EINSTEIN MÍSTICO Y CIENTÍFICO

ALCORAC

SALVADOR NAVARRO

      

 

 

Dirigida a la Escuela de:

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                                                                                  Circular n 4 , año XIV

                                                                                  Bunyola, 1º de Abril de 2.008.

A.EINSTEIN – MÍSTICO Y CIENTÍFICO.-

Los que conocieron a un Eistein  como un ego consciente y dirigente en sus descubrimientos, no hacen justicia al hombre universal que fue.

Su ascendencia judía le facilitaba un sustrato místico, pero inconsciente. En muchos casos, su vida lo pone en la línea de los místicos y yoguis, aunque no queremos atribuir al gran matemático ninguna connotación sobrenatural que estas frases parecen insinuar.

Largos períodos de reclusión voluntaria en silencio, formaron parte de un proceso por el cual arrancaba sus secretos al Universo. El científico mediocre nada sabe de esa actitud, confiando en sus actos egoístas en los que pone su fe, sin alcanzar la sustancia del Uno: conoce el cuerpo pero ignora el alma cósmica.

Un escritor francés, André Maurois, en su libro “Las ilusiones”, en la  página 61, cuenta lo siguiente:

El premio Nóbel de Literatura Saint-John Perse, me contó que un día, cuando estaba en Washington, Einstein lo llamó a pidió le visitara. “Tengo una pregunta que hacerte”, le dijo. Saint-John fue a verlo. Y he aquí la pregunta: “¿Cómo trabaja un poeta?¿Cómo le viene la idea de un poema y cómo lo desarrolla?!

Saint-John le describió la importancia de la intuición y del inconsciente. Einstein parecía feliz. “Es la misma cosa que se da en un científico”, le dijo. “El mecanismo del descubrimiento no es lógico ni intelectual: es una iluminación súbita, casi un éxtasis. La inteligencia analiza y el experimento confirma la intuición. Además hay una conexión con la imaginación”.

Einstein trabajó toda su vida en su Teoría de los Campos Unificados, que intenta probar la unidad e identidad de todas las energías: gravitación, electro-magnetismo, luz, etc. Murió sin haber conseguido demostrar analíticamente aquello de lo cual tenía una intuitiva seguridad. Einstein veía al Uno del Universo, pero el Universo empírico-analítico no le permitía ver a través de la pluralidad aparente la unidad real del cosmos.

Estaba así confirmado lo que él mismo escribió: “Del mundo de los hechos ningún camino conduce al mundo de los valores, porque estos viene de otra región”. El camino del Uno para el Verbo de la manifestación era de la intuición, pero el camino del Verbo-manifestación para el Uno sería de la inteligencia analítica, y este camino es inviable.

Con Einstein comienza la fase de la ciencia integral; él incluyó en el concepto de “ciencia” no solamente el análisis intelectual sino también la intuición racional. Desgraciadamente, nuestro lenguaje habitual confunde inteligencia con razón. Los antiguos pensadores griegos llamaron “nous” a la inteligencia y “logos” a la razón; y Einstein siguió la misma distinción.

Cuando el hombre tiene una intuición racional, siente la impresión de ser invadido por una fuerza exterior, cuando en realidad lo que experimenta es una evasión o explosión desde dentro de su propio centro cósmico, antes inconsciente y ahora consciente. Lo que los psicólogos acostumbran llamar “inconsciente”, es el cosmo-consciente que es, generalmente, ego-inconsciente. Cuando esa fuerza cosmo-consciente, más el ego-inconsciente, se transforma cosmo-consciente en el hombre, entonces sucede la intuición. El hombre sencillamente intelectual tiene sólo lo que podríamos llamar “ex - tuición”, mientras que el hombre racional tiene “in - tuición”, la visión de dentro, que parece ser una llegada desde fuera. Para que la intuición pueda funcionar, la ex - tuición tiene que ser reducida al mínimo, hasta el cero.

