ALCORAC

SALVADOR NAVARRO                            h

 

 

Dirigida a la Escuela de:

                    Mallorca

                                                                                  

                                                                                   Circular nº 10 , año IX

                                                                                   Bunyola, 1º de Octubre de 2.003.

 

 

PABLO DE TARSO.-

 

            Quien conozca al San Pablo de ciertos libros de oraciones y manuales de meditación, dificilmente creería , que tal vez Pablo hubiera sido administrador y ecónomo. Entretanto, el hecho está ahí: este mismo santo, que escribió lo que hay de mejor en materia de cristología mística, era al mismo tiempo un hombre volcado en la realidad práctica de la vida cotidiana. Su amor a Dios, no se diluía en especulaciones estériles, sino que se concretizaba en fecundos actos de caridad para con el prójimo.

            El gran anunciador del Evangelio, siempre solícito del bien espiritual de sus hermanos, no perdía de vista sus necesidades materiales y, por más dedicado que estuviese en la organización de la Iglesia de Antioquía, nos desviaba los ojos del panorama de una Iglesia Universal.

            Y esta universalidad, ciertamente, era una de las cualidades más relevante del carácter del gran apóstol.

            Vivía en ese tiempo en Antioquía un profeta o vidente de nombre Agabo. Cierto día, en un momento de inspiración, predijo una gran carestía en Palestina.

            De hecho, como refiere el historiador Orosio, sobrevino esa epidemia en el año 44, durante el reinado del Emperador Claudio.

            La cristiandad de Jerusalén era pobre. No tardó que muchos de sus fieles sufriesen necesidades. Sin demora, Pablo resolvió organizar una gran colecta entre los neófitos de Antioquía a fin de acudir en ayuda de los hermanos de Jerusalén.

            Y así se hizo. Los ricos daban en abundancia y los pobres de su indigencia; todos daban de buena voluntad.

            Existen en nuestros días ciertos cristianos que no admiten que obras de carácter espiritual dependan de recursos materiales para ser llevadas a feliz término.

            Los adeptos de esa “pura espiritualidad” no pueden invocar como patrón a San Pablo, que sabía perfectamente que el reino del Cristo, aunque no sea de este mundo, está en el mundo y no puede prescindir de los honestos expedientes de la prudencia humana.

            Ciertamente, sería más bello y distinto vivir de “pura espiritualidad”; entretanto, para mayor humillación nuestra, en la presente condición, nuestra vida intelectual, científica, artística y hasta espiritual, es imposible sin ayuda de materialidades primarias.

            En ese tiempo, ocurrió en Jerusalén un hecho luctuoso: cortaron la cabeza de Santiago el Mayor, hermano de Juan el Evangelista. Eran hijos de Zebedeo y Salomé, los célebres  “hijos del trueno”, como los apellidara con discreta ironía el Maestro.

            Viendo Herodes que con esta iniquidad agradaba a los judíos enemigos de Jesús, prendió también a Simón Pedro, pensando en ordenar matarlo después de las solemnidades pascuales.

            Pero, el hombre propone y Dios dispone. Pedro salió de la mazmorra por intervención divina y se dirigió a la casa de María Marcos, madre de Juan Marcos, el cual vino a ser más tarde otro evangelista.

            Después, Pedro marchó de Jerusalén y “fue a otro lugar”, dice Lucas en los Hechos de los apóstoles, 12:17.

            ¿Qué otro lugar?

            Si el historiador sospechase de la curiosidad de sus futuros lectores, habría añadido alguna otra palabra a esta frase. Opinan algunos que, en esta ocasión, habría demandado el pescador de Galilea marchar a la capital del Imperio Romano, hipótesis para la cual no se encuentra documento alguno del primer siglo, pero hay razones para pensar lo contrario.

            En el primer siglo no había radio ni telégrafo, ni tampoco un servicio postal organizado. Por el camino entre Antioquía y Jerusalén y por boca de los integrantes de caravanas que regresaban de Judea, supieron Pablo y Bernabé de estos acontecimientos.

