ALCORAC

SALVADOR NAVARRO                                h

 

 

 

Dirigida a las Escuelas de:

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                                                                                  Circular nº 1 , año IX

                                                                                  Llubí, 1º de Enero de 2.003..

 

 

 

            Iniciamos un Nuevo Año con el propósito de llevar a feliz término este resúmen de la historia de la Filosofía que nos ha llevado desde la Antigüedad hasta la Edad Contemporánea. Espero haber dado una visión esquemática, pero completa en sí misma, de hasta dónde nos ha llevado el pensamiento humano en algo más de 2.500 años de historia. Si el lector ha quedado satisfecho, habré cumplido con mi trabajo. La segunda parte de estas Circulares la dedicaré este año a temas de libre elección. Gracias.

 

 

Historia de la filosofía.-

            En algunos capítulos de un maravilloso libro publicado en 1.952, expone Einstein la diferencia entre ciencia y religión (ética), diciendo en síntesis, que la ciencia trata “de aquello que es” y no de “aquello que debe ser”, que es lo propio de la religión. Quiere decir, que la ciencia descubre los actos del mundo externo, mientras que el hombre ético y espiritual crea los valores del mundo interno. Supongamos, dice él, que un hombre haya descubierto todos los secretos de la Naturaleza y posea todos los conocimientos del universo fenomenal; ¿sería ese hombre, por esto mismo, realmente bueno e íntimamente feliz? No, responde Einstein, aunque no niegue que ese conocimiento de hechos objetivos le pueda servir de auxilio y camino para adquirir la verdadera bondad y felicidad subjetiva; por cuanto lo que hace al hombre realmente bueno y feliz no son los “hechos” de los cuales es “descubridor”, sino los “valores” de los cuales es “creador”, una vez que aquellos no dejan de ser “cantidades recibidas”, mientras que estos son “cualidades producidas”.

         También aquí podríamos aplicar las conocidas palabras de San Pablo: “Hay más felicidad en dar que en recibir”. No me hace bueno ni malo aquello de que soy objeto, sino únicamente aquello de que soy sujeto. Podría hasta afirmar osadamente, que Dios no sería bueno ni feliz si fuese sólo un reflejo estático de la realidad; lo que Lo hace realmente bueno y feliz es el hecho de que Él sea un creador dinámico de valores internos, si así puedo decirlo; yo pediría al lector que lea más con la intuición lo que se dice entre líneas, que con los ojos, en lo que se refiere a esta afirmación.

         Einstein termina diciendo: “ciencia natural sin religión es coja; religión sin ciencia, es ciega”. De todas maneras, conocer solamente los hechos objetivos equivale a una luz fría, luz sin calor ni fuerza; como por otro lado, querer crear valores subjetivos, religiosos y éticos, sin el debido conocimiento de los hechos, equivale a correr a ciegas. No adelantan caminos bien alineados sin movimiento, como poco vale un movimiento sin caminos. Luz sin fuerza, crea inteligencias luciféricas; calor sin luz genera voluntades fanáticas.

         Verdad es que, en el sistema de Kant, las líneas de la “razón pura” y de la “razón práctica” parecen correr paralelas, sin el menor contacto una con otra y, en el mundo de los finitos, no hay el mismo contacto posible entre dos líneas paralelas, como nos dice la geometría euclediana; en el Infinito, sin embargo, esas dos paralelas se encuentran, una vez que en mundo sin espacio ellas coinciden necesariamente y dejan de existir como líneas.

         Pueden, pues, las dos paralelas de la “razón pura” y de la “razón práctica” correr distantes una de la otra en este mundo fenomenal; en el mundo numenal o espiritual, ellas serán como dos líneas convergentes y, por fin, como dos líneas fundidas en un punto sin dimensión.

         El intelectualismo de Kant, cuando se lleva al infinito, culmina lógicamente en misticismo.

