MEDICINA NATURAL

Salvador Navarro Zamorano

ENERGÍA ATÓMICA

 

                         

 

                                            LA ENERGIA NUCLEAR Y LOS RIESGOS PARA LA SALUD

          Cuando las centrales atómicas son protestadas en el mundo entero, es bueno saber las dramáticas consecuencias que un accidente nuclear provocaría en el hombre.

          Aunque el más grave de la historia de las centrales nucleares fue el accidente de Chernobyl, ese no fue el primero. Decenas de otros, algunos con víctimas, han ocurrido durante todo este tiempo. La razón es una sóla: a pesar de estar dotadas de sistemas cada vez más sofisticados, las centrales nucleares no tienen seguridad absoluta.

          Por tanto, ninguna de las 400 o más centrales nucleares en funcionamiento, está libre de accidentes. Cualquier problema en el sistema de refrigeración, puede provocar una explosión térmica en el interior del reactor, provocando fracturas en la capa protectora que lo aísla del medio ambiente.

          En tal caso, además de provocar una intensa radiación, lanzaría a la atmósfera millones de partículas de substancias altamente radiactivas. Los estragos serían dramáticos en un radio de unos 350 a 400 kilómetros.

          El mayor impacto recaería sobre los trabajadores que estuviesen en el reactor en ese momento. Pero, en cuestión de horas, la nube radioactiva llevada por el viento alcanzaría ciudades próximas y como el aire sopla desde el mar hacia la tierra, no es ninguna hipótesis de que las ciudades del interior sean contaminadas en un plazo variable de 3 días a cuatro semanas, dependiendo de las condiciones metereológicas.

          Pero, ¿qué es la radiación, fenómeno que atemoriza a todo el mundo, pero que nadie ve?

          Donde quiera que estemos ahora, sufrimos la influencia de las radiaciones. Si dudamos, no hay más que colocar cerca de nosotros un contador Geiger, aparato que mide la radiación ambiental; inmediatamente sus agujas comenzarán a moverse.

          Hay más. Al someternos a un control del cuerpo, descubrimos que tales radiaciones existen en nuestro interior, aunque en cantidades mínimas, pero tenemos innumerables substancias radioactivas naturales.

          Toda vida en la Tierra está expuesta a radiaciones naturales. Proviene de los rayos cósmicos, de los alimentos, del agua y materiales de construcción, entre otras fuentes naturales.

          Esto ocurre porque en la naturaleza hay elementos que, por ser inestables, emiten radiaciones. Todo cuanto existe en la Tierra, incluso cada célula de nuestro cuerpo, está constituido por átomos, la menor de la estructuras que existe en la materia. Cada átomo funciona como si fuese un sistema planetario: en su núcleo, que equivaldría al Sol, existen partículas llamadas protones y neutrones, orbitando en el exterior. Hay elementos en la naturaleza cuyos átomos tienen núcleos muy pesados debido al gran número de partículas en su interior. Consecuencia: son inestables y emiten energía bajo forma de radiación. Es la llamada energía nuclear.

          Diversos elementos naturales poseen núcleos de átomos pesados y, por tanto, radioactivos. Por ejemplo: uranio, torio, potasio 40 (el único radioactivo). Ellos tienen un punto en común: emiten tres tipos principales de radiaciones que se diferencian básicamente en cuanto al poder de penetración. Son las llamadas radiaciones ionizantes, pues tienen la capacidad de interacción entre las células del organismo.

          Las partículas Alfa, que penetran levemente en la piel. Las Beta que pueden llegar hasta dos centímetros dentro del organismo y las partículas Gamma que atraviesan el cuerpo humano. En tal caso, pueden destruir las células de dos formas: directamente, alcanzando el núcleo, donde tenemos el DNA, estructura responsable de la multiplicación celular o de un modo indirecto, alterando el citoplasma, parte periférica de la célula. Afortunadamente, estas radiaciones ionizantes existen en pequeñas dosis en la naturaleza.

          En contraste, en el interior de una central nuclear, circula radiaciones millares de veces superiores. Lo que se pretende, a partir de la “quema” de uranio, es la liberación de gran cantidad de energía para la producción de electricidad. En la “quema” de combustible no se libera solamente energía; se producen, además, substancias artificiales de alta radiación.

          Por tanto, en un eventual accidente con caracteres de gravedad, no sólo la radiación contenida en el reactor sería emitida al medio ambiente, sino millones de partículas radioactivas. En consecuencia, la población estaría sujeta a dos riesgos: exposición a la radiación exterior e inhalación de substancias radioactivas.

          Quien estuviese en las inmediaciones del reactor seguramente se expondría a la radiación externa. Motivo: en el momento del accidente hay una intensa liberación, en especial de rayos gamma, que tienen el poder de atravesar el cuerpo como si éste fuera hueco. Los efectos de la exposición depende básicamente de la dosis recibida. Aquí, atención: cantidades iguales de radiación afectan de manera desigual a diferentes células del organismo. Las más sensibles son las células inmaduras, “jóvenes” y las que se reproducen con mayor intensidad.