            Llegados a Jerusalén, escucharon pormenores sobre la persecución religiosa movida por Herodes Agripa. Supieron también que el rey, indignado con la evasión de Simón Pedro, había mandado eliminar sumariamente toda la guardia de la cárcel, que constaba de 16 personas.

            De manera que los misioneros de Antioquía encontraron en Jerusalén sólo al apóstol Santiago el Chico, pariente de Jesús. Tan grande era el prestigio de este hombre que el propio Herodes le respetaba la vida. Además de un profundo asceta, Santiago era de espíritu tolerante y conciliador, evitando en lo posible cualquier conflicto innecesario entre el Evangelio y las tradiciones seculares de la sinagoga.

            Pablo y Bernabé entregaron su colecta y hablaron a los cristianos de Jerusalén de las grandes maravillas que Dios había operado entre los hermanos de Antioquía.

Y, con la consciencia serena volvieron al teatro de sus labores apostólicas.

            Regresaron Pablo y Bernabé a Antioquía llevando en su compañía un joven, hijo de María Marcos y sobrino de Bernabé. Se llamaba Juan Marcos. Entusiasmado con el ideal misionero, se asoció a los dos compañeros.

            Con los últimos acontecimientos, se había perdido en Jerusalén el papel de centro del cristianismo. Ese centro se iba a constituir en Antioquía.

            Jerusalén era la ciudad más antigua  y venerada en las tradiciones. Antioquía, el punto de partida de la gran iniciativa misionera. Roma, después de Constantino el Grande, vendría a ser el primer centro de la iglesia organizada y basada en los moldes jurídicos y políticos de los antiguos Césares.

            En los alrededores de Antioquía estaban en plena flor los melocotoneros y las parras. En una espaciosa casa de la calle Singon se reunían, como de costumbre, los cristianos y prosélitos.

            En una de esas primeras reuniones que siguieron al regreso de Paulo y Bernabé, se notaba algo extraordinario. Los jefes religiosos habían decretado oraciones y ayunos especiales, preanuncio de grandes acontecimientos. En medio del recinto se sentaban cinco hombres de los más notables en piedad y sabiduría: tres asiáticos y dos africanos. Aquellos, de tez clara y morena y los otros bronceados, oscuros. Allí estaba la figura imponente y simpática de Bernabé, natural de la isla de Chipre. A su lado, Simón, apellidado “el negro”. Con ellas venía un cireneo, de nombre Lucio. Más al fondo, Manahem, compañero de infancia de Herodes Antipas; educados por la misma nodriza, tuvieron destinos diversos. Finalmente, Paulo de Tarso.

            Celebrado el ágape, toda la asamblea se postró en tierra invocando al Espíritu de las luces celestiales. De repente, como un eco en el silencio del recinto, una voz sonora y solemne, habló en tono profético: “Segregadme a Bernabé y Sáulo para la obra a que los destinaré” .

            Todos se levantaron. Una tempestad de aclamaciones llenó el oratorio: “Bernabé y Sáulo, los electos de Dios”.

            Se adelantaron los dos escogidos y colocáronse en medio. Los presbíteros y maestros de la iglesia le impusieron las manos, orando en silencio. Simbolizaban así la misión divina que los dos acababan de recibir. Dios llama a sus siervos y la iglesia los envía por el mundo.

            Fue realmente grande el arrojo con que la joven iglesia de Antioquía, recién fundada y en vías de evolución, se lanza a un gigantesco plan de conquista y emprendimiento apostólicos de proyección mundial. Y no menos admirable es la simplicidad con que ella destina a las “misiones extranjeras” las mejores fuerzas de que dispone, los dos mejores y competentes oradores de Antioquía.

            El espíritu de Dios posterga, los dictámenes de la humana prudencia. Pero, como decía Pablo, lo que hay de “ignorancia” en Dios es más sabio que la ciencia humana.