         De hecho, tanto el más radical de los intelectualismos como el más intenso de los misticismos pueden se retraídos al naciente del solitario pensador de Koenigsberg.

         La voz de los valores que deben ser realizados por el hombre se revela en el llamado “imperativo categórico” de Kant.

         ¿De dónde viene ese imperativo, esa orden categórica “¡Tú debes!”.

         Ante todo, no viene de fuera del hombre; no es una imposición legal, política, militar, física; ni es un dogma eclesiástico ni sectario.

         El imperativo categórico viene de dentro del hombre. No de su ego personal (físico-mental), sino de su Yo individual, que es el reflejo de la Realidad universal (espiritual), de las profundidades de su razón práctica, del corazón, de la consciencia.

         El imperativo de cualquier “ciencia” no pasaría de “condicional”; pero el imperativo de la “consciencia” es “categórico”. Lo que nace de lo relativo es relativo; lo que nace de lo absoluto es absoluto. La ciencia dice lo que es “realizado” y la consciencia ordena lo que es “realizable”. Lo realizado consta de “hechos objetivos”; lo realizable crea “valores subjetivos” porque es el eco de lo Real, de lo Absoluto.

         Si el imperativo categórico fuese producido por el ego “personal” del hombre, podría ser abolido o modificado por el hombre, en el caso de que se revelase molesto o inútil. Y, todavía, experiencia universal, que el hombre no puede calmar, plena y definitivamente, la voz de la consciencia, por más que lo intente. Cuando el hombre aborrece ciertas normas éticas que conoce como tales, la consciencia se torna una potencia hostil dentro de él: ¡consciencia versus ego!

         Para algunos, la norma ética de la vida humana es, o parece ser, la “iglesia” o alguna sociedad religiosa admitida como guía infalible.

         Para otros, es la “Biblia” u otro libro sacro de la humanidad.

         Kant no admite ni la Iglesia, ni la Biblia ni libro sacro alguno como último punto de referencia como brújula que marque el norte de la vida, aunque reconoce que entre los miembros de las iglesias y los autores de libros sacros haya habido y haya cierto número de personas éticamente bien orientadas.

         Para Kant, la norma suprema de la ética es la “consciencia”, eco humano de una voz divina.

         Se ha dicho que Kant establece una norma ética subjetiva y, por tanto, incierta y relativa; que es el propio hombre que a sí mismo se impone un deber que ha de cumplir personalmente; que el hombre es tanto el legislador como el ejecutor de su ley, lo que implicaría una especie de círculo vicioso o “pequeño principio”; pues si el Yo elabora y promulga una ley para sí mismo, ¿por qué no podría revocar y abolir la ley promulgada? Quien hace puede deshacer lo que hizo. Quien dice puede desdecirse de lo que dijo.

         Dícese que el imperativo categórico de Kant es “autónomo” (auto-él mismo, nomo-ley) cuando la verdadera norma ética debe ser “heterónoma” (hetero-ajena), que una norma creada “por el hombre” no tiene fuerza obligatoria “para el hombre”, “como” tiene una norma impuesta por Dios o por la Consciencia Cósmica.

         Esa objección, aparentemente procedente, no procede. Kant no establece una norma ética “personal, autónoma”, en el sentido expuesto; su imperativo categórico es genuinamente “universal” o, si se quiere, “heterónomo”. ¿Cómo es eso? Porque no nació ni fue promulgado por el ego personal, físico-mental que, siendo visceralmente egocéntrico, procura necesariamente las ventajas del ego. Es el Yo universal, eterno y absoluto, Dios dentro del hombre, que legisla y proclama la soberana e inviolable sacralidad del imperativo ético. ¡Tú debes! Ese deber no es, pues, ego-impuesto, sino teo-impuesto. Mi consciencia no es la voz de mi ego personal, sino la de mi Yo universal, de mi Cristo Interno, del reino de Dios dentro de mi, la voz de Dios en el hombre. Si no fuese así, no se explicaría cómo la consciencia pueda entrar en conflicto con los intereses del ego personal. Es posible hasta que el imperativo categórico exija, hasta con soberanía, la muerte y destrucción del ego humano a fin de salvaguardar la integridad ética de la individualidad; o parafraseando a Jesús, debe el hombre estar pronto para perder la vida a fin de salvarla; es decir, sacrificar el ego personal para salvar su Yo universal, su alma. Si el imperativo fuese la expresión del ego personal, en caso alguno podría esa voz entrar en conflicto con los intereses o gustos de ese ego.

