ALCORAC

SALVADOR NAVARRO ZAMORANO

Dirigida a la Escuela de:

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                                                                                Circular nº  8, año XVI

                                                             Bunyola, 1º   de Agosto  de 2.010.

AGUSTÍN DE HIPONA.-

Pascal, hombre débil, enfermo, pocas dificultades experimentaba por parte de su carne y su sangre y, mientras tanto, no conseguía convencerse de las verdades del cristianismo: “Querer creer” era la única posibilidad de “creer” para un hombre que tenía la inteligencia de las matemáticas, como decía Unamuno, que tenía la razón clara y un exquisito sentido de la objetividad. “Tengo fe, ¡Señor, ayúdame! Ayuda mi falta de fe.” Esta exclamación de un padre israelita resume bien el credo de muchos Agustines y Pascales de nuestros días. “Si puedes tener fe; todo es posible a quien tiene fe”. El padre de aquel niño poseído no sabe si puede; sólo sabe que quiere tener fe; y para conocer su querer, exclama: “¡Tengo fe! Y por ignorar su poder, añade luego: “Ayuda mi falta de fe.”

Mover problemas que no se puede resolver, es el constante martirio del hombre que piensa.

Estudiar, investigar la Verdad, desvelar los misterios del mundo y los enigmas del más allá, descender a las profundidades del alma…. ¡cuántos y qué dolorosos puntos de interrogación para el espíritu pensante!

“No tengo la pretensión de haber alcanzado la gloria, pero la voy a conquistar a ver si la alcanzo”, dice Pablo de Tarso.

Esta es la actitud característica de todo mensajero de la Verdad, de todo espíritu revolucionado por problemas.

El espíritu mediocre y vulgar reposa satisfecho en posesión de aquello que juzga ser la Verdad integral y definitiva.

Estaba Agustín terminando sus estudios académicos. Figuraba en el programa del último año un libro de Cicerón, titulado “De Hortensius” , obra que no ha llegado hasta nosotros. Era una disertación filosófica sobre la verdadera “sabiduría”, y la felicidad que el hombre encuentra en la misma.

Agustín leyó este diálogo que formaba parte del programa, cuando súbitamente dio con una frase que lo tocó como un relámpago en la noche de su alma. Al final de una larga exposición sobre la naturaleza de la verdadera beatitud. Decía el filósofo romano.

“Si es verdad que poseemos un alma inmortal y divina, como afirman los grandes y célebres pensadores de la antigüedad, es de suponer que tanto menos sean contaminadas por las flaquezas y pasiones humanas, cuanto más se mantenga en los caminos de la razón, del amor a la verdad y del conocimiento, tanto más fácilmente subirá el alma a los cielos”.

Agustín cierra el libro. Sus ojos vislumbraban los lejanos litorales de un mundo desconocido. Esas palabras tocaron una tecla dormida en la inconsciencia profunda de su alma. El profano gozador de placeres y ambicioso soñador de glorias, tuvo un momento de clarividencia. Comprendió que más allá de este mundo de honores y placeres existía un vasto universo de valores que podrían dar al hombre perenne y perfecta felicidad, como era la posesión de la sabiduría.

¿No lo dijo también Aristóteles? ¿No habló Platón de ese mundo invisible? ¿No murió Sócrates, sereno y calmo, porque entraba en ese luminoso universo del espíritu?

Consagrar la vida al estudio y la meditación de la Divinidad; investigar los vestigios en la obra de la Naturaleza; llevar una existencia aureolada por los fulgores de ese Ser supremo, eterno, infinito; ¿no encontraría el hombre satisfacción y beatitud en esa atmósfera espiritual? ¿No descubriría en la investigación de la suprema sabiduría, la plenitud de la felicidad?

Tan intensa fue la emoción que se apoderó de Agustín que las lágrimas corrieron por sus mejillas, cayendo sobre las páginas del libro que tan vastos horizontes rasgaba a su espíritu sediento de la verdad, vida y felicidad.

Claridades en plena noche. Una jubilosa alborada, sin fuegos fatuos.

No había sonado todavía para el hijo de Mónica la hora de la redención.

Esa “ánima naturalmente cristiana”, después de ese rápido semi-despertar, volvió a caer en el blando lecho de su indolente paganismo.

Demasiado frágiles eran todavía esas alas del águila de 19 primaveras, para fijarse definitivamente en tan excelente ideal.

