MEDICINA NATURAL

Salvador Navarro Zamorano

La Buena Vida

 

 

 

 

 

                                                 LA BUENA VIDA

¿El exceso de comida y bienestar está tornando enfermos a los ciudadanos del Primer Mundo? Aunque sin sentido con relación al resto de la población del planeta – que son en su mayoría pobre y desnutrida – la pregunta tiene plena cabida si es aplicada a la gorda masa de los habitantes de los países ricos. Gorda es la palabra justa, ya que estamos hablando de sociedades anormalmente obesas y no solamente en términos de gordura corporal.

Las estadísticas más recientes muestran, por ejemplo, que más de un tercio de la población de Norteamérica está por encima del peso normal. Buena parte de esas personas se encuadran en la categoría peligrosa de obesos patológicos. El problema es serio y ha superado en orden de importancia al tabaquismo.

Al otro lado del Atlántico, en los países de la Comunidad Económica Europea, los problemas causados por el exceso de riqueza son otros, pero no menos graves. Como el europeo moderno intenta guardar la línea, come menos para no engordar, aunque sus niveles de obesidad se acercan peligrosamente a los americanos.

Proliferan en Europa las clínicas para problemas psicológicos y de conducta para obesos, así como centros de desintoxicación para alcohólicos y drogadictos.

Entonces, la buena vida, la abundancia y el bienestar excesivo ¿pueden llevarnos a la enfermedad y la muerte?

La respuesta es sí. Cuando se es consciente de eso lo primero es prever el futuro, lo que nos reserva el porvenir. Por ejemplo el escritor francés Rabelais (1494-1553). En pleno final de la Edad Media, época marcada por la miseria y la subnutrición del pueblo, fue celebre un libro que escribió con un largo título, Horribles y espantosos hechos y proezas del muy célebre Pantagruel. El personaje, Pantagruel, anuncia una mentalidad caracterizada por el desenfreno que surgió y desarrolló hasta transformarse hoy día en una auténtica religión. Pantagruel cree que bienestar es sinónimo de estómago lleno: para sentirse bien, come hasta que el estómago parece que le estalla. Hoy, de modo análogo, nuestra sociedad de productividad y consumismo, o cree que bienestar es literalmente sinónimo de mucha comida en el estómago o está convencida de que la felicidad se alcanza por la acumulación de dinero en el Banco o en coleccionar bienes materiales. Deriva directamente de esa mentalidad torcida la locura contemporánea que se traduce en operaciones financieras y la producción a escala industrial de un sin número de quincalla que no sirve absolutamente para nada, a no ser para tirar fuera el dinero.

¿Cuál será el precio que tendremos que pagar, no solamente los abastecidos del Primer Mundo, sino la Humanidad como un todo y la propia Tierra, para ese banquete desmesurado que, en verdad, privilegia a una minoría de los pobladores del planeta en detrimento de la mayoría, que todavía permanece en ayuno de comida y bienestar?

Un alto precio, muy alto. La moderna ecología grita con fuerza los riesgos que corremos por estar depredando y ensuciando la casa donde vivimos. Destruir la salud de la Tierra, en la práctica significa destruir nuestra propia salud y comprometer nuestras posibilidades de sobrevivir.

Hay un libro “Historia de la abundancia” donde se hace un comentario sobre el particular. Se escribe que la moneda que usamos para pagar nuestra condición de vivir en la abundancia y desperdicio es la energía. “La nuestra es una especie de hambre energética”. En su debilidad y fragilidad, desde sus orígenes, el Homo sapiens, fue obligado a pedir prestada al planeta la energía que le faltaba. El primer descubrimiento fue el de la utilización del fuego (al principio quemando la leña de los bosques, donde vivía, para calentarse, cocinar, mantener alejadas a las fieras, prolongar la luz del día, construir los primeros hornos para la cerámica y la metalurgia). Hasta ahí, el peligro era apenas relativo. Se trataba de un recurso renovable por definición, si era usado con prudencia: los árboles, como todo aquello que vive, se reproducen, vuelven a crecer, desde que mantengamos las condiciones adecuadas y no transformemos el medio natural en un desierto.

Las otras energías renovables, a las cuales hasta ayer el hombre recurría, eran el viento (que hacía mover las palas de los molinos eólicos) y el movimiento de las aguas de los ríos y riachuelos. El resto quedaba a cuenta de la fuerza muscular humana o de animales domesticados, como el caballo, el buey y el elefante. Nuestra fuerza muscular, aunque físicamente modesta, poseía importancia de primer orden, por el simple hecho de ser guiada por un principio que ninguna fuerza de la naturaleza, por más poderosa que sea, puede poseer: la inteligencia y ductilidad consciente.

