto-hipnosis, o esa “política del avestruz”.

          El estoicismo no niega la existencia de los males del mundo, aunque admite que ellos no son de una realidad positiva, sino de ausencia de la misma, sabiendo que el efecto de los males sobre el hombre es real, y no hay sugestión que los transforme en ilusorios. El estoicismo admite la existencia de los males y los enfrenta. Sufrir no es lo mismo que ser infeliz. Si mi felicidad o infelicidad viniese de fuera, de algo ajeno a mi voluntad, el mundo dejaría de ser un cosmos, acabando en un caos.

          El estoicismo es, esencialmente, una filosofía de realismo y de racionalidad.

          ¿Por qué, debo asumir una actitud positiva ante los acontecimientos externos?

          Por la simple razón de ser positivo el carácter básico del cosmos. El alma del universo, la ley cósmica, es esencialmente positiva, activa; porque lo real, lo verdadero, lo bueno y lo feliz son una misma cosa. No hay una realidad negativa. Los llamados “males físicos” no son realidades en sí mismos, sino irrealidades, razón por la cual nos afecta dolorosamente. Así como las tinieblas no es más que ausencia de luz; como la enfermedad consiste en la falta de salud; como la muerte es ausencia de vida, así son los llamados “males físicos”, simplemente la ausencia de un bien mayor, son bienes limitados, y esta carencia es la que nos toca ingratamente.

          El cosmos como un todo es infinitamente positivo. Por esto, debe el hombre asumir una actitud positiva y evitar todo y cualquier estado negativo.

          Lo positivo es lo real, lo bueno, lo feliz.

          Lo negativo es lo irreal, lo malo, lo infeliz.

          El hombre cósmico, armonizado con el cosmos, es un hombre positivo, verdadero, bueno, feliz.

          El individuo y el universo tienen un único centro común: son concéntricos. Si una criatura pretende salir de ese centro natural, tornándose “ex-céntrico”, entra en conflicto con el cosmos, y esto significa tanto maldad como infelicidad, pecado, neurosis, esquizofrenia, etc.

          Todo el valor y felicidad de hombre consiste en la perfecta armonía con la gran ley cósmica. Hacer que nuestro pequeño querer coincida con el gran QUERER del cosmos, y en esto consiste nuestra verdad y santidad. Desviarse de ese centro del querer es ser ignorante, malo, infeliz.

          El pecador es el hombre caótico, así como el santo es el hombre ordenado. En muchas lenguas la palabra “santo” tiene el mismo radical como la palabra “total”, “universal”, “cósmico”. En ingles, whole es total, entero, y holy es santo; en alemán, heil es total, y heilig, es santo; en latín, mundus es el universo total, y mundus también significa, puro, santo. Santo es, pues, aquél ser que, siendo objetivamente unido al Todo, vive también subjetivamente como una parte unida a ese Todo, que es Dios.

          La naturaleza inferior, inconsciente o no suficientemente consciente, no puede dejar de estar en permanente armonía con el cosmos. El hombre, siendo libremente bueno, alcanza perfección incomparablemente mayor que los seres necesariamente buenos.

          El pecado o esa desarmonía consciente entre el individuo y lo Universal es, por consiguiente, el único mal verdadero aquí en la tierra.

          El pecador es un separatista mental. Pretende hacer de sí un nuevo centro autónomo, en vez de girar armónicamente alrededor de un centro universal. Pecado es egocentrismo.

          De manera que podríamos resumir el complejo y doloroso “problema del mal” con esta fórmula simple: a) los males físicos no son males en el sentido exacto, porque no están en contra de la voluntad de Dios, ni hace imposible el destino supremo del hombre; b) los males morales, únicos males verdaderos, pueden ser evitados. Resultado final: El hombre puede hacer este mundo integralmente bueno; basta que él mismo lo sea, haciendo su querer individual coincidir con un gran querer cósmico.

          El estoico no hace distinción entre pecados graves o leves. Para él todo pecado es grave, porque todos son una voluntaria oposición a la ley cósmica; no interesa a la ley la diferencia material del objeto del pecado, sino la actitud mental del pecador. Esta actitud, existe tanto en el autor del pecado leve como en la del pecado grave. El mal del pecado no proviene del objeto, sino que está en el sujeto; reside, no en la materia, sino en la mente.

