Inquietudes Metafísicas 1.5

Salvador Navarro Zamorano

 

 

   

 

                               EL CELIBATO, LA EXCOMUNIÓN Y LA LÓGICA

          La doctrina de la iglesia romana, sobre el celibato sacerdotal, no es de institución divina obligatoria, sino solamente una medida disciplinaria eclesíastica; tanto es así, que el propio Simón Pedro era casado, como sabemos por el evangelio; el celibato no es esencial al sacerdocio católico, puesto que la iglesia latina no lo tuvo como obligación, hasta el siglo XI, y la iglesia católica griega no lo tiene hasta hoy para sus sacerdotes, reconocidos por la iglesia romana.

          Hasta aquí todo es normal.

          Entretanto, si un sacerdote de la iglesia católica romana se casara, será excomulgado. ¿Qué quiere decir esto? Cualquier vocabulario lo explica. Excomulgado, del latín excommunicare, quiere decir, fuera de la comunión o comunidad, esto es, fuera de la iglesia cristiana, fuera del cristianismo. Nótese bien: el sacerdote excomulgado es considerado como no perteneciente a la comunión cristiana.

          Pido al lector que tenga en cuenta estos factores: 1.- el celibato no es esencial ni del cristianismo ni del sacerdocio cristiano; 2.- el sacerdote que no observa el celibato está fuera del sacerdocio y fuera del cristianismo.

          Pregunto: ¿dónde está la lógica de ese silogismo?

          Tenemos en los Tratados de Lógica una regla que los estudiantes deben comprender  y grabar en la memoria, y que en resúmen dice: “La conclusión debe ser derivada de las premisas”; o por otra: “la conclusión debe seguir necesariamente a las premisas, por el hecho de estar ímplicitamente contenidas en ellas”.

          Ahora, cualquier persona sensata que ve que, si el celibato no es de la esencia del sacerdocio o del cristianismo, no puede su no cumplimiento acarrear lógicamente la exclusión del sacerdocio o del cristianismo.

          Para mayor evidencia de ese silogismo canónico, hagamos el siguiente paralelismo ilustrativo: el uso de un determinado uniforme colegial no es obligatorio para frecuentar las clases de cierto Instituto de enseñanza; ahora, el alumno X, no usa el uniforme colegial, y por esto es expulsado del colegio.

          ¿Encuentra el lector, que esa conclusión sea lógica?

          Hace diecisiete siglos que la iglesia católica romana existe como tal. En los tres primeros siglos la iglesia era católica pero no romana, una vez que el obispo de Roma no era considerado una autoridad superior a la de otros obispos. Quien decidía y legislaba eran los Concilios Ecuménicos formado por la totalidad de los obispos. Cuando el emperador Constantino el Grande concedió libertad de culto a la iglesia, a principios del siglo IV, y la colmó de privilegios políticos, fue la iglesia perdiendo poco a poco su carácter de comunidad fraterna y caminando rumbo a la dictadura jerárquica, con sede en Roma, capital del imperio de los Césares. Como protesta contra esta centralización de poder, el catolicismo oriental, con su sede en Bizancio (Constantinopla), protestó y acabó separándose de Roma. Desde entonces evolució y alcanzó su apogeo en el siglo XIX (1.870), cuando la infalibilidad doctrinaria fue transferida definitivamente de los Concilios Ecuménicos a la persona del obispo de Roma.

          La iglesia jerarquizada y heredera del espíritu del Imperio Romano de perseguida que fuera en el período de su pura catolicidad, se transformó en perseguidora. Emprendió expediciones bélicas contra el Oriente, matando el amor en el alma del cristianismo, a fin de rescatar el sepulcro vacío del Cristo; organizó las “guerras santas” de las Cruzadas, procurando convertir a los infieles con el filo de la espada; quemó en las hogueras de la Inquisición millares de católicos que preferían el cristianismo al catolicismo romano; excomulgó a todos los que no estuviesen de acuerdo con su espíritu dictatorial; todas esas violencias fueron y, en parte son aún practicadas, en nombre de aquél que nunca usó ni permitió a sus discipulos violencia alguna; que dio orden categórica a Pedro para que envainara su espada; que predicó el amor a los enemigos; que mandó ofrecer la otra mejilla a quien nos abofetease en una de ellas; que nunca proclamó ningún dogma exclusivista con la amenaza “¡cree o muere!”.