Comentando la cuestión de la fuerza muscular humana se dice que, el hombre, en su voracidad, en las primeras fases de su historia, inventó el modo de controlar, para ventajas de una minoría, ese precioso recurso. Primero, con la esclavitud, obligando a una masa de seres humanos a constituir el motor de su bienestar; después, con la subdivisión de la sociedad en castas o grupos sociales, algunos de los cuales eran destinados a funcionar como combustible del bienestar de las élites dominantes; y, finalmente, con la invención del dinero, “comprando” energía de quien no lo posee. Un sistema que, aunque seguramente injusto, permitía a nuestra especie permanecer en relativo equilibrio con el medio ambiente.

Ese sistema perduró inalterado durante miles de años hasta hace poco tiempo. El hecho último que vino a transformar ese cuadro fue la invención de los motores térmicos, accionado por combustibles fósiles. Con el descubrimiento de la posibilidad de utilizar el calor para accionar una turbina a vapor, entró en escena la energía mecánica.

Esa invención provocó una verdadera crisis en la historia humana. Comienza con la era de la tecnología y alcanza su punto de afirmación hace medio siglo, con la Segunda Guerra Mundial. Con la explosión de la bomba atómica, cayeron los límites naturales. Desde ese momento nuestra civilización perdió la consciencia de límites, llevando al paroxismo la voluntad de poder y del dominio de las potencias que tienen tal tecnología en sus manos. Como el desarrollo de la tecnología pasó a determinar el desarrollo de la economía, el impulso tecnológico produjo instrumentos potentes y suficientes para modificar el ecosistema en un sentido perjudicial al hombre. De ese modo, nos apartamos de la Naturaleza, dejamos de ver sus límites, pasamos a descuidar el medio ambiente que nos hizo tal como somos y del cual, en último análisis, depende nuestra sobrevivencia.

El instrumento para transformar al ávido consumidor, con poca o ninguna consciencia de lo que está haciendo, es el combustible fósil: carbón, petróleo y gas natural. Todos ellos son recursos finitos por definición y su consumo en grandes cantidades altera profundamente el ambiente terrestre, no sólo con la emisión nociva de gases contaminantes a la atmósfera y otros que producen el efecto invernadero, sino también con una producción insensata de escorias inútiles que poluciona el medio ambiente y disipan la preciosa y limitada energía usada para producir nuestros objetos desechables de consumo.

Eso sumado a la frenética necesidad de “abrir nuevos mercados”, tecla sobre la cual golpea obsesivamente todas las políticas económicas de los diferentes países, aumenta desmesuradamente la exigencia de que el dinero (el capital) tiene que crecer y aumentar a cualquier precio. A los ojos de la mayoría de los economistas contemporáneos, el bienestar de los ciudadanos de un país se mide por el aumento del Producto Interior Bruto. El consumidor (cada uno de nosotros), es el canal humano viviente, análogo a un contenedor de recursos (cada vez más vacío) y a un contenedor de basura (cada vez más lleno).

Ese, tal vez, sea el verdadero punto a ser considerado: en la era de la abundancia tecnológica, ciencia, economía y ética parecen hablar lenguas diversas y no tienen valor para comunicarse entre sí. La separación de esas áreas produjo una aberración: El bienestar se tornó sinónimo de aumento del consumo (para las estadísticas de los economistas), el consumo se volvió sinónimo de bienestar y, por tanto, el consumo se transformó en ética.

¿Una solución? Si los economistas y aquellos que tienen poder de decisión (Gobiernos, empresas multinacionales, etc.) prestasen más atención a las alarmas que la ciencia está emitiendo en los últimos años, eso llevaría a una mayor prudencia con relación a ciertas elecciones “estratégicas”, porque tal prudencia tiene todo que ver con la defensa de los propios intereses a medio y largo plazo de esas Corporaciones. Tal cautela sería esencial para evitar que este proceso aberrante, llevado a sus últimas consecuencias, desencadene un desequilibrio total. Es necesario llegar a una política general de equilibrio en que el gasto de energía sea mínimo y en el cual la entropía (o sea, el desorden del sistema) aumente dentro de los límites controlables. Quiero decir, un estado de alta eficiencia, del cual la mayor muestra es la propia naturaleza. Y aunque eso pueda parecernos extraño, permitirá que continuemos gozando de las comodidades a las cuales estamos habituados, con la condición de renunciar a la insensata embriaguez del consumismo y del desperdicio.

En verdad, y de eso debemos tener consciencia bien clara, consumimos, desperdiciamos, producimos basuras, no para vivir mejor, sino para servir a los intereses de fuerzas económicas que no tienen en cuenta la condición humana. Educados y condicionados para actuar así, no ponemos manos en aquello que la propia naturaleza nos ofrece en términos de bienes y propuestas, como por ejemplo: el Sol. Esa estrella alrededor de la cual giramos, derrama cada día sobre la corteza terrestre mucha más energía de aquella que podemos producir consumiendo recursos no renovables, como la de los depósitos subterráneos de petróleo. Con la ventaja de no cobrar nada por el regalo que nos hace.

                                                           Salvador Navarro Z.

 

 

 

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