         La voz del imperativo categórico de Kant es, pues, la voz de Dios dentro del hombre, o sea, la voz del Yo espiritual (alma) dentro del ego físico-mental (cuerpo e intelecto). Y hay en esto algo de majestuoso y sublime. El hombre íntimamente convencido de que, por encima de todo el caos y en medio de todas las tormentas de intereses personales en litigio, impera soberano e indestructible, en el cosmos y la bonanza dinámica de la eterna Verdad y Rectitud, y ese hombre puede vivir en perfecta paz y serenidad interior, pase lo que pase a su alrededor, por cuanto su verdadero Yo no es vulnerable desde fuera; la única vulnerabilidad podría venir desde dentro, por culpa del sujeto, pero puede ser evitada por el Yo consciente y libre. La única cosa que compete al hombre es mantener la barca de su vida invariablemente dirigida hacia la estrella polar de esa norma universal, eterna, absoluta e infalible.

         De hecho, la vida entera del solitario Kant, humanamente monótona y sin color, fue una vida íntimamente feliz como la de Spinoza, aunque Kant no sufriese los duros reveses de su colega de Amsterdam. Hasta tal punto se le arraigara en el alma esa convicción, de que todo depende de la obediencia incondicional al imperativo categórico del deber, que nada que viniese de fuera le podía causar infelicidad, una vez que la única fuente y centro de felicidad estaba dentro de él.

         Su ética de volitiva pasaba a ser racional. Su virtud culminaba en sabiduría. Para él, ser bueno era ser feliz.

         Se puede decir que Kant es uno de los mayores estóicos de la filosofía contemporánea.

         En caso de duda sobre la licitud o ilicitud ética de algún acto, dice Kant que el hombre se pregunte a sí mismo; si esto que estoy por hacer se volviese, por eso mismo, ley universal, ¿sería bueno o malo para la humanidad? Si la consciencia responde que es malo, lo cierto es que también lo sería para el hombre y no debería ser hecho.

         Esto es, como se ve, un recurso al Supremo Tribunal del cual no hay apelación para instancias superiores. Existe, para Kant, una especie de Constitución Cósmica, y esta se revela en el imperativo categórico del deber del alma.

         Todas las cosas infrahumanas, sentencia él, pueden ser usadas como medios para un fin; pero el Yo humano nunca puede servir de medio para otro término, porque encierra en sí misma la sacralidad de un fin no subordinado a un propósito diferente.

         Por esos trámites llega el filósofo a crear dentro de sí una certeza espontánea e intuitiva de la inmortalidad.

         ¿Cómo es eso así?

         Ahora, como en muchos casos la obediencia al imperativo categórico implica una pérdida de todas las ventajas temporales, incluso la destrucción del ego personal, está claro que esa voz que tal sacrificio exige habla en nombre de un mundo superior, porque sería íntrinsicamente absurdo y monstruoso que una voz inextinguible hiciese valer las realidades de un mundo superior si ese mundo no existiese, sino que fuese simples espejismos y fantásticos fuegos fatuos. Si así fuese, el mundo no sería un cosmos sino un caos y Dios sería un Satanás.