          Hoy en día, la iglesia romana deja de poseer el poder material del que fue detentora en los “siglos de oro” de la Edad Media, cuando el obispo de Roma era prácticamente el único señor del mundo, Papa y Emperador al mismo tiempo, coronando y destituyendo monarcas a su placer. Ser excomulgado era, en ese tiempo, la cosa más horrible que podía suceder a un cristiano, porque nadie alimentaba a un excomulgado, bajo pena de incurrir él mismo en idéntico desastre; el infeliz moría de hambre y miseria en la orilla de los caminos.

          Los tiempos cambian. Hace pocos años, el Papa amenazó con la excomunión a todos los católicos que de cualquier forma favorecieran al comunismo. Podemos contar por millones los católicos dentro y fuera de Rusia, que fueron alcanzados por esa amenaza pontificia. La excomunión es hoy, como el estallido de la pólvora en salvas.

          Hay quien crea que Dios ratifica meticulosamente los actos del clero romano, condenando las almas que el clero señala, y canonizando a los que ellos canonizan. Para creer tales cosas se ha de pensar en un Dios monstruoso, o quizás, que Dios debe ser ateo.

          El mundo actual, científico, filosófico y religioso, está caminando hacia una síntesis, si así lo queremos llamar: profundida espiritualidad, con vasta universalidad. Verticalidad y horizontalidad.

          La unión de estas dos líneas dá una cruz, señal de redención, la misma señal que en la física significa positivo, en la gramática más y en la mística infinito.

          Las iglesias y sociedades religiosas, para sobrevivir y ejercer influencia vital en la humanidad presente y futura, tienen por fuerza que acompañar ese movimiento vertical-horizontal, profundidad-amplitud, que es ni más ni menos que la marca de la genuina y verdadera catolicidad.

          Han de renunciar de una vez por todas a los parcialismos estrechos, sectarios, exclusivistas, egoísticos, intolerantes, que han sido y son la desgracia de las iglesias de todos los tiempos.

          La humanidad culta de hoy ansía ardientemente una espiritualidad vasta y

profunda, como el propio Dios y su Cristo a través de los siglos.

                                                 TÚ ERES PEDRO

          Hace diversos siglos que las palabras que Jesús dirigió a Simón Pedro, en Cesárea de Felipo, forman una cabeza de puente para acaloradas discusiones y polémicas, sobre todo entre católicos romanos y protestantes. Son ellas uno de los principios tópicos para afirmar la doctrina romana sobre la supremacía del pescador de Galilea sobre los demás apóstoles y la iglesia en general.

          No es mi intención descender a la arena y terciar armas a favor de uno u otro partido, tanto más que de la solución del problema de la supremacía, real o imaginaria, del apóstol Pedro, nada depende para la verdad y existencia perenne del cristianismo. Quiero tan sólo suministrar a los interesados unos hechos históricos llamándoles la atención para la opinión de tres grandes exponentes del cristianismo primitivo, siendo dos del primer siglo, San Pedro y San Pablo, y el tercero del siglo IV y V, San Agustín, conocido como el “doctor de la iglesia occidental”. ¿Cómo es que los tres predicadores del cristianismo, todavía no dividido en iglesia romana, ortodoxa y protestante, sabían de la autoridad pontificia de San Pedro?