El mundo era hermoso. La vida, llena de promesas. Las mujeres bellas, seductoras…

Y nadie abre las manos con las que sujeta lo bello, para asegurar algo más luminoso.

Más tarde, después de su conversión, escribe el autor de las “Confesiones”, que no le había satisfecho “De Hortensius” porque en sus páginas no encontró alusión alguna al Cristo. Esta frase, es antes un floreo retórico y estético que la expresión de la realidad. Agustín no dejó nunca de ser literato y orador. Escribió el cristiano y el obispo a los 50 años, lo que debería haber sentido el estudiante pagano de Cartago a los 19 años, pero que probablemente no lo sintió. Pues en ese tiempo Agustín no había pensado y sufrido bastante para saber que no hay perfecta sabiduría fuera del Evangelio ni verdadera felicidad fuera del Cristo.

Sólo se comprende integralmente el Evangelio en el trecho que hay entre Getsemaní y el Gólgota. Quien no vivió y sufrió el cristianismo, no es cristiano. Puede ser un perfecto teólogo, pero del cristianismo no tiene idea y es tan imperfecto como el ciego de nacimiento que no tiene idea de la luz y los colores, sabiendo que consisten en vibraciones u ondulaciones del éter.

Agustín todavía no estaba maduro para asimilar la excelsa espiritualidad del Evangelio.

Rápidamente se extinguió esa lámpara divina en la oscuridad de la noche humana. Pero no quedó sin efecto. El que una vez empuja el alma, queda eternizado en ella. Puede, sí, descender de la luminosa superficie de la consciencia para regiones en penumbra de la subconsciencia, pero de ahí no sale más, sino que permanece en el misterio subsuelo del Yo, que continúa actuando insensiblemente, influyendo sobre los actos conscientes del hombre.

Todo pensamiento, una vez profundamente meditado, vivido y sufrido, es eterno, inmortal. Domina en el mundo metafísico la misma ley que la ciencia descubrió en el mundo físico: la constancia de la materia y la energía. Nada se pierde en el mundo físico, y nada se aniquila en el mundo metafísico. Puede el hombre “olvidarse” de alguna realidad pero una vez que esa realidad alcanza el centro del Yo, está definitivamente grabada en el espíritu humano, y seguirá existiendo mientras ese espíritu exista. “Cometí pecado, practiqué actos deshonestos, pero me arrepentí, confesé y todo sigue como antes, como si nada hubiera pasado”, dicen los hombres.

Aunque el arrepentimiento haya restablecido el estado moral de antes de la caída, ninguna penitencia es capaz de restaurar integralmente en el alma al estado real, anterior a la falta voluntariamente cometida. Arrepentimiento no es conversión.

Desapareció la culpa, pero quedó el hábito; aumentó la inclinación, la facilidad para la caída y la recaída. Se estratificó en el subsuelo del hombre una nueva capa , de la cual podría brotar nuevamente nuevos actos negativos, dificultando la victoria de los hechos positivos cometidos conscientemente.

Sólo una nueva actitud puede neutralizar la antigua.

Lo que sucede con el mal ocurre de la misma manera con el bien. Cuanto mayor sea el número de actos buenos y profundamente vividos, tanto más poderoso será el invisible ejército concentrado en la zona inconsciente del alma, lanzando en el momento crítico su ejército hacia el campo de batalla del consciente.

Todo el secreto de la pedagogía y la psicología, toda la estrategia espiritual, está en saturar por medio de actos éticamente buenos y profundamente experimentados, el terreno donde brotan los impulsos inconscientes que en gran parte determinan el carácter de nuestros actos conscientes y revestidos de responsabilidad.

Sigue en la Circular de Septiembre de 2010.

LA REALIDAD OCULTA.

Menos evidentes  pero probablemente más importantes a largo plazo son las limitaciones debidas a las leyes de la naturaleza que, por lo tanto, son inmutables. La producción de energía eléctrica genera enormes cantidades de calor que deben ser liberadas, bien en masas de agua  o bien en el aire. Esta contaminación térmica es inevitable y provoca perturbaciones físicas y biológicas en las zonas que reciben el calor. Por el momento, este problema ecológico tal vez pueda considerarse como un simple inconveniente local, aunque sea lo suficientemente real como para dar lugar a enérgicas protestas por parte de las localidades afectadas. Sin embargo, al construirse centrales eléctricas cada vez mayores, el problema acabará por cobrar importancia mundial. El uso de la energía eléctrica también libera calor. Los acondicionadores de aire refrigeran las habitaciones donde están instalados, pero elevan la temperatura exterior; con ello aumenta todavía la necesidad de acondicionar el aire y la demanda de electricidad, creándose un círculo vicioso verdaderamente irremediable. No hay avance en el conocimiento científico o en los procedimientos tecnológicos que puedan remediar estos problemas.

