Inquietudes Metafísicas 2.7

Salvador Navarro Zamorano

 

 

   

 

 

 

                                         LAS DOS HUMANIDADES

          Leemos en el Evangelio de Mateo 25:31-46, unas palabras extrañas. Dice Jesús que, en el Juicio Final, la humanidad será dividida en dos campos, estando una parte a la derecha y la otra a la izquierda del divino Juez. Esta división no será ficticia, basada en meras apariencias externas, como sucede actualmente; pero el criterio de esa división en dos campos está radicada en la realidad, obedeciendo a la íntima esencia de los seres que componen esas dos partes; tanto es así, que unos irán a “la vida eterna” y los otros al “suplicio eterno”, es decir, en direcciones diametralmente opuestas la una de la otra: vida – muerte, luz – tinieblas, sí – no.

          Quiero decir que, los seres humanos de la derecha son integralmente buenos, y los de la izquierda son totalmente malos.

          Y es aquí que comienza el gran misterio:¿cómo puede un hombre ser integralmente bueno o totalmente malo? En el mundo presente, en los dominios que alcanza nuestro experiencia, no hay tal cosa. No existe en la tierra un hombre que sea 100% bueno ni 100%  malo. La vida terrenal solamente nos presenta hombres mixtos de bondad y maldad, hombres casi buenos y casi malos, hombres luz-tinieblas, pero no hombres-luz ni hombres-tinieblas. Cada uno de nosotros es un ser crepuscular, parcialmente luz, parcialmente tiniebla. El hombre medianoche o mediodía no existe en la tierra.

          Entretanto, está fuera de duda que, según las palabras de Jesús los que, en la decisión final estuvieran a la derecha, son plenamente buenos y los que estuvieran a la izquierda son totalmente malos. De lo contrario, no podrían aquellos ir a la vida eterna, donde no existe el menor porcentaje de lo contrario; ni podrían estos ir a la muerte eterna, donde no existe la menor parcela de vida, esto es, de bondad.

          Preguntamos: ¿qué fue lo que hizo a esos hombres totalmente malos?

          ¿Fue Dios?

          Evidentemente no. Dios respeta la libertad que otorgó al hombre y no lo trata como una máquina pasiva, como un autómata irresponsable.

          ¿La muerte?

          Pero la muerte física es un fenómeno meramente material y negativo, que no produce efecto espiritual y positivo.

          ¿La vida?

          Pero, como digo, en la vida presente no existen hombres enteramente buenos ni enteramente malos. Supongamos, por ejemplo, que un hombre sea aquí un 75% bueno y un 25% malo, o viceversa. ¿Qué es lo que lo hace en el Juicio Final, 100% bueno o 100% malo, como las palabras de Jesús suponen?

          Es inevitable, por más extraño que parezca, admitir que esa bondad o maldad integral ya existe ahora, en la vida terrenal del hombre. Hay, ahora mismo, hombres integralmente buenos y hombres integralmente malos, aunque esa plenitud de bondad o maldad no sea manifiesta, pero sí latente. La decisión final no adiciona cosa alguna a la realidad del ser humano, sino que revela lo que todavía está oculto, así como el fotógrafo revela por medio de una solución química todo cuanto existe en el cliché expuesto a la luz. Ningún objeto es visible antes de esa revelación, pero todos los objetos son reales; el acto de revelar el celuloide no añade cosa alguna a la realidad; solamente hace manifiesto lo que estaba oculto.

          Es inevitable admitir que algo análogo sucede en el terreno espiritual, en el día de la suprema revelación.

          Debe, pues, existir en la vida presente algo que crea esa diferencia entre los hombres.

          ¿En qué consiste esa enorme diferencia, ese abismo metafísico que separa al hombre realmente bueno del totalmente malo?

          Para resolver este problema de los problemas es necessario, ante todo, tener en mente que el hombre no es lo que señala sus actos transitorios, pero sí, su actitud permanente. Los hechos son como puntos aislados en la superficie, mientras que la actitud es el centro del círculo. Puede, ciertamente, los hechos manifestar la actitud, pero ellos no son esa misma actitud.

