MEDICINA NATURAL

Salvador Navarro Zamorano

NOVIEMBRE 2001 (1)

 

                                                  

 

 

 

                                                           EL YOGUR

 

          En remotísimos textos egipcios e hindúes se menciona al yogur como verdadero alimento de los dioses. No es por casualidad que el rey Francisco I de Francia (1.494-1.547) lo denominase leche de la vida eterna.

 

          Todavía hoy, el valor curativo y nutricional del yogur sorprende a los médicos. Se sabe que tiene un alto valor proteínico, como los demás lácteos, pero recientemente se ha descubierto el carácter especial de su proteína, gracias a la acción de las bacterias que lo integran.

 

          El yogur es también una riquísima fuente de calcio: contiene diez veces más del mineral por gramo que la carne de vaca o de pollo. Un vaso suple un tercio de las necesidades diarias de un adulto.

 

          La propiedad más atrayente y discutida del yogur es el poder de prolongar la vida del ser humano. Un científico ruso, Ilya Metchnikoff, del Instituto Pasteur de París (Premio Nobel de Medicina y Fisiología de 1.908) atribuía la longevidad de los habitantes de la zona de los Balcanes al consumo de grandes cantidades de leche fermentada. Una sorprendente investigación, realizada a principios del siglo XX, reveló que la población búlgara presentaba, por cada millón de habitantes, 1.600 personas con más de 100 años.

 

          No pensemos que el yogur es el elixir para una vida prolongada. Ni tampoco sugiero que el yogur sea el único responsable por tanta longevidad. Otros factores entran en la prolongada vida de un pueblo: un conjunto de hábitos alimentarios, estilo de vida, herencia genética, clima, etc.

 

          Aunque no sea un milagroso rejuvenecedor, ¿qué tiene el yogur para merecer tanta fama? La respuesta comienza con una visita a las bacterias que moran en nuestro intestino. Ellas se dividen en dos grandes categorías: anaeróbicas (no utilizan oxígeno para vivir y reproducirse) y aeróbicas (que respiran oxígeno). Las bacterias anaeróbicas más comunes son los lactobacilos, contenidos en el yogur. Las coliformes representan el mayor contingente de bacterias anaeróbicas.

 

          Se calcula que hay más bacterias en el intestino que el número total de células en el cuerpo humano, estiman varios profesores de Bioquímica Nutricional. Tenemos bacterias desde la terminal del intestino delgado hasta el intestino grueso (colon); en cuanto al número, se establece en 100.000 millones por gramo de heces. En vista de eso, no hay duda de que el organismo humano tiene una sutil e importante relación con las bacterias que se alojan en su intestino.

 

          La fantástica población que vive en nosotros (la llamada flora intestinal) necesita mantener cierto equilibrio. Existe una proporción ideal entre bacterias anaeróbicas y aeróbicas. Cuando conseguimos mantenerla, el resultado es un tracto intestinal saludable, eliminación eficiente y perfecta absorción de nutrientes. Si hay exceso de bacterias aeróbicas liberan toxinas, provocando una alteración intestinal, estreñimiento, gases y una bajada importante en el aprovechamiento de los alimentos. Acné, alergías, artritis, colitis y hasta cáncer, pueden tener relación directa con la composición de la flora intestinal.

 

          La dieta típica de los países occidentales (exceso de carne y grasa animal, alimentos refinados, pocas frutas, verduras y cereales integrales) hace que esa proporción se invierta. Se piensa que el número de bacterías de un ciudadano europeo o norteamericano común, acusa el sorprendente número de 85 coliformes contra 15 lactobacilos, por cada 100 microorganismo. O sea, que los malos ganan por una gran ventaja.

 

          Harinas, azúcares y legumbres ayudan a la proliferación de bacterias coliformes; las bacterias anaeróbicas son estimuladas por el yogur y después por los quesos. Hay maneras, por tanto, de incrementar el equilibrio. Los lactobacilos acidófilos, cuando se encuentran en un nivel adecuado de acidez, pasan a predominar en el intestino. Ya las enterobacterias, adversarias de los lactobacilos y, cuando adquieren cierto volúmen, enemigas del hombre, necesitan de un medio alcalino para desarrollarse. Ahí entra en escena nuestro personaje.

 

          Popularmente, yogur es leche ácida. No vayamos a torcer la nariz. La fermentación de la leche, además de dar un sabor ácido, que es la marca registrada del yogur, mejora sus cualidades como alimento y se torna medicinal.

 

          Pero se trata de una acidez especial. Bajo la acción de las bacterias Streptocaccus thermophilus y Thermo-bacterium bulgaricus, a determinada temperatura, ciertos constituyentes de la leche se alteran. La lactosa (azúcar de la leche) se vuelve ácido láctico, que a su vez actúa sobre la caseína de calcio (otro componente de la leche fresca). Esta, al deshacerse, libera una proteína llamada caseína, que se precipita en forma gelatinosa. La caseína, precipitada en forma de finas partículas, se hace más digerible. La fermentación previa también afecta a las grasas de la leche, aumentando su absorción por el organismo. Finalmente, el ácido láctico presente en el yogur, produce efectos favorables en el metabolismo de las grasas y el colesterol.

 

          En síntesis, la acidificación de la leche bajo la acción de las bacterias mencionadas constituye la anticipación de una etapa digestiva que la hace más tolerable y nutritiva que la leche natural.

 

          Además, el yogur aumenta la acidez del tracto digestivo, ayudando a la proliferación de los lactobacilos y dificultando la vida de las coliformes. Pero no es sólo esto: además, tienen lactobacilos vivos, que después de ingeridos se van a multiplicar en el organismo.

 

          Los lactobacilos contienen ventajas comprobadas para la salud:

 

          Producen sus propias vitaminas, que son asimiladas por el organismo.

          Facilitan la absorción del calcio, fósforo y magnesio.

          Ayudan a normalizar los niveles de colesterol sanguíneo, debido a la mayor absorción del calcio por el organismo.

          Producen enzimas digestivas aprovechadas por el cuerpo.

          Contribuyen a regularizar la eliminación intestinal.

 

          Las enterobacterias (coliformes), que se nutren principalmente de proteínas, cuando son excesivas, roban nutrientes importantes al organismo. Si son mantenidas en un número prudencial ayudan al intestino en la digestión de azúcares, pero si se multiplican, acaban generando sustancias tóxicas, como sulfito de hidrógeno, dióxido de carbono, gas metano, fenol y varias más, entre ellas la etionina, que en experiencias de laboratorio demostró provocar cáncer en animales.

 

          Si queremos ayudar a las buenas bacterias que habitan en el tracto digestivo, la acción depredadora de los malos inquilinos puede ser reducida casi a cero. Al final, todo lo que se necesita es saborear un vaso de yogur diario.

 

          Al natural, endulzado con miel, mezclado con fruta, no faltan opciones ni razones para consumirlo. Podemos experimentarlo como sustituto de la crema de leche, en ensaladas en lugar de mahonesas; el sabor será diferente, pero el concentrado de grasas y calorías disminuirá saludablemente. En fin, se puede inventar a voluntad; lo importante es evitar que las malas bacterias ataquen nuestro intestino. Para ganar esa guerra, el yogur es una opción inmejorable.                     

 

 

 

 

 

                                                                                                   Salvador Navarro Zamorano

                                                                       Especialista en Homeopatía.

 

 

 

 

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