            “El viento sopla donde quiere . . . “

            Asistía a la cariñosa despedida de los dos impasibles mensajeros del Evangelio, un joven asiático, de unos quince años de edad. No decía nada; pero sus ojos se fijaban con intensa admiración en la persona de Pablo de Tarso. Se llamaba Ignacio, este joven. Empujado por la belleza del ideal apostólico, se hizo discípulo de Juan Evangelista, aquél que en el cenáculo bebiera del cáliz y del corazón de Jesús los torrentes de vida eterna. Treinta años después, lo volvemos a encontrar como pastor de la iglesia de Antioquía. En el año 107, volvemos a ver al fogoso asiático, de cuerpo quebrado pero de alma juvenil, en el anfiteatro de Roma. Por orden del Emperador Trajano el anciano debía ser devorado por leones. En la travesía de Antioquía a Roma, desembarco del navío y quedó por algún tiempo en Esmirna, donde el pastor local, Policarpo, fue a visitar a su venerable colega preso. Desde el puerto de Esmirna escribió Ignacio diversas cartas de despedida a la cristiandad del Asia Menor y a los romanos. Vibra en esas cartas el mismo espíritu que encontramos en las Epístolas de Pablo de Tarso, que sólo quería vivir para anunciar al Cristo y solamente deseaba morir para unirse a Él. “Soy trigo de Cristo  - escribe el anciano esposado en el puerto de Esmirna – y es necesario que ese trigo sea triturado por los dientes de los leones, para que se transforme en pan agradable a Dios”.

            El encuentro, aunque momentáneo, con una gran personalidad decide casi siempre sobre el futuro del hombre y la orientación de su carácter. Se dá, en un momento, el poder de la gracia, como una misteriosa polarización de las energías latentes del Yo y ya está formado para siempre el cristal de nuestro Ser.

            Donde quiera exista un poderoso foco de espiritualidad, ahí se producen efectos maravillosos.

Bernabe y Pablo, acompañado de los presbíteros y del pueblo, atravesaron la “avenida marmórea” y el puente sobre el Orontes y descendieron al puerto de Seleucia, donde hasta hoy se ven, bajo las ondas diáfanas del mar, dos poderosos rompeolas que llevan los nombres de aquellos dos aventureros del Cristo.

El pequeño grupo de cristianos, como refiere Lucas, se arrodilla en las blancas arenas de la patria, orando con fervor y llorando en silencio . . .

Bernabé y Paulo se despiden cariñosamente y saltan a bordo del navío que, con las velas henchidas por el viento, deja el litoral, rumbo sudeste, en demanda de la vastedad de los mares.

Debía ser primavera, porque solamente en esa estación la navegación era más favorable. Durante el invierno se abrigaban las embarcaciones en los puertos y ensenadas.

Allá fueron los dos, acariciados por las frescas brisas marinas y por el soplo divino del idealismo.

Quien pilotaba esa primera expedición apostólica era Bernabé, oriundo de Chipre, conocedor de usos y costumbres de sus coterráneos y nada más natural que entregarle los destinos de tal misión. Si hubiese sido confiado a Pablo el itinerario y programa, tal vez no hubiese sido Chipre el punto de destino. Esa isla no era un centro mundial y Pablo tenía especial predilección por los grandes focos cosmopolitas, donde se desarrollaba una intensa vida internacional. Para él, el árbol del cristianismo debería ser plantado preferentemente en las encrucijadas donde bullían el intercambio de las grandes naciones de la época, para que vientos propicios o violentas tempestades llevasen a todos los cuadrantes del globo las semillas divinas del Evangelio.

Blancos, como las rocas cretáceas de Dóver (Inglaterra), se levantan los peñascos del litoral oriental de Chipre, contrastando con el azul marino de las ondas. Fue aquí, según la leyenda, que Venus emergió del seno de las aguas.

Saltaron los dos misioneros a tierra en el puerto de Salamina, algunos kilómetros al norte de Famagusta, tierra natal de Bernabé. Recorrieron toda la isla, enseñando en las sinagogas, que eran bastantes numerosas. No consta ningún comentario sobre hostilidad judaica en esta expedición, tal vez debido a la táctica y prudencia de Bernabé, que gozaba de gran prestigio en Chipre.