          Lo que el hombre cree, no puede ser determinado por su credo, sino por la actitud interna que habitualmente preside sus actos.

          Pueden dos hombres producir los mismos actos externos y ser internamente diferentes, así como la cizaña de la parábola era externamente tan parecido al trigo que apenas podía ser distinguido y, mientras tanto, la diferencia interna, el principio vital en este caso, era enorme.

          El reino de Dios, dice Jesús, no puede ser observado como un fenómeno externo, ni puede apuntarse con el dedo diciendo: “¡Aquí está el reino de Dios! Mas el reino de Dios está dentro de vosotros”.

          Y para que el hombre pueda “ver” ese reino de Dios, dice Jesús a Nicodemos, debe “renacer”, recibir una vida nueva del espíritu. Este renacimiento debe ocurrir en virtud del libre albedrío, bajo pena de que el hombre no pueda “ver” el reino de Dios aunque ese reino esté dentro de él. Entre las palabras “el reino de Dios está dentro de vosotros”, y cuando oréis decid: “Padre nuestro que estás en los cielos, venga a mí tu reino”, parece haber contradicción. ¿Cómo puede venir lo que ya está dentro de mí? Entretanto, esa paradoja es la más profunda verdad: puede el reino de Dios estar dentro de mí, pero siempre que lo perciba, experimente, viva, mientras tenga de él consciencia vital, caso contrario sería como inexistente. En uno de sus sermones dice San Agustín: “¡Dios, tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo!” De la misma forma podemos decir: “El reino de Dios está conmigo, pero yo no estoy con él”.

          Afirma el libro del Génesis que el hombre es, en virtud del espíritu, “imagen y semejanza de Dios”. Escribe el apóstol Pedro que somos “participantes de la naturaleza divina”. Dice San Pablo a los filósofos de Atenas que somos “de estirpe divina”. Enseña Juan el Evangelista que somos “hijos de Dios”. Y es también esta la doctrina del Cristo. Supone todo esto que existe en cualquier hombre algo cualitativamente idéntico a Dios, aunque cuantitativamente diferente. Pero la presencia meramente objetiva de ese elemento divino dentro del hombre no es suficiente para que él esté en el reino de Dios; para esto es necesario que sea consciente de ello, que lo experimente y viva. De lo contrario, está el reino de Dios dentro de él sin que se encuentre conscientemente dentro. El renacimiento espiritual es, esencialmente, ese “tornarse consciente” del reino de Dios en el hombre.

          El hombre vivió millares de años como ser simplemente físico-intelectual, sin todavía poseer, o antes de ser poseído, del espíritu divino, sin haber vivido el reino de Dios. El Génesis no se refiere a ese período pre-espiritual; sino al gran acontecimiento en que el espíritu de Dios tomó posesión del hombre, haciendo que fuese a “imagen y semejanza de Dios”.

          En el período pre-espiritual era el hombre dominado necesariamente, como todo el resto del mundo no espiritual, por la ley suprema del egoísmo o, más explícitamente, por la ley de la exclusiva auto-afirmación, es decir: la afirmación del propio indivíduo y la negación de todos los demás seres.

          Con la llegada del espíritu divino, al cual se refiere el Génesis, fue esa ley del individualismo exclusivo elevada a un nivel superior, que podríamos llamar de auto-afirmación inclusiva, es decir, la afirmación del propio Ego juntamente con la afirmación del anti-ego, del Tú, del Nosotros. El Yo – actitud fue integrado en el Nosotros – actitud, la posición unilateral del egoísmo dio lugar a la posición integral del altruísmo, la parcialidad culminó en totalidad, la estrechez del Ego se abrió a la panorámica generosidad del Nosotros, el egoísmo físico-intelectual se fundió en el amor espiritual, así como las aguas del río se lanzan en la inmesidad del océano.

