Inquietudes Metafísicas 2.6

Salvador Navarro Zamorano

 

 

 

 

 

 

 

 

EN EL PRINCIPIO ERA EL VERBO . . .”

          Así comienza el texto griego del cuarto Evangelio, recordando el inicio del Génesis: “En el principio creo Dios los cielos y la tierra . . .”

          Ese “principio”, en ambos textos, es naturalmente el inicio absoluto y eterno, anterior a todos los inicios relativos y temporales.

          “En el principio era el Logos . . .”

          Cuando el autor del cuarto Evangelio, según la tradición el “discípulo amado”, Juan, escribió sobre el papel estas palabras, brevísimas e inmensas, alcanzó la humanidad uno de los más altos pináculos de su historia milenaria. Cerca de cinco siglos antes de ese tiempo, el profundo filósofo griego Heráclito, llamado “el oscuro”, proclamó en esa misma ciudad asiática de Éfeso, donde nació el cuarto Evangelio, su filosofía sobre el “Logos”, nombre por el cual el gran pensador designaba el Principio Eterno de todas las cosas, la Razón Cósmica, la Inteligencia del Universo, el Alma del Mundo, la Substancia Eterna, la Energía Universal que preside todos los seres y penetra la totalidad de los fenómenos de la Naturaleza. El “Logos” es, para Heráclito, aquella misteriosa Fuerza infinita, eterna, absoluta, que representa la fuente, origen y quintaesencia de toda la energía, vida, inteligencia y consciencia.  Es el “Eidos” de Platón, el “Actus Purus” de Aristóteles, la “Ley Cósmica” de los estóicos, el “Super-Ser” de Plotino y de los neoplatónicos, el “Summum Bonum” de Agustín de Hipona, la “Natura Naturans” de Spinoza, el “Noumenon” de Kant, la “Idea Absoluta” de Hegel, el “Elan Vital” de Bergson, el “Brahman” o el “Tao” de los místicos orientales, la “consciencia Cósmica” de los metafísicos occidentales. . .

          El autor del cuarto Evangelio, ciertamente familiarizado con la filosofía metafísico-mística del “Logos”, tuvo la feliz inspiración de la identificación con el Cristo, escribiendo:

          “En el principio era el Logos, y el Logos estaba con Dios, y el Logos era Dios . . . Todas las cosas fueron hechas por Él y sin Él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho . . . En Él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz luce en las tinieblas, pero las tinieblas no la acogieron. Era la luz verdadera que, viniendo a este mundo, ilumina a todo hombre . . . Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad”.

          Hizo bien la tradición cristiana en simbolizar al autor del Cuarto Evangelio por un águila, el ave que más se distancia de la Tierra y más se aproxima al Sol. Pocos serán los cristianos capaces de seguir el vertiginoso vuelo del cantor del eterno Logos que se hizo visible en el cuerpo humano.

          No creo que exista en las páginas bíblicas más perfecto consorcio entre la Revelación y la Razón, y tanto es así que el propio Dios revelador es llamado Logos (Razón en griego), naturalmente no la razón individual o inteligencia, sino la Razón universal, el Espíritu absoluto, eterno, infinito, omnisciente, omnipresente. El Cristo es identificado con la Actividad Creadora de la Divinidad. Por Él fueron hechas todas las cosas, y sin Él nada fue hecho en el vasto ámbito de la realidad cósmica, sea material o espiritual. O, como dice otro vidente, Pablo de Tarso en la Epístola a los Colosenses: “Todas las cosas, visibles e invisibles, fueron hechas por el Cristo, en el Cristo y para el Cristo, de manera que en él el Universo se tornó un Todo lleno de armonía”.

          Tengo para mí que el Evangelio de Juan, el más sublime es, por esto mismo, el más incomprendido, y vendrá a ser para los siglos venideros el puente místico sobre el cual se encontrarán, en un ambiente de definitiva e integral reconciliación, la Ciencia y la Religión, la Filosofía y la Teología, el orden natural y el llamado orden sobrenatural.