Dado que la superficie de la Tierra es limitada y que también lo son sus reservas de recursos naturales y su capacidad de resistir o absorber los contaminantes, es evidente que la población humana y la producción industrial no pueden aumentar constantemente en número y volumen, respectivamente. El conocimiento científico nos ofrece datos cuantitativos que nos permiten hacer conjeturas razonables sobre cuanto tiempo es posible mantener el crecimiento sin rebasar los límites de inocuidad. En mi opinión, el momento peligroso llegará en la mitad del siglo XXI. Esto no significa que debamos abandonar la esperanza de mejorar la calidad de vida. Pero antes de discutir este tema deberíamos hacer un inciso para señalar que el rápido crecimiento industrial de los últimos dos siglos que han sido un hecho anormal en la historia de la humanidad que tiene muy pocas probabilidades de repetirse.

La revolución industrial cobró ímpetu con el uso del vapor de agua . Se trataba de un gran avance, ya que la energía que el vapor proporciona es mucho más económica y práctica que la humana o la animal. Dado que las existencias de madera eran limitadas, la industrialización a gran escala no habría sido posible sin el carbón, un combustible que había sido producido y almacenado por la naturaleza y del cual había grandes cantidades disponibles y de fácil obtención. En esencia, la revolución industrial no sólo fue producto de la invención de nuevas técnicas, sino también y en mayor grado de la utilización de los combustibles fósiles. Desde entonces, el desarrollo de la industria ha estado siempre ligado al uso de recursos naturales, como los minerales, el petróleo y el uranio, que se extraen de la tierra.

La acumulación de estos recursos requirió millones de años, pero se agotarán en menos de dos siglos si continúan siendo utilizados y malgastados al ritmo actual. Observada a la luz de estos hechos, la tecnología moderna no tiene otra forma de crear riqueza industrial que destruyendo la riqueza natural existente y convirtiéndola en artículos de uso humano. Otro tanto puede decirse de la moderna agricultura. Para obtener buenas cosechas, el agricultor industrializado debe utilizar un equipo complejo, petróleo para su maquinaria y grandes cantidades de fertilizantes e insecticidas cuya elaboración requiere también la utilización de combustible fósil y de otros recursos limitados.

En los países industrializados el agricultor gasta más calorías en forma de material industrial y suministros de las que extrae de la tierra en forma de maíz. A esto debe añadirse que muchas formas de cultivo agotan el mantillo del suelo, reduciendo así su fertilidad natural. El mantillo puede considerarse como un recurso natural que no puede renovarse con rapidez una vez que ha sido destruido.

Desde la Edad de Piedra hasta finales del siglo XVIII, la raza humana creó civilizaciones mediante prácticas que tenían cierto efecto destructivo sobre los recursos naturales; pero, por regla general, solía renovarlos o incluso crear otros nuevos.

En el pasado, la madera constituía la mayor fuente de combustible y sus reservas podían renovarse constantemente con el simple expediente de conservar zonas boscosas de extensión suficiente. Nada menos que en el año 681 se promulgó en España un decreto que castigaba la tala de árboles sin permiso del gobierno; asimismo, en otras partes de Europa se han implantado políticas de conservación similares a las de tiempos medievales.

Como hemos señalado, las tierras de cultivo de las zonas templadas y subtropicales se crearon a partir del terreno baldío mediante un prolongado esfuerzo y han sido enriquecidas constantemente gracias a la apropiada rotación de los cultivos y a otros buenos procedimientos agrícolas. Hasta hace pocas décadas, el número de zonas así transformadas en pastos y tierras de labranzas fue en aumento. En el mundo, las sociedades preindustriales drenaron pantanos, desbrozaron riberas, abrieron caminos y canales, fundaron ciudades y muchas maneras crearon a partir de la naturaleza y luego transformaron y conservaron el mundo que hoy tenemos para el entorno natural de la vida humana y del que extraemos la mayor parte de nuestra riqueza.

