ALCORAC

SALVADOR NAVARRO ZAMORANO

Dirigida a la Escuela de:

Mallorca

Las Palmas

                                                                                 

 

Circular nº 4  , año XV

Bunyola, 1º  Abril de  de 2.009.

A. EINSTEIN – MÍSTICO Y CIENTÍFICO.-

Einstein siempre declaraba que sus grandes descubrimientos no fueron hechos analíticamente, sino que le fueron revelados intuitivamente; y afirma de manera categórica que ninguna ley fundamental del cosmos puede ser descubierta a menos que sea por la intuición. En este mismo sentido afirma que del mundo de los hechos no lleva ningún camino al mundo de los valores, porque ellos vienen de otro espacio.

Ciertos pensadores analíticos, especialmente del ala de los existencialistas, declaran que “valor es una construcción mental humana”. Para Einstein, valor es una captación cósmica, la propia Realidad captada o concienciada por el hombre. Esta captación cósmica es intuición, inspiración, revelación. El hombre no fabrica los valores sino que los recibe por captación intuitiva; supuesto naturalmente tenga canales abiertos para la invasión de valores cósmicos.

Es precisamente este el proceso de la verdadera mística: el hombre ofrece la plenitud de la Fuente Cósmica, la vacuidad receptiva de sus canales. Los valores son emanaciones del alma del Universo.

En este sentido, afirma de sí mismo que es un hombre profundamente religioso, aunque no profesara ninguna especie de credo cristiano o judío. Para él, religiosidad es captación de la Realidad Cósmica de esa Alma del Universo, como así llama Spinoza a Dios.

Con Einstein y otros geniales pensadores, alcanzó la física a la metafísica. Es el declinio del ateísmo de la ciencia, que caracterizó al siglo XIX. Si los hechos no conducen a ningún camino para los valores, al contrario, el mundo de los valores lleva hacia un camino para los actos. Sería ridículo querer construir una vasta red de abastecimiento de agua con el fin de producirla; pero una fuente existente puede llenar el vacío de los canales. La fuente no es la suma total de las causas; así como el análisis de los hechos no da la captación del valor. Los actos son descubrimiento de la ciencia; los valores son creaciones de la consciencia.

La mística es comparable a una concepción, que se manifiesta espontáneamente en el parto de la ética. Pero como la concepción cósmica de la mística es infinitamente mayor que el parto de la ética humana, por eso ningún verdadero místico se enorgullece jamás de su prole ética, y está siempre dispuesto a pedir disculpas a la humanidad por el hecho de haber dado a luz unos hijos tan mediocres, después de una concepción tan grandiosa. Los simples moralistas, esos sí pueden estar orgullosos de su moralidad, de su altruismo, porque no conocen ninguna concepción mística, oriunda del alma del Universo. La moralidad es de fabricación humana; la ética es una invasión cósmica de la mística.

Solamente una plenitud mística transbordando en ética puede prometer mejores días a la humanidad.

Einstein se basaba en la convicción, implícita o explícita, de que el principio creador de la matemática es el mismo que el de la mística.

Afirmar semejante verdad ante gente sin experiencias es merecer el título de loco. Pero él, como Gandhi, partía del mismo principio matemático-metafísico-místico. Ambos afirman que por el puro raciocinio, como así llamaba a la intuición. El hombre puede descubrir todas y cualquier ley del cosmos, sin el empirismo de los sentidos ni el análisis mental.

Gandhi vivió aferrado al principio de la Verdad, que identifica con Dios, a despecho de todo el escepticismo de sus contemporáneos. Creía más en la fuerza del espíritu que en el espíritu de la fuerza; más en el alma que en las armas. Y por eso predicó la no-violencia. Exigía de sí y de sus compañeros absoluta e incondicional desistimiento de cualquier forma de violencia: abandono de la violencia física, de violencia verbal y de violencia mental-emocional. Donde hay violencia no hay verdad, y como la Verdad es el único poder real, exigía la absoluta falta de violencia a fin de conseguir la totalidad la Verdad.