          En el mundo infra-humano, pre-espiritual, prevalece la antítesis: ¡o Yo o Tú! En el mundo genuinamente humano, espiritual, impera la síntesis: ¡Yo y Tú! Esto es: Nosotros. En el mundo pre-espiritual la afirmación del propio Yo equivale a la negación de todos los otros Yoes; existe una radical incompatibilidad entre el Yo y el Tú; la afirmación del primero significa la negación del segundo, y viceversa. En el mundo espiritual lo imposible se torna posible: afirmando el propio Yo puedo afirmar al mismo tiempo el Yo ajeno, el Tú. Y, como gloriosa culminación de ese Nosotros-actitud espiritual, hago el maravilloso descubrimiento de que la plena y perfecta afirmación del propio Yo es únicamente posible a través de la vasta y sincera afirmación del Tú, del Nosotros. Mi Yo llegó a la última y suprema madurez solamente después que afirmé incondicionalmente el Tú. En otras palabras, dice el apóstol Pablo: “El amor es el vínculo de perfección”. Integrando mi Yo en la gran sociedad del amor, doy a ese Yo el último remate de perfección, así como una célula solamente adquiere el apogeo de su destino después que se integró en el Todo del organismo.

          Egoísmo y altruísmo, ambos son afirmaciones del Yo, con la diferencia de que el egoísmo es auto-afirmación exclusiva, y el amor auto-afirmación inclusiva.

          Ningún ser real puede negarse a sí mismo, en el verdadero sentido de la palabra. Cuanto más real es un ser tanto mayor es su auto-afirmación. Dios, el Ente Real, la Infinita Realidad, es la infinita auto-afirmación. Él se afirma a sí mismo con la infinita potencia de su naturaleza divina. Entretanto, tenemos que añadir que, cuanto más real es un ser y cuanto más perfecto en su auto-afirmación, tanto más inclusiva es su auto-afirmación. Dios incluye en su auto-afirmación, en su infinito amor propio, todos los seres sin exclusión de cualquiera. Por otro lado, cuanto menos perfecta es la auto-afirmación de un ser, tanto más exclusivo es.

          Cristo es la suprema afirmación del amor, así como el anti-Cristo es la suprema afirmación del desamor, que es el egoísmo.

          “Negarse a sí mismo”, quiere decir en el lenguaje de Jesús, subordinar el Yo físico-intelectual al Yo espiritual, pero todo en un debido orden. Puedo y debo “negar” el falso Yo periférico, a fin de poder afirmar el Yo central, verdadero. No puedo, sin embargo, negar a mi verdadero Yo, central, espiritual, lo que sería inmoral, pecado, un verdadero atentado contra la íntima esencia de mi individualidad.

          La humanidad está dividida realmente, aquí en la Tierra, en dos campos: 1) los que obedecen a la ley físico-intelectual, infra-espiritual, manifestada en una afirmación exclusiva individual; estos no renacerán por el espíritu, y por esto no pueden ver el reino de Dios, aunque esté dentro de ellos; 2) los que son guíados por la ley del espíritu, tienen experiencia vital de Dios y de su reino, y por esto su auto-afirmación es inclusiva, abarcando en ese amor panorámico y universal a Dios, a la humanidad y a todos los reinos de la realidad. Son ellos los verdaderos y genuinos realistas.

          No quiere esto decir que los primeros no practiquen, de vez en cuando, actos buenos; ni quiere decir que los últimos no cometan aquí y allá, un mal acto, en cuanto todos están distantes del término final. Pero, como cada uno es su actitud interna permanente y no sus actos transitorios, lo que decide del valor o depreciación del hombre es su actitud interna. Esta, sin embargo, es el resultado de una experiencia íntima de Dios y su reino.

          ¿Cuál es esa experiencia de Dios?

          No hay definición. Es algo íntimo, no analizable o definible. Es uno de esos misterios supremos del cual dice San Agustín: “Si alguien me pregunta lo que es, no lo sé decir; pero si nadie me pregunta, sí que lo sé”. Las cosas físico-intelectuales son definibles; las cosas espirituales son objeto de experiencia, pero no de definición. Así, tampoco sabemos definir lo que es la vida, aunque como seres vivos, sepamos por experiencia lo que es.

