Inquietudes Metafísicas 1. 2

Salvador Navarro Zamorano

 

 

 

 

 

 

 

  CREYENTES, NO CREYENTES Y SABIOS

 

La humanidad está dividida en creyentes, no creyentes y sabios.

Los no-creyentes niegan la existencia de un universo espiritual. Vuelven la espalda a ese mundo desconocido. No han dado siquiera el primer paso rumbo a ese cosmos divino. Esos son los analfabetos del mundo espiritual.

Los creyentes admiten la existencia de ese universo ultrasensible, el “reino de Dios”, en el decir de Jesús. Se admite, por testimonio de terceros, sobre todo de los grandes videntes del Antiguo y Nuevo Testamento, o de otras Escrituras divinamente inspiradas. Pero, ellos mismos, esos creyentes, no poseen experiencia personal de ese misterioso cosmos de la Divinidad. Estan en camino, rumbo al reino de Dios y, más tarde o temprano, si persisten en la misma dirección, alcanzarán la meta y de creyentes pasarán a ser sabios o videntes.

Los videntes ya alcanzaron ese blanco supremo. Ellos ya no creen en Dios, saben a Dios.

Por más paradojal que parezca la verdad es que en el cielo no hay creyentes; hay sólo sabios, conocedores de Dios, seres iniciados en la suprema y última realidad del universo espiritual.

Los grandes genios espirituales de la humanidad: Moisés, Isaías, Jeremías, Pablo de Tarso, San Agustín, Francisco de Asís, Pascal, Buda, Lao-Tsé, y tantos otros, en cierto período de su vida, pasaron de ser creyentes a sabios, proceso ese que llamamos “conversión” o en griego “metanoia”, que quiere decir “más allá de la mente”, porque el convertido traspasa sus procesos mentales habituales, rompiendo las fronteras de un mundo hasta entonces lejano, dejando de ser de inconsciente a conocedor, de ignorante a sabio, de mero creyente a vidente.

En la vida de Jesús no encontramos esa transición; a los 12 años nos aparece como un iniciado en el reino de Dios. Y la definición que él nos da de la vida eterna no es en términos de “creer”, sino de “saber”: “La vida eterna es esta: que te conocerán a ti como Dios verdadero y único, y a Jesús el Cristo, tu enviado”.

          En el capítulo 13 de la 1ª Epístola a los Corintios, describe San Pablo, en términos de suprema inspiración esa transición del creer para el saber. En cuanto somos todavía criaturas en el mundo espiritual, apenas creyentes, vemos el reino de Dios indirecta y oscuramente, como “en espejo y enigma”; pero, cuando llegamos a ser adultos, alcanzando madurez espiritual, cuando nos volvemos conocedores, vemos a Dios y su reino, directa y claramente, “cara a cara”, así como nosotros mismos somos vistos y conocidos por Dios.

A la luz de esa ciencia directa y clara, de esa experiencia íntima de Dios, la fe deja de existir; pasa a ser visión, esto es, conocimiento por intuición directa e inmediata, experiencia vital y existencia de Dios.

También la esperanza deja de existir, porque se transformó en posesión de Dios.

El amor, sin embargo, sigue para siempre, intensificado por la fe hecha visión y por la esperanza hecha posesión. Y es por esto que el apóstol llama al amor el mayor de los tres.

Sólo el amor, amor eterno, es compatible con la suprema sabiduría de Dios.

En el reino de Dios, cuando es consumado, y él está dentro de nosotros, aún en la vida presente, solamente hay sabios y amantes, amor sabio, ciencia amante.

Pero el camino único para esa ciencia es la fe. Ésta es el camino, aquella es el término final. Ciencia es el último paso, fe el penúltimo.

Sólo el creyente puede volverse un sabio, un iniciado, un conocedor de Dios.

Es lo que Jesús llama el “nuevo nacimiento”. Es el “renacer por el espíritu”, y solamente el hombre que nace de nuevo puede “ver el reino de Dios”.

He dicho a todos mis alumnos y continúo diciendo lo mismo, a saber: que la conversión no quiere decir transición de una organización eclesiástica a otra; esto sería un movimiento en el plano superficial, que en nada afecta nuestra actitud para con Dios. Él no es católico, ni protestante, ni judío, ni musulman. La conversión verdadera y genuina es un movimiento en el plano horizontal hacia la línea vertical, quiero decir, de la ignorancia hacia la ciencia de Dios, de lo profano para la santidad, de la ceguera para la visión del reino de Dios. Y esto es posible en toda y cualquier iglesia o religión; tanto en el catolicismo como en el protestantismo, una vez que ni una ni otra en sus formas ortodoxas eclesiásticas es el cristianismo, sino unas interpretaciones más o menos felices del Cristo y su reino.