         Ser bueno debe ser, en último análisis, idéntico a ser feliz; si en el mundo físico-mental no existe esa perfecta identidad, entonces debe existir en otro mundo. Detrás de la soberanía y sacralidad del imperativo categórico, existe un “postulado cósmico”, esto es, una suposición o evidencia tácita de que el mundo es, de hecho, un sistema de orden y armonía y no una babel de desorden y confusión. La filosofía de Kant sólo puede ser entendida sobre la base general de la “racionalidad del Universo”. Está claro que, si alguien persiste en no admitir ese postulado y racionalidad cósmica, no puede reconocer la fuerza del imperativo categórico como prueba de la inmortalidad. Ese hombre, sin embargo, no tiene voz activa en discusión alguna, porque flota en el vacío amorfo del escepticismo universal.

         No hay ciencia, filosofía o religión, sin la admisión de un postulado pre-analítico, de una realidad inmediatamente evidente e intuitiva en sí misma.

         Quien nada supone nada puede probar.

Continuará en la próxima Circular de Febrero de 2.003.

“Vivimos, actualmente, en un mundo global, en el cual los fenómenos biológicos, psicológicos, sociales y ambientales, son todos interdependientes. Para describir este mundo adecuadamente, necesitamos una perspectiva ecológica . . . un nuevo paradigma, una nueva visión de la realidad.

 

 

                                                                           Fritjof Capra.

 

 

 

  LA SABIDURÍA ANTIGUA.-  

 

 

         Un silencio sobrenatural nos envuelve. Cesa el canto de los pájaros y los pequeños animales han dejado de corretear. Todo el tráfico se ha parado así como las personas que, con calma, miran al cielo. Aunque es casi mediodía, el cielo límpido oscurece y la tenue luz que ha quedado adquiere un color amarillo, lúgubre. El silencio y la oscuridad se profundizan hasta que el mundo parece estar inmerso en una especie de crepúsculo sobrenatural, sin tiempo. La vida parece haber quedado paralizada. Después, casi imperceptiblemente, la luz amarillenta retrocede gradualmente manteniendo su brillo. En breve, los sonidos de la naturaleza comienzan a hacerse oir nuevamente, y las personas inician sus pasos moviéndose hacia sus labores cotidianas. El mundo retoma la vida y ritmo normal.

         Ocasionalmente, muchos hemos tenido la oportunidad de asistir a un eclipse solar como el que se ha descrito. Tales eventos naturales, dramáticos, no son tan aterrorizadores para el hombre actual de las ciudades. Pero fueron terribles para aquellas personas que vivían en contacto con la naturaleza, particularmente en épocas más ignorantes. El miembro de una tribu con fe en su chamán, lleno de pánico con tal demostración de poder de sus dioses, haría rituales de sacrificio para aplacarlos y protegerse. El agricultor devoto puede caer de rodillas en oración o encender una vela a la Virgen con la esperanza de que sus cosechas no queden perjudicadas. En contraste, un ejecutivo moderno podría lanzar una breve mirada al cielo, en su ajetreada carrera entre reuniones importantes, mientras que su joven hijo podría buscar un globo terráqueo, un pelota de tenis o una linterna de mano para mostrar a su hermano pequeño las posiciones de la Tierra, la Luna y el Sol, durante el eclipse. Un astrónomo tendría preparado todo su material para hacer placas con el telescopio, estudiar la corona del Sol y el brillo alrededor del disco oscuro de la Luna.

         La forma de reacción de cada persona depende de su sistema de creencias. Diferentes visiones del mundo generan distintas interpretaciones de los mismos hechos. ¿ Será que la naturaleza es vista de forma porosa por espíritus invisibles, a veces protectores y otras hostiles, o habrá un Dios único y benevolente operando detrás del escenario? ¿Será que el mundo está centrado en el comercio, proceso en el cual la naturaleza está, de cierta manera, implicada? ¿Existe un sistema celestial ordenado, en el cual los cuerpos celestes se mueven en trayectorias previsibles? Cada una de esas suposiones resulta en diferentes actitudes y acciones.