          El mundo físico-intelectual pertenece al plano del menos, mientras que el mundo espiritual pertenece al plano del más. Quien tiene el más tiene el menos, pero no al contrario. Por eso dice San Pablo: “El hombre espiritual comprende todas las cosas, en cuanto él mismo no es comprendido por nadie”.

          Hay una transición del menos para el más, aunque éste no pueda nacer de aquél, lo cual sería contra el principio de razón suficiente, pero no hay un regreso del más para el menos. El iniciado del espíritu nunca podrá volver a ser profano. De ignorante me puedo transformar en sabio, pero nunca podré regresar a la ignorancia. Mi experiencia de hoy puede ser sustituída por la experiencia de mañana, pero ésta no podrá jamás recaer en el plano de la inexperiencia.

          La ley de gravedad no es válida en el mundo del espíritu. El centro del espíritu está en sentido opuesto al del mundo materialista.

          El fin supremo y único de todas las religiones e iglesias, de todos los sermones y catequesis espirituales, es llevar al hombre a esa experiencia de Dios, sin la cual la vida religiosa es mera exteriorización. En la medida que las religiones e iglesias realicen esto, serán positivas y verdaderas.

          El mayor triunfo del auténtico educador es no volverse supérfluo, enseñar a sus discípulos tan claros y sólidos elementos de conducta moral, que ellos puedan seguir el recto camino, seguro y firme, sin apoyarse en las muletas del maestro; el educador que, al fin de su tarea, sigue siendo indispensable, ha fallado en su labor pedagógica; es un ciego conduciendo a otros ciegos, y ambos van a caer en el abismo.

          El mayor triunfo de una iglesia es señalar a sus hijos el camino de un contacto directo con Dios, de una experiencia íntima del mundo espiritual. Toda iglesia que no lleva a las almas a esa suprema culminación, ha fracasado en el punto central de su misión, como la madre que no supo dar a su hijo una educación que lo llevase a una existencia autónoma e independiente de los auxilios maternos.

          En ciertos sectores de la iglesia cristiana de nuestros días, se ha pregonado la eterna dependencia y esclavitud espiritual y eclesiástica, como el estado normal y perfecto del hombre. Esas iglesias cometieron el crimen de reducir a sus fieles a un perpetuo infantilismo espiritual, prohibiéndoles alcanzar la madurez espiritual del espíritu, que está en la experiencia íntima de Dios y en su reino.

          La experiencia y la ignorancia de Dios, divide a la humanidad en dos campos, el de los sabios y el de los ignorantes, el de los videntes y el de los ciegos, el de los iniciados y el de los profanos.

          Son las dos humanidades . . .

 

 

           CONCIENCIA CÓSMICA EN LA EDAD ATÓMICA

          ¿Qué diríamos de un jardinero que, viendo los árboles de su jardín cubiertos de hojas amarillas y enfermas, las pintase de verde, a fin de curarlos? Pero el árbol se va secando, secando, hasta morir del todo . . .

          ¿Dónde está el mal? No en las hojas marchitas, sino en el principio vital de la planta, en lo íntimo de ese organismo debilitado. Lo que importa no es eliminar los síntomas del mal, sino la causa de la molestia, revitalizar el árbol debilitado. Lo que está enfermo no es, propiamente, el cuerpo de la planta, sino que antes lo fue su alma, esa misteriosa esencia del ser vivo, sustancia que ningún análisis intelectual puede alcanzar, sino que la síntesis intuitiva percibe como siendo la fuente, causa y alma de todos los fenómenos externos.

          Nuestro planeta Tierra, a lo que parece, va a ser una vez más teatro de futuras guerras locales y con la posibilidad de una guerra mundial. No bastaron las dos anteriores, que cubrieron con un diluvio de lágrimas y de sangre la primera mitad del pasado siglo. La humanidad quiere una guerra más como sangrienta aurora de este tercer milenio.

