VIDA DE SAN PABLO

ALCORAC

SALVADOR NAVARRO   

 

 

Dirigida a la Escuela de:

                        Mallorca

                        Las Palmas

Circular nº 12 , año XIII

Bunyola, 1º de Diciembre de 2.007.

VIDA DE SAN PABLO.-

Timoteo en Éfeso luchaba contra el vicio tradicional de esta ciudad: el falso misticismo. Cuanto más enigmática y abstrusa fuese una doctrina, tantos más adeptos encontraba entre los efesios. Todo cuanto antiguos y modernos ocultistas y espiritualistas  han soñado sobre la metempsicosis, la reencarnación y las influencias astrológicas, era doctrina corriente en las calles y salones de Éfeso.

En medio de ese caos se lanzaron los rabinos judíos para colmo de confusión, con su literatura plagada de rituales, engendrando a la luz de interminables genealogías patriarcales, una babel de leyendas y fábulas religiosas, para elevación de las almas devotas de las sinagogas y de piadosas damas de círculos esotéricos de los salones elegantes.

A la par de esa religiosidad de sentimientos y ficción, florecía otra, con el pomposo nombre de “gnosis”, que invocaba el intelecto como suprema instancia en materia de espiritualidad. En su seno reunía la “escuela de los intelectuales”, hombres que deseaban pasar por espiritualistas, pero sin herirse en las agudas aristas de la cruz del Gólgota.

Contra todos estos peligros previene el apóstol a los neófitos de Éfeso, por intermedio de su pastor local Timoteo.

Unidad en la fe, unidad en el culto, unidad en la jerarquía, estos son los tres pensamientos que forman el sustrato de su carta pastoral.

El cristianismo no sienta sus cimientos en fantasías, sueños y vagos sentimentalismos, sino sobre la firma roca de la fe en Dios, manifestada por un sincero amor a los hombres.

Sin esa unidad en la fe no hay unidad de culto ni comunidad en la oración.

Pablo recomienda la oración a los fieles sobre todo a las autoridades civiles, que por ese tiempo comenzaban a percibir el poder del Evangelio y movilizaban sus huestes contra su proliferación.

Sin la familia bien organizada  - prosigue Pablo -  no hay prosperidad nacional. El jefe de la familia es el hombre. La mujer es la compañera y no esclava. Canta el apóstol la belleza de la maternidad, así como antes celebrara las glorias de la virginidad.

Verdad es que, hijo de su época, establece un criterio que no todas las hijas de Eva estarían dispuestas a admitir, diciendo:

“Puede la mujer salvarse por el cumplimiento de sus deberes de madre”.

Al lado de la columna maestra de la familia cristiana está la hermandad eclesiástica. Pablo se complace en pintar en todas sus epístolas pastorales el ideal del pastor de las almas.

“…pero es preciso que el obispo sea irreprensible, marido de una sola mujer, sobrio, prudente, cortés, hospitalario, capaz de enseñar; no dado al vino ni pendenciero, sino ecuánime; no camorrista ni amigo del dinero, que sepa gobernar bien su propia casa, que tenga los hijos en sujeción, con toda honestidad, pues quien no sabe gobernar su casa ¿cómo va a cuidar de la Iglesia de Dios?” (1ª Timoteo 3: 2-5).

Frente a este vicio de la poligamia que reinaba entre los paganos y, a veces, entre los propios cristianos, prohíbe Pablo al ministro de Dios poseer más de una mujer. Consecuente al espíritu del Maestro, que escogió casados y solteros entre sus discípulos y7 distinguió entre ellos a Pedro, un padre de familia, acostumbraba también en la Iglesia primitiva la costumbre de escoger los sirviente del culto entre todas las condiciones de clases sociales; lo que se exigía era vida honesta y gran fervor apostólico.

El celibato del pastor espiritual era libre y no obligatorio.

Después de estas explicaciones relativas a la fe, al culto y la jerarquía, pasa el apóstol a trazar a su discípulo juiciosas directivas sobre el modo de obrar con diversas clases de personas: viudas, sacerdotes, esclavos, señores, etc.

