Artículos Periodísticos

Salvador Navarro Zamorano

 

 

                LA MUERTE EN OCCIDENTE

En la tradición cristiana recordamos la importancia de los tres días, los tres pasos-tiempo necesarios para que el alma se distancie del cuerpo que ella animó. Aquellos que rodean el cuerpo tienen la responsabilidad de este particular asunto, tanto la retención del alma, como darle las gracias por todo el tiempo vivido con ella y, con mucho amor, invitarla para que vaya hacia su propia luz. ¡Vete hacia tu luz! ¡Vete para Sí mismo! ¡Vete hacia Dios que te dio la vida! Eso requiere, de parte de aquellos que quedan en este mundo relativo, una gran confianza y un gran amor por aquél que acaba de dejarlo. Y si es capaz de merecer esta confianza y este amor, se sentirá cargado en dirección a la Luz.

La muerte de un ser que nos fue muy querido no fue vivida en la tristeza. Había una alegría extraña, una paz desconocida y nuestros amigos parecían sorprendidos. Decían: “¿Ustedes no lloran?” Y les respondíamos: “Lloraremos más tarde”. Pero, en ese instante, es como si fuésemos llevados por la luz de esa persona. Se puede ver la luz como deja el cuerpo y arrastrarnos a otra consciencia. Son momentos hermosos y muchas personas no creyentes han vivenciado algo semejante. Después viene la tristeza, el dolor de la separación, de la ausencia. Pero esta tristeza es nuestra tristeza, mientras que nuestro amor por esa persona la invita a ir en la dirección de su propia resurrección.

De esa manera, el cristianismo en el acompañamiento de los muertos está orientado por la luz de la resurrección y, como hemos dicho, no es el momento de hacer cuentas o de juzgar culpas. El momento es de perdón, de no cerrarlo en las consecuencias negativas de sus actos. “Tú me has abandonado cuando era una criatura, me hiciste sufrir mucho, me engañaste, pero tú eres más grande que eso. Tú, también eres una Luz. Te conocí en la materia y tus hechos me hicieron mal, tus ojos me hirieron, pero tu mirada va más allá de eso”. Es el momento del perdón. Y si alguien fue muy dulce para conmigo, decir: “Fui muy feliz en tus brazos. Cada una de tus sonrisas movía el cielo y, de ahora en adelante, ¿dónde encontraré una ventana luminosa? ¡Pero vete, vete! Tú eres como un pájaro, fuiste hecho para los grandes espacios, no te puedo mantener prisionero, preso a la jaula de mi corazón” . . .  Está claro que en esos últimos instantes no tenemos todas estas palabras, pero nuestras emociones íntimas puede acompañar al agonizante en dirección a su resurrección.

Pero es necesario observar algo: sobre el rostro del moribundo está estampada la agonía, palabra que en griego quiere decir “combate”.  En los libros sobre la muerte se habla de este combate con el pasado, con ls memorias, con todo este inconsciente personal, familiar y colectivo que hemos de atravesar. Del mismo modo ahí está el inconsciente cósmico, el mundo de los ángeles y demonios que corresponden a las divinidades benevolentes y airadas, la luz y la sombra, todo lo que habita a cada hombre en su profundidad. El combate se da a nivel de los arquetipos y e sitúa en ese momento llamado purgatorio. No sé si purgatorio es la palabra justa pero ella indica un acto de purificación, de transformación. La doctrina de la reencarnación se refiere a la purificación vida tras vida, mientras que aquí la purificación ser sitúa en el mundo intermedio.

Por tanto, es importante que el acompañante comprenda lo que pasa, a fin de encaminar a la persona en dirección a su luz, ayudándola a atravesar esas imágenes, esas memorias, esas fuerzas que lo traspasan en esos instantes.

Entraremos en detalles meditando sobre un libro titulado Libro cristiano de los muertos, un texto del siglo XIV, que retoma textos más antiguos y describe el momento de la muerte, como una secuencia de una prueba. La prueba tiene una función importante, la de despertar en nosotros la consciencia. Los antiguos dicen que sin probación es imposible el crecimiento. La oración del Padrenuestro no pide que nos liberemos de las pruebas y de las tentaciones, sino que ruega para no sucumbir a las mismas, lo que es un dato importante.