Y con esta arma secreta liberó a su país de ciento cincuenta años de yugo extranjero. Tal vez, por primera y única vez en la historia de la humanidad, un factor puramente espiritual desembocó en tan gran efecto material. Los profanos saben que una causa material produce un efecto de la misma clase. Los místicos saben que una causa espiritual produce un efecto del mismo valor, pero ¿quién está convencido de que una causa espiritual produce un efecto material?

Que el místico hindú haya profesado este principio creador de la intuición metafísica-mística, el mundo puede perdonarlo; pero que ese mismo principio abstracto sea proclamado por un científico occidental como Einstein, ¿quién lo puede aceptar?

Los libtros de Einstein afirman que el “puro raciocinio” como llama a la intuición abstracta, puede descubrir cualquier ley de la naturaleza, sin ningún recurso del proceso empírico-analítico, ni de laboratorio. Basta que el hombre se concentre intensamente hasta conseguir ir más allá de toda la zona de sucesiones analíticas y entrar en la dimensión de la simultaneidad intuitiva de la razón espiritual, y sabrá cómo el Uno del Universo rige y gobierna el Verbo del Cosmos.

Y este es el principio deductivo de la matemática y no el principio inductivo de la física; es el camino a priori de los grandes metafísicos y místicos, y no el proceso a posteriori de los científicos empíricos-analíticos.

Cuando el 29 de Mayo del año 1919, ocurrió el eclipse solar, estaba Einstein en Londres; la Real Sociedad de Ciencias de Inglaterra mandó fotografiar el Sol totalmente eclipsado; un amigo de Einstein mostró la fotografía, felicitando al gran matemático, porque la fotografía demostraba una importante tesis matemática de Einstein. Pero el científico quedó indiferente, diciendo: “Como si alguna vez hubiese habido duda sobre esto”. Quien sabe, deductiva e intuitivamente una ley cósmica, no necesita pruebas empíricas que no pueden darle ni quitarla la certeza.

El metafísico y el místico no aceptar la Realidad (Dios) porque alguien la haya demostrado científicamente; antes aceptan, independientemente de cualquier prueba o demostración, porque tienen la fuente de la certidumbre dentro de sí mismos, en la eterna unidad de su Yo intuitivo. Y, como ninguna prueba le puede dar seguridad, tampoco ninguna otra les puede dar dudas.

Dice Einstein que noventa y nueve veces piensa y nada descubre; deja de pensar y le llega la revelación. Por donde se ve que él considera el pensamiento analítico necesario como preliminar, pero no suficiente para el resultado final.

Y este es el camino de todos los metafísicos y místicos, desde Hermes, Sócrates, Platón y Spinoza, hasta Jesús, Buda y otros iluminados; todos ellos sabían y saben que la actividad ego-consciente, empírico-analítica, es necesaria, pero no basta para una certeza definitiva.

Es necesario entrar en contacto intuitivo con el Uno de la Realidad a fin de poder comprender el Verbo de las manifestaciones. No hay ningún camino que del mundo de los hechos nos lleve al mundo de los valores, porque estos vienen de otro espacio.

Valor es sinónimo de Realidad. Nadie va desde las manifestaciones a la Realidad; es necesario que primero tenga consciencia de la Realidad del Uno, para desde ahí descender a los hechos del Verbo. Es necesario tener experiencia intuitiva, directa de la cualidad (Uno) a fin de comprender la cantidad (Verbo). Las manifestaciones cuantitativas son necesarias como condición que predispone, pero no suficientes como causa eficiente. Y, siendo que solamente el contacto con la causa eficiente da verdadera certeza, se sigue que el hombre debe, en primer lugar, tener nítida consciencia de la causa, de la Realidad, para poder comprender los efectos, los hechos, el Verbo; sólo así sabe y saborea la armonía del Universo.

