ALCORAC

SALVADOR NAVARRO  

 

 

                                             

Dirigida a la Escuela de:

                    Mallorca

                                                                                  

                                                                                   Circular nº Extra Invierno, año X

                                                                                   Bunyola, 1º de Diciembre de 2.004.

          EL SENTIDO DE LA VIDA.-

          La vida terrena del hombre no es una situación equilibrada. Somos como peces fuera del

agua; peregrinos en marcha hacia una tierra de promisión que intuímos, aunque ignoramos su realidad concreta.

          Desde lo más hondo de nuestro ser demandamos una razón de nuestro quéhacer, para no caer en el absurdo. Porque el hombre no puede conformarse con lo relativo, lo parcial. Aspira a lo Absoluto y eterno. Contemporiza, por necesidad impuesta; pero espera seguir su caminar hacia la cima, en cuanto aparte o venza los obstáculos.

          Este objeto del quéhacer humano parece ser la construcción de un estado integral, que llamaremos Paraíso, cuya estructura podemos conjeturar por comparación o analogía con esta vida; precisamente porque entre las cosas de aquí encontramos pistas que despiertan en nosotros esperanza de su existencia o posibilidad. El amor, el placer, la perfección, la verdad o conocimiento, crea en nosotros ese sentimiento, que se traduce en alegría o placer espiritual, ilusión, esperanza, optimismo. Por otro lado, la aspiración al dominio de la materia, espacio y tiempo (por medio del conocimiento), para escapar al sufrimiento físico y conseguir el Paraíso.

          Para la obtención de estos ingredientes del Paraíso busca los adecuados materiales y los ordena a su fin. Estos elementos o ladrillos del edificio son los valores. Hay valores para el amor, para el placer, la perfección, el dominio de la materia, etc.

          La libertad absoluta no existe. En último término liberados de todos los demás, estaremos condicionados por la necesidad de nuestro Bien, que es irrenunciable. Cuando hablamos de Libertad, en el fondo nos referimos a la posibilidad de acceso a los valores; vía libre por el camino elegido, sin que nadie ni nada lo bloquee. Solemos llamarlo nuestra realización.

          Pero, frecuentemente, confundimos lo particular y relativo con la totalidad del Paraíso. Nuestra ansia de Felicidad es tan absorbente, que nos induce a confundir el objeto de la misma.

          La vida es una promesa de Felicidad; un inmenso campo de flores, pero que oculta espinas. Verdaderos señuelos o trampas, bien aderezados con el cebo de la Felicidad. Un apetito normal y natural puede suponer una pasión incontrolable, por trastocar profundamente el sistema de valores; y caemos en el sufrimiento (pérdida del sistema).

          Lo cual no quiere decir que los instintos sean malos en sí. Al contrario, son necesarios para conservar la vida, y nos sirven de esperanza e ilusión para andarla con paciencia. Lo que ocurre es que deben ser ordenados a su fin, ocupando su lugar exacto en el sistema, y no confundirlos con la Totalidad. Esta fiebre del Bien que nos posee explica que el hombre, ser inteligente, caiga en las trampas que le tiende su naturaleza.

          El sufrimiento descrito no debe confundirse con el esfuerzo que supone la lucha y dedicación a la construcción ordenada de nuestra vida o sistema; porque ello supone, sin duda, una lucha continua, un compromiso serio, con dudas y angustias, pero que, bien ordenado, supone elevada compensación en satisfacción e ilusión.

          Finalmente venimos a parar en la cuestión siguiente: ¿qué sentido tiene la vida? Y el problema central se nos plantea así. Si el Paraíso sólo está en esta vida terrenal, dado que ésta acaba con la muerte, todo empeño aquí será vano; pues, al final, perdemos.

          Si el Paraíso está en el Más Allá, entonces lo sensato será acabar esta vida cuanto antes, para disfrutar de la otra; pues, ¿para qué prolongar una lucha inútil? ¿Qué nos obliga a sufrir aquí en la tierra, si nos espera la Felicidad en el Más Allá?