La civilización industrial, por el contrario, se ha basado hasta ahora en una economía de extracción, ha sacado la riqueza combustible acumulada en la Tierra a lo largo de los diversos períodos geológicos, ha extraído la riqueza agrícola acumulada en forma de mantillo, y ahora comienza a extraer la riqueza mineral y biológica de los mares, aun cuando ella suponga la contaminación del agua con petróleo derramado y el exterminio de especies acuáticas.

Sin embargo, la extracción sólo dura mientras es rentable. Cuando las reservas se agotan o el coste de extracción es demasiado elevado, el lugar se abandona a su suerte. Pueblos fantasmas y páramos son testigos de estas prácticas.

Así pues, por paradójico que parezca, los siglos XIX y XX han sido más destructivos que creativos, porque han utilizado y con frecuencia agotado la riqueza almacenada en forma de recursos naturales. El hombre moderno se ha beneficazo de esta economía de extracción y ha creído equivocadamente que sus beneficios se debían por entero al conocimiento científico y a los procedimientos técnicos, pero el vertiginoso crecimiento tecnológico de los dos siglos pasados sólo ha sido posible gracias a la desconsiderada actitud que el hombre ha adoptado al explotar los recursos naturales sin posibilidad de ser renovados y crear condiciones que deterioran el medio ambiente. Pero si deseamos sinceramente conservar los recursos naturales que nos quedan para las generaciones futuras y recrear para ellas un medio ambiente en el que se pueda vivir, esta fase de la historia humana tendría que acabar.

En la naturaleza, los productos y desechos de las comunidades biológicas nunca se acumulan como desechos, sino que se hace nuevo uso de ellos. Otro tanto ocurría –si no exactamente, de forma parecida- en las sociedades humanas antiguas, pues sus desechos bien podían ser consumidos por los animales, descomponerse por acción microbiana o servir de fertilizantes, como el estiércol de las granjas o los excrementos de las poblaciones orientales.

Sigue en la Circular de Septiembre de 2010.

¿POR QUÉ EL DIABLO?

Un laico había hablado sobre cosas más santas y formado escuela, y los clérigos enmudecieron. El mal ejemplo estaba dado; todos podían atreverse ya en materia de religión. El sagrario había sido profanado y abierto. El Verbo se había escapado de allí; la Revelación antes indirecta, era ya directa y por medio de la razón. Demostrada la no responsabilidad del pecado original, la redención no era necesaria. Los sufrimientos y los martirios voluntarios de los primeros santos, las maceraciones, las mortificación y el aislamiento de los padres del desierto, todo había sido en vano. Sin la caída del linaje humano, sin la miseria mortal hereditaria, el Cristo era inútil. La carne estaba rehabilitada por el espíritu. El Diablo triunfaba por completo.

Pronto el caballero de la razón encontró un caballero de la fe que se le opusiera. Este fue un monje que vivía en una mísera choza al lado de su monasterio, abstraído del mundo hasta el punto de no saber la nacionalidad ni el nombre de los territorios que recorría, tan apartado de los sentidos, que tomaba el aceite rancio por agua; espíritu creyente que lo ignoraba todo lo que no fuera de Dios o de los santos, Bernardo de Clairvaux oyó decir un día que la herejía se popularizaba, y creyendo a Dios en peligro, corrió a defenderle. ¿Con argumentos? No, con anatemas. El Verbo estaba esta vez con el hereje.

¿Quién no conoce, a partir de aquí, la vida de Abelardo, sus amores con Eloísa, la terrible venganza de su tío el canónigo, la cual le condujo a tomar el hábito benedictino en Saint-Dénis, y los escándalos monacales que le obligaron a dejar el convento? Pero Abelardo había nacido para la vida, para el movimiento, necesitaba discusión y libertad, y se veía encerrado en un monasterio bajo una estrecha disciplina. Al saber su salida, sus discípulos le buscan, las escuelas episcopales se quedan vacías. Tantos son los que a él acuden, que el priorato de Maisoncelle ya no puede contenerlos. La Iglesia, no pudiendo atacar sus teorías, ataca su derecho a la enseñanza. El obispo de Reims, amigo de San Bernardo, convoca en contra de él un Concilio, le azuza el populacho devoto, y por poco no muere destrozado por la chusma ortodoxa. Se le condena sin dejarle que discuta; se le expulsa de todos los asilos; la Corte le abandona; fugitivo, se esconde en un lugar desierto de Champagne, donde le acompaña un fiel amigo.