          Hoy en día, en el principio del tercer milenio de la era cristiana, se verifica en todos los países del mundo y entre los hombres de evolución espiritual avanzada, una creciente tendencia hacia la comprensión metafísica del cristianismo y del propio Cristo. De hecho, la verdadera mística es la suprema razón o racionalidad, por más paradojal que esta afirmación parezca a profanos y a no iniciados en los misterios del reino de Dios, los “lactantes en Cristo”, como diría San Pablo. El Cristo es también el Logos, la más alta Lógica, la suprema Racionalidad. Todo hombre integralmente racional es perfectamente espiritual, como Dios, el Espíritu infinito, es también la Razón suprema.

          Cierto día, un centurión romano, dijo a Jesús que tenía en casa un siervo enfermo que sufría mucho. “Iré a curarlo”, respondió el Maestro. Pero el oficial pagano, replicó: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero dí tan solamente al Logos y mi siervo será curado”. A lo que Jesús, lleno de inmensa admiración, se volvió a los que lo seguían y dijo: “En verdad os digo que ni en Israel encontré fe tan grande”. ¿Cuál es la razón de esa admiración de Jesús? ¿Por qué esa casi canonización en público? ¿Por qué es el centurión proclamado un modelo de fe o espiritualidad, superior a la de los hijos de Israel?

          A la luz de las traducciones modernas del Nuevo Testamento, no se comprende ni justifica esa estupefacción del Nazareno, porque nuestras traducciones dicen: “Señor, dí tan solamente la palabra o una palabra”, haciendo creer que Jesús conocía cierta fórmula secreta, oculta, posiblemente mágica, cuya formulación, incluso a distancia, producía el milagro de curar al siervo enfermo, algo parecido a los cuentos de hadas o de las “Mil y una noches”.

          El texto griego del primer siglo, nos da la clave del enigma: pues no dice “dí solamente la palabra”, sino que dice: “Habla tan solamente al Logos”, en griego Logo como dativo y no como acusativo. Evidentemente, el oficial romano, problablemente un místico ignorado por el Nuevo Testamento, entendía que el Logos era una persona viva, un Ser consciente, y no una palabra muerta, inconsciente, una vibración aérea producida por los labios de Jesús. Sabía él que el Logos era aquel mismo Cristo vivo, eterno, inmortal, del cual habla el cuarto Evangelio “En el principio era el Logos . . .” Sabía, ese cristianísimo gentil, digno precursor de ese otro gentil cristiano, Gandhi, que el eterno Cristo-Logos se hizo carne en forma visible en el cuerpo del profeta de Nazaret. Sabía que toda plenitud de la Divinidad habitaba en el Cristo omnipotente y omnipresente, presente allí donde su siervo sufría. No juzgaba necesario que el indivíduo humano, Jesús, hijo de María, fuese al lugar donde estaba el enfermo; bastaba que el humano Jesús apelase al divino Cristo encarnado en él, rogando la cura del siervo enfermo y, entonces, esa sanación sería realizada, fuese cual fuese la distancia donde se hallase el cuerpo físico de Jesús; para el Cristo no hay distancia, pues el espíritu divino ignora las barreras del tiempo y del espacio . . .

          A esa nítida intuición mística del centurión Jesús la llama “fe”; no esa fe inicial del creyente, sino la fe final de los sabios; por cuanto la fe, en su completa evolución  y madurez, es un clarísimo conocimiento espiritual, una intuición inmediata de la infinita Realidad, Dios. La fe completa es un saber infalible.

          La élite de la cristiandad de nuestros días se aproxima cada vez más a esa concepción del cristianismo y del Cristo, aunque las masas sean todavía incapaces de liberarse de ciertos tabúes tradicionales, tenidos y habidos por dogmas sacrosantos e intangibles . . .

 

 

 

EINSTEIN Y LA EXPERIENCIA RELIGIOSA

 

 

          Albert Einstein, el iniciador de la “Edad atómica”, es considerado, generalmente, como un genio intuitivo en el terreno de las matemáticas y física. Pero, quien lee sus libros, queda sorprendido por la profunda y calma intuición metafísica y mística que el gran analista del universo tiene de los problemas centrales de la vida humana.