          Nos resistimos a pensar que esta vida sea en vano. Debe haber una explicación o salida. Consecuentemente vamos a pensar que nuestro esfuerzo aquí para construir nuestro Edén no sea inútil; caso contrario, caeríamos en el absurdo.

          Busquemos la hipótesis más lógica. Un solo hombre (el yo) no puede llegar a construir en su corta vida un Paraíso absoluto; pero sabemos que la Humanidad en pleno, mediante el progreso, perfecciona un sistema (a pesar de los saltos atrás que a veces se producen).

          No hay otra salida al absurdo que pensar que el hallazgo o construcción del Paraíso sea tarea común o conjunta a todos, y que el disfrute del mismo sea efectiva para todos (quizá en proporción a los méritos alegados), en otro plano existencial; dado que esta vida acaba.

          De esta forma no sería vano nuestro esfuerzo, porque sería el granito de arena que aportamos para la construcción del Palacio que nos ha de albergar a todos.

          Cierto que, aparentemente, sólo unas pocas personas aportan algo positivo a su construcción; los que descubren grandes verdades o inventan, y los que aportan elementos morales, éticos, artísticos, etc.

          Pero lo cierto es que todos contribuimos formando parte, de un modo u otro, del engranaje de la humanidad; quizás en labor oscura e ignorada, pero es una misión particular y específica, irrepetible; un papel necesario para el conjunto. Puede parecer vano y sin sentido, pero lo importante es saber que va a tener una transcesdencia al integrarse en el concierto de la Humanidad.

          Hasta el destino de un subnormal ha de ser transcedente, al representar un caso más agudo de limitación; verdadero reto a la superación, pues detrás de su apariencia externa alienta un alma igualmente afectada por el ansia de Felicidad, y capaz de alcanzar la cima de la verdad si se le aparta el obstáculo de su limitación.

          Es por esto que, realmente, el individuo no se sacrifica en vano; por tanto, puede y debe comprometerse profundamente para que la gran máquina de la Humanidad camine hacia su objeto, cual gigantesca carroza cuyas ruedas están hechas de la carne y la sangre.

          Y si no fuera por el premio final, ¿de qué me serviría a mi, al yo, el esfuerzo realizado (hay casos en que se sacrifica la vida por otros), si yo perezco? Desde mi punto de vista es claro que yo soy más importante, para mi, que el resto de la Humanidad.

          ¿De qué me serviría construir un Palacio, si luego me he de acostar en el cobertizo de al lado?, según la frase del filósofo existencialista Kierkegaard (si bien lo dijo criticando la concepción racionalista del mundo, se puede aplicar aquí).

          La conclusión es que hemos de comprometernos profundamente en esta lucha por el Bien, y prestar nuestra colaboración sin regateos, y no abstenernos para ahorrar el esfuerzo, pues hemos nacido para vivir plenamente nuestro destino. La vida es como una vela de cera, que si no se enciende y quema, no cumple su misión y sería inútil. Al fin y al cabo, la libertad no consiste en la independencia e individualidad absoluta, sino en la posibilidad de conquistar o construir el Paraíso.

          Por un lado, pues, nos dedicamos a construir nuestro sistema de Felicidad, para lo cual, buscamos y ordenamos los elementos o valores que nos proporcionen los ingredientes necesarios; a saber: el dominio de la materia, la perfección, el amor, el placer.

          Pero, por otro lado, nos tenemos que preocupar de esquivar el mal. Ambas cosas se mezclan o combinan en la vida, en una misma situación. Pensemos en el torero que, al intentar realizar la faena de tauromaquia, procura al mismo tiempo hurtar su cuerpo a las astas del toro.

          A pesar de nuestra necesidad del bien, caen sobre nosotros males diversos. La no consecución de algún valor fervientemente perseguido, o frustración; la pérdida de alguno ya adquirido y que formaba parte de nuestro acervo, que provoca desesperanza o dolor.

          Lo cierto es que, si la vida es una mezcla de la búsqueda del bien y la huída o remedio ante el mal, ciertamente predomina la última.