Puede la ciencia preludiar la sapiencia, pero no la puede dar ni sustituir.

La ciencia es de la física y la sapiencia es de la matemática, así como de la metafísica y de la mística.

El hombre poco experimentado encuentra que debe comenzar por los fenómenos objetivos, externos, y desde ahí ascender a la Realidad, causa de esos hechos. Pero el hombre con experiencia sabe, como Einstein, que este camino no es transitable y no pasa de ser un eterno círculo vicioso; es como si alguien tuviese muchos ceros para alcanzar un valor positivo; no existe ningún proceso de adición o multiplicación de ceros para crear la unidad; pero, quien parte desde la unidad puede descender a los ceros, y verás que esos números dejan de ser nulidades y vacíos, porque son transformados por el valor positivo 1. Todos esos vacíos de los ceros son llenos por la plenitud; la cualidad del 1 confiere cantidad a los ceros; la esencia da contenido a la inexistencia, dando como resultado la existencia; el Todo da algo de sí a la Nada y se hace “algo”.

Sigue en la Circular de Mayo de 2009.

LA REALIDAD OCULTA.-

La historia está repleta de desastres ecológicos, las civilizaciones más florecientes de la antigüedad parecen haber sido presa de una maldición. Mesopotamia, Persia, Egipto y Pakistán  occidental albergaron en otro tiempo civilizaciones que durante largo períodos mantuvieron su poderío y su riqueza, pero actualmente algunos se encuentran entre los países más pobres del mundo. Sus tierras son áridos desiertos, muchas de sus antiguas ciudades están abandonadas y sus habitantes, pobres, desnutridos y enfermos, no recuerdan ni conocen su esplendoroso pasado. Puesto que gran parte de la India, de China, del Sudeste asiático y de América del Sur se halla en la misma situación, parece lógico concluir que, en contra de las opiniones presentadas, todas las civilizaciones son mortales.

Los conflictos internos, la guerra, el hambre y las enfermedades contribuyeron sin duda a la desaparición de las antiguas civilizaciones orientales, pero el desolado aspecto actual de estos países parece indicar que la causa principal de su decadencia fue el empobrecimiento del suelo debido a su explotación prolongada por parte de una numerosa población. El golpe final debió asestarlo el agotamiento o destrucción de los aprovisionamientos de agua. La civilización babilónica, por ejemplo, desapareció después que su sistema de riego fuera destruido por los mongoles, pero su entorno ya había comenzado a degenerar mucho antes de este último y definitivo desastre.

Recordemos la historia de Mohenjo Daro, la famosa ciudad que existió en los llanos del río Indo, en el Pakistán actual, entre el año 2500 y el 1500 a.C. Esta civilización, que junto con la de Egipto y Mesopotamia surgió y prosperó hace unos cuatro mil años, difería de ésta en arquitectura, arte y tecnología, pero, como las mencionadas, desapareció porque “deterioraba su paisaje de forma constante”. En jerga ecológica moderna, esto significa que el entorno estaba siendo destruido a causa de una explotación excesiva o errónea. Ciertamente, los pesimistas cuentan con abundantes datos históricos para apoyar su tesis de que las civilizaciones arruinan inexplicablemente el entorno en que se desarrollan.

Pero podemos ver las cosas de otro modo. Se opina que las zonas deterioradas del mundo son las explotaciones recientes, no las tierras de las civilizaciones antiguas. La agricultura japonesa ha mantenido durante más de mil años un alto nivel de productividad sin afectar a la fertilidad del suelo ni a la belleza del paisaje. Asimismo, muchas de las regiones de Europa occidental donde la tierra comenzó a ser cultivada por los pobladores del Neolítico se mantienen fértiles en la actualidad tras varios intentos de explotación prácticamente ininterrumpida. Esta prolongadísima duración inspira tranquilidad a los habitantes europeos y hace confiar en que el género humano logrará superar los malos tiempos actuales y aprenderá a administrar la tierra con la mirada puesta en el futuro.