Por fin, como un viejo párroco y su joven coadjutor, da a Timoteo unos avisos prácticos para su precaria salud.

“No bebas agua sola, sino mezcla un poco de vino por el mal de estómago y tus frecuentes enfermedades”.

Terminó Pablo su último viaje por Oriente.

Dejó a Tito en Creta y pasó a Corinto, donde se despidió de Erasto.

Fue a Mileto, donde dejó a Trófimo enfermo.

Nombró a Timoteo su legado en Éfeso y, camino de Triade, entró en la Macedonia.

En el otoño del año 66 d.C. lo encontramos con un grupo de amigos, entre los cuales tal vez estaba Lucas, camino de Nicópolis, ciudad situada en el litoral del mar Adriático.

Era Nicópolis el más importante centro comercial de Épiro, colonia romana, la “ciudad de la victoria”, como la tituló Augusto en memoria de su triunfo sobre Antonio (31 a.C.).

Aquí resolvió Pablo pasar el invierno y en la primavera del año 67, visitar la cristiandad de Roma, devastada por la persecución sangrienta del Emperador Nerón.

Escribió a Tito para encontrarse con él en Nicópolis, después del nombramiento de un sustituto idóneo en Creta.

La epístola a Tito se abre con una introducción excepcionalmente solemne. Bien conocía Pablo las dificultades con que luchaba su discípulo en una zona saturada de un paganismo multisecular y sin tradición cristiana alguna. Ante todo era necesario crear un ambiente religioso, imposible sin la actividad de pastores de gran responsabilidad moral.

Por eso Pablo inculca a Tito con gran vehemencia que sea prudente en la elección y nominación de jefes espirituales. E igual que a Timoteo, describe también a Tito el ideal del pastor de almas:

“Te dejé en Creta para que acabases de ordenar lo que faltaba y constituyeses por las ciudades presbíteros en la forma que te ordené. Que sean irreprochables, maridos de una sola mujer, cuyos hijos sean fieles, que no estén tachados de liviandad o desobediencia. Porque es preciso que el obispo sea inculpable, como administrador de Dios; no soberbio, ni iracundo, ni dado al vino, ni pendenciero, ni codicioso de torpes ganancias, sino hospitalario, amador de lo bueno, modesto, justo, santo, continente, guardador de la palabra fiel; que se ajuste a la doctrina de suerte que pueda exhortar con doctrina sana y argüir a los contradictores”.(Tito 1:5-9).

Seguidamente previene contra ciertos judíos-cristianos que se decían apóstoles pero “llevados del deseo de torpes ganancias”, haciendo de la religión un negocio y del santuario una casa de mercaderes.

Otros dan oídos a fábulas y ridículos mitos, en vez de atenerse a la revelación divina.

Y, mientras tanto, no es la materia la sede del mal, como opinaban ciertos herejes puritanos; la sede del mal es la voluntad del hombre, el abuso de la libertad.

Concluye en la Circular de Enero de 2008.

LA REALIDAD OCULTA.-

La mayoría de estudios científicos sobre comportamiento y desarrollo humanos tratan el tema como si el hombre fuera el producto pasivo de las fuerzas genéticas y ambientales, es decir, un autómata biológico. La justificación de este planteamiento determinista radica en que cada niño nace con un cuerpo y un sistema nervioso determinados, en que cada madre tiene su propia manera de ejercer la maternidad, que es a su vez resultado de la vida que ha llevado en una sociedad concreta y en un momento histórico determinado, y en que el entorno afecta a todas las fases del desarrollo. Sin embargo, incluso las ineludibles condiciones de determinantes ambientales, deja un amplio margen de posibilidades al adulto en que el niño se ha de convertir.