Naturalmente, es posible que el temperamento individual de fulano o ciclano realice la experiencia de Dios más fácilmente en esta o aquella forma de religión; pero esto es un elemento individual, secundario. En el fondo, en la esencia, ni esta ni aquella organización eclesiástica puede otorgarnos la suprema Realidad, la experiencia vital de Dios, sin la cual no hay religión perfecta. Las iglesias son caminos para esto, pero no son el final del camino. En último análisis, el encuentro personal con Dios, esencia de la religión, es tarea de cada hombre.

Nadie lo puede hacer por mí.

Nadie me puede dar, conferir, transmitir, otorgar, garantizar ese contacto existencial con Dios. Yo mismo, con la gracia de Dios, tengo que realizar esta tarea suprema de mi vida. Si no lo hiciera, mi vida sería un fracaso.

El encuentro con Dios se da en la cumbre de la más alta montaña, allá donde el alma está con Dios, en infinita soledad y silencio; Dios, yo y nadie más.

Necesitamos de una nueva reforma.

No una Reforma como la del siglo XVI.

No una Reforma contra la iglesia, sino una Reforma dentro de la Iglesia, dentro de todas las iglesias.

Ya no se trata de decidir si el Papa o la Biblia es la norma suprema de la fe y la moral.

No queremos saber si hay siete o dos sacramentos o ninguno.

Necesitamos de una reforma esencialmente espiritual, ética, mística, suprema, última, absoluta.

La nueva reforma, intra-confesional, intra-eclesiástica, debe tener por supremo y único objetivo entrar en contacto vital e íntimo con Dios, tener ciencia de Dios por experiencia personal; porque sin esto no hay religión verdadera y dinámica.

Las grandes pasiones religiosas son hijas de la Mística y ésta no es otra cosa sino la experiencia íntima de Dios.

La Mística cuando es genuina y dinámica, es intensamente realizadora en el terreno social. Extrae sus energías divinas del Gran Centro, y desde allí se esparce en estupenda actividad por todas las latitudes y longitudes de la vida humana.

Mística sin apostolado social, es morbidez.

La actividad social sin mística, es hueca.

La nueva Reforma debe ser una “Mística dinámica”.

Solamente aquél que posee esa mística dinámica es cristiano, hombre realmente espiritual no por compulsión externa, sino por impulso interno.

El sabio es un amante.

El amante es dinámico, ignora los imposibles, vive en perenne alegría, aun en medio de los sufrimientos.

¡Pioneros de la Mística dinámica, venid a asociaros con el gran movimiento espiritual que se aproxima!

 

 

 

 

 

 

 

 

¿CONVIENE SER LIBERAL EN MATERIA DE RELIGIÓN?

Fulano es liberal en materia de religión.

Esta es una de las mayores censuras que se puede hacer a un cristiano; y es también una de las mayores alabanzas.

¡Muera el liberalismo!

¡Viva el liberalismo!

Los mayores criminales de la historia fueron liberales en asuntos de religión; y liberales fueron también los mayores santos.

Liberal viene de la palabra latina liber, que quiere decir libre.

Todo liberal es libre; pero, ¿libre de qué?

Aquí es donde comienza el debate, la gran diferencia.

Puede el hombre ser libre de algo positivo; y puede ser libre de algo negativo.

He encontrado algunos agnósticos, materialistas, indiferentes en materia de religión que me decían: “Yo soy un liberal; no pertenezco a ninguna iglesia o secta; no creo en Dios ni en el demonio, ni en cielo ni en infierno. Soy un emancipado, un libre-pensador”.

Esta especie de liberalismo; vamos a llamarlo por brevedad “liberalismo negativo”, es idéntico al analfabetismo espiritual.

El analfabeto de nuestro país, también es liberal a su modo, quiero decir, libre, falto de nociones literarias positivas.

El adepto del liberalismo religioso negativo es, de hecho, tabla rasa en aquello que hay de más positivo, real e importante en la vida humana: el conocimiento y amor de la Suprema Realidad, la que llamamos Dios y su reino. Está sin respuesta frente al tenebroso enigma de ¿dónde? ¿hacia dónde? y ¿por qué? de la existencia humana. No encuentra en las 24 horas del día, 30 minutos para meditar sobre el Alfa y el Omega de la vida. Anda por todos los caminos de los problemas periféricos, sin investigar nunca el problema central, cuya solución sería la llave para todos los males.