          ¿Será esa Tercera Guerra Mundial la última guerra universal de la raza humana?

          Las guerras acabarán cuando la humanidad haya superado definitivamente el estado de consciencia individual en que vive hace miles de años, y entre en los dominios de la consciencia universal o cósmica.

          Esto es cierto, y no hay nada más cierto que esto.

          Nos dice la ciencia que el hombre, en su largo período pre-intelectual, durante millones de años, vivió en el plano de la inconsciencia o sub-consciencia individual. Después de ese período de inconsciencia, goza el hombre de consciencia individual, caracterizada por la inteligencia ego-cosnciente.

          Pero . . . el hombre es una sinfonía inacabada, un ser en plena evolución. . .

          ¿Cuándo cruzará la frontera de la actual consciencia individual, esencialmente egocéntrica, invadiendo los vastos dominios de la consciencia cósmica, que es la comprensión universal, altruísmo, amor total? . . .

          La inteligencia ego-consciente, ya emancipada del instinto inconsciente, pero aún no poseedora de la consciencia universal, es la fuente de todos los males, el enemigo y peligro número uno de los hombres y la humanidad.

          Ciencia sin consciencia, es el Satán e infierno del género humano.

          Acabamos de alcanzar una de las más grandes metas de la ciencia. Hemos llegado a ser los hijos de la Edad Atómica. Pero, los horizontes de la Edad Cósmica está aún envueltos en tinieblas; unos pocos clarividentes, intuitivos, vislumbran a lo lejos los albores de un nuevo día, el día eterno del que hablaba el Cristo, el Hombre Cósmico . . . Verdad es que, antes de que Einstein inaugurase la ciencia atómica, ya el clarividente Moisés había proclamado la Edad Ética, diciendo a los hombres lo que ellos no debían hacer; pero cuando apareció el mayor de todos los hijos de Israel, Jesús de Nazaret, y dijo con su vida y palabra lo que los hombres debían hacer para entrar en el mundo cósmico del “reino de Dios”, la humanidad como tal no estaba madura para la gran revelación; apenas un puñado de hombres altamente receptivos, marcharon rumbo al nuevo mundo; el grueso de sus contemporáneos no lo comprendieron, y la iglesia oficial e infalible de la época crucificaron como blasfemo al único hombre cósmico que nunca antes había aparecido sobre la faz de la tierra . . .

          Nada adelanta responsabilizar a las potencias totalitarias o países democráticos por la situación del género humano. Tanto unos como otros son ramas del mismo tronco común, ¿y cómo podrían ser las ramas mejores que el tronco? Ni tampoco vale rechazar esta o aquella iglesia. La raíz del mal no está en este o aquél gobierno, ni en esta o aquella iglesia. La esencia del mal está en el hecho de hallarse la humanidad en un nivel evolutivo de consciencia individual, plano visceralmente egocéntrico y, por tanto, incompatible con la paz y armonía universal.

          Toda evolución, como sabemos, progresa con pasos mínimos en espacios máximos.

          El hombre, llegado apenas al plano de la consciencia individual, como sucede con la inmensa mayoría de la humanidad actual, es egocéntrico, miope, interesado; quiere todas las ventajas para su querido e idolatrado Ego; que sea su ego físico o familiar, o su ego nacional o sectario, siempre y en todos los casos, la misma fuerza centrípeta que lo impulsa a hacer girar todo alrededor de su centro físico, familiar, nacional o eclesiástico. El egoísta es incapaz de concebir el Todo, lo Universal, lo Cósmico, lo Divino como objeto máximo y motivo dominante de su vida y actividad. Cree aún en la obsoleta teoría geocéntrica en vez de adoptar la astronomía heliocéntrica. Es egocéntrico en vez de cosmocéntrico.