Mientras que está absolutamente claro lo que debe ocurrir para que el cuerpo siga con vida de provisión mínima necesaria – y lo que no debe de ocurrir -  para que no muera o sufra una atrofia grave, hay un margen creciente de libertad con respecto a lo que puede ocurrir; las diversas culturas hacen uso extensivo de aquello que consideran viable e insisten en calificar de necesario. Hay gente que cree que un niño, para que no se arranque los ojos, debe estar envuelto en pañales la mayor parte del día durante casi todo su primer año de vida, pero que se le debe mecer o alimentarlo cada vez que llore. Otros creen que debe tener sus miembros en libertad tan pronto como sea posible, pero que no se le debe retrasar la comida hasta que, literalmente, se le ponga el rostro amoratado de tanto llorar. Así pues, lo que es “bueno para el niño”, lo que puede ocurrirle, depende de aquello en lo que supuestamente se convertirá y de dónde vaya a hacerlo.

Además, aquello en lo que el niño vaya a convertirse depende considerablemente de sus actividades voluntarias y creativas. La existencia del libre albedrío quizá no pueda demostrarse nunca científicamente, ya que ciencia implica determinismo. Sin embargo, en la práctica, todos los seres humanos, incluidos los filósofos y experimentadores más deterministas, creen poseer cierto margen de libertad en sus decisiones o al menos en sus elecciones; la existencia de la libertad supone la existencia del libre albedrío. Si las leyes de Newton fueran incompatibles con su libertad de levantar el brazo izquierdo cuando le viniera en gana, habría que cambiarlas. Muchos científicos parecen aceptar que incluso los animales tienen libre albedrío, por lo menos si juzgamos el caso a partir de la “ley del comportamiento animal”. “En condiciones controladas con toda precisión, el animal hace siempre lo que le sale de las narices”.

El libre albedrío suele ser considerado como un dato primordial de la experiencia, pero nada se sabe de los mecanismos que posibilitan su intervención en los procesos de la vida. Una de las razones de esta ignorancia puede ser que el método experimental hasta ahora practicado se centra únicamente en fenómenos reproductibles e ignora por lo tanto las manifestaciones imprevisibles del libre albedrío. De hecho, el experimentador hace lo posible por disimular e incluso eliminar este tipo de manifestaciones mediante el tratamiento estadístico de sus hallazgos. Los métodos experimentales de la biología sólo son de utilidad para procesos deterministas, de modo que la aplicación de la ciencia al estudio de la vida humana, así como de otras formas de vida, resulta limitada.

Desde los primeros días de su vida el niño percibe su entorno, almacena información sobre él y elabora formas de respuesta que acaban por convertirse en parte permanente de su ser orgánico. En esta primera fase, la conciencia del entorno no es totalmente pasiva, sino que constituye una expresión del impulso biológico de explorar, una curiosidad universal en sus manifestaciones generales pero que adopta formas propias en cada organismo. Al poco tiempo, las respuestas a los estímulos ambientales pasan a ser conscientes y se convierten en procesos creativos.

Cada niño tiende a seleccionar las condiciones ambientales más acordes con sus dotes innatas, diferentes de las de cualquier otro niño, y trata cada vez más de crear un mundo externo y conceptual donde descubrirse a sí mismo. El juego es el método principal que los niños utilizan para obtener las sensaciones y percepciones que les permiten construir su realidad privada. En otras palabras, antes de ocupar en resolver problemas, el niño selecciona su entorno.

Desde los cinco años de edad, aproximadamente, casi todos los niños utilizan conscientemente la información y las pautas de respuesta que han adquirido para imaginar un mundo propio donde representar sus pensamientos, su individualidad, por lo tanto, se desarrolla según las líneas que su imaginación ha determinado. Utilizo aquí la palabra “imaginación” en el sentido etimológico fuerte que le dio Shelley en su ensayo “En defensa de la poesía”: “Queremos la facultad creativa de imaginar lo que sabemos”. La reivindicación del autor apunta a “crear una imagen” de lo que conocemos. Gran parte de la vida futura del niño consistirá en desarrollar las pautas que durante sus primeros años crea en su mundo de conceptos.