          Paso a transcribir a mi manera, algunos de los tópicos más característicos de sus obras:

          Hablando del origen, evolución y culminación de la experiencia religiosa, dice el científico:

          “Entre hombres primitivos, lo que evoca nociones religiosas es, sobre todo, el sentimiento de temor (temor de hambre, de fieras, de enfermedades y muertes). Siendo que, en ese nivel de la existencia, la comprensión del nexo causal es deficientemente desarrollado, la mente humana crea para sí misma seres más o menos análogos al hombre, seres de cuya voluntad y acciones dependan esos fenómenos temerosos. Uno de los objetivos de la religión, en ese estadio, consiste en asegurar el favor de esos seres, por medio de actos y sacrificios que, de acuerdo con las tradiciones transmitidas de generación en generación, sean como un molde para propiciar a las entidades divinas y tornarlas favorables y dispuestas con los mortales.

          Hablo de la religión del temor. Ese miedo, aunque no creado, está estabilizado considerablemente por la formación de una clase especial de sacerdotes que se acreditan como mediadores entre el pueblo y los seres por él temidos, creando una hegemonía sobre esta base. En muchos casos, esos líderes combinan sus funciones sacerdotales como las de la autoridad secular, a fin de que esta última sea más segura. En otros casos, los jefes políticos hacen causa común con la casta sacerdotal por interés propio”.

          Prosiguiendo con esta análisis, dice Einstein:

          “Los sentimientos sociales son otra fuente de cristalización religiosa. Siendo que los padres de familia, así como los jefes de grupos humanos son mortales y falibles, y el hombre ansía como guía, el amor y la seguridad, concibió una noción ética de Dios. Es el Dios de la providencia que protege, gobierna, recompensa y castiga; el Dios que de acuerdo con la amplitud ética del creyente, tiene amor y cariño para con la vida de la tribu o de la raza humana, así como para con la vida del indivíduo. Él es el confortador en la tribulación, el consolador de los que nutren anhelos insatisfechos; quien preserva a las almas de los muertos; tal es el concepto ético-social de Dios.

          Los libros sacros de los judíos ilustran admirablemente la evolución de una religión de temor en una religión de ética, que continúa en el Nuevo Testamento. Las religiones de todos los pueblos civilizados, máxime los orientales, son principalmente religiones morales. Es inexacto todavía pensar que las religiones primitivas estén basadas enteramente en el temor, y que las religiones de los pueblos civilizados tengan por única base el concepto ético; concepto este contra el cual conviene estar alerta. El hecho es que existen tipos intermediarios, lo que no desmiente el hecho de que en los niveles superiores de la vida social predomina la religión ética.

          Elementos comunes a todos esos tipos de religión, es la idea antropomórfica que esos pueblos tienen de Dios. Solamente indivíduos de dotes excepcionales y comunidades de altos vuelos espirituales, trascienden esencialmente ese nivel.

          Hay entretanto, prosigue Einstein, con gran intución espiritual, un tercer estado de experiencia religiosa que, aunque latente en todos ellos, es raramente encontrado en forma pura, estado que llamaré sentimiento religioso cósmico. Es difícil explicar ese sentimiento a cualquier persona que de él no tenga experiencia alguna; tanto más por que no hay concepción antropomórfica que a él corresponda.

          Los inicios del sentido religioso cósmico se remontan a estadios evolutivos muy antiguos; se revelan en muchos Salmos de David y en algunos de los Profetas. Los genios religiosos de todos los tiempos son eximios en esa especie de experiencia religiosa, que ignora cualquier dogma y un Dios concebido a imagen de los hombres, de manera que no puede haber iglesia cuya doctrina central esté basada en esa experiencia. Por eso, es precisamente entre los herejes de todos los tiempos que encontramos hombres repletos del más acendrado sentido religioso y que eran considerados por sus contemporáneos como ateos, a veces como santos. A la luz de esta verdad, hombres como Demócrito, Francisco de Asís y Spinoza, poseen estrecha afinidad unos con otros.