Estas opiniones divergentes sobre las relaciones entre tierra y civilización pueden no ser incompatibles. Todas las grandes civilizaciones orientales que acabaron con la fertilidad de su suelo estaban situadas en zonas áridas y semiáridas. Bajo tales condiciones climáticas, que son las que prevalecen sobre más de la tercera parte de la superficie terrestre, la productividad agrícola depende del riego y el suelo puede sufrir daños casi irremediables con suma facilidad. Por el contrario, Europa occidental, Japón y otras partes de Asia se benefician de un régimen de lluvias mayor y, sobre todo, más constante, que permite que el suelo se recobre con bastante rapidez de los posibles daños causados por una mala administración ecológica. De todos modos, las condiciones climáticas no responden por entero de la suerte que han corrido las civilizaciones. No explican la repentina desaparición de la civilización maya, de la khmer y de otras culturas que antaño surgieron en países húmedos. En México, en el año 800 de nuestra era y durante un período húmedo, la cultura de Teotihuacan desapareció súbitamente. La causa principal fue probablemente la tala de bosques para obtener el combustible que se empleaba en la quema de cal. La consecuente erosión, sumada a los efectos destructivos del cultivo, bastó para que ni siquiera la vuelta de las lluvias permitiera superar el bache en que la civilización se había sumido. El mal proceder ecológico también provocó el deterioro de la agricultura en ciertas regiones de la cuenca mediterránea y actualmente está creando problemas similares en muchas zonas templadas. La tierra ha mantenido su fertilidad sólo cuando los agricultores la han utilizado respetando las normas de la ecología. La explotación desacertada de la naturaleza y el mal uso de la tecnología pueden destruir una civilización, con independencia del clima, de la tierra y del sistema político.

La degradación ambiental del mundo moderno suele atribuirse a los excesos de la tecnología, pero lo cierto es que las raíces del problema son mucho más profundas. Cuando los arqueólogos visitaban el Próximo Oriente, a mediados del siglo XIX, se sorprendían de encontrar ciudades desiertas, puertos sin dragar y páramos en lugar de prósperas civilizaciones. En ese caso, no se podía culpar a la naturaleza de la aridez del suelo, de la destrucción de los bosques y de la conversión de lagos y pantanos en llanos de arena y sal. Se concluyó acertadamente que los errores ecológicos habían llevado al deterioro de la agricultura de los países mediterráneos y reconocieron también que la calidad de la tierra en otras partes del mundo se debía a la eficacia y ponderación de las prácticas agrícolas.

Mientras se hacía hincapié en la calidad de los terrenos de cultivo, otro desvelo ecologista estaba cobrando forma en los Estados Unidos: los esfuerzos por salvar la calidad de la naturaleza. Uno de sus más elocuentes partidarios del nuevo movimiento fue Aldo Leopold, muerto en 1948, cuyo interés principal era la vida salvaje y la naturaleza en estado original. Abogaba por una conciencia ecologista que rigiera todos los aspectos de la relación del hombre con la naturaleza. Se valió de su influencia para hacer que el Gobierno aprobara la protección de la primera reserva natural de América, situada en las fuentes del río Gila, en Nuevo México.

La poca influencia de sus antecesores se debió probablemente a que escribieron en una época en que los métodos agrícolas modernos producían enormes aumentos en las cosechas, por lo que sus enseñanzas estaban fuera de lugar. Por el contrario, Leopold se hizo rápidamente con un considerable número de seguidores, pues el daño causado por las nuevas tecnologías hacía a la gente receptiva a sus pedidos a favor de una nueva ética de la relación del hombre con la naturaleza.