La opinión de que la individualidad se manifiesta progresivamente a través de la encarnación de pasadas experiencias no es tan obvia como parece. En gran número de biografías se describen a los héroes como si fueran seres sin pasado nacidos con cualidades primarias ideales. San Agustín contribuyó mucho a cambiar esta ingenua interpretación de la conducta al manifestar explícitamente en sus “Confesiones” que la persona puede llegar a recluirse en una segunda naturaleza a causa de sus acciones pasadas. Dado que el pasado de los seres humanos ejerce en todo momento una gran influencia sobre sus vidas, San Agustín concluye que las personas difieren entre sí en la medida en que su voluntad los conforma a través de constelaciones únicas de elecciones y experiencias.

A lo largo de la vida la persona conserva cierta libertad en la selección de sus ocupaciones, sus relaciones y su entorno y consecuentemente en la determinación de su desarrollo posterior. El sentido de la propia identidad surge y se agudiza a consecuencia de las complejas adaptaciones que comienzan en la infancia y continúan a lo largo de la niñez, la adolescencia y la edad adulta. Entonces la expresa diciendo: “El proceso de formación de la personalidad se revela como una configuración en constante evolución, determinada gradualmente por sucesivas síntesis del “yo” que, a lo largo de la niñez, integran datos de constitución, necesidades idiosincrásicas de la libido, aptitudes por las que el sujeto siente predilección, identificaciones significativas, defensas eficaces, sublimaciones afortunadas y papeles coherentes”. Cada frase de la adaptación desencadena una crisis que requiere la intervención de los diversos mecanismos de adaptación para armonizar las fuerzas de la libido con las nuevas exigencias de la sociedad.

Si se observa a través de la óptica del desarrollo lo sucedido en la niñez sigue reflejándose en todas las etapas de la vida, y no porque las experiencias tempranas constituyan un rígido determinante del futuro, sino porque condicionan toda respuesta posterior. Individualidad es “convertirse en” más que “ser”, una estructura en constante evolución hecha de características heredadas y adquiridas, que son incorporadas a la totalidad del ser orgánico. El esquema fundamental de la estructura incorporada es duradero y sigue siendo una guía eficaz del desarrollo mucho después de que las condiciones bajo las que surgió han desaparecido.

Sigue en la Circular de Enero de 2008.

¿POR QUÉ EL DIABLO?

No así Yaveh; predominando sobre los demás dioses hasta anularlos, vino a ser el dios distinto de la Naturaleza, reasumiendo en sí todo poder y toda acción, personificando lo mismo el mal que el bien, el ser que el no-ser. Para engendrar no tuvo necesidad de una diosa. El mundo lo sacó de la Nada, y Él lo anulará el día que quiera. Como no muere, tampoco tiene necesidad de reproducirse. Es el verdadero Dios del monoteísmo, sin competidores, sin hipóstasis femenina, sin hijos, eternamente personal y vivo, omnisciente y omnipotente. Nada pasa en el mundo que Él no lo permita, no hay función natural que Él no la determine. Hasta los errores, Él es quien los inspira a los mortales.

El dios de Irán y el del Egipto protegían al hombre en su lucha contra el principio malo. Si el hombre padecía, sus sufrimientos eran sólo parte de los que el propio dios sufría combatiendo a su maléfico adversario. Las desgracias, los contratiempos sobrevenían  solamente cuando el dios estaba ausente o muerto, y cuando el dios volvía o resucitaba, desaparecían éstos. La muerte siempre le vino  del principio tenebroso, del principio que era el enemigo de la divinidad que animaba el Universo. Y este principio malo en Egipto era vencido cada año, y el hombre celebraba la fiesta de la resurrección al ver a su dios de nuevo que derramaba la vida por doquier; y en Persia retrocedía cada día ante el hombre trabajador, amigo del orden, soldado de Ahura, que combatía con el aliento que el dios de la luz le comunicaba.

El dios cananeo distribuía la vida, la abundancia y el placer cuando estaba contento; y la muerte, cuando enojado, se volvía rojo, abrasador, incendiario. Pero se enojaba o sonreía, daba la vida o la muerte, con una regularidad matemática, fatal, involuntaria; condición precisa de su esencia.