          ¿Cómo puede el sentimiento religioso cósmico ser comunidad de una persona a otra, cuando no puede dar definición nítida de Dios ni posee teología? En mi opinión es la más importante función del arte y de la ciencia despertar ese sentimiento y mantenerlo vivo en aquellos que de él son capaces.

          Llegamos así a una noción de la relación entre ciencia y religión, diferente de la usual. La luz de los hechos históricos parece tener un irreconciliable antagonismo entre ciencia y religión, y esto por una razón obvia. El hombre profundamente convencido de la operación universal de la ley de casualidad no puede, ni por un momento siquiera, tomar la idea de un ser que interfiera en el curso de los acontecimientos, supuesto naturalmente, que tome en serio la hipótesis de la casualidad. No le sirve una religión de temor, ni tampoco una religión de simple moralidad.

          La conducta ética del hombre debe sentar base en simpatía, educación y relaciones sociales: no hay necesidad de base religiosa. De veras sería triste la condición del hombre que se ha de frenar por medio del temor al castigo o esperanza de recompensa después de la muerte.

          Es por esto fácil descubrir la razón por qué las iglesias han combatido siempre la ciencia y perseguido a sus servidores.

          Por otro lado, lo que mantengo es que el sentimiento religioso cósmico es más poderoso y el más noble incentivo para la investigación científica. Solamente aquellos que saben del inmenso esfuerzo y, sobre todo, de la devoción que se demanda por una obra de pionero en ciencia teórica, pueden imaginar la vehemente emoción que brota de una obra así, tan remota como está de las realidades inmediatas de la vida. ¡Qué profunda convicción de racionalidad del universo ansío entender, al menos un tenue reflejo, de aquella Mente revelada en el mundo a un Kepler o Newton, convicción esa que los capacitó para que transcurrieran años de solitaria labor y elucubrar los principios de la mecánica celeste! Los que, en sus investigaciones científicas, miran preferentemente los resultados prácticos, fácilmente desarrollan conceptos equívocos de la mentalidad de los hombres que, cercados por un mundo excéptico, abrieron camino a sus semejantes a través del tiempo y el espacio. Solamente aquellos que consagran su vida a temas similares pueden tener experiencia vivida como la que inspiró a esos hombres y les dio fuerza para seguir fieles a sus propósitos, a pesar de innumerables fracasos. Es el sentimiento cósmico que dio tamaña fuerza al hombre. Dice uno de nuestros contemporáneos, y no sin razón, que en esta edad materialista, los operarios seriamente científicos son los únicos hombres profundamente religiosos.

          Difícilmente hallaréis entre los científicos más profundos un hombre que no posea un sentimiento religioso peculiar. Pero es diferente de la religión del hombre ingenuo, por cuanto para este último, Dios es un ser de cuya solicitud se espera beneficios y cuyo castigo se teme, lo que equivale a una sublimación de aquel sentimiento que un hijo tiene de su padre, basado en una relación personal, aunque penetrado de profunda reverencia. 

          El científico, sin embargo, está poseído de un sentimiento de causalidad universal. Su religiosidad reviste la forma de un como arrobo estático frente a la armonía de la ley natural, reveladora de una Inteligencia frente a la cual todo el pensar sistemático y todo actuar de los seres humanos no pasa de un reflejo extremadamente insignificante. Está fuera de duda que ese sentimiento tiene estrecha afinidad con lo que lo que los genios religiosos de todos los tiempos poseían”.

          Lo que Einstein expone en las líneas anteriores, tangente al sentimiento religioso cósmico, superintelectual y suprapersonal, coincide con la experiencia milenaria de todos los grandes místicos, dentro y fuera del cristianismo; conocer a Dios y al mundo espiritual no es un acto ni una actitud, no es una especulación intelectual, ni una visión intuitiva, ni una creencia teológica, sino un saber metafísico. Sólo conoce a Dios quien lo vive; esta es la quintaesencia de todos los libros sagrados de la humanidad. El hombre sólo sabe a Dios cuando experimentó como Dios sabe, qué sabor tiene. Sólo sabe del sabor de una comida quien la saborea directamente, no quien la analiza teoricamente. El único hombre plenamente religioso es el místico, el sabedor o saboreador de Dios. No se puede saber a Dios sin el saborear, no se puede conocer la Verdad Eterna sin amar el Bien Supremo. Y aquí es donde está el secreto de la armonía y la paz de la humanidad. La ONU será una realidad solamente cuando ella sea un hecho permanente. Las mentes unidas supone una experiencia personal de Dios, sentimiento religioso cósmico.