          Cuando alguien es elegido Presidente de un país, es de suponer que él tenga conocimiento de este hecho. Si el apóstol Pedro fue de hecho nombrado por Jesús como jefe supremo de la iglesia, es de creer que él haya tenido noticia de tal nombramiento. Veamos si esto es así. Tenemos del apóstol Pedro dos cartas que forman parte del Nuevo Testamento. Pido a mis lectores que lean cuidadosamente esas cartas del “primer Papa”, escritas cerca de veinte años después de su pretendida nominación. No hay en esos documentos vestigio alguno que denote supremacía pontificia. El autor se considera cristiano entre los cristianos, habla como un hermano hablaría a otro hermano, de igual a iguales. No da órdenes, preceptos, mandamientos de un superior a sus inferiores. Pedro ignora evidentemente la dignidad que, a partir del siglo IV le fue atribuida por algunos historiadores eclesiásticos, interesados en centralizar el gobierno de la Iglesia en la capital del Imperio Romano. En una de esas cartas dice el autor que la escribió en “Babilonia”.

          Allá por el año 50 de la era cristiana se reunió en Jerusalén el Concilio Apostólico, a fin de armonizar puntos controvertidos de la iglesia primitiva. Quien presidió esa Asamblea y dio la decisión final, como leemos en los Hechos de los Apóstoles, fue Santiago, “hermano del Señor”, entonces obispo de Jerusalén. ¿Si Pedro era jefe de la iglesia, por qué no decidió las cuestiones con su suprema autoridad?

          Más o menos, al mismo tiempo, visitó Pedro la ciudad de Antioquía en Siria, entonces uno de los centros más florecientes del cristianismo. A principio, aceptaba el ex - pescador galileo invitaciones de parte de la comunidad étnica cristiana, sentándose a la mesa con ellos y comiendo de lo que ellos comían, sin hacer distinción entre manjares ritualmente puros e impuros, como existían entre los judíos y judeo-cristianos. Incriminado por los cristianos palestinos, Pedro volvió atrás, separándose de los cristianos convertidos entre los gentiles y evitando comer “manjares impuros”, subordinando así el espíritu del Cristo a la ley mosáica y poniendo a la iglesia naciente en peligro de cisma. Pablo, es pionero del catolicismo cristiano, no tolerando semejante actitud parcialista y herética. Y, como el escándalo de Pedro había sido público y en público era comentado por la iglesia de Antioquía, en público Pablo interpela a su colega de apostolado, porque “él no andaba conforme a la verdad del Evangelio”, según cuenta en la Epístola a los Gálatas. Pedro, con admirable humildad y sinceridad, reconoce que Pablo tiene razón, se retracta de su error y vuelve a la pureza evangélica, no haciendo distinción entre judeo-cristianos y étnicos-cristianos.

          Ahora, si Pedro hubiese pretendido infalibilidad en materia de fe y moral, ciertamente no habría renunciado a su propia opinión y aceptado la de Pablo. Mientras, Pedro vivió en el siglo I, y la infalibilidad pontificia fue definida en el siglo XIX.

          Por el año 58 escribe San Pablo su gran tratado llamado Epístola a los Romanos, dando a los cristianos de la capital del Imperio detalladas instrucciones sobre Jesús el Cristo, el Redentor, y sobre el proceso de justificación. ¿Por qué todo esto? ¿No habría sido más simple mandar a esos cristianos que se explicaran con su jefe espiritual, el obispo de Roma, Pedro que, según la opinión de los teólogos romanos de hoy, fue el primer Papa con sede en esa ciudad?

          En el capítulo final de dicha Epístola encontramos numerosos nombres de cristianos eminentes de Roma, a los cuales Pablo manda recuerdos de los cristianos de Corinto, donde esta carta fue escrita. Entre esos cristianos principales de Roma no figura el nombre de Pedro, el pretentido obispo y Papa de aquel tiempo; ni encontramos en parte alguna de esa carta la más ligera referencia a Pedro. ¿Sería creíble que Pablo mandase saludos a todos los notables cristianos de Roma, silenciando al más representativo de la iglesia, el jefe espiritual del cristianismo romano? ¿Quién puede creer cosa tan increible? Prueba de que Roma no conocía a Pedro.