Yaveh es todo lo contrario, no es un dios en la Naturaleza; existe por sí mismo; esto es lo que significa el nombre que se le da.

Él creó la Naturaleza; Él es quien hizo la Tierra en virtud de su propia fuerza; Él afirmó el mundo con su saber; Él extendió los cielos como la tela que cubre la tienda del habitante nómada del desierto, Y como Él es quien hizo la Naturaleza, Él puede alterarla, cómo y cuando quiera. No es un dios para el hombre; el hombre Él lo creó para sí exclusivamente; si le dio el ser fue sólo para que le sirviera y alabara, y cuando no lo hace se venga cruelmente.

La Tierra es su escabel, los elementos son sus agentes; distintos de Él, los creó para servirse de ellos y los maneja a capricho, sin ley, sin fórmula. Cada acción suya es un milagro. Detiene el Sol, tiñe la Luna de color de sangre, hace llover fuego de las nubes, cambia el mundo de lugar; en su furor arranca los montes de cuajo; a su voz se congrega las aguas en el cielo; se remontan las nubes desde el horizonte, se disparan los rayos en medio de la lluvia y se desencadenan los vientos; y luego con sólo una amenaza seca el mar y agota todos los ríos. A su presencia las cordilleras se desquician, desaparecen los collados y la tierra se abrasa y el Universo y todos los que en él habitan.

Es el dios de su pueblo, el cual gobierna como si fuese un rey absoluto. La casa de Jacob es para sí, e Israel su posesión. Él mismo vigila por su ley y se basta para castigar sus infracciones. Hasta Moisés, al cual elige para dictarle su código, sólo figura como un mandatario suyo. Los jueces no son más que sus delegados para consignar las manifestaciones de los delitos. Todo lo que escapa a la justicia humana es Él quien lo castiga, y la pena no se hace esperar mucho. En señal de dominio perpetuo se halla siempre presente entre su pueblo, aunque sólo sea en estado de símbolo, en el Arca de la Alianza. El templo, que más tarde manda le eleven, no es un sitio destinado a la plegaria, que para esto se habría hecho construir varios; solamente debe haber uno porque es un palacio. Los sacerdotes se le hacen allí, pues a un rey debe llevársele los tributos a su morada en muestra de lo que le pertenece. Ya cuando estaba en el desierto, sólo a la puerta de su tabernáculo se mataban las reses, y esto por manos de sus sacrificadores.

Israelita es solamente el colono de sus tierras, cuando las tiene; el señor de ellas es Yaveh. Por esto le exige las primicias, por esto la ley mosaica no le permite venderlas, pues no le pertenecen; sólo las cultiva y usufructúa en parte. Tierra, reses y personas, de todo reclama el diezmo. El primogénito de los varones le es debido, como los mejores carneros y los primeros frutos. Sólo por gracia especial le permite que no le sacrifique el primer nacido, pero a condición de que le pague cinco “ciclos” de plata por su rescate. Las reglas que le da, atribuidas a higiene, no lo son; si le prescribe la limpieza, si le prohíbe la bestialidad, si le veda ciertos manjares, si le hace desaparecer la lepra, es porque considera a su pueblo como una cosa suya, y Él no quiere tener nada que sea impuro. Así, cuando se aparta de Él, no titubea en enviarle la peste y todas las miserias. Como es dios y señor de Israel, así como del israelita, no se le puede adorar sino sobre tierra de su país, y en ella no se puede adorar a otro dios. El extranjero que quiere rendirle culto, tiene que llevarse tierra de Judea para sacrificarle encima de ella. Todos los asirios que van a poblar su territorio, son devorados por leones hasta que el rey Asur les manda un sacerdote que les enseña a creer en Él.