         Mi suposición sobre el mundo se basa en la hipótesis de una visión semejante a la puesta de unas gafas de sol, oscureciendo todas nuestras experiencias, pensamientos, creencias y actitudes. Estas “lentes” están hechas de premisas y axiomas fundamentales que tenemos sobre la Naturaleza y el hombre, las “certezas” de la vida que raras veces cuestionamos. ¿Será que presumimos de que la vida física y las experiencias de los sentidos, es todo lo que existe? Esa visión se refleja en la forma en que pasamos nuestro tiempo, los amigos que elegimos, en lo que es importante para nosotros. ¿Será que sentimos que las personas son básicamente buenas y que, aún entre las personas aparentemente “malas” hay un impulso en dirección al crecimiento y la perfección? Estas presunciones nos orientarán de forma diferente y determinarán nuestro estilo de vida, aquello que deseamos realizar en la vida y cómo tratar a nuestro prójimo.

         Sea del modo que fuere, todos nosotros tenemos una visión particular del mundo. Como seres humanos, tenemos unas necesidades básicas de esta visión. Los antropólogos descubrieron que todas las culturas tienen alguna especie de concepto de su espacio y del cosmos, dando a sus miembros la sensación de que ocupan un lugar en el Todo. Los psicólogos han comprobado que las personas, además, necesitan una noción general para orientarse, lo que Erich From denominó “estructura de orientación”. Lo que un filósofo dijo acerca de la filosofía, puede ser dicho acerca del conocimiento del mundo:

         “El hombre no puede vivir sin la filosofía . . . hay un anhelo en el corazón

         de los hombres que es alimentado sólo por la filosofía real.”

         En una cultura, como también en el indivíduo, la visión del mundo abarca aquello que es conocido por la ciencia de su tiempo y lugar, añadiendo ideas religiosas y filosóficas. La visión del mundo occidental, que predomina actualmente, se formó alrededor del materialismo del siglo XIX, tal vez mezclada con ideas nuevas, como la Relatividad y el Principio de Inseguridad de Heisenberg. Pero, aunque no hubiéramos estudiados tales principios o conceptos, ellos interpenetran nuestra cultura y afecta nuestra visión del mundo. Sobre esta base cultural, cada uno de nosotros incluye innumerables temas y motivos que se funden y componen nuestra imagen individual del mundo. Esa imagen añade actitudes desde la tierna infancia, de las cuales ya adultos, olvidamos en gran parte, así como nuestras reacciones, los gritos infantiles de hambre o nuestra felicidad, o el temor que encontramos en el perro de la vecina. Esas impresiones serán integradas en conceptos más conscientes y racionales en nuestra imagen del mundo.

         Las premisas filosóficas y presuposiciones básicas por las cuales vivimos, en gran parte no son suficientemente analizadas, sino que se desarrollan en nuestras mentes en la medida que acumulamos experiencia y conocimiento. No son realmente examinadas y expresadas verbalmente en enunciados racionales. Hay estudios que evidencian que las personas se vuelven hostiles y en actitudes defensivas cuando alguien desafía inconscientemente estos axiomas. Componen aquello que fue denominado “el inconsciente filosófico”, del cual, en una gran extensión, no nos damos cuenta y, por tanto, no estamos preparados para defender. Cuando estos son atacados, juzgamos que nos atacan a nosotros. Nuestra visión del mundo basada en estas premisas, afecta a nuestras experiencias y acciones mucho más de lo que imaginamos, no sólo en momentos emocionales intensos como el ejemplo del eclipse, sino en la vida diaria y en actitudes habituales. Nuestra creencia sobre cómo el mundo es, determina la forma en cómo interpretamos lo que nos ocurre, nuestras expectativas y lo que juzgamos se espera de nosotros, lo que pensamos podemos alcanzar y hasta nuestra auto-percepción individual.

