ALCORAC

SALVADOR NAVARRO ZAMORANO

 

 

 

Dirigida a la Escuela de:

                        Mallorca

                        Las Palmas

                                                                                 

                                                                                  Circular  Invierno, año XV

 

                                                                                  Bunyola, 1º  Diciembre de  de 2.009.

 

 

 

UN PUEBLO: GRECIA Y LA MUERTE.

 

La humanidad dio un nuevo paso en el camino de la perfección y al darlo salió de Asia, en dirección a Occidente. Le tocó esta vez el turno a la una raza aria, recién establecida en una península e islas adyacentes, que formaba el tránsito del continente asiático al continente europeo. Esta tierra, cubierta por una vegetación proporcionada al hombre, favorecida por una temperatura tibia, limitada en gran parte por las transparentes aguas de un mar apacible, vino a ser el teatro en donde se representara este nuevo acto de la gran comedia humana.

 

Se constituyó la sociedad griega en el seno de esta naturaleza sonriente y armónica, que la protegía sin ahogarla, y al darse sus instituciones no pudo menos de hacerlo conforme con todo lo que la rodeaba, pues que la sociedades lo mismo que los seres, son siempre el producto del medio en que se forman. Creó el gimnasio y robusteció al hombre; dio culto al Amor, y poetizó la vida; estudió la forma y desarrollo del arte; democratizó las costumbres, y pronto la plaza pública vino a ser escuela de oradores; erigió el Pórtico, y se albergó en él la Filosofía; inventó el teatro, cantó el poema, abrió el camino, edificó la casa, instituyó el jurado, escribió la historia, en fin, hizo cuanto estuvo en su mano para ennoblecer y embellecer la vida. Si estuvo sujeta siempre al ritmo, si la simetría presidió a todas sus concepciones, se debió a la configuración del terreno; no veían en cuanto les rodeaba más que horizontes regulares y proporciones bien equilibradas que tuvieron por fundamento la línea recta.

 

En una sociedad así constituida la Muerte no podía revestir aspecto lúgubre por ningún estilo; era tan tranquila como la caída de la tarde de un día apacible. Como se vivía bien no se podía morir mal.

 

El esqueleto era desconocido. La putrefacción del cuerpo ignorada. Al enterrarse un cadáver, sembraban trigo encima de la tierra que lo cubría, para que germinando éste, hasta la muerte inspiraba la idea de la vida.

 

En tiempos anteriores más primitivos el cadáver era enterrado de cara a Occidente, uso que se conservó siempre en Esparta.

 

La Muerte era considerada hermana del Sueño y de la Noche. Sus atributos lo eran de Amor. La escultura le personificaba en un adolescente de bellas formas y rostro impasible, con el pie apoyado sobre una antorcha apagada. Hasta en el lenguaje los conceptos relativos a la Muerte y al morir, sólo podían ser expresados por palabras que indicaban actos de la vida. Los términos que se empleaba para indicar los conceptos relativos a la muerte nada tenían de fúnebres. La idea de morir se expresaba con las palabras “apogínestai, oigestai – abandonar la morada”. Algunas veces en vez de la palabra “morir” se decía “apergestai” que significaba “partir para un viaje”.  Y se vivía para fines terrenales, no para una vida de ultratumba.

 

Los dioses sólo se relacionaban con el hombre mientras vivía. De aquí el que la muerte en Grecia fuera bella. Se gloriaban los griegos de morir de una manera tranquila y hasta estética. ¡Con qué dignidad caían los combatientes! ¡Cómo se cubrían con el manto o con el escudo para no infundir terror a los que pudieran verles! ¡Que gran ejemplo del bien nos legaron aquellos ciudadanos, que en su última hora reunían sus amigos y parientes, y se despedían de ellos con la conciencia serena, y con la convicción de haber llegado tal cual debían al fin de su carrera, animándoles a que fueran útiles a sí mismos y a la República!

 

El cadáver era lavado con agua tibia, ungido con aceites olorosos, envuelto en un manto, cubierto de ricas telas blancas y depositado sobre un lecho, formado por un escudo o unas andas, encima del cual los que fueron sus amigos acudían a derramar flores como último obsequio al que les fue querido. De esta manera, y bajo la custodia de los más íntimos, era expuesto en el pórtico de la casa, para que todos pudieran examinar si presentaba indicio alguno de muerte violenta.

 

Luego se le ponía un óbolo en la boca, y era conducido a la pira al son de címbalos y liras, acompañado por el séquito de su familia, amigos y admiradores. Una vez allí, se le ponía encima de la leña, se daba fuego al montón y se echaban sustancias aromáticas a las llamas, para que aun bajo esta nueva forma vaporosa le acompañaran los perfumes. Los griegos creían que el individuo se escapaba como una sombra, de entre el fuego, y que se remontaba envuelto e una columna de humo para marchar luego a ese vago país que llamaban Campos Elíseos.

 

La creencia de que un alma se escapa del mundo para entrar en una celeste mansión es de época relativamente reciente en Grecia. En la Eneida, Eneas encuentra vagando por los infiernos a la sombra de un antiguo piloto Palimuro, que le dice: “Entretanto estoy a merced de las olas y los vientos me rebaten contra las riberas”.. Dice que “él” estaba a merced de las olas y es su sombra la que habla, considerándose solidaria del cuerpo que en el mar anda flotando.