          Una cosa es cierta: cuanto mayor la dosis, peor el perjuicio a la salud. Quien recibe dosis por encima de 10.000 rem moriría pocas horas después, debido a lesiones en el sistema nervioso central. Bastante resistente, las células nerviosas necesitan de altísimas dosis para ser afectadas; entonces, el cuadro es irreversible, pues son ellas las que gobiernan las funciones vitales, tal como la respiración y los latidos cardíacos.

          Tampoco sobrevivirían los que recibiesen entre 1.000 y 10.000 rem. Sólo que la causa principal de la muerte sería lesión en el sistema gastrointestinal, especialmente el intestino delgado. Más sensibles, sus células se destruyen con facilidad lo que posibilita la proliferación de bacterias locales, causando diarreas incontrolables, acompañadas de vómitos y náuseas. Sin capacidad de retener agua, el organismo tiende a deshidratarse y entra en desequilibrio electrolítico. La muerte ocurriría probablemente entre una o dos semanas, pues no hay un tratamiento eficaz.

          Entre 200 y 1.000 rem la muerte ocurriría a consecuencia de la destrucción de células más sensibles a la radiación (las de la médula ósea) donde se producen los glóbulos blancos, rojos y plaquetas. La mortalidad es proporcional al grado de exposición.

          Los alimentos que absoben radiaciones son otro problema. En un accidente nuclear, muchas partículas radioactivas, en forma de nubes, son lanzadas al aire y llevadas a larga distancia por los vientos. Arrastradas por la lluvia se depositan en el agua, en la tierra y en plantaciones, contaminándolas. Poco nocivas como fuente externa, gracias a su dispersión, representa mientras tanto un peligro cuando se instalan en el interior del organismo.

          Los elementos radioactivos resultantes de la “quema” de uranio podrían penetrar en el cuerpo por la respiración o a través de la ingestión de alimentos contaminados. Una vez ingeridos serían una fuente interna de radiación.

          Probablemente, a través de esos elementos radioactivos las poblaciones serían afectadas. De ellos, el más peligroso desde el punto de vista biológico es el estroncio 90, además del yodo 121 y el cesio 137. Los tres son metabolizados de acuerdo con las propiedades químicas de los elementos con los cuales se parecen.

          El yodo 131, por ejemplo, se metabolizaría por la glándula tiroide, pues ella no sabe diferenciarlo del yodo presente en la sal de cocina. El cesio 137, se parece químicamente al potasio, localizándose en los músculos y distribuyéndose por todo el cuerpo. El estroncio 90, semejante al calcio, se deposita en los huesos. Ninguno de esos elementos desaparece del organismo en horas o días. Llevan un determinado tiempo reducir su nivel de radioactividad hasta la mitad. De los tres, el yodo es el que tiene la vida más corta. Durante ese período estaría emitiendo radiaciones causando la necrosis de la glándula, dependiendo de la dosis. De ahí que, cuando el accidente nuclerar de Chernobyl, se aconsejara tomar pastillas de yodo no-radioactivo.

          El medicamento satura la tiroide y evita la fijación del yodo radioactivo, que se elimina por la orina. La medida profiláctica, sólo funciona si se adopta antes de doce horas después de la contaminación.

          El mismo cuidado no tendría efectividad en relación con el cesio 137 y el estroncio 90; ambos quedarían irradiando dentro del organismo mientras la persona estuviese viva, pues tienen una media de actividad de 23 a 29 años, respectivamente. Dependiendo del nivel de contaminación, se provocarían serios daños, pues no hay cómo descontaminar el organismo de estos elementos. Así, después de algún tiempo, el cesio causaría nódulos en los músculos, distrofia y pérdida de movimientos.

          Ya el estroncio “amigo” de los huesos, provocaría deformaciones en su estructura, favoreciendo la leucemia. Este tipo de cáncer es posible debido a la exposición de la médula ósea  a la radiación que atacaría los huesos.

          En el ganado, la tendencia del estroncio es ir a la leche, rica en calcio, contaminándola; por eso, después del accidente nuclear, la leche fresca quedó prohibida para su consumo.

          Pero, ¿con efectos tan negativos, la radiación natural no hace daño?

          Al tratarse de dosis mínimas, no perjudican la salud a corto plazo; pero algunas personas, con el tiempo, sufren molestias. Se estima que el dos por ciento de los cánceres son debidos a ella. Posiblemente, causa también malformaciones genéticas, cuya estadística no es aún conocida.

                                                                               Salvador Navarro Zamorano

                                                                               Especialista en Homeopatía.

 

 

 

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