Así que es ineludible pedir fuerza, inteligencia, el amor, con el fin de hacer de las pruebas una oportunidad de consciencia, de revelación de nuestro ser como sujeto.

Con este propósito recordemos el pasaje del Evangelio, del ciego de nacimiento. Los discípulos preguntaron a Jesús: “¿Quién pecó? ¿Quién es la causa de su sufrimiento, de su infelicidad?” Tras de estas dos preguntas se puede escuchar: ¿Quién es el culpable? Procuramos muchas veces una causa para nuestro sufrimiento y buscamos, sobre todo, un culpable, alguien a quién acusar. ¿El culpable es él mismo o sus padres? Con eso ellos ponen en cuestión lo que hemos escrito anteriormente. Si nació ciego, tal vez, en una vida anterior, su mirada haya causado mal y esta enfermedad es la consecuencia de sus hechos pasados, de su vida anterior. Por otro lado, nació ciego por una imperfección en su código genético y, en tal caso, son sus padres los culpables, ya que le transmitieron tal defecto. Estas son diferentes formas de explicar el sufrimiento absurdo, el sufrimiento del inocente, la injusticia.

¿Por qué le ha sucedido tal problema? ¿Es su culpa? ¿Culpa de sus padres? Jesús responde: “Ni de él ni de sus padres”. Es importante que haya respondido de esa manera. Si fuese “su culpa”, ella vendría de una vida anterior o de cualquier otra vida pasada. La causa de su enfermedad tendría que ser hallada cada vez más lejos. Honestamente, yendo hasta el final de esta reflexión, sería necesario ir hasta la causa primera y tal vez esta búsqueda no tuviese fin. Si Jesús hubiera dicho que la culpa era de sus padres, sería posible preguntar ¿por qué? Porque si los padres transmitieran esta malformación tal vez sean culpables los abuelos o los bisabuelos o los tatarabuelos. Nuevamente habría que ir hacia la causa original.

Jesús nos parece decir: “No pierdan el tiempo” Es importante conocer la causa de la enfermedad, dar un diagnóstico, pero no pasar con eso toda la vida. ¿Por qué estar toda la vida investigando el origen de las malformaciones que puedan venir de vidas anteriores, en el código genético? Paremos de intentar encontrar la causa y, sobre todo, de encontrar al culpable. En este momento puedes estar enfermo o ciego o tener un cáncer. En este momento estás vivenciado un luto, una pérdida, una separación. La cuestión es qué es lo que quieres hacer con esta prueba.

Y Jesús continúa diciendo que esta enfermedad existe para que sea manifestada la gloria de Dios. Es extraño y a veces insoportable, escuchar estas palabras. ¿Qué es la gloria de Dios? En hebreo, gloria quiere decir el peso, el valor de la presencia, el peso de la consciencia. La enfermedad, la prueba, llegarán para manifestar en el individuo el peso de la consciencia, el peso del sujeto. La persona no es objeto de sus síntomas, sino el sujeto de las mismas. ¿Qué hará él de esta enfermedad? ¿Qué hará de este divorcio? ¿De este luto? He aquí la cuestión. Es lo que ocurre en este momento, si hablamos el lenguaje del cristianismo, porque es una oportunidad de crecimiento en consciencia, la oportunidad de transformarse en sujeto, de ser libre, un Hijo de Dios.

En la vida de cada uno existe la prueba y el objetivo de ella es el crecimiento, adquirir el peso del sujeto, de la consciencia interior. En el momento de la muerte cada uno es pesado, evaluado. Las pruebas es como una síntesis de todo lo que cada una vivió en la familia, en la sociedad y una oportunidad de manifestar la presencia de la consciencia. La consciencia de aquél que muere es mayor que su cuerpo sin vida.