                      ¿EINSTEIN O TOMÁS DE AQUINO?

          Según Einstein, E = mc2, quiere decir que Energía es igual a masa multiplicada por el cuadrado de la velocidad de la luz. La exactitud de esta fórmula es admitida por todos los grandes científicos y fue experimentalmente confirmada por la primera bomba atómica en la Segunda Guerra Mundial.

          En lenguaje común, esto quiere decir que no existe substancia material en estado inerte, estático, inactivo; que toda substancia es, en último análisis, energía en uno u otro estado; que materia y fuerza son una misma cosa en estados diversos de existencia y manifestación. En uno de sus artículos dice Einstein que materia no es más que energía congelada. Quiere decir que no hay diferencia esencial entre materia y fuerza. Materia es energía, energía es materia; o mejor, materia y energía son dos manifestaciones de una misma cosa, que no es propiamente ni esta ni aquella, sino que antes es una radiación cósmica universal, llamada generalmente “luz” y representada en la ciencia por la letra “c” (velocidad de la luz o energía radiante).

          Tenemos así, una de las grandes ironías de la historia: cientificamente hablando, murió el materialismo . . . por falta de materia.

          La ciencia moderna es antes energética, dinámica, que materialista.

          El autor del libro del Génesis debe haber tenido un momento de intuición suprema cuando, anticipando siglos y milenios, dijo que “en el primer día Dios creó la luz” esto es, energía cósmica, el “c” de Einstein, de que todas las otras cosas no son sino manifestaciones parciales.

          Algunos siglos antes de Cristo, cuando las ciencis naturales estaban todavía en gestación, los filósofos de Grecia, sobre todo Aristóteles, tenían ideas extrañas e inadecuadas sobre la naturaleza de las cosas físicas. Tales hallaba que el último elemento constitutivo del universo era agua; otros proclamaban el aire, otros el fuego como elemento básico de todas las cosas. El Estagirita avanzó la conocida teoría, después adoptada por muchos de sus discípulos, de que todo está compuesto de substancia y accidente, siendo que aquella es considerada como el íntimo qué de cualquier cosa, y éste como la manifestación perceptible de la invisible substancia.

          Substancia y accidente, en el lenguaje de Aristóteles, como se ve, corresponden más o menos a lo que nosotros llamamos energía y materia. Por la materia (accidente) percibimos la energía (substancia).

          Hasta el siglo XIII, culminación del Escolasticimos Medieval, todavía se sostenía este concepto aristotélico, y Tomás de Aquino, el mayor discípulo cristiano del gran maestro gentil, concibió la idea feliz o infeliz, de basar el dogma de la iglesia romana en los moldes filosóficos del sabio de Estagira. Es innegable que, en el terreno de la metafísica, que no depende de instrumentos y verificaciones experimentales, Aristóteles es grande; pero no ocurre lo mismo en la física, química, astronomía, biología y otras disciplinas naturales. También los escolásticos de la Edad Media, simples expositores y aplicadores de la filosofía de Grecia, no avanzaron ni un paso siquiera las ciencias de la naturaleza. El gran avance comenzó con el Renacimiento. La astronomía, geología, botánica, zoología, química, física, etc., de Tomás de Aquino son aún totalmente aristotélicas, quiero decir, infantiles. Cree él, como Aristóteles, en substancia y accidente como los elementos básicos de todas las cosas. La substancia es para él un misterioso qué, el invisible substrato de todas las cosas, mientras que el accidente es la manifestación perceptible de ese mismo algo substancial.