Continuará en el próximo número.

 

 

 

 

Desde hace mucho tiempo tengo la tentación de escribir una biografía sobre alguien que me fuese particularmente interesante, desde mi punto de vista. Dos figuras, entre otras, fueron adquiriendo un perfil propio: San Pablo de Tarso y San Agustín de Hipona fueron los elegidos. He dejado para más adelante a otros tan interesantes, como: Tertuliano, Buda, Plotino, entre otros. Pero, espero tener larga vida para hacer cuanto me he propuesto. Comenzaré con Pablo de Tarso, pues lo tengo más cerca de mi corazón, con todas sus contradicciones pero animado por el fuego vivo de la fe que nunca perdió y el canto vivo de su amor que le animó a peregrinar por la Tierra predicando aquello en lo que firmememente creía. Él sabía lo que sus visiones le hacían ver y lo predicaba con todo el ardor de que es capaz un alma encendida en la llama viva de un celestial esplendor que le acompañó hasta su muerte. Espero que en estos trazos biográficos pueda estar a la altura de esta santidad.

 

 

    

                                                       PABLO DE TARSO

            En la primera década de nuestra Era vivían, simultáneamente y en lugares diversos, dos niños destinados a ser cada uno un marco en el camino de la evolución religiosa y cultural de la humanidad.

            Perdido en las verdes colinas de Nazaret, manejaba las herramientas de carpintero alguien que ni nombre parecía tener, porque era llamado simplemente, el “hijo del carpintero”.

            Al mismo tiempo, vivía en Tarso de Cilicia otro niño, de salud precaria, que ensayaba con sus pequeñas manos los primeros movimientos del manejo de un primitivo telar. Saulo era el nombre hebreo que le dieron sus padres. Paulo es su nombre latino como ciudadano romano.

            En Nazaret y en Tarso se forjaba un hito histórico, porque en esos puntos del planeta habían nacido dos poderosos focos de espiritualidad.

            Donde quiera que impere el espíritu ahí se operan grandes maravillas.

            A los dos operarios, un carpintero y un tejedor, les confió la Providencia el destino espiritual de la humanidad occidental.

            Durante su vida mortal nunca se encontraron cara a cara.

            Del carpintero de Nazaret se deriva ese gigantesco torrente de espiritualidad que riega los cinco continentes.

            Del tejedor de Tarso, se canalizaron las aguas que cavó un cauce preciso y seguro hasta hoy, después de veinte siglos, sin que el curso se haya desvíado.

            Es cierto que el Cristianismo existiría si Pablo no hubiese caído derribado por un rayo de luz ante las puertas de Damasco. Pero, ¿tendría ese cuño característico que conocemos? ¿Ese vigoroso colorido que admiramos? ¿Esa precisión casi jurídica y esa visión panorámica, si no fuera el espíritu genial de Pablo? ¿Esa extraña personalidad que sintetizaba en sí las tres grandes culturas de la época: hebráica, helénica y romana?

            ¿Quién era Saulo?

            Responde él mismo: “Circuncidado el octavo día, de la raza de Israel, de la tribu de Benjamín, hebreo hijo de hebreos, y según la Ley, fariseo, y por el celo de ella perseguidor de la Iglesia; según la justicia de la Ley, irreprensible.”

            Al interrogatorio del comandante de la fortaleza romana en Jerusalém, no duda Saulo en declarar: “Soy judío, natural de Tarso, ciudad ilustre de la Cilicia.”

            A la pregunta del oficial sobre su nacionalidad, él responde: “Soy ciudadano romano de nacimiento”.

            Hay a través de esas declaraciones un orgullo: su cualidad de hebreo: se gloría de sus fueros como ciudadano romano. Veía en esto un arma poderosa para la conquista espiritual del mundo.