Después de recorrer la planicie del litoral, se internaron por las montañas del centro, siguiendo el curso del río Pedeus. Ciertamente, no dejaron de visitar las célebres minas de cobre que Herodes el Grande arrendara al Cesar Augusto y donde trabajaban centenares de operarios.

Si los dos abanderados del Evangelio visitaron las quince principales ciudades de la isla, enumeradas por el historiador Plinio, su peregrinación debe haberles llevado meses. Chipre mide de Este a Oeste, unos 150 kilómetros.

Descendieron los dos viajeros la cadena de montañas, rumbo a la costa, dejando la antigua Pafos llegaron  a Pafos la Nueva, sede del procónsul o gobernador romano que, en esa época, era Sergio Paulo.

Según Plinio, este aristócrata romano era un hombre de notable cultura, amigo de las especulaciones filosóficas y una autoridad en ciencias naturales. Ciertamente, no encogía los hombros como Pilatos, cuando hace la pregunta: “¿Qué es la verdad?”, sino que procuraba investigar sinceramente.

Afirma Lucas que Sergio Paulo era hombre de criterio y sensato y eso, como dice Jesús, no está lejos del reino de Dios.

Desgraciadamente, el gobernador de Chipre no sabía distinguir entre ocultismo y espiritualismo. Se aconsejaba con un sabio judío de nombre Barjesús, poeta, ocultista y mago. Era costumbre en aquel tiempo de que los hombres cultos se rodeasen de una atmósfera de ocultismo oriental. El pueblo, ingenuo y simple, creía aún en la mitología de dioses, diosas y semi-dioses. La filosofía, sin embargo, había acabado en escepticismo y los sabios se reían de esas fábulas. Para saciar la sed de lo sobrenatural innata en el alma humana, se practicaba como máximo reuniones intelectuales donde imperaba la magia en todos sus aspectos.

Fue tan grande la sensación provocada por los dos mensajeros del Evangelio que el gobernador romano los invitó para dar una conferencia en su palacio.

Este fue el primer contacto directo que el Evangelio toma con el mundo oficial de la aristocracia romana.

Se cambian los papeles. Quien habla y orienta en la entrevista que tiene lugar en la residencia de la autoridad regional no es Bernabé, chipriota, sino Paulo, ciudadano romano.

Es seductora la idea de escribir un libro sobre la “psicología religiosa” o la “dialéctica espiritual” de Pablo, tomando por base sus actitudes y palabras en Chipre, Listra, Tesalónica, en Atenas, Corinto, Éfeso, etc. Cuando habla a un auditorio judío o judeo-cristiano, comienza por demostrar, a la luz de las profecías del Antiguo Testamento, el carácter mesiánico de Jesús el Cristo. Cuando está frente a un auditorio de oyentes paganos habla del Dios en nosotros, deduciendo de ahí la existencia de un Dios por encima de nosotros, y terminando por hablar del Dios entre nosotros, Jesús el Cristo.

Mientras sus pensamientos se mantienen en terreno puramente filosófico o dogmático, los expresa con tranquila serenidad en sus palabras, para por el campo cristológico, comienza su alma a vibrar, se le inflama el corazón y brota de sus labios tan espontánea y exuberante elocuencia que, a veces, la frase se pierde en elipse, se enmaraña en incoherencias, que más que escucharlo hay que adivinarlo.

Sergio Paulo escucha, atento y pensativo, las exposiciones del inteligente orador. Pero, en su cualidad de jurisconsulto romano, quiere escuchar sobre el mismo asunto la opinión de su amigo ocultista Barjesús.

Toma la palabra el ocultista.

Habla, discurre, procurando refutar los argumentos de Pablo y apartar de la fe de Cristo al gobernador romano.