Una curiosa expresión del actual interés por la crisis ambiental es la teoría de que la tradición judeocristiana es responsable de la profanación de la naturaleza en el mundo occidental. Aproximadamente reza como sigue:

Las antiguas religiones orientales, así como la grecorromana, daban por supuesto que los animales, los árboles, los ríos, las montañas y demás elementos de la naturaleza podían tener importancia espiritual, al igual que el hombre, y por tanto merecían ser respetados. Pero según la religión judeocristiana, el hombre está fuera de la naturaleza. Los judíos adoptaron el monoteísmo con un concepto de Dios clara y específicamente antropomórfico y los cristianos reforzaron esta tendencia al hacer que la religión se ocupara exclusivamente de los seres humanos. En el capítulo I del Génesis se afirma de manera explícita que el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios y que le fue otorgado el dominio sobre la naturaleza, lo cual proporciona la excusa necesaria para emprender una política de explotación de la naturaleza a despecho de las consecuencias. Aun así, el cristianismo tomó rumbos distintos en diferentes partes del mundo. En su forma oriental, el ideal cristiano lo constituía el santo dedicado a la plegaria y a la contemplación, mientras que la forma occidental abogaba por el santo dedicado a la acción. Esta diferencia geográfica de actitudes es la causa de que los efectos más profundos del impacto humano en la naturaleza hayan tenido lugar en los países de la civilización occidental. Asimismo, la tecnología moderna es en gran medida la expresión de la creencia judeocristiana de que el hombre está llamado por derecho a ejercer dominio sobre la naturaleza. Así pues, la falta de escrúpulos que el hombre occidental demuestra al utilizar los recursos de la tierra en su propio y exclusivo interés, proviene de las enseñanzas bíblicas.

Sigue en la Circular de Mayo de 2009.

¿POR QUÉ EL DIABLO?

Marción predica en Roma otra Gnosis, la más afín con el cristianismo ortodoxo. Admite un “Dios supremo, que se ha dado a conocer en el cristianismo, un Creador del mundo que se reveló en el judaísmo, y un “Espíritu dominador de la materia” que inspiró el paganismo. La primera de estas potencias es perfecta, la segunda imperfecta, la tercera malvada. Como la materia, que esta última domina, es viciosa, Dios no podía ponerse en contacto con la materia. Pero por lo mismo que era imperfecto, la Creación no le salió bien. El carácter del Dios supremo es el ser “bueno”, el del Demiurgos el ser “justo”, ambos son antitéticos, pues la justicia está en oposición con la bondad absoluta, de la misma manera que la Ley es lo contrario de la Gracia. La Justicia sólo se basa en relatividades, en accidentes; lo bueno dimana directamente de lo absoluto.

El alma humana, imperfecta, por ser de la propia esencia del Demiurgo, se alteró al ponerse en contacto con la materia malvada; y más aún al recibir la inspiración de Satán de comer la fruta prohibida, la cual la hundió en lo más profundo de las abominaciones. ¿Quién tuvo la culpa? El Demiurgos, que no creó al hombre a propósito para resistir las seducciones satánicas.

El Demiurgos quería el gobierno de todas las naciones para su pueblo, que todos los pueblos solamente le adorasen a él. Pero el Gran Dios, desconocido hasta entonces, se interpuso, enviando al mundo, bajo las apariencias del Mesías, el “Eón Cristos”, el cual vino a libertar a todos los hombres; a los paganos de la influencia satánica, a los judíos de la tiranía del Creador. Las criaturas, ligadas ya desde entonces al Dios perfecto, no necesitaban para nada la Justicia  -  Marción opinaba también que el “Eón Cristos” había afectado la forma humana sólo en apariencia, pues no podía contaminarse con la materia, negando el que fuera hijo de mujer y el que realmente hubiese sido crucificado. De igual manera opinan los musulmanes. Dice que Isa “Jesús” no murió en el Gólgota, sino que se desvaneció, y que crucificaron por él a otro que se le parecía (Corán IV. 156).