 

Homero, en la Iliada al hablar de los héroes que después de muertos son pasto de los perros y de las aves, dice: “ellos mismos” no sus cuerpos. La idea de las sombras de los muertos y de las manos intervienen bien poco en los actos de los vivientes.

 

Por esto la ley mandaba al que encontrara cerca de la costa un cadáver arrojado por las olas, que lo quemara o diera parte a la ciudad para que fuera conducido a la pira. Rehusarlo era tenido por acto de barbarie y castigado severamente por los jueces. Los deudos pegaban fuego a la leña. Una vez encendido el fuego al brillar las llamas, sonaban trompetas, se cantaban himnos, se arrojaba agua lustral sobre los presentes, , y los parientes hacían  libaciones de ricos vinos en copas dorada brindando cuatro veces solamente por la memoria del finado. Al tirano y al traidor, se le rehusaba el honor de ser quemados, para que ni siquiera su sombra pudiera turbar a los vivientes. Tanto odiaban la tiranía, así fuera nacional  como importada del extranjero.

 

Terminada la combustión del cuerpo que devolviera sus elementos a la circulación eterna, dispersado el humo por el viento, quedaban un polvo blanco por residuo, el cual era recogido y guardado piadosamente en la urna cineraria, y ésta era colocada en una columna, pedestal o monumento a propósito al lado del camino, con la efigie o el nombre del finado., o escenas alegóricas o máximas morales. Cuando había dos seres unidos íntimamente por el amor, o por la amistad, estas dos manifestaciones, las más perfectas de la atracción universal, para que ni la muerte pudiera separarles, sus cenizas eran mezcladas y guardadas en un mismo vaso sobre un mismo soporte, en el que se grababan sus nombres unidos o en bajo relieve sus dos bustos superpuestos.

 

Si el hombre moría viejo, quedaba en la memoria de sus conciudadanos el respeto que supo inspirar por sus acciones. Si había sido indigno, sus faltas eran olvidadas; hasta la ley castigaba el murmurar de los difuntos; tamaña ofensa llevaba la infamia más sobre el ofensor que sobre el ofendido. Si moría joven no se borraba de la mente de sus amigos el valor y su belleza. ¿Era un poeta el finado? Sus cantos eran repetidos de boca en boca, a través de las generaciones descendentes. ¿Era un filósofo? Todos los que cultivaban la filosofía, se ocupaban de su sistema y de sus conclusiones; sus discípulos le estudiaban, sus contarios le rebatían, pero todos recordaban con admiración al difunto pensador. ¿Había muerto en defensa de la libertad de la Patria? Entonces era un héroe, su inmortalidad era completa. Su muerte era seguida de ceremonias cívicas y luego se grababa su nombre en mármoles y en bronces, sus hazañas eran objeto de un poema y de mención especial en la historia patria, su efigie era colocada entre la de los dioses, se le presentaba en las arengas guerreras como ejemplo en los ejércitos y  los combatientes lo veían en lo más recio del combate apareciéndoseles en el aire, marchar al frente de ellos y guiarlos en la victoria. Morir por la libertad de la Patria no era morir, era vivir eternamente en ella.

 

Pero hasta aquí no hemos hablado más que del ciudadano, del hombre libre, el cual sólo formaba una parte de los seres humanos que poblaban el suelo griego. El esclavo, este hombre que a pesar de serlo, sólo era considerado por la ley como una “cosa”, carecía completamente de inmortalidad. Desaparecía sin dejar rastro de sí, como el carnero del rebaño, el perro del huerto o el caballo del establo. Los hijos ignoraban las más de las veces quienes habían sido sus padres, pues el amo del esclavo le vendía la prole, para que no pudiera confabularse con ella, y así, sin solidaridad alguna con sus descendientes, sus actos no trascendían para nada más allá del tiempo que duraba su corta vida individual. No había tenido voluntad, no se le había concedido derecho alguno, sólo había sido una máquina de trabajo para su dueño; el pobre esclavo desaparecía de la vida como desaparecen en el seno de la Naturaleza las formas organizadas que no tienen conciencia de sí mismas. Se había declarado el trabajo antitético de la libertad, y como todo error en teoría produce una injustita en la práctica, por fuerza el hombre libre debió de vivir a costa del hombre esclavo. Aquel derecho recién salido del fatalismo oriental no podía concebir la sociedad de otra manera. El mismo Platón en su República no puede concebir una sociedad sin que esté basada sobre la esclavitud.

 

En Roma, durante los tiempos de la República, pasaba lo mismo que en Grecia. Se vivía bien, se sabía morir cual se había vivido. Pero la inmortalidad del ser humano se extendió más, viniendo a perpetuarse por medio del testamento en el seno de la familia. De Roma puede decirse que en ella el ciudadano podía ser inmortal pública y privadamente. La inmortalidad pública era reservada a los que se distinguían por su talento y virtudes cívicas y por lo tanto no era extensivo a todos; pero la inmortalidad privada era patrimonio de todo ciudadano, desde el momento en que por ser tal ya tenía la facultad de testar. En el testamento dejaba sus disposiciones a sus sucesores, y aunque el individuo desapareciera, su acción se prolongaba en sus descendientes, los cuales ejecutaban lo que el difunto había dejado escrito.

 

 

 

                                                        F I N

 

 

 

Desde estas páginas de la Circular de Invierno, envío a todos mis lectores amigos de ALCORAC, mis deseos de una Navidad y Nuevo Año 2010, pleno de satisfacciones y realizaciones personales. Que así sea.

 

 

 

 

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