Tenía doce años y estudiaba en la escuela católica de Munich, donde era el único judío cuando pensaba en esos problemas fundamentales de la humanidad; pero su padre, basándose en el mismo texto de la Biblia o en el Talmud, no sabía dar respuesta satisfactoria, repitiendo más o menos la mismas cosas que hace milenios desfiguran las grandes intuiciones esotéricas de los iniciados, dentro o fuera del judaísmo o el cristianismo.

Un joven estudiante de Medicina, Max Talmey, de origen judío, frecuentaba la familia Einstein y el joven Albert tuvo largas discusiones con él para aclarar sus dudas, pero no consiguió nada en definitiva, porque el estudiante navegaba en las mismas aguas de la mitología tradicional.

Cierto día, Einstein cayó enfermo y obligado a guardar cama durante algunas semanas. Para distraerle, alguien se presentó con una brújula magnética con la cual el paciente se distraía. Imaginen una aguja metálica que apunta invariablemente hacia el Norte, sea cual sea el movimiento que se le de.

Por primera vez el joven Einstein tuvo una idea de Dios no fabricada por el hombre. Adoraba su pequeño dios magnético, auténtico testimonio de una fuerza invisible y no falsificada del Universo.  Cuando más tarde leyó en la filosofía monista de Spinoza que “Dios es el alma del Universo”, recordó la pequeña brújula, donde la aguja magnética simbolizaba el alma de la Divinidad.

A partir de esta fecha, solamente buscó a Dios en la Naturaleza y no en libros humanos. Dios era la Ley, la voz de la Naturaleza, y nada más.

Le fueron entregadas obras sobre materia y fuerza, sobre electricidad, los misterios del vapor de agua que mueve máquinas, y Einstein se fue familiarizando cada vez más con el Dios de la Naturaleza. Libros superficiales, tal como novelas románticas o de aventuras, no eran de su interés.

En ese período entró en un ambiente de rebeldía universal contra todo tipo de autoridad. ¿Por qué es que la sinagoga, la iglesia y el propio Gobierno no decían la verdad sobre Dios, sobre el mundo o sobre el hombre? ¿Qué intenciones secretas tenían las autoridades civiles y religiosas para mantener al hombre en esa ignorancia?

El joven Einstein estaba en vísperas de volverle un anarquista y un declarado demoledor de las viejas ideas.

En ese tiempo alguien le entregó dos libros de filosofía de Enmanuel Kant, “Crítica de la Razón Pura” y “Crítica de la Razón Práctica”. Leyó en ese filósofo que nuestro conocimiento de la verdad y nuestra seguridad, proviene en parte de elemento de la razón humana (a priori) y en parte de experiencias externas (a posteriori). Pero, ¿cómo podría el hombre saber lo que viene de su intuición racional y lo que viene de las experiencias empíricas? Einstein no se contentaba con esa miscelánea de la fuente interna (a priori) y de los canales externos (a posteriori). Su intransigencia rectilínea quería un “sí” integral y no un compromiso entre la mitad de “sí” y la otra mitad de “no”. En matemática y en pura lógica no se conoce la palabra “tal vez” ni la expresión “más o menos”. En esa aritmética, en la cual vio siempre la seguridad absoluta, solamente se conoce el “sí” o el “no” y no los “semi – sí” o “semi´no”.

Afortunadamente, en ese tiempo cayó en sus manos el libro del gran pensador escocés David Hume, titulado “Ensayo sobre el pensamiento humano”. En tal libro se hacía ver que el hombre no tenía ninguna posibilidad de comprender las verdaderas causas que hay detrás de los efectos. Causas y efectos son del mundo empírico, a posteriori, en cuya actuación el hombre no puede confiar; debe dar la única confianza a su intuición interior (a priori) para alcanzar la verdad y tener plena certeza.