          Y este es el mal de los males, el mal básico, fundamental, del cual brotan todos los otros males. Existe un solo problema en el hombre: la transición del Yo para el Nosotros, del individualismo para el universalismo, del parcialismo individual para el totalitarismo universal, del egoísmo para el altruísmo, de la idolatría del pequeño ego para el culto del gran Tú, del panorámico Nosotros. En cuanto el hombre no resuelva este problema, esencialmente personal, ningún otro problema tendrá solución real y definitiva. Con la solución de este conflicto están resueltos, automáticamente y globalmente, todos los demás problemas que puedan haber.

          Aparecerán, en el transcurso de la historia humana, algunos especímenes avanzados de nuestra raza, una pequeña élite, que haya alcanzado parcial o totalmente, el nivel de consciencia cósmica: Moisés, Sócrates, Plotino, Gautama Buda, Zaratustra, Pablo de Tarso, Francisco de Asís y el mayor de todos, Jesús el Cristo, el hombre tan perfectamente identificado con Dios, hasta el punto de poder decir: “El Padre y yo somos uno”, “El Padre está en mí y yo estoy en el Padre”.

          El hombre, como dice Pablo, puede ser cristificado; El Cristo fue el primogénito entre muchos hermanos, que pueden venir a ser lo que el hermano mayor ya es. El Cristo es el viajero que ha llegado al fin del Camino, mientras que nosotros somos todavía caminantes en plena jornada, unos mas cerca, otros más lejos, de la meta gloriosa que es la plenitud del hombre y de la humanidad. Esta es la visión cósmica del Cristo y de la humanidad, en el alma de Pablo de Tarso.

          Pero la mayor parte de la humanidad actual está aún peregrinando en la tierra de la consciencia individual, ignorando total o parcialmente, el mundo glorioso de la consciencia cósmica o, en la terminología mística de Jesús, “el reino de Dios dentro del hombre”. El hombre común no “renacido aún por el espíritu”.

          El libro del Génesis, tal vez el más profundo compendio de filosofía cósmica que se haya escrito, narra en términos simbólicos la transición del infra-hombre del plano de la inconsciencia individual (el Edén) para el plano de la consciencia individual del hombre de hoy (expulsión del Edén) y abre lejanos horizontes de amaneceres para el hombre de mañana, dotado de consciencia cósmica (la redención), personificada por el Cristo, el hombre perfecto y definitivo, ungido con el Espíritu Universal, que es Dios.

          El hombre de hoy es un ser inacabado, un itinerante, un ser que sugestionado por la “serpiente” (inteligencia individual), ha comido del “fruto de la ciencia del bien y del mal”, abandonó el Edén de la Naturaleza inconsciente, ha entrado en el mundo de los “espinos y abrojos” del libre arbitrio, donde el pecado es una posibilidad  diaria; pero ese hombre, expulsado del Edén del inconsciente y ciudadano de la tierra de la semi-consciencia, no ha llegado a ser ciudadano totalmente consciente del reino de Dios, su destino final.

          La humanidad actual, en su casi totalidad, es individualmente consciente, y tan íntimamente está esa consciencia individual identificada con el ser humano de hoy, que los genitores la puede transmitir normalmente a sus hijos; quiero decir que, durante ese larguísimo período, la consciencia individual del hombre penetró en los cromosomas y genes y otros vehículos biológicos por los cuales una cualidad humana es transmitida por generaciones sucesivas. Si no se remontase la consciencia individual del hombre a centenas de millares de años, según las conocidas leyes biológicas, no sería ella transmisible, por no haberse todavía consubstanciado con la íntima esencia de la naturaleza humana. El sentido ético del hombre, por ejemplo, que data de un período mucho más reciente no es, generalmente, transmitido de padres a hijos, debiendo ser adquirido y desarrollado trabajosamente por cada indivíduo en particular. Tiempo vendrá en que el sentido ético será transmisible, cuando la humanidad en su totalidad sea profundamente ética, así como está ahora universalmente dotada de consciencia individual hereditaria.