          ¡Cuantos sudores o sufrimientos por cada momento de bienestar! Y, a pesar de ello, esa pequeña luminaria que nos alumbra de trecho en trecho, nos ayuda a seguir adelante.

          Pero lo cierto es que, frecuentemente, abrumados por el mal nos olvidamos del Paraíso. El tedio y la angustia inundan nuestro ánimo, como espesa niebla que nos impide ver el Sol.

          Hay veces que caemos en situaciones que llamamos “límites”, porque nos inducen a rendirnos y sin embargo no podemos hacerlo. Cuanto mayor el forcejeo por escapar, más nos enredamos. Son verdaderas trampas o cepos; como esas cámaras siniestras de tortura en que el prisionero no puede estar ni de pie ni sentado. Estamos entre la espada y la pared.

          En el fondo se trata de la pérdida de valores fundamentales y de la esperanza de recuperarlos. Si esta situación se prolonga puede surgir la idea del suicidio; la muerte como liberación del mal, con lo cual, verdaderamente renunciamos al Paraíso, a cambio de escapar del abismo. En dicha situación debe pensarse que si desertamos de la vida no merecemos el Edén, y nos conformamos con la Nada.

          Pero hay algo más. No sólo naufraga el individuo, sino la obra común del Progreso, que zozobra a veces.

          Las luchas fraticidas por los sistemas y valores, ayudada por los progresos técnicos en materia de armas, ya hacen posible la extinción de la civilización. Y, aunque así no fuera, el creciente desequilibrio ecológico provocado por aquella, nos llevaría al mismo fin posiblemente. La misma ciencia concede un límite de tiempo a las condiciones de habitabilidad humana de la Tierra.

          Pero el hecho fundamental no es que la humanidad viva o no indefinidamente; en esta Tierra o en otras. Pues aunque se consiguiera la meta del Progreso, incluso se prolongara indefinidamente la vida humana en la Tierra, éste seguiría incapaz del pleno acceso a los valores.

          Si el problema del mal surge de la falta de libertad o bloqueo de los valores, las fuentes o causas del mal pueden ser:

a)    Las fuerzas (aparentemente ciegas) de la Naturaleza.

b)    La competencia del otro en la posesión de los valores, regulada, en parte, por las leyes morales y sociales, que pretenden delimitar y regular el acceso a los mismos. Del incumplimiento de estos pactos surge también un mal específico: el sentimiento de culpabilidad o remordimiento, con connotaciones de temor al castigo.

c)     De nuestros errores en la elección de los valores, y especialmente si tomamos lo particular y concreto por el Bien Total, creando el falso ídolo o pasión, trastocando el sistema de valores.

La primera causa es la más imprevisible, inevitable e incluye los cataclismos naturales, por un lado; por otro nuestros instintos naturales, que verdaderamente son como el aire que empuja las velas de un barco, viento que puede soplar en dirección equivocada; y finalmente las enfermedades.

          La segunda causa es el origen de las luchas y guerras entre hombres y naciones, no sólo por la posesión de los valores, sino también por el empeño de imponer el propio sistema o ideología.

          La tercera es la mayor fuente del mal. Nosotros mismos nos perjudicamos al equivocarnos en la elección de los valores o en su ordenación. De las catástrofes naturales nos protege, al parecer, una Providencia; y de las luchas con los otros, las leyes de los hombres. Pero de nuestros propios errores parece que nada nos protege, y los pagamos, a veces, muy caros.

          Si el hombre dominara la materia, obviamente podría evitar la primera causa del mal, y probablemente las otras. Pero no la dominamos; y el mal está ahí.

          El hombre se plantea una cuestión inquietante, crucial: ¿Existe en el Más Allá el Mal Absoluto, existente en sí, como alternativa del Paraíso?

          Desde mi punto de vista humano, sólo puedo decir, según lo expuesto, que el mal es la consecuencia de la falta o pérdida del Paraíso, especialmente significativa en la dependencia de la materia y la falta consecuente de visión directa de la Realidad. Si el mal existe como hijo de nuestra imperfección material, esperemos que el mismo acabaría al desechar nuestro caparazón de crisálida y pasar a la fase de mariposa, a través de la metamorfosis de la muerte.