Digamos anticipadamente que toda factura actitud de Einstein, que culminó en la Teoría de la Relatividad y del Campo Unificado, tuvo su punto de partida en esos conceptos filosóficos de Kant y Hume, que convencieron al joven de que la verdadera seguridad no es el resultado de una serie de procesos empíricos-analíticos, como piensan muchos científicos, sino que provienen en último análisis de una directa e inmediata intuición a priori, deductiva, nacida del puro raciocinio y no de elementos derivados de los sentidos y la mente. El “puro raciocinio” es la palabra que Einstein usa para la intuición espiritual.

Nunca se convenció de que causas y efectos, dependientes del tiempo y del espacio, puedan representar la realidad verdadera; los admitió como hechos ilusorios, necesarios para estructurar la evidencia que viene de otras dimensiones, como él dice. Los actos ficticios son condiciones, pero no son causas de autenticidad.

Como consecuencia, defendió la idea de que el verdadero científico, después de la estructura empírico-analítica, debe iniciar su trabajo en las alturas de la razón, o como decía, del “puro raciocinio”, en la intuición, y no en los sentidos; y del supremo cenit de ese Uno racional debe investigar las bajadas al mundo del Verbo.

De cómo llegar a ese Uno, sin pasar por el Verbo, hablaremos en otro momento.

En cualquier hipótesis, las palabras de Einstein de que “del mundo de los hechos no hay ningún camino que conduzca al mundo de los valores”, dan pleno testimonio de esta mentalidad.

Los hechos deben ser analizados, pero la Realidad no es revelada. Aquellos son analíticos, ésta es intuitiva o intuida.

Sigue en la Circular del mes de Mayo de 2008.

LA REALIDAD OCULTA.-

Existen casos documentados de cambio social en la dirección inversa. Tribus guerreras de Nueva Guinea que hace un siglo llevaban una vida propia de la Edad de Piedra, han entrado en la civilización de la tecnología en una generación.

Con excepción de la tribu de los pueblos del valle del Río Grande, los indios americanos pertenecían a la tradición del pastor cazador. En el Canadá no tenían campos permanentes, sino que cultivaban allí donde acampaban. La caza y la guerra se consideraban las actividades masculinas más importantes, la organización jerárquica era escasa y sólo elegían un jefe en ocasión de sus partidas de caza. Tras haber sido obligados a establecerse en una reserva situada al sur de Montreal (Canadá), se descubrió accidentalmente que estaban bien dotados para los trabajos a gran altura, en los rascacielos. Aunque en la actualidad buena parte de ellos se dedica a esta modalidad especializada del ramo de la construcción, han conservado muchas de sus antiguas costumbres. Cuando van a la ciudad para trabajar en una obra, eligen un jefe tal como lo hacían sus antepasados para salir de caza y una vez concluido el trabajo, vuelven a la reserva como sus predecesores tras una larga cacería. De esta manera han podido conservar su talante cazador al tiempo que participan del talante tecnológico de Norteamérica.

Hay quien opina que éste no es un caso de carácter distintivo social, sino una preadaptación genética de las aptitudes y la conducta. Sin embargo, es bien sabido que la cultura puede llegar a determinar las características mentales y biológicas de una persona o de una colectividad. Probablemente un indio canadiense criado entre los indios pueblo del valle del río Grande daría pocas muestras de esa supuesta preadaptación genética al trabajo en los rascacielos.

De todos modos, la predisposición de los seres humanos a la adaptación cultural no les otorga facultades ilimitadas o permite que cualquiera sea capaz de hacer cualquier cosa. Las aptitudes potenciales de una persona concreta vienen determinadas por su constitución genética. Pero hay que tener en cuenta que a la singularidad genética se superpone durante el desarrollo una singularidad ambiental. En el desarrollo de cada individuo actúan recíprocamente un genotipo único y un entorno único y aunque debamos clasificar a los individuos en grupos por motivos científicos, administrativos y educacionales, corremos un grave riesgo y nos perjudicamos al ignorar esta singularidad.