          Para la ciencia moderna, la substancia (energía) es esencialmente idéntica al accidente (materia), como ya se ha dicho. Descartes, al inicio del Renacimiento, todavía admite diferencia esencial entre materia (cuerpo) y energía (alma), considerando aquella como “extensa” y esta como “inextensa”. Ya con Leibniz, que podríamos considerar como el precursor filosófico de Einstein, comienza el movimiento de identificación, que después vino a culminar en Spinoza, espíritu avanzado para ser comprendido por sus contemporáneos, siendo por esto mismo excomulgado por la sinagoga de Amsterdam. Para mostrar cómo Spinoza es un incomprendido hasta nuestros días, basta abrir cualquier enciclopedia o libro de texto del presente siglo, donde aparece invariablemente como “panteísta” o hasta como “padre del panteísmo contemporáneo”, como si una inteligencia superior como la de él pudiese profesar semejante filosofía.

          Según Einstein y otros sabios de la física moderna, la substancia (energía) no es separable de sus accidentes (materia), una vez que son esencialmente idénticos.

          Tomás de Aquino, procurando como todo buen escolástico, conciliar la razón con la revelación, y dar al edificio dogmático de su iglesia una estructura científica-filosófica, elaboró el concepto de la transubstanciación, a fin de hacer que la idea de la presencia eucarística fuera aceptable al hombre pensante. Según él, la substancia del pan y del vino deja de existir en virtud de la consagración sacramental, dando lugar a la substancia del cuerpo y sangre de Cristo, al mismo tiempo que los accidentes del pan y del vino (forma, peso, color, sabor, olor,etc.) continúan invariables. Pero, como esos accidentes no pueden existir en el vacío sin su competente substancia, ni tampoco pueden inferir en la substancia del cuerpo y sangre de Cristo, Dios, no se sabe por qué milagroso proceso, sustenta esos accidentes vacíos. Si, juntamente con la transubstanciación hubiese transacidentación, veríamos después de la consagración la verdadera forma y color del cuerpo de Jesús; como, sin embargo, hay solo transubstanciación sin transacidentación, aún después de la consagración vemos el cuerpo de Jesús todavía siendo como pan y la sangre como vino. Los sentidos nos dicen “esto es pan y vino” mientras que la fe dice “esto es el cuerpo y la sangre de Jesús”.

          Supone esto: 1) la existencia de substancias diversas; 2) la posibilidad de poder una substancia convertirse en otra; 3) el hecho de que el accidente persista sin la competente substancia; tres afirmaciones categóricamente rechazadas por la ciencia moderna.

          A la luz de la ciencia, la transubstanciación tomística encierra tantas verdades como el antiguo concepto del sistema geocéntrico, definitivamente suplantado por el sistema heliocéntrico de Copérnico y Galileo; o la antigua teoría de la creación del mundo en estado definitivo, hoy sustituído por la ciencia de la evolución paulatina del universo. Cientificamente, no existe transubstanciación, como no existe sistema geocéntrico o universo estático.

          El dogma medieval-tomístico de la transubstanciación es, tal vez, el punto más vulnerable y precario de todo el sistema dogmático que la teología romana elaboró en el transcurso de los siglos y que ella pretende imponer a sus seguidores como verdad revelada. La razón de esta vulnerabilidad no está en el hecho de encontrarse la base y última raíz de ese dogma en el terreno de la física, como no ocurre con otros dogmas. Ahora, si las ciencias físicas demostraran, como ya se ha demostrado, que no hay substancia en el sentido aristótelico-tomista, cae la estructura científica de ese dogma central de la iglesia romana, sin el cual no existe la Misa ni el poder característico del clero sobre los legos, grandemente radicado en la idea de la trasubstanciación eucarística. Por más paradojal que parezca, es un hecho que el poder del clero romano está basado sobre el átomo. No es la teología ni la filosofía que lo pueden destruir, sino la física nuclear. Einstein y otros son mucho más peligrosos para la transubstanciación que Lutero, Calvino y todos los jerarcas protestantes.