Su liberalismo no es sino ignorancia, indiferencia, desinterés, obtusidad espiritual, falta de dinamismo y entusiasmo frente al destino último y supremo de la vida. Es una especie de sonámbulo, que lo ve todo pero no comprende nada. Por más brillante que ese hombre sea en otros sectores de la vida, falló en el punto capital, y sobre su losa sepulcral sólo se puede grabar este epitafio.

Aquí yacen los restos mortales de fulano de tal, que vivió 80 años, sin saber por qué.

Uno de los deportes predilectos de esos liberales negativos es hablar contra las iglesias y catalogar las flaquezas de los que las frecuentan; pues es sabido que la exhibición de las miserias ajenas parece poner en relieve las grandezas propias.

Hay todavía, otra clase de liberales diametralmente opuesta a esos primeros. Profesan un liberalismo positivo y constructor. Son liberales no por estar vacíos, sino por plenitud;  no por ignorancia sino por sabiduría; son liberales no por indiferencia sino por entusiasmo religioso.

El apóstol Pablo era uno de esos liberales positivos, y el mayor de todos se llamaba Jesús de Nazaret.

En el alma de ese liberal se cristalizó la sabiduría y el amor de Dios hasta el punto de traspasar todas las religiones y alcanzar la Religión; llegó a comprender intuitivamente el gran Símbolo que está detrás de todos los pequeños símbolos; recorrió el largo camino crepuscular de la fe y llegó al meridiano del conocimiento; a la oscuridad de los espejos y enigmas sucedió la claridad de la visión cara a cara.

Para él, liberal positivo, todas las formas de culto, de opacas que eran al principio, se volvieron transparentes y cristalinas, permitiéndole ver detrás, o mejor dentro de ellas, el Dios-Espíritu, el Dios-Verdad, el Dios-Amor, que es el centro de la Religión, pero que no es monopolio de ninguna de las religiones particulares.

El liberal positivo no rechaza ninguna iglesia o forma de culto. Tampoco proclama los absurdos de que todas las religiones sean igualmente buenas. Sabe que las religiones son caminos distintos para una meta única, y los caminos son tanto mejores cuanto más seguro y directamente conduce a los viajeros al fin deseado. Alaba la bondad de todas las religiones por las pautas de nitidez con que contempla la meta y la rectitud con que lo demandan.

La vasta y panorámica visión cósmica del liberal positivo está llena de comprensión y amor universal.

Testifica todo lo que Dios afirma.

Aunque haya escalado elevadas montañas, el verdadero liberal es un eterno viajero; no cree jamás estar al término de su camino; no reposa sobre los frutos recogidos; está siempre dispuesto a escuchar, aprender, asimilar, descubrir nuevos horizontes, como los pioneros de antaño. Por esto ignora las barreras confesionales. Gusta escuchar a los representantes de diversas iglesias cuando hablan sobre Dios, objeto perenne de su nostalgia; los escucha con respeto y gran receptividad, y aunque no pueda aceptar todo de todos, asimila de cada sermón que escucha, de cada libro que lee, algo para enriquecer su patrimonio espiritual.

Una vez que el verdadero liberal es un sabio y un santo, esto es, un iniciado en el mundo de la Realidad Suprema, sabe por instinto infalible lo que le conviene aceptar o rechazar de aquello que escucha y lee; así como el organismo sano asimila lo que le sirve y recusa lo que no es bueno para su crecimiento y vigor.

Cada vez que entro en la atmósfera densa de un liberal negativo, me cierro instintivamente contra sus emanaciones tóxicas, a fin de no ser contaminado por ellas; pero, cuando entro en el ambiente benéfico de un liberal positivo, abro todas las puertas de mi ser, a fin de recibir de lleno las vitalizantes radiaciones de ese sol divino.

Entre el liberal negativo y el positivo está el llamado ortodoxo, el hombre que está vivamente interesado en las cosas del mundo espiritual, pero no llegó todavía a catalizar de forma definida los elementos dispersos de su universo espiritual.

En cualquier hipótesis, es preferible la condición de ortodoxo al de liberal negativo. En el alma del ortodoxo existe por lo menos una base, sobre la cual se puede, eventualmente, levantar un edificio de espiritualidad, mientras que el espíritu del liberal negativo es movedizo arenal incierto, que no ofrece garantía para edificación espiritual. Le falta la experiencia interna del reino de Dios, y por esto carece de amor y entusiasmo dinámico, sin los cuales nada se alcanza en el plano de la vida superior.