NUEVA GENERACIÓN DE PUEBLOS.-

Más de 1.000 años transcurren entre San Agustín y la época de Copérnico, Lutero, Galileo, Descartes y Grocio. La metafísica se había desarrollado en los estados mediterráneos de la antigüedad; una metafísica como fundamento de las ciencias le ha sido transmitida también a la nueva generación de pueblos que recoge la herencia de los antiguos.

          Agustín pudo ver cómo los germanos entraban como señores en Roma, se hacían los dueños de Occidente mientras que en los países de Oriente se alzaban los árabes. Como estos pueblos habían poseído hasta entonces el contenido de su vida intelectual más que nada en representaciones religiosas, era natural que se apoderaran de ellos los problemas teológicos y metafísicos. Un desarrollo paralelo transcurre entre los pueblos del Islam y los de la cristiandad; en la larga época de la metafísica teológica encontramos destacadas analogías de este desarrollo. Sin embargo, resalta también un fuerte contraste: los árabes acogen, además de la metafísica de los griegos, sus trabajos matemáticos y científicos-naturales; la metafísica de Occidente, por su parte, elaboró una concepción más honda del mundo histórico humano en conexión con la actividad independiente de los pueblos romano-germánicos en la vida política.

          El trabajo intelectual de los árabes comienza con el movimiento teológico y éste constituye la época primera de su vida espiritual. Los mutacilitas, los racionalistas árabes, han tratado los problemas que nacen, con independencia de todo estudio del mundo exterior, cuando las experiencias de la vida ético-religiosa buscan una expresión claramente perfilada en representaciones concretas. Tan pronto como se establece dentro de una fe monoteísta semejante expresión, se presentan también las antinomias entre la voluntad libre y la predestinación, la unidad de Dios y sus propiedades, antinomias que anida siempre la representación religiosa. Por eso se plantean en Oriente las mismas cuestiones que han agitado antes y también al mismo tiempo al Occidente cristiano. En ambos casos el impulso procede de la vida religiosa y el conocimiento del pensamiento antiguo no hace sino prestar alimento a este movimiento. El intento de los “hermanos puros”, aquella asombrosa liga secreta que lleva el propósito de enlazar en una conexión enciclopédica la investigación libre, Aristóteles, el neoplatonismo y el Islam, constituye otra etapa de este desarrollo intelectual. También este intento fracasó. Decían de ellos: “Cansan , pero no satisfacen; no hacen más que dar vueltas pero no llegan; cantan pero no alegran, tejen pero con hilos demasiado finos; peinan pero encrespan, deliran con lo que no es y no puede ser.” Fuera de la teología, esa nación espiritualmente viva, de observación aguda, pero que elude la profundidad y la independencia moral, prosigue el trabajo científico-matemático de los griegos ayudada por las dotes de los pueblos sometidos. Y la metafísica de los árabes, renovación de la de Aristóteles con interpolaciones neoplatónicas, va desplazando el elemento de la voluntad frente a la conexión inteligible universal y necesaria y, con esos supuestos, hasta llega en alguno de sus representantes más destacados, a negar la inmortalidad personal. Los resultados de la investigación científico-natural y metafísica de los árabes pasan al Occidente; mientras tanto, la victoria de la escuela ortodoxa sobre los filósofos, que se decide ya en el siglo XII, junto con el despotismo mortal de la constitución política, sofoca toda vida interior en el mismo Islam.