Pero sus discípulos averiguan su paradero y acuden allí para oírle de nuevo. A falta de casas que los alberguen, construyen chozas al lado de la del maestro, y pronto se levanta en medio del antes desierto campo, una ciudad de estudiantes, en la cual se filosofa al aire libre. Pero la ortodoxia le persigue, y no tarde en obligarle a aceptar el priorato de San Gildas, en un país en el que no entienden su idioma. Los monjes bretones intentan envenenarle, y entonces, al decir de sus enemigos, aconsejado por el Diablo intentan refugiarse entre los infieles. Pero era demasiado valiente para huir de una manera vergonzosa; antes quiso retar a Bernardo que se escondía para perseguirle. A fuerza de provocaciones acepta el santo el reto, pero es eligiendo lugar y público. Abelardo estaba ya condenado de antemano. No se le deja hablar, pues donde está Dios, el raciocinio es la palabra del Diablo. Se leen sólo algunos pasajes de sus obras, elegidos por sus enemigos, y no se le deja más alternativa que la abjuración o el castigo. Abelardo monta en cólera, les niega la competencia a aquellos clérigos obtusos a los señores ignorantes para juzgarle, y apela al Papa. ¡Vana esperanza! El Papa ordena que encierren al impío; y el infeliz Abelardo se retira al monasterio de Cluny, y más tarde acaba sus días en el priorato de Saint-Marcel.

El Diablo se había presentado ya potente en contra de la Iglesia, su verbo había sustituido al Verbo Divino, y atraía de preferencia a todas las mentes que razonaban. Le era preciso a la Iglesia defenderse. Se había dado en pensar: cortar en seco la corriente era imposible; no había más remedio que regular el pensamiento, limitarle y anularle; servirse de la razón en contra de la razón, hacer que la inteligencia funcionara con arreglo a ciertas fórmulas coercitivas que garantizaran la nulidad del resultado; he aquí el remedio que halló la ortodoxia para detener el torrente de herejías que amenazaban brotar del intelecto humano. La especulación fue dirigida de manera que no se fijara jamás sobre algo sólido, que sólo diera vueltas alrededor de sí misma, y con este método de concluyó por agotar las facultades mentales a fuerza de ejercitarlas.

Una hemorragia de palabras debilitaba continuamente la inteligencia; cada idea salía diluida en un mar de frases; cada concepto quedaba triturado por un sin fin de “por tanto”, “luego”, “pues” y “distingos”. La sublimidad del discurso consistía en decir bien sin decir nada. La teología igual que el fósforo, necesitaba la oscuridad para brillar. Temiendo que el manantial de fuerza acumulada que encerraba la inteligencia humana se transformase en luz y la dejara pálida, se propuso hacérselo gastar todo en chispas. ¿Queréis discutir? No hay inconveniente, pero que sea sólo sobre nombres; ¿apetece el insaciable goce del pensar? Está bien, que trabaje el pensamiento, pero que sólo trabaje; nada del contacto impuro con la Naturaleza; la unión del intelecto con la naturaleza daría hijos sacrílegos; sólo el estado casto es el perfecto; que se mantenga, pues, el pensamiento puro de todo contacto sensual; no importa que sea estéril y que sucumba a fuerza de funcionar en vano. Y todo el pensar de la época se convirtió en una verdadera masturbación mental.

No faltó quien sacara de este método una consecuencia extrema, una vez aceptado. Esta fue la invención de una “máquina de pensar” que hiciera a la vez innecesaria la observación y el raciocinio. Ramón Llull, partiendo del principio de que todo lo que existe en la Naturaleza existe a la vez en el espíritu en forma de idea, de que todo lo objetivo es a la vez ontológico, creyó que buscando en nosotros todas las ideas generales que existen en nuestro espíritu y agrupándolas de todas las maneras posibles, se obtendría por resultado todo lo que en el Universo tiene su existencia real con todas sus modificaciones. Como él se figuraba conocer todas las categorías ontológicas y como había, a su vez, más categorías en el mundo de las manifestaciones de las que existían en la mente, sentó que toda la ciencia posible la podía hallar uno en sí mismo, ejerciendo el arte combinatorio. A este fin, imaginó una figura formada por varios círculos concéntricos, fijos los unos, movibles los otros, divididos todos en un cierto número de compartimentos. Estos estaban destinados a recibir las verdades primeras con su expresión física, metafísica y moral: es decir, las nueve sustancias, los nueve predicados absolutos, los nueve predicados relativos, los nueve vicios, las nueve virtudes y los nueve accidentes o relaciones físicas. Por un movimiento de rotación que se imprimía a algunos círculos de la figura se hallaba respuesta a todas las cuestiones, pues se representaba en idea todo lo que en el mundo podía suceder en realidad; allí el movimiento de la inteligencia tenía la misma precisión que el de la Naturaleza: la observación era ya inútil; el hombre podía dejar de estudiar y de calcular, pues se había inventado una máquina que daba fácil e inmediatamente, lo que la inteligencia sólo podía inducir de los fenómenos con tiempo y con esfuerzo.