          En el año 60/61 llega San Pablo a Roma como prisionero, y pasa dos años en la capital, con permiso de la policía romana para recibir visitas. De hecho, numerosos cristianos lo hacen. Se establece un vivo intercambio de correspondencia entre el “prisionero de Cristo” en Roma y las numerosas iglesias cristianas del Asia Menor y del Sur de Europa. Pablo, en prisión, escribe diversas cartas a los cristianos de Filipo, de Éfeso, de Colosse, a su amigo Filemón, mencionando los nombres de sus colaboradores y amigos en Roma y, una vez más, ninguna referencia a Pedro que, por ese tiempo, ya debía ser obispo de Roma desde hacía veinte años, según la teoría de los teólogos romanos de hoy. ¿Por qué no visita Pedro al gran confesor de Cristo, en la prisión? La respuesta es simple aunque nada “romana”: porque Pedro no estaba en Roma, ni era conocido por los cristianos de la capital del Imperio.

          En el año 62/63 Pablo es absuelto y puesto en libertad. Vuelve a Oriente y prosigue, infatigable, su obra evangelizadora.

          En el año 64, Roma está en llamas. De las 14 zonas de la capital, apenas 4 quedaron intactas y 10 fueron reducidas a cenizas y escombros. Nerón, el autor de ese gran incendio, como afirman varios historiadores contemporáneos, para declararse inocente de tal delito, lanza la culpa a los cristianos, y desencadena la primera persecución contra los discípulos de Jesús. De los residentes en Roma pocos escapan de la muerte. Pedro no murió en esta persecución, porque no estaba en Roma ni jamás lo estuvo. De lo contrario, como líder del movimiento cristiano, habría sido prisionero y el primero en ser torturado por los satélites de Nerón.

          En el año 67, Pablo reaparece en Roma para visitar y confortar a los cristianos que continuaban siendo víctimas de la persecución estatal. Es preso y encadenado, donde estuvo poco tiempo esta vez. Condenado a muerte, escribe su última carta, que figura en el Nuevo Testamento, como 2ª a Timoteo. Dá a ese gran discípulo, entonces obispo de Éfeso, las últimas instrucciones y pide con venga con urgencia a verlo en Roma, antes de la hora final; “apenas Lucas está conmigo”, dice el solitario héroe. ¿Dónde estaba Pedro, el obispo, o Papa, o jefe supremo de la iglesia? No lo visitó por la simple razón de que no estaba en Roma.

          Posiblemente, por ese mismo tiempo, Pedro se dirigió a Roma, tal vez con el mismo fin de visitar y consolar a los cristianos perseguidos. Si damos fe a una antigua tradición, fue preso y muerto en el año 67, año de la muerte de Pablo.

          En el siglo IV escribe un historiador cristiano Eusebio, citando autores más antiguos, que el apóstol Pedro pregonó el Evangelio y fue muerto en Roma. Tampoco dice que fue jefe de la iglesia romana.

          Resumiendo, podemos decir: 1.- que, según las fuentes históricas del primer siglo: los Hechos de los Apóstoles, epístolas de San Pedro y San Pablo: “el apóstol Pedro no fundó la iglesia de Roma; 2º.- No fue obispo de esa iglesia; 3º.- No residió en Roma; 4º.- Según documentos del siglo IV, podemos admitir que haya visitado Roma muy próximo el fin de su vida, predicando el Evangelio y sufrido muerte de mártir en la capital romana. Nada más sabemos. El resto es leyenda y tradición sin carácter de verdad histórica.

          Felizmente, la existencia y el triunfo del cristianismo nada tiene que ver con la verdad o falsedad de la estancia del apóstol Pedro en Roma. Sería ridículo suponer que la obra del Cristo dependiese de factores tan precarios.

          Entre el siglo IV y V podía un cristiano ser católico sin ser romano, abiertamente rechazar las palabras de Jesús “Tú eres Pedro” como confiriéndole la supremacía pontificia, a su apóstol, y a pesar de esto, ser considerado un eximio doctor de la iglesia, como sucede con San Agustín.