Terminado la larga exposición de su contrincante, vuelve a entrar en liza Pablo de Tarso con una nueva táctica desconcertante. En vez de invocar los recursos de su saber filosófico y teológico, apela directamente a la suprema instancia, exclamando con santa indignación: ¡Oh, lleno de todo engaño y de toda maldad, hijo del diablo, enemigo de toda justicia! ¿No cesarás de torcer los caminos rectos del Señor?” Después, clavando sus penetrante ojos en Barjesús, exclama en tono solemne: “Ahora mismo, la mano del Señor caerá sobre ti y quedarás ciego, sin ver la luz del sol por cierto tiempo”.

En el mismo instante, espesas tinieblas envolvieron al hechicero. Tanteando a su alrededor, busca quien le extienda una mano . . .

El procónsul, a la vista de tal prodigio, se siente profundamente impresionado, cree en la doctrina del Señor y se adhiere a Pablo y Bernabé.

Eran necesario para los hombres de aquellos tiempos argumentos palpables de tal naturaleza. Sólo así se convencían de la superioridad del cristianismo sobre cualquier doctrina humana, por avanzada que ésta se presentase.

Desde ese acontecimiento en Chipre, aparece Pablo como figura principal en las expediciones misioneras. Bernabé pasa a ser un prestigioso auxiliar.

De aquí en adelante, desaparece de los “Hechos de los apóstoles” el nombre hebreo de Saulo (que quiere decir: el que fue implorado) y el historiador emplea exclusivamente el nombre romano de Pablo (el pequeño).

Continuará en la Circular de Noviembre de 2.003.

 

 

Historia de la filosofía.-

             

 

  Se dice que Bergson recurre a la metáfora en vez de presentar pruebas; que las metáforas pueden ser buenas como confirmación, pero sólo después de que pruebas reales fueran aducidas como argumentos probatorios.

          La tal “metáfora” a la que se alude es la comparación que hace Bergson de la luz y su reflejo o refracción. Dice el filósofo que el conocimiento, en sentido tradicional, no es propiamente un alargamiento sino un estrechamiento; no una aclaración, sino una oscuridad; no una expansión sino una contracción de horizontes. Claro está, esto es causa de mucha extrañeza en un principio, cuando estamos habituados a hablar de conocimiento como de una expansión de horizontes. Pero Bergson explica: para haber consciencia del objeto en el sujeto, debe aquél, en cierto sentido, interceptar o limitar la visión de éste, como si colocase un muro en medio de una luz universal a fin de captar los reflejos y así hacer visible la luz directa que, sin ese reflejo o refracción en el muro, sería invisible. Por ejemplo, es sabido, que en las grandes alturas de la atmósfera, lejos de cualquier obstáculo terrestre o medios de refracción, donde la misma refracción aérea funciona bajo mínimos debido a la extrema falta de aire, la visibilidad de la luz decrece sensiblemente, cediendo a una especie de penumbra. Si cesaran de existir todos los medios de reflexión y refracción, incluyendo la propia nave aérea y sus ocupantes, ¿sería visible la luz? Conocemos en nuestros días el proceso por el que funciona el radar, cuyos rayos invisibles e inaudibles sólo se vuelven visibles y audibles cuando encuentran un objeto, donde retroceden y vuelven al aparato emisor. El murciélago emite durante el vuelo ondas supersónicas de hasta 100.000 vibraciones por segundo; el reflejo de ese sonido, que para nuestros oídos es silencio, vuelve al sujeto emisor y le da noticia permanente de objetos a su alrededor, así como la distancia a qué se encuentra, para que el animal pueda orientarse con seguridad por medio de ese radar natural.

          No me consta que Bergson use esas comparaciones, pero ellas sirven perfectamente para ilustrar y ampliar la imagen de la luz y su reflejo. Dice el filósofo que, si el acto cognoscitivo del sujeto conocedor no tropezase con ninguna limitación, si fuese por así decir, en línea recta al infinito e ilimitada, el sujeto no tendría ninguna consciencia de conocimiento. Quiero decir que, para conocer, el sujeto necesita de alguna limitación en la cual, su actuación chocase con algo para ser consciente.