          La maldad no está en el qué del objeto, sino en el cómo del sujeto. Quien roba una peseta tiene la misma mala voluntad de romper la ley de la justicia como quien roba un millón. No se puede ser un poco bueno o un poco malo, dice el estoico.

          El estoicismo es el gran precursor del ideal de las “Naciones Unidas” o sea, del Gobierno Mundial. Es necesario que lo universal prevalezca sobre lo individual, no sólo en contra de lo individual de la persona, sino contra lo individual colectivo de las naciones. Siendo que todo mal y pecado consiste en el egoísmo, es necesario abolirlo, tanto en su forma individual (egolatría), como en su forma colectiva (nacionalismo). El egoísmo nacional es peor que el egoísmo individual. Los Estados nacionalistas deben ceder al Estado supra-nacionalistas. La Humanidad como tal es el Estado auténtico.

          Zenon, Epicteto, Séneca, Marco Aurelio, y muchos otros, imbuídos de ese espíritu, elevaron el estoicismo de la antigüedad a la más perfecta filosofía. Muchos filósofos del Renacimiento, como Enmanuel Kant, son fundamentalmente estoicos.

          Si hay una debilidad fundamental en el estoicismo heleno-romano es su frígida racionalidad incompatible con el calor de una emoción positiva o un entusiasmo vibrante. El estoico detesta toda emoción como anti-racional. No comprende que la emoción no es por sí misma contra la razón. Incapaz de integrar la emoción en la razón, eliminó la una en favor de la otra.

          En este punto, el cristianismo va más allá del estoicismo, proclamando la síntesis de la razón y la del corazón, el feliz consorcio de la luz del pensamiento y el calor del sentimiento, creando así la maravilla máxima del Hombre Integral.

                                        *   *   *   *   *   *   *    *   *    *

PITÁGORAS Y LOS PITAGÓRICOS

          EL HOMBRE.- A mediados de siglo VI a.C. vivía en la isla de Samos, en el mar Egeo, un joven, cuyo nombre simbólico era “Pitágoras”, y sus pensamientos representan un eje entre la filosofía de Occidente, los profundos conceptos de Hermes Trimegisto en Egipto y del Extremo Oriente. “Pythia”, o pitonisa, era el nombre de aquella misteriosa vidente o profetisa que, en el santuario de Delfos en Grecia, daba los famosos oráculos de la Antigüedad; “goras” (en sánscrito “gurú”), es derivado de esta palabra, que quiere decir “guiar”, “conducir”. De manera que “Pitágoras” significa “guiado por la Pythia”, o sea, conducido por el espíritu vidente. La ideología de Pitágoras en Occidente y de Buda en Oriente, revela sorprendentes afinidades.

          Dice la tradición, que este hombre extraño, dejando su tierra natal, impelido por un vehemente estado místico-metafísico, visitó los grandes centros espirituales de su tiempo, recorriendo Fenicia, Egipto, Babilonia, y posiblemente la India. Regresando finalmente a Grecia, después de muchos años de peregrinación, fue a beber en la divina sabiduría de Delfos, desde donde siguió viaje a la Italia meridional, estableciéndose en Crotona, sobre el golfo de Tarento, al oeste del Mar Adriático. Al otro lado del golfo se distinguía la famosa ciudad blanca de Sibaris, famosa por la opulencia y la lujuria de sus habitantes, los sibaritas, liberales gozadores de los placeres de la vida. Dificilmente se podría imaginar mayor contraste que el caótico materialismo de los ciudadanos de Sibaris y la disciplinada espiritualidad de la Escuela iniciática que Pitágoras fundó en una colina de Crotona.

          Al principio, las extrañas doctrinas del recién llegado causaron especial atención. Una inexplicable fascinación parecía irradiar de su personalidad, atrayendo irresistiblemente a la élite de la juventud masculina y femenina de Crotona, galvanizada por las ideas del “mago”. El propio Senado de la ciudad se inquietó con el creciente prestigio de ese hombre misterioso y le exigieron una explicación racional. Pitágoras atendió al desafió de los poderes públicos, exponiendo al Senado una síntesis de su doctrina, destinada a regular la vida humana en todos los sectores de su actividad, conforme los altos dictámenes de la Razón.