          Tengo ante mí las obras completas de este santo africano, editada bajo los auspicios de la orden benedictina. En el volúmen V, sermón 76, se lee lo siguiente:

          “Porque tú me dijistes “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo; también yo te digo: Tú eres Pedro . . . “ Pues antes se llamaba Simón. Ahora, este nombre Pedro le fue impuesto por el Señor. Y va en esto una figura, que significa la Iglesia. Por cuanto la piedra es el Cristo; Pedro es el pueblo cristiano, pues piedra es nombre principal. Tanto es así que Pedro viene de piedra, y no piedra de Pedro; así como Cristo no viene de cristiano, sino que cristiano viene de Cristo. Dice, por tanto: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra, que acabas de confesar, sobre esta piedra que conociste, diciendo: “Tú eres el Cristo, Hijo de Dios vivo”, edificaré mi iglesia”. Quiere decir: Sobre mí mismo, el Hijo de Dios vivo, edificaré mi iglesia. Sobre mí es que te edificaré, y no a mí sobre ti”.

          Como se ve, el mayor doctor de la iglesia latina, no considera la persona de Pedro como siendo la piedra, el fundamento de la iglesia. La piedra, el fundamento, es Cristo, el Hijo de Dios vivo.

          Como mucho, la confesión de Pedro, pero nunca la persona de Pedro, puede ser considerada como la piedra, el fundamento. La confesión de la divinidad de Cristo, es de hecho, el cimiento de la iglesia cristiana; en cuanto esa confesión permanece inalterable, la iglesia seguirá invicta, y las puertas del infierno no prevalecerá contra ella. La pesona, sin embargo, es débil y falible, no pudiendo en hipótesis alguna, figurar como cimiento del reino de Dios sobre la faz de la tierra. San Agustín, gracias a la extraordinaria perspicacia de su genio, percibe esta incongruencia, y por esto rechazó de antemano la teoría que, más tarde, vendría a ser defendida con tanto ardor por la teología romana.

          Conviene no olvidar que la teoría de ser Pedro el fundamento de la iglesia y haber sido el primer obispo de Roma, comenzó a ser propagada por algunos escritores eclesiásticos después que, en el siglo IV, el emperador Constantino proclamara la religión cristiana como religión oficial del Imperio Romano y cubrió de privilegios la jerarquía eclesiástica. Era natural que los jefes de la iglesia procurasen establecer un régimen central, a ejemplo del gobierno político del Imperio, con sede en Roma. Nada más conducente a ese fin que proclamar a Simón Pedro como habiendo sido nombrado por el propio Cristo jefe supremo y exclusivo de la iglesia.

          Sobre esta base creció a través de los siglos, la pretensión de Pedro como obispo de Roma.

          Es sabido que, desde el principio, el patriarca de Constantinopla y la iglesia cristiana de Oriente en general, protestaron contra esta pretensión del obispo de Roma, acabando en el siglo XI por separarse definitivamente de Roma.

          El obispo romano, sin embargo, siguió con su pretensión de ser jefe supremo de la iglesia, hasta que en el siglo XVI, casi la mitad de la Europa cristiana se separó de Roma.

          Es profundamente deplorable que una ambición político-jerárquica, sin fundamento alguno, ni en la Biblia ni en la Historia, haya escindido al cristianismo en tres ramas, sin esperanza alguna de reconciliación total, mientras esa ambición de jerarquía romana siga prevaleciendo contra los supremos intereses espirituales del cristianismo univesal.

          ¿Qué diría Pedro si hoy leyese algún tratado de la iglesia romana, y llegase a saber de su ignorada dignidad pontificia?

          ¿Qué diría Pablo si llegase a saber que en Roma, donde él estuvo preso durante unos años, residía el jefe de la iglesia cristiana, sin que él, Pablo, lo supiese? ¿Sin que recibiese, al menos, una visita? . . .