La primera prueba es la duda, el llamado demonio de la duda. Esta negatividad expresa una especie de escarnio, una risa diabólica que escarnece todo lo que hay de mejor en el individuo, que se ríe de la vida, que desprecia el amor y los llena de una gran duda. No es la duda del escéptico, tampoco es la duda inteligente, sino que es una duda totalmente destructiva. De repente, él siente que su vida de nada ha servido, que fueron mentiras lo que le han contado en la escuela y en la iglesia. Siente que Dios no existe, sino que la muerte es lo único real. Esta prueba es muy fuerte y el acompañante siente, en el rostro y el cuerpo del agonizante, ese moviendo de rechazo, de cierre a cualquier esperanza. En este momento no se ha de hablar de Dios o de espiritualidad porque se cerraría cada vez más a las palabras. Ante el demonio de la duda es necesario llamar al ángel de la fe. El arcángel es la adhesión del corazón al desconocido que lo envuelve, es la adhesión y la confianza para con algo que va más allá de su comprensión. Si eso no es comprensible, al menos está lleno de sentido. El papel del amigo y consejero no es dar explicaciones, sino ayudar a la persona para que descubra el sentido, descubrir al arcángel del sentido que se invoca sobre él.

El nombre del demonio en hebreo es Shatan, que quiere decir obstáculo, aquél que se opone a la luz, que obstaculiza la belleza. Y este obstáculo llevará al agonizante a otro demonio, a otra prueba, llamada la prueba del desespero. El desespero incluye la depresión en el sentido psicológico del término. El moribundo no cree en nada más, no tiende dónde apoyarse, ninguna seguridad, ni consolación. En personas religiosas puede ocurrir el desespero espiritual, en el cual tiene la impresión de estar condenadas, que si vida fue inútil y que no será el amor quien vendrá a acogerlos.

Conocí el caso de un pastor evangélico. Después de momentos de terrible lucha dijo: “No creo más en el Cristo. Todo lo que he enseñado durante mi vida es falso. Fue una charlatanería. Todo lo que dije y enseñé fueron mentiras, porque Cristo no existe”. Su desesperación era terrible y le respondieron: “Alégrate, porque lo que estás perdiendo en este momento, no es al Cristo sino un ídolo, una imagen de él. Es verdad que todo eso que enseñaste fueron sólo palabras e imágenes, pues la realidad del Cristo es mucho mayor que todo eso. No te espantes de ver, en el momento de morir, como todo eso se desmorona porque lo que se reduce a polvo son tus ídolos, tus ilusiones, tus ideas. La realidad no puede ser destruida. Tus imágenes de la vida, tus representaciones de la vida se derrumbarán, pero la vida sigue”.

Me dijeron del combate de este hombre entre el demonio del desespero, que lo llevaba al suicidio y el ángel de la esperanza. Sentía, casi físicamente que, en determinado momento, era el arcángel de la esperanza que se lo llevaba. Y aceptó perder todas sus representaciones, aceptó el vacío de todas las imágenes y, en su actitud, sentí que él volvía a encontrar la esencia de aquello que siempre había creído. Perdía sus creencias para descubrir la fe. Perdía sus esperanzas, todas sus expectativas, el pensamiento de que en el momento de su muerte el Cristo se le manifestaría, que tendría visiones, consolaciones, que sus padres vendrían a recibirlo, tal como había leído en los libros o como le fuera enseñado. Todo el escenario construido, toda la película magnífica y, de repente, el telón rasgado.

Y, entonces, lo que le apareció era mucho más bello, mucho mayor que todo el escenario, que todo el teatro. Fue necesario hacer la travesía del dolor, de la pérdida de sus ídolos y sus ilusiones. Él no tenía nada que perder, solamente sus ilusiones. Lo real, la verdadera vida, no le podría ser arrebatada por ninguna persona, por nadie.

Estas pruebas que llamamos demonios, que nombramos como Satán y obstáculos, son también instrumentos de Dios para comprobar la fe y la esperanza que está en nosotros. Son pruebas que verifican si realmente estamos apegados a la realidad o si estamos identificados a las imágenes y las ilusiones.

Hay una tercera prueba que vivimos en el momento de la muerte y que los antiguos llamaron avaricia. La palabra es extraña en este contexto porque significa la apropiación del tener. No se debe oponer ser y tener, pero se debe oponer ser avaro, porque el tener en sí mismo es una buena cosa y puede transformarse en ser si somos capaces de compartirlo, de entregarlo. Tener dinero no es una cosa mala, todo depende de lo que hagamos con él. Si lo guardamos para nuestro uso puede tornarse un peso, una energía que nos puede quemar. Si sabemos hacerlo circular y fructificar, esa energía nos iluminará.