Todas las almas que sigan la ley del Cristo se elevarán al Dios Supremo, y vendrán a ser semejantes a los ángeles del Este. Así tendrán su destino superior al que el Creador les prometiera”. Pero ¿cómo  podía el alma imperfecta, hija del Demiurgos, elevarse hasta el Dios Supremo? Los otros gnósticos admitían que el alma era hija de este último, o al menos que contenía partículas espirituales de Él emanadas, con lo cual explicaban el que el alma reentrara en Dios, de quien procedía. Siendo a Él análoga, lógico era el admitir que volvían a Él. Marción resuelve la cuestión, diciendo que el alma se eleva y purifica por la enseñanza cristiana que procede directamente del Gran Dios, y por el ascetismo, que la libera de la materia. Predicaba que se debía rechazar toda unión con la mujer y acabarse la procreación, porque ésta no hace más que continuar la materia y con ella el pecado; por tanto el ideal debía de ser la castidad absoluta. Así va subiendo hasta identificarse con la bondad, con la Suma perfección, dejando la Justicia para las almas vulgares que se ligan aún al mundo.

En esto apareció un gnóstico que amenazó por un momento arrastrar a la mayoría de los cristianos. Era originario del bajo Egipto y había estudiado en Alejandría el sistema de Pitágoras, las teorías de Platón y las de Filón el judío, después de venir ya impregnado de los dogmas panteístas de las religiones asiáticas. Era elocuente; estaba dotado de una imaginación brillante, de una intuición rápida; pero sus desarrollos tenían cierta vaguedad que, si bien no satisfacía a la razón, halagaba al sentimiento de las almas soñadoras. Por lo tanto, a su vez, la Creación debía ser un desarrollo de Dios mismo. ¿Cómo se explicaba el mal? ¿Por un principio extraño? Imposible, puesto que implicaría el que Dios no fuese infinito ni absoluto. Sólo podía esto provenir de una perturbación en la evolución de la Divinidad.

Para desarrollar estas ideas acudió a la teoría alejandrina de las emanaciones, a la teogonía de Hesíodo, al Demiurgos de Platón, y con tales elementos creó un sistema que más que tal es un delirio brillante, un poema metafísico, un drama celeste, cuyos actores son los diversos grados del desarrollo de Dios en sí mismo, y cuyo teatro es el seno de la propia Divinidad en el vacío. Al describir el desenvolvimiento de Dios, presentaba el origen del mal sobre la Tierra y el sufrimiento del hombre como una emanación del malestar y del sufrimiento de una parte de la Divinidad, y esto lo describía con imágenes brillantes, llenas de color, grandiosas, que apenas presentadas desaparecían para dar lugar a otras, sucediéndose como los cuadros disolventes de una colosal fantasmagoría que se proyectaba sobre la inmensa tela del espacio. Aquí procuramos describir la Gnosis de Valentín.

“A mí los espíritus melancólicos, a mí los meditabundos, los que sufren y los que arden en el fuego del deseo! Yo les explicaré a Dios en su plenitud por el desarrollo de Dios en sí mismo. Y la creación de los mundos y de los hombres y el origen del mal y la salvación de las almas, y el fin de la materia. Y los espíritus que en sí tengan algo de celeste lo verán claro y lo comprenderán luego”.

“Dios, para alcanzar la plenitud, se descompuso en “eones”, seres eternos, partes de sí mismo; y a medida que los “eones” se iban alejando del principio, iban delimitándose más y más hasta que se perdieron en la negación que es la materia, como se pierden los perfumes de una flor que se evapora, como se pierden los ecos de una voz en un valle, como se pierden los rayos del Sol poniente en el cielo, como se va perdiendo la columna de humo que el viento arrastra lejos del fuego que la produjo”.

“Antes que todas las cosas existía una “mónada indescriptible” que todo en sí lo encerraba y todo en sí lo contenía. Era “el Abismo” quieto, silencioso”.