          En el desarrollo de los pueblos romano-germánicos, que constituyen el nexo de la cristiandad europea, la metafísica ha pervivido mucho más: constituyó el largo sueño juvenil de estas naciones. Pues cuando entraron en posesión de la metafísica se encontraban en la época heroica. Se hallaban bajo la dirección de la iglesia y de la teología. Las representaciones de fuerzas psíquicas que gobiernan el universo eran para ellos, como antaño para los griegos, la expresión cultural de su espíritu, apenas sustraído a la época mítica del representar. Dentro de la teología que habían recibido forman, con los restos de su sentir y pensar míticos y con otros elementos afines que encuentran entre los antiguos,un rico y fantástico mundo lleno de santos, historia s de prodigios, maleficios, de toda clase de espíritus. Con dificultad se incorporan a la metafísica, tal como ha sido ultimada por Aristóteles. Con el tiempo se amplía su conocimiento del filósofo, poco a poco les van creciendo las fuerzas del pensar abstracto. Así se produce un todo que reina sobre los ánimos con un poder monárquico. En ninguna época fue el poder de la metafísica tan grande como en estos siglos en que estaba aliada con la teología y con la iglesia. Y en este desarrollo la metafísica de Aristóteles padece una transformación esencial. Entran en la nueva metafísica elementos que han afirmado largamente su dominio entre los pueblos modernos y que siguen todavía afirmándola en varios puntos y en anchos campos de la población europea. Porque la situación histórica de estos pueblos nuevos les proporciona, junto a muchas desventajas, también grandes ventajas frente a los antiguos. La humanidad europea tiene ya tras sí un pasado que está cerrado. Pueblos enteros y estados han consumido sus vidas allí donde ahora se organiza un nuevo mundo. Han hablado en el mismo idioma latino que domina todavía, y la literatura latina ha salvado lo más importante del desarrollo griego. Por otra parte, estos jóvenes pueblos romano-germánicos se hallaban en lucha con el Oriente, poderosamente removido por el Islam. El antagonismo político y militar se siente pronto como un antagonismo de las dos grandes religiones universales que luchan por el señorío y se prolonga este sentimiento hasta los dominios de la metafísica. Los metafísicos de la cristiandad se encuentran ante agudos sistemas elaborados por el Islam y que son íntimamente adversos al cristianismo. Todo esto prestó a la metafísica de los modernos pueblos europeos un sobrepeso sobre la de los antiguos en dos puntos.

          La distinta situación permitió a los metafísicos, por un lado, acudir a una abstracción que no fue posible para los griegos en su natural crecimiento nacional. Llegaron a abstracciones de grado extremo. Porque la metafísica, no menos que las verdades religiosas, los principios jurídicos y las teorías políticas del pasado, fue sometida a una reflexión que, a pesar de la ausencia más marcada de conocimiento y comprensión de lo histórico, disponía, sin embargo, como material de los restos del pasado. Y, ciertamente, la reflexión metafísica respecto a cuestiones como qué demostraciones podrían mantenerse ante el entendimiento y qué conceptos se podrían reducir a elementos intelectuales, no estuvo vinculada en un principio por la autoridad de la iglesia. Por muy fatal que haya sido la influencia ejercida en la filosofía, que sólo prospera en la independencia, por las representaciones eclesiásticas y el poder clerical sobre el ánimo del hombre medieval, lo cierto es que la cuestión acerca de qué contenido de lo transmitido por la metafísica y de la fe misma correspondía y era accesible al entendimiento, no se hallaba sometido a la iglesia.

          Por otra parte, la situación distinta permitió a los metafísicos extender sus sistemas, que había surgido de la investigación científica de la naturaleza, al mundo histórico. Este se ofrecía ante su mirada como una realidad amplísima. Por medio de la ciencia cristiana se hallaba en una íntima unión con los más profundos principios del mundo metafísico y constituía, en virtud de la relación con estos principios, un todo conexo. Al mismo tiempo, el dualismo cristiano entre el espíritu y la carne apartó con más rigor de la naturaleza entera este reino del espíritu, como una conexión fundada en lo trascendente. La metafísica medieval ha experimentado así una ampliación mediante la cual, por primera vez, los hechos espirituales y la realidad histórico-social se le coordinan como un miembro condigno de la naturaleza y del conocimiento natural.