La singularidad biológica generada por la acción recíproca entre herencia y entorno se intensifica posteriormente por el ejercicio del libre albedrío. Ahora bien, nunca elegimos con libertad, puesto que nos vemos obligados a hacerlo dentro del marco de una cultura determinada. Además, la dotación genética es tan maleable que puede adaptarse prácticamente a cualquier tipo de dotación humana, ya se trate de una cultura endógena, agrícola, urbana o tecnológica. La flexibilidad de su sistema nervioso permite al hombre reajustar continuamente su conducta sin tener que depender del lento proceso de la evolución biológica. Esto explica que en un mismo país puedan coexistir diversos grados de adaptación social, como los poblados de madera y tierra, las casas de paredes de adobe, las chozas de paja, los iglús esquimales y las casas de madera. La preadaptación genética, caso de que exista, juego un escaso papel en la configuración de las sociedades humanas.

Paisajes y climas tienen efectos sobre la conducta que van más allá de las cuestiones de comodidad y de salud. Tal vez la higiene en Grecia y las instalaciones sanitarias de Malta dejen mucho que desear, pero esto cuesta poco comparado con el hecho de que el paisaje, el cielo y las aguas del Mediterráneo engendran actitudes que persisten toda la vida. Esta configuración de la conducta por parte de las influencias regionales ya la advierten los griegos hace 2.500 años. En su ensayo “Sobre aires, aguas y tierras”, el médico Hipócrates (460-370 a.de J.C.) declara explícitamente que las características físicas y mentales de las diversas poblaciones de Europa y Asia, así como su valor en el campo de batalla y sus instituciones políticas, están determinadas por la topografía del país, la calidad del aire y del agua y la abundancia y naturaleza de la alimentación.

Cada época ha creído necesario reformular con ejemplos contemporáneos la creencia de que la vida humana está condicionada por el recuerdo del pasado. En nuestro tiempo se ha expresado con patetismo las influencias que sobre la población negra tiene el miserable entorno en que vive.

Por más que lo intentemos no podemos librarnos de nuestros orígenes, de esos orígenes que  - si pudiéramos abrirla -  son la puerta a todo aquello en que nos convertimos después.

Es muy distinto vivir donde uno puede ver extensión y cielo que vivir donde uno no ve más que edificios y basura o escombros.

Cobramos forma dentro y contra esta jaula de realidad que heredamos al nacer.

Sigue en la Circular de Mayo de 2008.

¿QUÉ ES EL DIABLO?

La idea plástica, la descripción que del infierno hicieron los poetas griegos, fue tomada de la Arcadia. El Stix, río que baja de los montes del Peloponeso; los otros ríos que con él se unen para pasar al golfo de Corinto; las lagunas encharcadas de los valles que cercan otras montañas intermedias, entre aquellas y el golfo; los agujeros que, abiertos en las rocas, engullen estos ríos, antes de descender a planos inferiores; el color oscuro de esta agua, su gran densidad, sus reflejos azulados, su murmullo parecido a un gemido continuo, las sombras extensas que sobre su superficie proyectan aquellas cordilleras, su marcha lenta en ciertos puntos por la poca corriente del terreno, los vegetales medio descompuestos que sobre ellas ruedan a la entrada de las cavernas; la espesa bruma que sobre las lagunas se cierne; los picachos desprovistos de vegetación; los valles llenos de negros pinos y de tristes cipreses; las negras aves de rapiña que revolotean por aquellos alrededores; he aquí lo que suministró los materiales con los que la imaginación de los poetas griegos formó el infierno.

Pronto van al Tártaro las sombras de los malos pasando el río Aqueronte, después del juicio de Minos; pero dadas las creencias que sobre el Mal tienen los griegos, poco influye el Tártaro en las costumbres de la época de Homero. Se cree que el Mal lo castigan los dioses en vida, en la persona del culpable, por ser ellos más fuertes que los mortales. El hombre no les teme ni les quiere, solamente se doblega a su fuerza mayor. El héroe lucha con la Fatalidad, aun sabiendo que tiene que sucumbir. Si alguna vez el griego honra a los dioses, es porque el castigar lo hacen con justicia; jamás por ese espíritu de sumisión absoluta ni por ese “don”  de amor místico, que llevan al semita a anularse ante su dios. La justicia la concibe en los inmortales; los mismos dioses honran sus dictados. Si acepta su culto es como forma externa de lo justo y más que el castigo divino, teme sus remordimientos. Hasta a ellos tiene que acudir Zeus para castigarle; las diosas Erinas, encargadas de penar los delitos, y en especial el perjurio, no son otra cosa.