Entonces, la oposición no está entre ser y tener sino entre el ser y el avaro. La avaricia es realmente un obstáculo, un demonio, pues nos impide el gozo de la generosidad. La vida es generosa, la vida es donación y nosotros sólo perdemos lo que no damos. Nadie nos puede quitar lo que damos y es por eso que yo amo mucho más esta palabra del Cristo: “Mi vida no me es quitada, sino que soy yo quien la doy”.

Nunca se debe lamentar haber amado. Aunque se haya amado una sola vez, a un hombre, una mujer, un niño, un perro, un gato o una planta, todo lo que se amó nadie nos lo puede robar, ni aún la muerte. En el momento de morir hay una manera de agarrarse, no solamente a las sábanas o a las manos de las personas que nos acompañan, sino al dinero, a las riquezas que hasta ahora se poseen, a las casas, a las ideas, a los conceptos.

Dicen que un financiero estaba enfermo en fase terminal de un cáncer y todos los días pedía le leyeran las cotizaciones de la Bolsa. Un día, un amigo que le acompañaba, le dijo: “¿Podemos hablar de otro asunto? ¿Podemos hablar de otro asunto que no sea la lectura de la Bolsa? Y respondió que lo único que le interesaba era estar al tanto de las fluctuaciones de la Bolsa. Tenía sobre la cama una calculadora y estaba siempre en conexión con su agente financiero y sus Bancos para estar al día de los saldos de sus cuentas corrientes. Y el amigo, cerrando el periódico que leía, le dijo: “Nunca he visto a ninguna cuenta bancaria ni una caja fuerte, llorar por alguien en un entierro”. Ambos parecían descontentos. Era absurdo ver a una persona prepararse para morir leyendo cotizaciones de Bolsa. Al día siguiente el amigo volvió a visitarlo. Abrió la puerta de la habitación con mucho cuidado y vio a su amigo en la cama sonriendo. Al verlo, el enfermo hizo un sonido con los labios, como el ruido de una botella de vino al descorcharse y mandó a pedir una botella de champán. Invitó a todo el personal del hospital. Aunque apenas pudo probar unas gotas, parecía sentirse muy feliz y así murió porque había encontrado la generosidad en su corazón. Había encontrado al arcángel de la generosidad que lo liberó del demonio de la avaricia, de agarrarse hasta el último minuto de aquello que la muerte le iba a arrancar. La muerte no puede llevar de nosotros la capacidad de dar, la generosidad.

Seguidamente viene una cuarta prueba y, de la misma manera, el acompañante no debe juzgar al agonizante, sino ayudar a liberarlo de las memorias que lo habitan. Estas memorias, generalmente depresivas o posesivas, pueden ser sustituidas por otras más felices. El compañero llamará a los espíritus de luz y de la paz. Esta cuarta prueba es difícil de vivir: la prueba de la impaciencia. Si el enfermo ya ha sufrido de alguna enfermedad grave sabe de lo que se trata. Él siente que puede sufrir en tanto no sea por mucho tiempo. Y, algunas veces, el tiempo de enfermedad es prolongado. No puede dormir de noche, la cama no es confortable, vive momentos de cólera, tiene la voluntad de desconectar los aparatos que le permiten seguir viviendo y en vez de acoger a los amigos visitantes con alegría, quiere mandarlos al diablo. Es importante permitir que esta impaciencia y cólera sean expresadas, que pueda decir estas impresiones, de que ese tiempo nunca parece terminar y que es necesario hacer algo para acortar el tiempo de sufrimientos.

Es en este momento que cabe al amigo acompañante llamar al ángel de la paciencia, una hermosa entidad del cual tenemos necesidad, no sólo en el momento de la muerte, sino en todos los momentos de nuestra vida. La paciencia nos permite no identificarnos con aquello que nos sucede, porque en nuestro íntimo tenemos la seguridad de que esta prueba no durará para siempre. No hay dolor eterno, eso también pasará.