          En el Concilio de Trento, en el siglo XVI, algunos teólogos romanos parecían preveer o adivinar la existencia de esa vulnerabilidad y el peligro consecuente; por esto propusieron la palabra “consubstanciación” en vez de “transubstanciación”; prevaleció, sin embargo, el segundo término sobre el primero; la iglesia definió oficialmente que Jesús está presente en la hostia, no juntamente con la substancia del pan (transubstancialidad), después que la substancia del pan fuera desalojada de su lugar natural, cediendo lugar al cuerpo del Cristo, cubierto por los accidentes del pan como por un velo protector. Si la iglesia romana hubiese aceptado la idea de la consubstancialidad, estaría al abrigo de cualquier investigación científica, una vez que no existe posibilidad de investigar la presencia o no presencia de una realidad metafísica (Cristo) coexistente con una realidad física (pan). Si la substancia del pan permaneciese intacta e inmutable, el dogma eucarístico estaría para siempre fuera del alcance de la física, mientras que la teoría de la transubstanciación pone a la iglesia romana permanentemente dentro del radio de acción de los bombardeos científicos. Si la ciencia prueba irrefutablemente, como de hecho probó, que la misma substancia del pan existente antes de la consagración continúa persistiendo después de la misma, está demostrada la falsedad del dogma de la transubstanciación.

          Un ejemplo de entre muchos: ingeriendo suficiente cantidad de hostias consagradas, ¿puede alguien vivir de este alimento? ¿Qué es lo que esa persona asimila? Ciertamente no serán los simples accidentes del pan, el color, la forma, el peso, el olor, porque de esto no podría vivir; lo que asimila es, evidentemente, la substancia del pan, la cual, por tanto, sigue presente después de la transubstanciación; es decir, no hubo tal mutación.

          Nadie admitiría que el comulgante asimilase la carne del cuerpo de Cristo, digeriéndolo como un alimento cualquiera. Ahora, si por un lado, no asimila la carne de Cristo, y por otro lado no asimila la substancia del pan, por inexistente, ¿qué es lo que asimila para su nutrición? ¿Los accidentes? Pero estos no son asimilables y nutritivos; nadie puede vivir de la forma, color, peso y olor del pan. Si vive, lo hace de la substancia real del pan, el cual, por tanto, está presente en el estómago del comulgante.

          Lo mismo se da con la substancia del vino. El comulgante asimila la substancia del vino y no la de la sangre, que sería fácil verificar por un análisis del contenido del estómago del comulgante después de la ingestión del vino. Por otro lado, no asimila el color, el olor y otros accidentes del vino, que no le darían fuerza alguna. Ni accidentes del vino, ni sangre humana, producen embriaguez, sino la substancia del vino.

          La iglesia romana en el Concilio de Trento, lanzó terribles anatemas a todos los que no admitieran el dogma de la transubstanciación. No existe para el científico sincero la posibilidad de escapar a esos anatemas, una vez que él puede probar experimentalmente en el laboratorio que, después de la consagración, sigue persistiendo la misma substancia del pan y del vino, y que por tanto, no hubo transubstanciación.

          El católico solamente puede tener una elección: o ser católico o ser hombre de ciencia. Si hay quien combine las dos cosas . . .

          Para nuestra física nuclear no hay substancia; existe un ininterrumpido proceso dinámico de fenómenos derivados de la luz universal, madre de los 92 elementos y de todas las energías con ellos relacionados. Pero, si no hay substancias, ¿cómo podría haber conversión de una substancia en otra? Los propios átomos, considerados por Demócrito como partículas estáticas, no son substancias para nosotros sino un continuo proceso dinámico de energías polarizadas. Y esas propias energías no existen como tales, sino como modalidades de la luz, única y universal.

          La vieja concepción filosófica aristotélica-tomista, de substancias y accidentes, base escolástica del dogma de la transubstanciación, sucumbió al violento asalto de la ciencia de la Era Atómica. Puede, ciertamente, el católico romano de buena voluntad seguir creyendo en ese dogma, pero está poniendo la fe en una irrealidad.

 

 

 

 

 

 

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