Si el silgo XII fue un tiempo de raciocinio y de análisis, en el cual se intentó reivindicar la personalidad humana, fue el siglo XIII como hijo del anterior, un siglo de incredulidad completa. En el siglo XII los pensadores, aunque ponían en grave peligro los dogmas, no se salían del cristianismo; si lo hacían correr graves riesgos era a fuerza de quererlo mejorar. Pero en el siglo XIII la cosa llega más lejos. Los que volvían de Oriente después de las Cruzadas y los que concurrieron a la batalla de las Navas de Tolosa, habían podido observar de cerca lo que era el islamismo y el judaísmo, en Asia y en España, donde florecían dichas creencias. La introducción de los libros traducidos del árabe en las ciudades mediterráneas y los comentarios bíblicos de ciertos judíos españoles e italianos habían dado a conocer más a fondo las ideas de dichos cultos; las polémicas de los dominicos enteraban a todos de sus dogmas; el judaísmo y el islamismo habían sido revelados, y las gentes cultas venían en conocimiento de que tales religiones que la Iglesia decía ser absurdas, tenían igual fundamento que ella, pues las tres dimanaban de la idea de un Dios único. Consecuencia lógica: las tres religiones monoteístas eran falsas; por consiguiente, sus autores habían sido tres pillos, que habían engañado a la pobre humanidad creyente.

Así es que en el siglo XIII surgen las grandes herejías; en ese tiempo, el Diablo se presenta potente como nunca; el Papa tiene que habérselas con pueblos enteros que se emancipan de la ley de la Iglesia, con príncipes poderosos que le hacían la guerra, con heresiarcas que ya no intentaban modificar el cristianismo, sino hundirlo.

El Anticristo cuenta con los Albigenses en Francia, los Gibelinos en Italia, los comentadores de Aristóteles en España. En París, Siger y Simón de Tournay, y en la Gran Bretaña, Roger Bacon, hablan por él en la cátedra y en el libro. El rey Juan de Inglaterra, el Emperador de Oriente, Don Pedro II de Aragón, Federico II de Sicilia, los condes de Tolosa, de Foix, de Cominges y de Beziers, son sus lugartenientes. Satanás, después de haber hecho enmudecer la Iglesia, se presente como en el Apocalipsis, con muchas cabezas coronadas para exterminarla. Esto provoca otro movimiento: la persecución y el terror eclesiástico. Las Cruzadas ya no van a Tierra Santa, los primero es exterminar a los heréticos del Mediodía que ponen en peligro más de cerca al catolicismo que los musulmanes de Siria.

La incredulidad y las carnicerías religiosas caracterizan el siglo XIII.

Sigue en la Circular de Septiembre de 2010.

LA CARA OCULTA DEL TIEMPO.-

Este proceso de apartarse a grandes pasos del origen forma parte la existencia humana como tal, que distando del misterio y de lo Sagrado, sustituye al Ser por el ente, la nominación por la dominación. Disolviendo la unidad primitiva, el lenguaje vuelve a ser un utensilio producido por el uso subjetivo, el Arte asume un papel estético, desarraigado de la totalidad.

Desgarrado el horizonte en el cual se situaban, los hombres dejan oscilar el lenguaje de acuerdo con su susceptibilidad; los términos son desprovisto de su capacidad predominantemente simbólica, tornándose imprecisos en su sentido alterado, incoherente en su búsqueda de obtener una claridad intelectual, constituida apenas por el aspecto solar, cuyo brillo lleva al fanatismo, la ceguera y la unilateralidad. Lo esencial es sustituido por lo transitorio, en el cual el aspecto estable de lo real pierde sus medidas. El hombre, ahora guardián de las normas y de la Justicia, crea leyes y pecados, apartándose del pasado mítico como fruto de irracionalidades y, por tanto, indigno de credibilidad. Deja atrás su paradigma y con él, la renovación cíclica de un Cosmos, en el cual zozobra, puesto que es imposible dejar de lado todos los paradigmas que lo guiaban, constituyendo la Memoria de un pueblo, sin penetrar en el ámbito del suicidio del pensar.