El tiempo de la paciencia es muy especial. Es un tiempo intermedio que no se puede medir con un reloj. No es un tiempo de éxtasis sino un largo tiempo o un tiempo circular. Es necesario pasar del tiempo largo para el tiempo circular que es el espacio del instante. El ángel de la paciencia ayudará al enfermo a vivir el instante. Instante tras instante. Esa vivencia es muy interesante porque si el enfermo tiene dolor y su consciencia está en tiempo presente ante ese dolor, él se vuelve soportable y es posible hacer el camino. Mientras tanto, cuando se tiene dolor, colocamos nuestra mente en él, observando las consecuencias de ese dolor o en lo qué es que requiere de nosotros. Juntamos el dolor al dolor y eso puede ser insoportable.

Por tanto, es preciso despertar en nosotros o en la persona que estamos acompañando ese ángel de la paciencia, ese ángel del presente, que no se proyecta en el futuro. Como dice el Evangelio: “Cada día tiene su afán”. No es necesario añadir nada más. Coloco un pie delante del otro y es así que avanzaré.

La quinta tentación, que puede parecer jactanciosa es la vanidad. Todos nosotros conocemos personas que no quieren que sus fracasos sean conocidos por su prójimo. Así, rehúsan ver a sus hijos porque no quieren lo vean su estado y sí que guarden de él una bella imagen. Este demonio tiene una imagen muy particular y narcisista.

En cualquier gran ciudad del mundo podemos espantarnos por la manera con que muchos habitantes intentan esconder la muerte a cualquier precio. Un difunto puede estar velado, su aspecto de persona bien cuidada y bien maquillada. En un determinado momento algún amigo puede colocar un cigarrillo en la boca y hacer ademán de encenderlo. Sientan el lado mórbido del acto. La persona estaba siendo sincera, no quería enfrentar la muerte ni creer que su amigo había muerto.

En este momento, en que existe un verdadero obstáculo, es necesario llamar al ángel de la humildad. Humildad, humus, tierra. Él nos lleva a aceptar nuestros límites, ofrecer al prójimo el testimonio de una muerte que no es heroica, ni ideal, pero es muy humana. Creo que es un verdadero regalo que podemos hacer a nuestro prójimo. Como cuando éramos niños y nuestra madre podía mostrarnos sus imperfecciones, decir que estaba cansada, que la teníamos aburrida y que ella ya no nos quería más, aunque no por esas palabras dejase de amarnos mucho. Es importante mostrar al otro sus límites y enseñar, en el momento de la muerte, su lado vulnerable.

Pienso en un maestro, sobre el cual muchos de sus discípulos habían proyectado un ideal. Antes de su muerte se mostró completamente humano, con toda su cólera e impaciencia, liberándolos así de la imagen que teníamos de la muerte de un sabio, de una muerte sublime. Y mostró que hasta el fin, lo importante es la transformación. Que el maestro no es una persona, el maestro es el trabajo y un verdadero maestro nunca deja que se apeguen a él, sino que ilusiona a sus discípulos con el trabajo que tienen qué hacer. Él demostró que era necesario procurar el Yo en nuestro interior y no fuera. Mostró que nuestro maestro es nuestro trabajo y transformación.

Es por eso que Jesús dice: “No llames a nadie Maestro”. No te hagas dependiente de una persona. No procures reproducir una imagen sino cambiar en aquello que realmente somos. Que tu guía sea tu transformación. Y que en el momento de nuestra muerte podemos liberar a aquellos que nos aman de la imagen que tienen de nosotros mismos, diciéndoles: “No soy tan sabio como piensas, ni tan malo como tú crees. Te he engañado, pero también es verdad que siempre te amé”.

El momento de la muerte es el momento de la verdad. Es el momento en que se pueden tirar todas las máscaras, tanto las positivas como las negativas, para mostrar tu verdadera cara. Nadie quiere ver a su padre, tan inteligente, perdiendo la memoria. Nadie quiere ver a la mujer, antes tan hermosa, recordándonos que la belleza no es solamente del cuerpo y el rostro, por que en tal caso habríamos amado de ella sólo la apariencia y no su alma.

El momento de la muerte es el momento de la verdad y la verdad es la humildad. La humildad no es moral, es ser lo que se es, ni más ni menos. No jugar a ser héroe, ni al ser un gran sabio, ni tampoco a despreciar. La humildad no incluye el desprecio por sí mismo, es ser lo que se es. Ese estado es representado por un ángel, un estado de consciencia, que a veces nos viene a visitar en el momento de la muerte, cuando estamos rescatados, liberados de nuestro apego narcisista. Cuando estamos libres del apego a nuestras máscaras. Entonces podemos decir sí a nuestro verdadero rostro y descubrir que es la cara original y eterna.