He oído decir muchas veces que no conviene abogar ningún liberalismo religioso, porque el liberal carece de entusiasmo por la causa, está falto de dinamismo realizador, de espíritu de sacrificio, indispensable para realizar algo positivo, sólido y duradero en el mundo espiritual. Esto es exacto, y muchos siglos de experiencia, dentro y fuera del cristianismo, lo prueban sobradamente. Este no es el liberalismo que defiendo; prefiero la ortodoxia, incluso el dogmatismo intransigente e intolerante, porque éste, aunque estrecho y brutal, es por lo menos dinámico y dotado de espíritu de sacrificio.

El liberalismo religioso que abogamos es diametralmente opuesto a ese, y va mucho más allá del dogmatismo ortodoxo, porque está cimentado en la experiencia profunda de aquello que es más dinámico, más real, de cuanto existe en el universo: Dios y su reino entre los hombres. No hay desánimos, pesimismos, imposibles para el verdadero liberal. Él no es pesimista ni optimista, sino eminentemente realista, y está siempre dispuesto a sacrificar en el altar de la Realidad Suprema y Absoluta todas las realidades subalternas y relativas de la vida humana.

El liberal negativo es un no-creyente.

El liberal positivo es sabio, sapiente por una luz interna, por una iluminación divina que traspasa todas las luces de la inteligencia y de la fe puramente dogmática. Esa ciencia es la plenitud de la fe vivida, sufrida e intimamente gozada.

Los periódicos acostumbran hablar sobre los “problemas” que el hombre moderno tiene que enfrentar en estos tiempos.

No hay problemas, en plural. Hay solamente un problema, en singular. De la solución de este problema central y único depende la solución de todos los llamados problemas.

Solamente el liberal positivo posee la llave para abrir esa puerta secreta. Sólo él puede servir de verdadero faro y guía de la humanidad.

 

 

 

 

 

 

                              EL REALISMO DEL REINO DE DIOS

“No creo en la religión; soy demasiado realista”.

Es común escuchar frases como esta, en todas sus variantes.

Evidentemente, los autores de las mismas consideran la religión como algo puramente idealista, emocional, propio de personas retiradas de la vida real; una especie de ornato o artículo de lujo, adicionado a la vida humana integralmente constituída en su realidad esencial. No niegan, generalmente, que sea bello y deseable tener religión, pero se consideran demasiado realistas, prácticos y positivos, para interesarse por un asunto tan poco real y positivo como el ser religioso, al entender de ellos.

Esta mentalidad profesada por millares de hombres modernos es, quizá, el más característico síntoma de caos mental y de universal confusión que el tiempo de la radio, televisión, comunicaciones telefónicas y bomba atómica, ha creado en el espíritu humano.

Es evidente que, desde ese punto de vista, las palabras de Cristo, la Biblia y la religión en general, son incomprensibles, como otras tantas esfinges que contemplan con ojos sin luz la silenciosa vacuidad del desierto. A final de cuentas, ningún hombre de cuerpo y alma sanos, gusta de correr detrás de espejismos y quimeras; el hombre normal es esencialmente realista y positivo.

Esos hombres no se equivocan en sus conclusiones, pero sí en sus premisas, asumiendo la irrealidad del mundo espiritual. Para ellos, el mundo superficial de la materia es plenamente real, mientras que el mundo central del espíritu es total o parcialmente irreal. Lo que hacen esos hombres es invertir las funciones de la periferia y del centro: para ellos la superficie es el centro y viceversa.

Toda la dificultad del hombre profano está en su mengua de realismo y su exceso de irrealidad. Y lo que agrava excesivamente esa dificultad es la circunstancia de considerar su irrealismo como más real que la propia realidad, la cual a su vez, retrocede hacia un lejano horizonte, vago e impreciso, de una total o casi total irrealidad.

Anteriormente hablé de “iniciación espiritual”. Ahora, iniciación espiritual no es, ni más ni menos, que un arrojado salto mortal de la irrealidad periférica hacia la realidad central del universo; y ese salto es el más inmortal de cuantos saltos puede el hombre dar, porque es un salto bien dentro del corazón de la inmortalidad, idéntica a la Suprema Realidad.

Esto es lo que el Evangelio llama “metanoia”, o “conversión” en latín. Metanoia, recordemos, viene de “meta” (más allá) y “nous” (espíritu); quiero decir, que el iniciado para llegar a su iniciación, la conversión, o al nacimiento por el espíritu, debe lanzar su espíritu hacia más allá de su tradicional centro de gravedad, realizar una transposición del sostenimiento de su Yo interno, ir más allá de su actitud periférica y alcanzar una base central; en una palabra, debe sustituir su irrealismo ilusorio por un realismo verdadero.