“Y esta mónada era dual en su esencia. El Abismo y su compañera la Quietud eran la “Supremacía Sizigia” las dos partes de que solamente constaba Dios en este primer período. El Abismo fecundó a la “Quietud” y nació el primero, el “Intelecto”.

“Él sólo comprende el Abismo y solamente en Él los otros seres pueden comprenderlo. El “Intelecto” es el padre, el principio de todas las realidades existentes; su compañera es la “Verdad, otro “eon” salido de Dios mismo. De su divina cópula salen el “Verbo” y la “Vida”. El Verbo expresa lo que su padre, el Intelecto tiene en la conciencia; y produce el “arquetipo del hombre” y la “Iglesia ideal”, arquetipo de las sociedades humanas. Esta es la octava primera y superior en Dios formada en el primer período de su emanación”.

“Pero hasta aquí no había llegado Dios aún a su plenitud; el Pleroma no estaba aún constituido: El Intelecto y la Verdad, viendo que el Verbo y la Vida habían llegado a la producción, hacen manar de su seno otros diez “eones” que son “los principios de la revelación y de la actividad divina externa”. El Verbo y la Vida a su vez quieren competir con ellos y se producen doce que son “los principios de la vida espiritual humana”; y el conjunto de los seres que son en Dios llegan ya a treinta. Pero este número no es divisible por ocho, número místico de las primera emanaciones de Dios, y por lo tanto es imperfecto, pues para formar octavas debía de quedar siempre un residuo”.

Aquí Valentín tomaba la octava como tipo del primer desarrollo de la Divinidad porque este número y sus múltiplos son invisibles hasta la unidad, sin fracción ni residuo. El número quebrado era símbolo del mal en el Asia anterior y en Egipto. Dividiendo el número 30 entre 8, obtenían una fracción; así que era lógico que la Divinidad sufriera al llegar a este estado de su desarrollo.

“De aquí una agitación entre los “eones”, que crece hasta llegar a sentirse poseídos del ardiente deseo de comprender en sí el Abismo y querer abrazarlo. El Intelecto quiere revelarles todos los misterios; pero la Quietud le ordena que se calle. Entonces empieza el sufrimiento de los “eones” que pronto se transforma en violenta pasión. El que la siente con más intensidad es el último de los femeninos, y llega a sentirla con tal fuerza que absorbe la de los demás y la concentra toda en sí solo. Los demás ya no sufren, pero quedan tristes. La que sufre es la Sabiduría (Sofía) que presa de violentos deseos de sumergirse en el Abismo, se hubiera perdido en él si el Límite (Horus) que en la plenitud de Dios (Pleroma) es el conservador de los rangos, no la hubiera detenido. Entonces la infeliz Sabiduría, desesperada, deja caer de su seno el Pensamiento, hijo único del ardor de su deseo sin el concurso de ningún “eon” masculino. El Pensamiento, este aborto disforme, anda errante, fuera de la plenitud de Dios, y ésta queda desgarrada y perturbada. Para que cese el desorden, el Intelecto proyecta una nueva pareja: Cristo y el Espíritu Santo. Cristo hace entender a los “eones” perturbados que deben contentarse con comprender la naturaleza de las parejas del Pleroma y concebir al Ser como no engendrado, pero que sólo el Intelecto, emanación directa del Abismo, puede comprenderlo tal como es en su esencia. El Espíritu Santo los apacigua y hace que mutuamente se comuniquen sus sentimientos y perfecciones gozando de ellos. Los eternos “eones” se ponen en contacto y de tristes y perturbados se vuelven dichosos y engendran entre todos un ser de belleza incomparable que resume en sí la esencia del conjunto. Este ser es “la Flor, la Estrella del Pleroma” y se le llama “Todos” porque concentra en sí la potencia de todos. Y es el Salvador”.

Hasta aquí, de Dios sólo se había desarrollado Dios mismo. El segundo período va a comenzar. La formación del Universo está próxima.