Pero cuando los dioses obran por resentimientos, cuando no es castigo lo que infligen sino venganza, cuando producen el Mal sobre la Tierra, protesta fieramente el griego y los maldice.

En la época de Hesíodo tienen del mal moral igual idea los griegos, aunque con algunos desarrollos. El trabajo tiene que ser la base de nuestras acciones, la virtud es su compañera inseparable; ella sólo puede procurar al hombre el favor de los dioses y hacerle a ellos semejante. Todas las páginas del poema “Obras y días” respiran la igualdad de derechos al bienestar y la justa y proporcional remuneración de nuestras obras: “Diki” la Justicia, es la hija de Zeus y es tan bella que hasta los inmortales la respetan. Aunque emanada del principal de los dioses, es distinta de él, y superior a todos ellos. Toda la moral de Hesíodo se basa en la Justicia: “Dad a quien os da, pero rehusad también al que os rehuse”. No conoce la igualdad extraña del cristiano, que aconseja tratar lo mismo al que ofende que al amigo, pero tampoco legitima el odio. Así es que dice: “Si aquel que os ofendió reconoce la falta, devolvedle al momento vuestra estima”. Hacer daño al débil es una villanía. La hospitalidad es una de las primeras virtudes. “El hombre fuerte no debe rehusar la mujer, mas tampoco abandonarse a ella y menos supeditarse a ella”. “Confiar a una mujer, es confiarse a un ladrón”, según Hesíodo.

Zeus que todo lo ve, remunera o castiga en vida; pero a veces para castigar la falta de un malvado, el hijo de Cronos extermina todo un ejército, hunde una flota, arruina una ciudad o devasta una comarca, y la justicia divina viene a ser inferior a la del hombre. Pero les repugna a los griegos el creer que los buenos incurran en la misma pena que los malos. Para darse una explicación satisfactoria se dice que sólo van al Tártaro aquellos que provocaron la cólera celeste. Precisamente a causa de esto el Tártaro cobra mayor importancia. A él van a parar todas las sombras de los malvados sin que escape una. A su puerta aparece el terrible Cerbero para impedir la salida a todo el que entra. Después de haberlo descrito Hesíodo, nos habla de la caída del género humano a través de la edad de oro, la de plata, la de cobre y la de hierro.

Píndaro canta más tarde, a la par que la recompensa para los que cumplen con los dioses, las penas del Tártaro destinadas, según él, a los impíos, pues para él la impiedad es el mal supremo. El primer cantor de tales penas de ultratumba, en Grecia, fue ¡traidor a la patria! Pero los hombres fuertes no participan de tal tendencia; al contrario, muchos desconfían de la divinidad a la cual consideran como autora de los males que nos suceden. “Zeus es quien castiga a Prometeo por haber salvado a los hombres, cuando él quería exterminarlos”. Él es quien nos envió todos los males con Pandora, mientras que el buen Titán, a quien devora el buitre, nos dio el fuego después de habernos salvado, y nos enseña a servirnos de él”.

Platón hizo verdaderamente terrible la creencia en el infierno, por la manera como describió el juicio de los muertos. Según él, cada hombre es presentado al Tribunal por un demonio o genio protector; después del fallo, si resulta justo pasa a la derecha y sube al cielo, de lo contrario pasa a la izquierda para descender a los antros subterráneos. Unos seres de aspecto feroz revestidos de fuego, ejecutan la sentencia. Cogen a los malvados por los pies, por las manos o por la cabeza, los derriban al suelo, los despellejan, y arrastrándoles al borde del camino, los arrojan contra los espinos de sus márgenes y los precipitan luego al Tártaro. Y los que entran en el profundo, ya no podrán salir más de él.