          ¿Qué diría San Agustín, si encontrase su nombre entre los “santos” de una iglesia que considera “herejes” a todos los que no identifican a Pedro como piedra de la iglesia; y Agustín era uno de esos herejes, “el doctor de la iglesia”. . .?

          ¿No encuentran mis alumnos y lectores que ya es tiempo de aclarar al pueblo la verdadera catolicidad . . . 8?

                    INFANCIA, ADOLESCENCIA Y MADUREZ ESPIRITUAL

          Cuando en los últimos decenios he ido definiendo cada vez más mi orientación con respecto a las religiones oficiales, me han ido acusando de “ateo”, “protestante”, “sectario”, como está “mandado” entre los que profesan algún tipo de catolicidad más o menos burda. Yo no he profesado el protestantismo ni el catolicismo, aunque en mi lejana juventud creí profundamente en ambos, pero procuraba y procuro hoy, con toda la sinceridad de mi corazón, aproximarme lo más posible al espíritu de Cristo y sus grandes apóstoles, de los cuales haré un día algunos comentarios sobre su vida y obra. Como la teología de Roma, desde el siglo IV era cristiana, y hubo que montar un sistema político-jerárquico que, en muchos puntos, es la negación radical de la religión de Cristo, cualquier hombre que busque un cristianismo genuino e integral es inevitablemente acusado de “hereje” o algo parecido.

          Esto trae a mi memoria la historia de un hombre que fue a visitar la isla de los cojos y los tartamudos. Cojear y tartamudear era considerado “normal” en esa tierra. Nuestro visitante no cojeaba, y fue enorme la burla que los isleños hicieron a ese hombre “anormal”. Quiso él explicarles que cojear era una anormalidad y que lo natural era andar sobre los dos pies; pero la burla fue peor, porque además de no saber cojear normalmente, tampoco sabía tartamudear debidamente, como era normal entre los habitantes anormales de la isla.

          Debo decir, todavía, que tuve más suerte que este visitante en la isla de los cojos y los tartamudos, porque he encontrado entre los católicos romanos,  buen número de sinceros discípulos de Jesús. Entre los protestantes, se ha dado un efecto análogo, aunque en menor escala. Es una simple cuestión de vista.

          En el principio era la catolicidad, el cristianismo virgen, auténtico, inspirado en la profunda experiencia de Dios a través del Cristo; todos los discípulos del Cristo, eran “un solo corazón y una sola alma”.

          En los principios del siglo IV, el emperador Constantino, después de su falsa conversión al cristianismo, concedió amplias libertades a la iglesia, lo que era bueno, y llenó de privilegios económicos-políticos-jerárquicos a los jefes de la misma, lo que vino a ser el principio de la decadencia espiritual. Fue la transición de la catolicidad para el catolicismo. Fue un veneno sutil instilado en el organismo de la iglesia, la erótica del poder, el virus de las ambiciones mundanas. La iglesia de perseguida se tornó perseguidora. Forjó armas. Convocó ejércitos. Organizó expediciones bélicas, cruzadas contra los infieles, creó la Inquisición, levantó horcas, encendió hogueras, fulminó con excomuniones, usó de todas las violencias imaginarias, a fin de llevar al triunfo a la religión de aquél que dio orden a Pedro para que envainara su espada, aunque fuera en legítima defensa.

          Desde el siglo IV hasta el siglo XIII, tenemos una continua línea ascendente en este sentido: decrece la catolicidad espiritual de la iglesia en razón directa del catolicismo político que va creciendo. Desde el siglo XIII hasta principios del siglo XVI, tenemos tres siglos de tentativas de reforma nacida en el seno de la propia iglesia, en el sentido de cortar el catolicismo político-profano y renovar la profunda espiritualidad cristiana de la catolicidad de los primeros siglos. Ninguna de esas tentativas reformatorias surtió efecto definitivo, una vez que los detentores del poder dentro de la iglesia eran los mayores antagonistas de esos movimientos genuinamente cristianos.

          Se desató entonces sobre el catolicismo romano la más tremenda tempestad: el protestantismo, dirigido por un monje de aquel tiempo, uno de los más fervientes seguidores del cristianismo.