No sólo es monarca absoluto en el gobierno, es también soberano batallador, Señor Dios de los ejércitos, guía a Israel en contra de las demás naciones. A pesar de ser dios de un solo pueblo quiere dominar a los otros; no para hacerles justicia, ni para fundirlos todos en uno, sino para someterlos a los hebreos o exterminarlos. A veces se presenta apacible y tierno, pero es sólo para con su pueblo. Para Él, todo el que no es judío, ha nacido en vano. Como Él no tolera la competencia, no quiere tampoco que su pueblo pueda tener competidores. Él lo hace todo; su pueblo también debe hacer todo lo que se pueda realizar sobre la Tierra. Para su pueblo tiene siempre una perspectiva de poder y prosperidad; para los otros inspira profecías de exterminio. Envía a los egipcios, cananeos, filisteos y babilonios, plagas de ranas, piojos, moscas y langostas. Hambre, peste, granizo, fuego del cielo, la muerte de todos los primogénitos, inundaciones, incendios y carnicerías, he aquí lo que les destina a las naciones extranjeras. Al combatir ordena la violación de las doncellas, el degüello de los niños y los ancianos, el saqueo de los tesoros. Hace que los padres coman carne de sus propios hijos, da las mujeres a otros que no son sus maridos y si su pueblo es vencido y va al cautiverio, levanta una nube de persas y allana el camino a Ciro que los dirige. Es un Dios vengativo, de ira.

Como lo hace todo, lo mismo el bien que el mal son de su incumbencia. Es dios y diablo a un mismo tiempo, pero con mucha más frecuencia acostumbra a ser diablo que dios. Las funciones maléficas, lo mismo que las benéficas, las ejerce por sí propio. Él es quien ha alentado sobre el suelo a los malvados. Él, quien permite que en ella arraigue, crezca y fructifiquen. Él, quien marca a los hombres para la matanza, como los carneros del rebaño. Su saña es tan fuerte que nadie puede sufrirla; allí donde hay dolor añade tristezas. Cuando desenvaina la espada, no hay paz para los mortales.

Pero pronto tiene ángeles que son sus fieles servidores; desde este momento Él manda y ellos ejecutan sus órdenes, buenas o malas. Sus favoritos son Satán y el exterminador; éstos son a Él lo que el jefe de policía y el verdugo son a un tirano. Tales cosas ejecutan por mandato suyo, que más que un dios justiciero, parece un dios ajusticiador.

El bien y el mal no los reparte con regularidad ni con criterio fijo. No es como ciertos dioses cananeos, de los cuales el hombre podía prevenirse anticipadamente, pues sabía cuándo le daba luz o cuando le daba fuego. Yaveh es árbitro absoluto; no reconoce más ley que su voluntad suprema. La ley es sólo lo que Él quiere. Hasta la Justicia le está subordinada.

Es un viejo eterno, solitario, que habita en un rincón del espacio, árido como el desierto, adusto como su pueblo, de voz gruñona y de entrecejo fruncido. Como nada tiene vida de por sí, sino que todo de Él la recibe, exige al hombre  lo mismo que a los elementos, la abdicación absoluta de su autonomía. Y el hombre a quien Él creó para sí, le desconoce. Por esto está siempre pronto a montar en cólera. El hombre no es nada, no posee nada, y se subleva contra de Él, que lo es todo.

A juzgar por sus manifestaciones podría bien decirse que es Moloch. Prescribe los sacrificios, se regocija en ver las entrañas palpitantes de las víctimas, le place la sangre esparcida, el humo del sebo quemado es para Él de un olor suave. Es un dios de fuego. Cuando su pueblo atraviesa el desierto de día, lo precede envuelto en una nube de humo y de noche en una columna de llamas. Se revela a Moisés y los que él guía, a Jeremías, Daniel, Isaías y otros profetas. En cuanto aparece arden los zarzales y caen centellas de las nubes. Sus narices humean, su boca es ascua, su palabra quema, su contacto todo lo incendia, su ira abrasa. De las ciudades que incurrieron en su desagrado, sólo quedan las cenizas. Los ángeles sus enviados, son visiones deslumbradoras con una espada de llamas para castigar a los idólatras. Ezequiel los vio marchar contra Babilonia con el rostro esplendoroso, rodeados por un ardiente torbellino y despidiendo relámpagos.

Sigue en la Circular de Enero de 2008.

 

 

 

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