Entramos en la última fase de la agonía que es el abandono. El sí a mis límites, el sí a mi humos o estiércol, el sí a mi tierra, el sí a mi muerte y es en este que puede tener lugar un nuevo nacimiento. Puedo decir a mi tierra, decir sí a mi madre. La madre de dónde naceré como un ser nuevo, un ser desconocido que se llamará “el resucitado” en mí.

Lo que me impresionó en este viejo libro, el Libro cristiano de los muertos es la sintonía con las observaciones de Elizabeth Kübler-Ross junto a los moribundos. La realidad es siempre la misma. Kübler-Ross nota, junto a las personas que vivieron un gran dolor, cierto número de fases que ya conocemos. Inicialmente, está la fase de negación: “Esto no es posible, eso no me puede estar pasando, este cáncer, esta enfermedad no me puede llevar a la muerte”. Y niego la enfermedad y la muerte.

La segunda etapa ocurre cuando el diagnóstico médico es determinante. Es la fase de la rebeldía. Me rebelo contra el estamento médico, contra el mundo que me rodea, contra el propio Dios. Y sentimos cólera e impaciencia.

Después viene una etapa que se llama la fase de cambalache. “Si no muero, si me curas, prometo hacer una peregrinación o romería a tal lugar, daré la mitad de mis bienes a los pobres”. Ya conocemos este tipo de trueque. Pero pasa el tiempo y la enfermedad no se, está siempre presente.

Cuando se agravan los síntomas, viene la fase de la depresión, que se puede llamar de desespero. En ese momento se pide desconectar los aparatos, se desiste de tomar medicamentos y se arrojan a la papelera, perdemos las esperanzas, no hay voluntad de vivir. Un médico contemporáneo observa en sus pacientes las mismas señales que un cristiano del siglo XV observara.

Elizabeth Kübler-Ross revela que después de haber atravesado estas diferentes etapas se llega a la fase del consentimiento. Como si la persona hubiese aceptado morir antes de estar muerta. Kübler-Ross decía: “Todo pasa como si la persona hubiese resucitado antes de morir. Su rostro irradia luz y tranquilidad que sorprenden y ella puede expirar en paz porque realmente aceptó su muerte y, sobre todo, por medio de esa muerte, la presencia de lo desconocido. Ese, a veces, toma la forma de la imagen de un miembro de su familia muerto anteriormente y que lo llama hacia una luz más pura.

Los antiguos y modernos con sus clínicas y hospitales tienen muchos puntos en común. Es interesante observar este hecho porque cualquiera sea la época en que vivamos, cualquiera sea la tradición en la que hayamos sido educados, somos realmente seres humanos, todos iguales ante la muerte. Realmente iguales y realmente libres. Cada uno puede hacer de su muerte un acto de despertar, de liberación, una senda hacia la resurrección. Por eso, acompañar enfermos en situación terminal nos puede ayudar a vivir bien estas etapas. Y podemos auxiliar a las personas a pasarlas, seamos terapeutas, médicos o seres humanos simplemente. Hombres que pueden ayudar a otros a descubrir lo que existe de esencial en la vida, aquello que no muere, la vida eterna en cada uno de nosotros.

Terminando, pienso en una historia contada por los maestros. “Había un hombre que se volvía muy pesado cada vez que pensaba en Dios. De tan pesado, su camello doblaba las piernas. Y cada vez que pensaba en la muerte se hacía más pesado y su camello no podía soportar el peso. Personalmente, no creo que pensar en Dios nos vuelva más voluminoso. Creo que pensar en Dios nos hace más ligeros y nuestro camello avanzaría con paso más alegre. Reflexionar en la muerte tampoco nos va a hacer más pesados. Al contrario, estaríamos más delgados, más leves. Entonces, el camino de nuestro camello será más fácil porque Dios es lo que hay de más ligero en nosotros. Él tiene el peso de la luz. Y en esta luz, deseo al lector los mejores años de su vida.

 

 

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