         

SINTONIZANDO EL ESPÍRITU.-

Existen dos lados por los que podemos mirar: uno de ellos está en nuestra cara y el otro dentro de nosotros. El primer paso del espiritualista es ver el lado que mira hacia fuera y el segundo paso es ver dentro de sí mismo. La primera visión, que es la evolución material, es la visión del discípulo y la segunda visión, es el perfeccionamiento mayor, la visión del Iniciado.

          Cuando las personas toman el camino de la espiritualidad comienzan a interesarse por la psicología, el ocultismo, o cualquier otro tema excitante, creyendo es la misma cosa que la mística, pero el verdadero misticismo o esoterismo comienza simplemente con un primer paso, mirando hacia fuera. ¿Y, qué encuentra fuera? Dos cosas: una es que la persona se pregunta cómo todo lo que ve lo afecta y cuál es su reacción; cómo su espíritu reacciona ante las cosas o sus condiciones, los sonidos que escucha, palabras dichas por otras personas. La segunda cosa es ver qué efectos tiene él sobre los objetos, condiciones y personas, al entrar en contacto con ellos.

          La persona debe ser sincera para ser capaz de analizar estas cosas, caso contrario puede siempre verlas bajo una luz favorable para sí y desfavorable para otros. Escuchamos a las personas decir: “Tengo una pésima influencia sobre tal pesona.” Mucha gente encuentra que los demás están equivocados y son negativos, que todo lo indeseable está en los otros menos en ellos mismos, pero ser sincero es el proceso de transmutarse en Iniciado, un discípulo que está evolucionando hasta ser un místico.

          Después de esto viene el proceso interior: mirar hacia dentro. Es uno de los procesos más maravillosos. Tan pronto la persona sea capaz de contemplar su espíritu, nace de nuevo, es una vida nueva. Mirar su propio espíritu, hace que la persona analice cada vez más. Es como si agitase el propio espíritu y por esta acción pudiera extraer la crema del espíritu que es la sabiduría. La diferencia entre el sabio y el ignorante es que el ignorante mira al sabio y el sabio mira para sí mismo. Además, es extraordinario ver que la persona que tiene más faltas ve también muchas faltas en los demás. Mira para los otros, pero aún no es capaz de verse a sí mismo; desde el momento que se contemple, nunca más volverá a ver a los demás. De esta manera, hay tanto qué hacer mirando hacia dentro que estará siempre con las manos ocupadas.

          Innumerables almas mueren sin haber nunca llegado a esta experiencia: nunca lo pensaron. Otros sí, existen almas puras que pueden ser muy jóvenes y ya tienen esa percepción. Donde esté esa percepción está el espíritu vivo, que puede ser encontrado hasta en un niño. Un niño que es tan viejo como su abuelo. Es un “alma vieja”, el niño que demuestra sabiduría, profundidad y sutileza. Por “vieja” se entiende que muestra más experiencia y en poco tiempo se transmuta en una persona vieja en tal sentido. Hay personas que desde la infancia demuestran ser almas evolucionadas, tienen una elocuencia de gran sabiduría, como si sus experiencias en la tierra datasen de milenios pasados. Muchas veces, personas con edad avanzada pueden pensar, sentir, decir y hacer cosas como un niño. Esto demuestra que la edad del alma no corresponde a la edad cronológica de la persona en este plano.

          El alma que puede analizar su propio espíritu es brillante, porque es el alma que se entrena a sí misma y a los demás. El alma que no puede analizar su propio espíritu no puede hacer nada por los demás. Conservar el espíritu en perfectas condiciones es tanto o más difícil que cultivar una planta delicada en un invernadero, donde un poco de sol puede afectarla, un poco más de agua destruirla y un poco más de aire puede ser negativo para ella. Pues el espíritu es todavía más delicado que esta planta. Una leve sombra de decepción, un mero sentimiento de deshonestidad, un pequeño toque de hipocresía, puede hundirlo. Si el miedo lo alcanza, si la duda lo sacude, si el odio toca fondo en sus raíces, el espíritu queda como destruído. Cuanto más delicado el espíritu mayor cuidado es necesario. Una leve sensación de deshonra, el menor insulto llegado de cualquier lado, puede herirlo. No considerando al hombre, el espíritu de un animal puede morir el día que siente el látigo. No hay duda de que “matar el espíritu” es una manera de hablar. El espíritu nunca muere y aun cuando esté muerto en el sentido de la expresión, es mucho peor que la muerte. Es preferible morir, porque la vida pierde todo interés si el espíritu “muere”.