          Tan sensatas parecieron a los sesudos magistrados crotonenses las ideas del sabio que le otorgaron amplia libertad y hasta le cedieron una verde colina que dominaba la ciudad para que allí erigiese su santuario filosófico-espiritual.

          Pitágoras, no menos realista que místico, no tardó en concretizar en forma palpable sus grandes ideas, penetrando con ellas en la vida individual, social, política y religiosa de sus voluntarios discípulos.

          La ciudad espiritual en lo alto de la colina de Crotona, fundada y dirigida por este hombre enigmático, no poseía legislación civil ni policía de especie alguna; estaba únicamente orientada por una sensata y luminosa racionalidad, por una mística racionalidad, que no tiene par en los anales de la historia de la humanidad. Si fuese posible realizar en gran tamaño lo que Pitágoras hizo en pequeña escala, no tardaría en el reino de Dios en ser proclamado sobre la faz de la Tierra.

          Desgraciadamente, las potencias del mal prevalecieron físicamente contra esa sublime realización de un hombre que tenía los pies sólidamente afirmados en la tierra y la cabeza bañada por las luces del cielo. Las pasiones de los partidos políticos destruyeron, poco después, lo que el idealismo dinámico de un gran profeta construyó. Nunca se ha sabido del fin de Pitágoras. Opinan algunos que pereció en el caos de la revolución política. Otros dicen que se refugió en Atenas. Sus ideas, sin embargo, sobreviven e iluminan las almas humanas a través de los siglos.

LAS IDEAS.-

          Pitágoras es conocido en la ciencia como un gran matemático. El estudiante universitario tiene para el estudio sus teorías, como el famoso “teorema de Pitágoras”.

          Mientras tanto, para el filósofo de Samos, la matemática y la geometría no eran un simple conjunto de números y figuras, susceptibles de ser sumadas, restadas, multiplicadas o divididas. Más allá de ese cuerpo visible o inteligible de las matemáticas y geometría, vivía el alma invisible de esas disciplinas, conocida solamente por los hombres dotados de videncia intuitiva.

          Para Pitágoras el universo entero, material e inmaterial, está basado en la “armonía de los números”. Los pares ( 2,4,6,8,), y los impares (1,3,5,7,9) no dejan de ser símbolos externos de un fenómeno interno; son, en último análisis, los fenómenos efímeros del eterno Número; ríos y arroyos de ese océano inmenso del cual derivan inicialmente todas las cosas y para el cual vuelven finalmente. Los “pares” representan los “positivos”, y los “impares” los “negativos”. Aquellos son en el mundo universal lo que lo masculino es en el plano orgánico, mientras que los segundos corresponden al elemento femenino.

          En el centro del santuario, en forma circular, rodeado de una columna de mármol, que Pitágoras mandó construir en lo alto de la colina, se levantaba la estatua de Hestia (la Vesta de los romanos), la divinidad del fuego sagrado; el rostro cubierto por un velo, con la mano derecha apuntando al cielo cuna de la luz, y con la mano izquierda vuelta a la tierra, como queriendo decir: “de las celestes alturas dimana la luz que las capas terrestres acogen y reflejan en forma de vida, belleza y felicidad”.

                                                          EL NÚMERO 8

          En hebreo, el número ocho viene de la raíz “cubrir con grosor”, “sobreabundar”.Significa “uno que abunda en fuerza”, etc. Como nombre es “fertilidad sobreabundante”, “aceite”, etc. De modo que como numeral es el número sobreabundante. Así como siete se llamaba así debido a que el día séptimo era el día de consumación y reposo, de este modo ocho, como el día octavo, estaba por encima y de más en esta perfecta consumación, y era en verdad el primero de una nueva serie, además de ser el octavo. Así representa ya a dos números en uno, el primero y el octavo. Consideremos primero la conexión entre

EL OCHO Y SIETE JUNTOS.

          Así como hemos visto la relación entre los números seis y siete juntos, debemos asimismo señalar la notable conexión entre siete y ocho cuando se emplean juntos.

          Siete denota, como ya hemos visto en la Circular anterior, aquello que está espiritualmente completo o satisfactorio; mientras que ocho denota lo que es saciador. Es por ello que encontramos frecuentemente estos números asociados.