La métrica que constituye el Lenguaje se centra en la prosa, en la cual florece y degenera, en esta nueva época en que se retrata el predominio de la mirada; fuente, puente de paso, puente para lo teórico y lo conceptual. Los objetivos que dirigen las consideraciones aquí esbozadas, se refieren a un apego de nuestra parte, al Mito y la Poesía, en cuyo ámbito todo lo que se extrapola no merece consideración. Tampoco se extiende a una postura que, contraria a las épocas históricas, rechazando sus diferencias o intentando negar los trazos de la Historia y de la Cultura. Esto sería una ceguera, un postulado ideológico, un cierre incorruptible con quien contempla elaborar una reflexión acerca de la temática a la que nos dedicamos. Al contrario, lo que se intenta aquí es llamar la atención para el pasaje de dos épocas en las cuales los hombres vivían en una actitud de disponibilidad, en relación existencial con el Ser, donde lo vivido vino a ser palabra; la otra, la que perdura hasta nuestros días , en la cual la racionalidad exacerbada, único criterio de veracidad, unida a un subjetivismo cada vez más lógico, vacía lo real, tornándose la única medida para designar lo verdadero, lo bello, para proferir la palabra final e indiscutible sobre aquello que nos rodea y del cual nos apartamos cada vez más.

Para destacar los aspectos concernientes a la Música como primera manifestación del Cosmos, y también el Arte como movimiento privilegiado que re-liga hombres y dioses, conviene que retornemos al Mito como medio de explicitar el contenido propuesto por Píndaro, poeta griego de la Grecia clásica:

“Atenea, hija de Zeus (ordenador) y Metis (la prudencia), aparece aquí como una modalidad de volver a colocar la unión indisoluble entre Cielo, Agua y Tiempo, puesto que esta diosa representa la Sabiduría y la Guerra (en cuanto combate ontológico). Naciendo ya investida de armadura que simboliza el celo por la Justicia, virtud y dignidad (en cuanto rectitud y grandeza), ella emite un grito - como los dioses originarios y creadores – siento que su sonido inicial representa también el combate entre los opuestos y su reconciliación. Al igual que su padre, rige la fecundidad de la Naturaleza, contenida en la unidad entre el Agua y la Tierra. En este contexto, remontando al rocío, la primavera de las cosechas y la maduración, están presentes todos los elementos protectores de la palabra, Arte y Música, ésta última representada en la invención de la flauta, otorgada a la diosa. Su sonido encantador, protege tanto a Apolo  - en su disputa con Marsias – de la hilanderas lunares, celando también por las renovación del suelo agrícola que se preserva, protegiendo igualmente a muchos héroes, entre ellos a Heracles, enseñándolos a guerrear y suministrándoles los instrumentos necesarios para tales finalidades. Auxiliada también por Euriale, una de las tres Górgonas, Atenea mientras rige la inteligencia, busca salvaguardar la perennidad de la Música, como Lenguaje primordialmente vinculante del eje entre divinos y humanos. En este ámbito instituye la metamorfosis del sentimiento individual, centrado en sí mismo, al grito creador que, unido a los aulos (instrumento musical), concede vida a los sonidos y los anima como en la génesis. Igualmente, en un universo laico, La música permanece como un pasaje para lo Sagrado, reiterando que la divinidad no abandona a los hombres, concediendo el ejercicio de la trascendencia a aquellos que de ella se apartan. Como musicalmente el hombre capta el ritmo cósmico, Atenea también lo restituye al silencio original del cual nace y finaliza toda obra creadora, que inserta en el Ser. Es en él que se desvela y oculta lo ontológico, se integran el Día y la Noche en la esfera musical de la armonía y orden cíclicas; eclosión de lo bello captado y que para venir a la luz de la manifestación, necesita de la disponibilidad humana de apertura y rememoración de lo que es significativo. Oriundo del silencio y expuesto al Ser, el hombre, teniendo acceso a lo esencial, erige una doble posibilidad de apartarse y aproximarse de la intimidad simbólica que lo vincula a lo esencial”.

Sigue en la Circular de Septiembre de 2010.

  

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