          Lo mismo acontecerá con la consciencia cósmica, la cual también se tornará transmisible, cuando la humanidad total hubiere alcanzado el plano superior de la consciencia universal. ¿Cuándo será esto? En tiempos futuros muy remotos. Del presente, vislumbramos apenas unos tenues albores de ese gran día. Entre centena de millones de hombres individualmente conscientes, visceralmente egoístas, aparece de vez en cuando un superhombre universalmente consciente y, por tanto, altruísta.

          Y este es el fin supremo de la Religión, del cristianismo, de la mística. Este es el “nuevo cielo y la nueva tierra”, el “reino de Dios en el hombre”.

          Las teologías ortodoxas, según las cuales habría Jesús fundado una determinada sociedad eclesiástica, jerárquicamente concebida y burocráticamente organizada, cometen, objetivamente, un delito contra el espíritu cósmico de aquél hombre esencialmente divino, que por definición era el “Cristos”, el Ungido de Dios, el hombre plenamente identificado con el Infinito, el Absoluto, el Eterno, el Todo, con la ilimitada Consciencia Cósmica que las religiones llaman Dios.

          La consciencia cósmica está inseparablemente unida al Amor Universal. No puede dejar de querer bien a todos los seres creados por el poder del Omnipotente y amados por el Sumo Bien. En la plena luz de la consciencia cósmica ya no existe las realidades terrestres expresada por las palabras “pecado”, “muerte”, “enemigo”, “odio”, y otros elementos negativos. En ese mundo definitivo todo es positivo, afirmativo y bueno.

          Estamos todavía en la edad de la consciencia individual, en la que el indivíduo lucha contra el indivíduo, familia contra familia, nación contra nación, iglesia contra iglesia. Los indivíduos, las familias, las naciones, las iglesias, hasta hoy no han conseguido realizar la plenitud del hombre; antes, al contrario, siguen echando aceite en el fuego del individualismo estrecho y egoísta. Seguirán habiendo guerras hasta que el género humano conozca y reconozca la necesidad de una transición del individualismo unilateral y destructor para el universalismo omnilateral y constructor. Estamos apenas comenzando el –abc- de ese universalismo.

          Es como abrir un libro de texto sobre Historia Universal para verificar que la infancia y la juventud de todos los países “cultos” del globo está siendo educadas sistemáticamente en el espíritu del egoísmo nacional; aprenden desde muy temprano a considerar su propio pueblo como el único pueblo bueno, justo y perfecto; y, al mismo tiempo, odiar y detestar los otros pueblos como malos e inferiores. Quien no aprueba ese egoísmo nacional y procura seguir un criterio objetivo, justo, universal, cosmopolita, cósmico, es tachado de “poco patriota”, “traidor”, “quinta columna” . . .

          Lo mismo sucede en la mayor parte de las iglesias y sectas; cada una de esas parcelas religiosas considera su punto de vista como el único verdadero, excomulgando y persiguiendo todos los demás seres humanos como herejes, pecadores y enemigos de Dios. Es mucho más peligroso esta especie de egoísmo eclesiástico, por el hecho de venir aureolado por un halo de sacralidad, de manera que, para el indivíduo educado en esa atmósfera, es sumamente difícil alcanzar la cúspide serena de la verdad divina. Iglesias hay que llegan al punto monstruoso de odiar y perseguir a otros hombres “en nombre de Dios”, a organizar cruzadas, inquisiciones, expediciones bélicas y carnicerías humanas “en nombre del Cristo”, de ese mismo Cristo que es la negación absoluta del odio y del egoísmo exclusivista, el Amor por excelencia.

          Una cosa es cierta: en cuanto el hombre no renuncie a su egoísmo en todas las formas: individual, familiar, nacional, eclesiástico, no habrá paz genuina y duradera entre los hombres, y la Edad Atómica continuará imperando sobre la Consciencia Cósmica. Satán contra el Cristo, el genio de las tinieblas contra el espíritu de la Luz.

          Cada alma ha de sentirse inmortal por experiencia íntima y certeza inmediata, y tendrá plena seguridad de que el universo entero, con toda su verdad, con todo su bien, con toda su belleza, le pertenece para siempre.


               

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