El infierno de Platón, que preludia al cristiano, es hijo de las teorías órficas de su autor, pues no cabe duda de su iniciación en los misterios de Orfeo. La idea que tiene de la culpa, es también parecida a la que de ella tuvo luego el cristianismo, pues considera la vida presente como la expiación de un pecado anterior. La vida órfica tendía a librarnos del círculo del mal, en el cual el destino humano parecía enterrado, buscando la solución de la emancipación del hombre, en un conato de monoteísmo. La doctrina órfica vino a sobreponerse en Grecia a la dionisíaca, y no pudiendo preponderar, se fundió con ella. Eran demasiado análogas las tendencias de ambas, para que no sucediera así. Entonces fue cuando Baco, el dios campestre, bajó al infierno y fue una divinidad de aquellos antros. Así, el dios de amor redentor de las almas, que desciende al infierno, que es Osiris en Egipto, es Dionisios y Orfeo en Grecia, el cual redime al hombre del pecado original; y pronto para los cristianos viene a ser el Cristo, también dios de amor, que baja a la Tierra a redimirnos del pecado original y que desciende al infierno para liberar las almas y resucitar después de su muerte, remontándose al cielo. La diferencia entre el pecado original de los órficos y el de los cristianos, está en que según aquellos, el hombre era descendiente de los titanes rebelados contra Zeus, y según éstos, era descendiente del Adán rebelado igualmente contra Dios.

En esto empezó a influir en Grecia la religión egipcia. En Egipto, el muerto se c reía que atravesaba el país subterráneo. Allí sufría pruebas análogas a las del dios solar, que también se hundía en la tierra para resucitar por la parte opuesta. Un capítulo especial del Libro de los Muertos describe las pruebas terribles a que el difunto debía sujetarse en la región infernal. Pero eso que era algo análogo al mito de Proserpina, aplicado al hombre, eso que no indicaba más que la resurrección de la persona, gracias a una errónea comparación que entre ésta y el vegetal se hacía, se tomó en Grecia literalmente y formó la base de unos misterios, en los cuales se enseñaba que existían para el mal castigos de ultratumba, y que ese mal consistía principalmente en no creer en los dioses.

Platón y Pitágoras dieron gran preponderancia a los demonios. El nombre demonio en Homero, sólo era una denominación colectiva aplicada a todas las divinidades consideradas como dueñas y distribuidoras del destino y los bienes terrenales. En Hesíodo tiene ya esta palabra un sentido diferente. Derivando de la raíz primitiva “Taus, conocer, saber”, indica “los que saben, los que conocen”; en una palabra “los principios inteligentes que rigen el mundo”. Pronto son ya los guardianes de los mortales, observan sus buenas o malas acciones, al tiempo que vierten los dones sobre la tierra. Más tarde, los héroes, que en tiempo de Homero sólo eran los hombres esforzados que luchaban con fuerzas superiores, y que en Hesíodo han llegado a la categoría de semi-dioses, vienen a confundirse con los demonios, pues significa divinidad secundaria; y con los héroes entran en la misma categoría todos los semi-dioses. Como los muertos habitan debajo de la Tierra, los héroes que en ella fueron enterrados vienen a ser divinidades infernales y con ellos los demás demonios, pues se los confunde a todos en una misma denominación.

Sigue en la Circular de Mayo de 2008.

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Entre el silencio y los sueños (poemas)
Cuando aún es la noche (poemas)
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Sexo. La energía básica  (ensayo)
El sermón de la montaña (espiritualismo)
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Misterios revelados de la Kábala  (mística)
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Reflexiones. La vida y los sueños   (ensayo)
Enseñanzas de un Maestro ignorado (ensayo)
Proceso a la espiritualidad (ensayo)
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Seducción y otros ensayos (ensayos)
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Sobre la vida y la muerte (filosófico)
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