          No me atrevo a afirmar que con la revuelta de Lutero haya regresado la iglesia al espíritu de los primeros siglos, aunque sea verdad que, tanto ese fraile agustino como los demás reformadores del siglo XVI, hayan hecho lo posible para alcanzar ese glorioso ideal. Los hombres son humanos, demasiado humanos a veces . . . La realidad histórica queda siempre muy separada de nuestros luminosos ideales.

          Para los católicos romanos fue el protestantismo la mayor desgracia de la iglesia; para los protestantes, el catolicismo romano es la más radical negación del cristianismo evangélico.

          Entretanto, a la luz del cristianismo integral, ni uno ni otro de esos puntos de vista puede ser mantenido en absoluto y definitivamente. El catolicismo y el protestantismo son dos ejes de la cadena del cristianismo, dos estadios evolutivos, relativamente necesarios.

          El catolicismo representa la infancia de la iglesia organizada, nótese bien: organizada, y no simplemente de la iglesia, que es anterior al catolicismo; la iglesia es la catolicidad, la infancia, cuya característica es el principio obediencia-autoridad, que es hasta hoy el distintivo típico del catolicismo romano. El católico romano no piensa: obedece, cumple órdenes, como un soldado, como la pieza de una máquina, o como dice Ignacio de Loyola, obedece como “un bastón en la mano de un anciano”, que hace el uso que quiere. Se sigue que esta obediencia del bastón es el principio básico del catolicismo romano, que el Papa es la representación única e infalible de Dios en la tierra, principio ese cuyos inicios se remontan al siglo IV y cuya definición oficial fue hecha por Pio IX en el año 1.870.

          El protestantismo, a su vez, representa la adolescencia de la Iglesia. El joven, al dejar la infancia, cuando descubre su Yo, cuando comienza a sentirse como un indivíduo, autónomo, entra en un período de independencia y emancipación, y no es rara la violenta rebeldía contra la autoridad. Quiere saber la razón de todo, especialmente de su condición de subordinado.

                    El protestantismo del siglo XVI, rechazando la autoridad jerárquica de la iglesia de Roma, proclamó el libre exámen de la Biblia, como única fuente y regla de fe y moral. Apeló de la infalibilidad del Papa para la de la Biblia. Pero, si Dios inspiró a los profetas y apóstoles, ¿por qué no inspiraría a otros hombres espirituales? La conclusión habría sido esto: “Dios inspira a todos los que son inspirables”, como de hecho muchos protestantes admiten, sobre todo los grupos místicos nacidos dentro del protestantismo.

          ¿Catolicismo o protestantismo?

          Frente a la madurez definitiva no tiene sentido esta pregunta, una vez que ambas, infancia y juventud, son fases definitivas del hombre total. La madurez admite conjuntamente los dos principios básicos, catolicismo y protestantismo: el principio de autoridad y el principio de individualidad. Aparentemente, son irreconciliables, pero solamente en apariencia y no en realidad. El cristianismo integral del futuro, la catolicidad plenamente madura de los siglos venideros, hará la maravillosa síntesis de estas dos antítesis. Claro está que esa síntesis no es posible en el plano horizontal, puramente teológico, eclesiástico, humano, demasiado humano, en el que actualmente se enfrentan los dos sistemas. Las cuatro líneas ascendentes de una pirámide corren en sentido contrario una de otra, pero si trazamos estas mismas líneas hasta la cúspide, convergirán todas en el ápice, armonizando en una única síntesis los diversos contrarios.

          En el ardor de la lucha y las polémicas de la actualidad, está claro que, ni la iglesia romana y las evangélicas aceptarán esta idea. La tendencia mutua es la de eliminación y no de integración. Los siglos futuros, sin embargo, demostrarán la verdad de lo que acabo de exponer.

          La solución está en el cristianismo integral, en una catolicidad realmente universal, panorámica, comprensiva, como el Cristo, como el propio Dios.

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