          Nuestro conocimiento común no es algo cósmico, ilimitado, sino una especie de “recorte” o “cuadro”, a guisa de ciertos fenómenos de reflexión que proviene de una refracción interceptada como el efecto de un espejismo.

          Dice el filósofo que la mayor dificultad no está en explicar cómo nace la imagen cognoscitiva, sino como ella es limitada al punto de reflejarse en nuestra consciencia individual.

          Se exige que Bergson, antes de recurrir a esas metáforas con motivo de la luz y sus reflejos, presente pruebas y demostraciones directas. Así, sólo habla un empírico radical. Como si alguna realidad invisible pudiese ser probada y demostrada inductiva y analíticamente. Es posible que quien así lo pida, ignora que la verdadera certeza no viene de pruebas y demostraciones de tal naturaleza, sino de una intuición de un sentimiento pre-analítico, no susceptible de pruebas ni demostraciones en el sentido que alega. Si la realidad invisible fuese intelectualmente demostrable, ¿por qué estaría Jesús durante tres años intentando hacer comprender al pueblo por medio de parábolas y metáforas, lo que era el reino de Dios? ¿Por qué en vez de decenas de parábolas y centenas de alegorías, no dijo simple y llanamente lo que era ese misterioso reino?

          Es que no hay ninguna posibilidad de decir a los hombres sin experiencia lo que es una realidad espiritual, una vez que dentro de ellos no existe punto de contacto capaz de servir de base o de órgano de repercusión donde la voz pueda encontrar eco. Nuestro vocabulario normal está hecho por y para hombres dotados de intelecto analítico común, pero no poseemos el lenguaje adecuado para explicar realidades que vayan más allá de las fronteras de la inteligencia; posiblemente, una humanidad futura, más avanzada que la presente, creará ese vocabulario. Toda vez que quisiéramos explicar realidades que vayan más allá del intelecto, hemos de recurrir a metáforas, símbolos, alegorías, parábolas, no para decir sino para insinuar, sugerir, algo que los lectores o escuchantes puedan haber adivinado o vislumbrar de forma vaga y lejana y que, a la luz de la misteriosa metáfora, engendrada por algún vidente de la Realidad, pueda ser útil y servir como hilo de Ariadna para salir del laberinto de las tinieblas a la luz.

          Pero, en caso alguno, podemos esperar que alguien “pruebe y demuestre” realidades del más allá. “Dichos indecibles” es la expresión clásica con que Pablo de Tarso designa aquello que fue “dicho” al espíritu, pero no es “inteligible” por el intelecto.

          Lo que el hombre no sabe realmente, no lo puede decir; y lo que dice, no lo sabe realmente.

          Algunos se escandalizaron porque Bergson dice que el que conocimiento perfecto sólo ocurre en el momento en que el sujeto se siente totalmente identificado con el objeto y pierde toda consciencia individual, cesando hasta de existir como sujeto; ahora, esto es lo mismo, (dicen ellos) que afirmar que el conocimiento sólo alcanza su máxima perfección cuando deja de serlo.

Esta objeción no necesita refutación para quien sabe distinguir entre conocimiento intelectual y conocimiento intuitivo. Está claro que la cognición del intelecto muere en el momento en que la cognición del espíritu nace, o antes, la primera es integrada en la segunda; el nacimiento de una es el ocaso de la otra. O en la frase lapidaria de San Pablo: “ahora conozco apenas imperfectamente, como en un espejo y enigma; pero cuando acabe la imperfección, comenzará lo perfecto y conocerá cara a cara, así como yo soy conocido”. El Todo absorbe la parte y la parte muere en el Todo. Pero ese “morir” no es un aniquilamiento, una descenso a los abismos de la Nada, sino una integración, una resurrección, un nuevo nacimiento, una subida a las alturas.

          En resumen: no se ha de emitir juicio sobre la filosofía de Bergson, quien no sea él mismo o posea su espíritu.

Continuará en la Circular de Noviembre de 2.003.

 

 

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