“Metanoia” o conversión es, pues, un abandono de la periferia y una ocupación del centro, un camino de apariencias para otro de esencia, del parecer para el ser, de la mentira para la verdad.

En este sentido, dice Jesús: “La verdad os hará libres”, y el apóstol Pablo habla de la “gloriosa libertad de los hijos de Dios”.

Verdad es ser central; mentira es parecer superficial.

Vivir en la mentira es esclavitud.

Vivir en la verdad es libertad.

El hombre que vive en la verdad es realista, porque verdad es realidad.

El hombre que vive en la mentira es irreal, porque la mentira es irrealidad.

Verdad, realidad y libertad son sinónimos, o mejor, son idénticas.

Dios es la Infinita Realidad, y el hombre es tanto más realista cuanto más cerca está de Dios, y tanto menos real cuanto más lejos está de esa plenitud de la Realidad.

Si hay en nuestro siglo tantos hombres poco espirituales, nada religiosos, materialistas, ateos, agnósticos, indiferentes, es debido a su falta de realismo y su exceso de ilusionismo.

Nuestro gran progreso físico e intelectual acabó por atrofiar la facultad más delicada de nuestro Yo espiritual. Todo ese despilfarro superficial ahogó la discreta música del centro. Necesitamos de una profunda “metanoia”, reeducando a nuestro Yo para recibir las vibraciones sutiles del espíritu.

Poco importa lo que el hombre posea o no, lo que importa es cómo lo posee. Ese cómo es un arte, y divide a la humanidad en dos campos: los que saben y los que no saben poseer. Puede un millonario poseer sus millones sin ser por ellos poseídos; y puede el mendigo ser poseído por lo poco que posee. Se puede ser señor de lo que se tiene y podemos ser esclavo de lo que no tenemos, pero que desearíamos poseer.

El mal no está en poseer; todo el mal está en ser poseído por aquello que se debía poseer.

Y todo esto, ¿por qué?

Porque ese hombre que se considera tan realista y positivo, es extremadamente irrealista y negativo. No es “pobre de espíritu” no es “puro de corazón”. Por esto no puede ser llamado “hijo de Dios”, por esto no es de él “el reino de Dios”. Quien está en el centro está en el reino de Dios.

Todo hombre no espiritual peca por falta de realismo. Corre al amparo de sombras sin contemplar la realidad que las proyectó. Persigue los rayos solares volviendo la espalda al foco de donde ellos son irradiados.

No es posible poseer sombras y reflejos sin primero tener las fuentes de esos fenómenos. Sombras y reflejos son cosas de segunda mano, derivadas, no originales. Para poseerlas se debe primero tener aquello que les dio origen y que las sustentan en su ser. O, en el lenguaje de Jesús: “Procurad primero el reino de Dios, y todas las otras cosas os serán dadas por añadidura”.

Este es el misterio de todas las cosas periféricas: cuando las procuramos separadas del centro, huyen de nosotros. Cuando nos agarramos a ellas, se disuelven en nuestras manos. Cuando saboreamos su dulzura natural, nos llenamos la boca de hiel. Cuando cubrimos con ellas nuestra vida, se abre dentro de nosotros un gran vacío. Pero, cuando volvemos la espalda a las cosas superficiales y vamos en demanda del centro, todas las cosas periféricas se ponen a correr tras nuestro, se prenden a nosotros porque quieren ir al centro. Parecen desconfiar del hombre que las procura y de ellas se enamora, y tienen una confianza instintiva en el hombre que va rumbo al centro, porque en su íntima esencia todas las cosas son centro.

El Sermón de la Montaña, alma de la doctrina del Cristo, es extremadamente realista. Evitar el homicidio sin hacerlo con la ira y el odio donde nace, es ser demasiado irreal; y Jesús exige un absoluto realismo.

Querer evitar el adulterio, dando libre curso al pensamiento libidinoso que lo contiene en gérmen, es ser poco realista. Pagar mal con mal, o dejar de pagar mal con mal, es irrealidad. Realismo positivo e integral es pagar mal con bien, amar a nuestros enemigos, responder con amor al odio, bendecir a los que nos maldicen, ser positivo para con los que son negativos con nosotros; esto es ser “hijo del Padre celestial”, que es la Suprema Realidad.

Y este es el realismo de Jesús y del reino de Dios que proclama.

Nuestro cristianismo está en razón directa de nuestro realismo, y no en razón inversa.

Seamos realistas como Jesús y seremos perfectos cristianos.

 

 

 

 

 

 

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