          No obstante, el espíritu es divino, es eterno, y puede ser siempre recuperado si la persona posee la clave para esa recuperación. ¿Cuál es esa clave? Si lo dijera ¿qué quedaría? No es cosa fácil encontrarla, como tampoco lo es recuperar el espíritu caído; nadie puede levantar su espíritu cuando cae, porque levantarlo es tan pesado como mover una montaña. Pero se puede decir que existe una clave, la primera y la última, y se encuentra en la búsqueda del reino de Dios. Trabaja como si fuera un antídoto y ayuda a la persona por la sintonización del espíritu, armonizando y colocando a la persona en el ritmo. Si esto lo combinamos con sabiduría, es mucho mejor; es por eso que la persona busca un maestro en el camino de la sabiduría, a fin de que éste pueda guiarla a encontrar la llave.

          Hay una fragilidad en la amistad como en todos los tipos de relaciones; hay fragilidad en el trato con las personas. Si un hilo delicado es dañado o sacado de su lugar, es que algo no anda bien. No existe máquina más delicada que el espíritu del hombre. Cada pequeño hilo es mirado con lupa y cada parte de él es guardada tan cuidadosamente y conservada tan limpia que ninguna clase de moho pueda atacarle, ¡nadie debe tocarlo! Al mismo tiempo, el hombre no da atención alguna a su espíritu que es la más delicada de las máquinas. Una vez averiado, es posible que no pueda ser recuperado ; es fácil estropear y más difícil reparar. Para otras maquinarias podemos tener piezas de repuesto, pero no para la máquina del espíritu, cuando es roto o pierde alguna cosa propia. Cuando se piensa en todas las enfermedades y experiencias desagradables de la vida exterior, ¿qué tal si pensamos sobre el espíritu? Cuando tenemos el espíritu perturbado todo nuestro universo también lo está.

          Lo que sucede, muchas veces inconscientemente, es que hay amigos entregados unos a otros y, entonces, alguna cosa en la máquina se estropea. Tal vez ninguno lo sepa pero, inconscientemente, el espíritu de la amistad se va destruyendo y es difícil repararlo. De ahí en adelante no existe más alegría en tal amistad. La camaradería dura solamente cuando ese hilo delicado existe, mientras la maquinaria está en orden. Además, todas las cosas externas de la vida como dinero, poder, posición social o comodidades, no son nada en comparación con la condición espiritual. Si el espíritu está perturbado, ninguna de estas cosas tienen valor.

          Hay personas que no saben tienen espíritu y de las que vale decir que lo tienen “enterrado”. A ellas nada le importa, son completamente felices a pesar de no saber lo que significa la verdadera felicidad. Pero, aquellos que son conscientes de su espíritu, saben de la dificultad de conservarlo en perfectas condiciones; ningún sacrificio es demasiado grande, nada que se pueda hacer es demasiado para conservar el espíritu sintonizado. El místico entrena su espíritu y es el entrenamiento de su propio espíritu el que permite ayudar a las almas que se le acercan.

          Al espíritu hay que limpiarlo, hacerlo humilde, moldearlo, elevarlo bien alto. Muchos estropean su espíritu por no saber trabajar con él, como un niño cuando rompe sus juguetes. Cuando destruímos el espíritu, ¿qué nos queda? Debe recordarse que grandeza e insignificancia son efectos de la condición espiritual. Somos tan grandes o tan pequeños como nuestro espíritu. El espíritu hace todo lo que somos.

          La cosa más necesaria que podemos hacer por nosotros, es ser capaz de sincronizar nuestro espíritu con la Luz, el Amor y la Sabiduría.

 

 

 

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