          Los pactos de Jehovah con Abraham fueron ocho; siete antes que Isaac fuera ofrecido, y el octavo cuando ya lo había recibido “en sentido figurado” de entre los muertos.

          Las comunicaciones de José con sus hermanos fueron ocho. Siete veces antes de la muerte de Jacob, y la octava después.

          En Éxodo 21: 23-24 hay ocho rerferencias en relación con el castigo; pero siete se encuentran en una categoría diferente, no siendo posible si se infligiera el octavo, esto es, el de “vida por vida”.

          1. Vida por vida.

          2. Ojo por ojo.

          3. Diente por diente.

          4. Mano por mano.

          5. Pie por pie.

          6. Quemadura por quemadura.

          7. Herida por herida.

          8. Golpe por golpe.

          En Éxodo 40, siete veces aparece la frase “Como Jehová mandó a Moisés” una vez, “conforme a todo lo que Jehová le mandó”.

          La Fiesta de los Tabernáculos era la única fiesta que se observaba durante ocho días. El octavo es distinguido del séptimo.

          En 2º Crónicas 6, hay ocho ruegos de Salomón de que su oración sea oída. Siete veces “escucha tú desde los cielos” y una vez “ tú oirás desde los cielos, desde el lugar de tu morada”.

          En Isaías 5: 1-2, hay ocho oraciones describiendo a la viña, pero siete dan las características de la misma, y una el resultado.

          Las gradas del templo de Ezequiel son siete de ellas las que llevan al atrio exterior, y ocho del atrio exterior al interior. Las siete llevaban de la labor al reposo, las ocho del reposo a la adoración.

          Jesús estuvo en un monte ocho veces. Siete veces antes de ser crucificado, y la octava después de resucitar de entre los muertos.

          En la Epístola a los Colosences 3:12-13, hay siete gracias, pero por encima de todas éstas se encuentra el “amor” que es el vínculo de la perfección, la prenda de vestido superior que completa y une a las otras.

          Los hijos de Abraham fueron ocho; pero siete nacieron “según la carne”, mientras que uno, el octavo lo fue “según la promesa”.

          La consagración de Aarón y sus hijos tuvo lugar en el octavo día, después de permanecer “a la puerta . . . del tabernáculo de reunión . . . día y noche por siete días”.

          En el Templo de Salomón había ocho clases de mobiliario, mientras que en el Tabernáculo habia siete.

          Ocho es el 7 más 1. Es por ello el número especialmente asociado con la Resurrección y la Regeneración, y del comienzo de una nueva era u orden.

          Cuando toda la tierra quedó cubierta por el Diluvio, fue Noé “la octava persona”. Ocho personas pasaron a través del Diluvio con él al nuevo mundo regenerado.

          La circuncisión es llevada a cabo el octavo día, debido a que era la prefiguración de la verdadera circuncisión del corazón.

          El primogénito debía ser dedicado a Jehová en el octavo día.

          Ocho es el primer número cubo, el cubo de dos  2 x 2 x 2. Hemos visto que tres es el símbolo de la primera figura plana y que cuatro es el primer cuadrado. Así que aquí, en el primer cubo, vemos la indicación de algo de perfección trascendente, algo de lo que son iguales la longitud, la anchura y la altura. Esta significación del cubo se ve en el hecho de que el Lugar Santísimo eran cubos, tanto en el Tabernánculo como en el Templo. En el Tabernáculo era un cubo de 10 codos, y en el Templo era un cubo de 20 codos. En Apocalipsis 21, la Nueva Jerusalem aparece como un cubo de 12.000 codos.

          Los milagros de Elías fueron ocho, y los de Eliseo el doble, porque su petición fue: “Te ruego que una doble porción de tu espíritu sea sobre mí”. 2º Reyes 2:9).  Etc.etc. 

          Es ciertamente imposible explicar toda esta evidencia recurriendo al azar. Tiene que haber un designio. Y es tan perfecto, tan uniforme y significativo, que sólo puede ser divino. Y siendo divino, constituye un argumento irrebatible en favor de la inspiración verbal e incluso literal de las Escrituras.    

                                     

 

 

 

 

 

 

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