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LA CARA OCULTA DEL TIEMPO.

La analogía ave-serpiente se remonta a la memoria de la Tierra, al enterramiento que, de modo figurado, conduce a la semilla, al origen, al Caos, a quien el Creador imprimió su marca fecundadora. La serpiente también es sinónimo de fertilidad y, en su metamorfosis fue asimilada a la Luna y a la mujer. Penetrando en la parte inferior del suelo, donde son depositados los muertos con los que tiene contacto, de ellos recibe el poder de conocer el futuro y revelarlo a los hombres. Así designa, tanto a la muerte y el renacimiento, como a la vida.

El pájaro, criatura con alas, es celeste, trascendente, aéreo; destacándose del suelo canta y, musicalmente “habla” con los dioses y los hombres. Pero el caos que atemoriza, como destructor pleno y falta de orden, incentiva al hombre a penetrar ritualmente en sus tinieblas y consagrar un día de fiesta para una orgía nocturna, penetrando en la génesis del Tiempo para transubstanciarlo.

El Tiempo puede ser determinado en su sucesión y en sus períodos, así como en el retorno a los principios, en cuya penetración cíclico-ritual el hombre se inscribe, nuevamente, en el acto creador. Reitera la Cosmogonía y, en este sentido, la abolición del destino en cuanto fatalidad ciega. El Año Nuevo es un comienzo original del tiempo, una creación repetida; las ceremonias orgiásticas simbolizan el Caos primitivo; marcan los días sin orden y sin número en que se tolera el caos, su confusión y sus excesos; el primer acto ceremonial de la primavera representa la dominación del caos. Los últimos días del año se pueden identificar, pues, con el caos anterior a la creación, tanto por los excesos sexuales como por la invasión de palabras que anulan el tiempo. Por tanto, en el simbolismo de la repetición del tiempo que instituye el año y su liturgia, se manifiesta una intención de integración de los contrarios, se esboza una síntesis en la cual la síntesis nocturna contribuye para la dramática armonía de todo.

El año, equivaliendo a una revolución o pasaje completo de períodos que se mueven de estación a estación, abre y encierra un camino conteniendo en su ciclo la marca de las fiestas que lo señalan. Para el hombre primitivo, cada año contiene en sí el origen de los tiempos, a medida que rige el equilibrio cósmico siendo, como tal, significativo. Cada año finalizado, marcado o no por las estaciones, habla acerca de un período extinguido, de un pasaje en el cual un ciclo completo se abre a la inauguración de otro. En él se otorga y se reabsorbe la vida.

En el poder sacramental de dominar el tiempo por un cambio propiciatorio reside la esencia del sacrificio. La sustitución del holocausto permite, gracias a la repetición, el cambio del pasado por el futuro, el sometimiento de Cronos.

El simbolismo animal puede ser figurado como una gran boca, provista de dientes ávidos para morder, comer, hacer brotar la sangre mortal. A pesar de tener un cuerpo organizado, con forma más o menos fijas, el animal, en cuanto vivo, obedece a las leyes que rigen los entes provistos de un sistema nervioso e instintos. La boca, como abertura caótica, entrada, pasaje, tritura carnes y huesos, hiere, aplasta, mata. En este contexto, se suceden los animales que representan la Muerte, proyectada en los astros o en los elementos que constituyen el Cosmos.

El caballo es isomorfo de las tinieblas y del infierno, representando el agua, la tierra, el Sol y la Luna, pero sobre todo el terror ante la fuga del tiempo, simbolizado por el cambio y el ruido. Examinemos primero la semántica tan importante del caballo, Es la montura del Hades y Poseidón. Este último, en forma de semental, se aproxima de Gaya, la Tierra Madre, Deméter, y engendra las Erineas, pupilas demonios de la muerte. En otra lectura de la leyenda es el miembro viril de Urano cortado por Cronos, el tiempo, que procrea los demonios hipomorfos.

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