            Tarso, capital de la provincia romana de Cilicia era, en ese tiempo, un notable emporio comercial, punto de intersección de dos grandes culturas: la heleno-romana del Occidente y la semita-babilónica de Oriente. Situada en las faldas del Taurus, cuyos nevados picachos dominan los extensos valles de la Cilicia, así como las cumbres del Líbano se levantan sobre las planicies de Galilea, es Tarso regado por las aguas del río del mismo nombre, por donde en aquél entonces subían y descendían los navíos del Mediterráneo.

            Numerosas caravanas de camellos, cargados de oscuros fardos de pelo de cabra con algodón y cereales, cruzaban sin cesar las planicies de Cilicia, compitiendo con la navegación fluvial por mantener un intenso intercambio comercial entre el litoral y el interior.

            Después de Atenas y Alejandría, era Tarso el más importante centro de cultura helénica de la época.

            ¿Habría frecuentado el pequeño Tarso el célebre “Gymnasión” de la metrópolis? ¿O habría aprendido en casa, con un preceptor, la habilidad magistral del idioma de Homero y Aristóteles? ¿Ese idioma en el que más tarde redactó sus espístolas?

            Todavía existían en Tarso numerosas obras públicas que, medio siglo antes de Cristo, mandara realizar el famoso tribuno y escritor romano Cícero, entonces procónsul de esa provincia.

            Griegos y romanos, asirios y babilonios, persas y fenicios, el oriente y el occidente, grabaron en los muros de Tarso los vestigios de su historia y el cuño de su espíritu.

            Aquí, sobres las aguas del Tarso, reclinada en lujosos cojines de su elegante galera, aguardó la sirena egipcia Cleopatra a su poderoso amante Marco Antonio (41 a.C.).

            Más arriba, no lejos de los manantiales, mostraban los profesores a sus alumnos el lugar histórico donde Alejandro Magno acampara con su ejército, después de atravesar el fatídico desfiladero del Taurus. Poco más allá, estaba el escenario de la trágica derrota de Darío, rey de los persas.

            Todo esto veía y escuchaba el niño hebreo, hijo de antiguos fariseos, nacido en un ambiente libre y amplio de una provincia de Asia, donde las armas de Roma dominaban los cuerpos y la filosofía de Atenas calmaba la sed de los espíritus.

            Dificilmente se comprenderán las cartas de Pablo, quien no ha respirado la atmósfera heleno-romana-judáica que él inhaló durante su infancia y juventud, a la sombra del Taurus. Sus escritos vienen repletos de alusiones y renminiscencias, de comparaciones e ideologías sorbidas en los panoramas de Cilicia y coloreadas por las concepciones mitológicas de una población heterogénea, caldeada por los más diversos elementos raciales.

            ¿Habría Pablo defendido, más tarde, con tanto ardor y paciencia, la libertad del Evangelio y la universalidad de la redención, si hubiera nacido y fuera educado en un ambiente ortodoxo y judío de Palestina? ¿Habría tenido la necesaria grandeza e independencia de espíritu para ser el “apóstol de la gente”, si no conviviera desde su más tierna infancia con toda especie de pueblos y razas, de credos y filosofías?

            Ciudadano romano por nacimiento, espíritu helénico por educación, no dejaba el pequeño Saulo de ser, con todas las fuerzas de su alma, hijo de Israel, con el rígido fariseísmo de sus mayores. En medio de la Babel del politeísmo y panteísmo de los gentiles, conservó el genuino monoteísmo de Abraham, Isaac y Jacob.

            Se gloriaba de pertenecer al pueblo de Israel y a la tribu de Benjamín, única que después del cautiverio auxiliara a Judá para construir los muros de Sion. Competía a la tribu de Benjamín formar a la vanguardia de las procesiones y actos litúrgicos; porque fuera ella la que, en el memorable éxodo de Egipto, atravesara en primer lugar el Mar Rojo.

            Era Saulo de la casta de los ¨”fariseos”, es decir, de los “segregados”, especie de élite religiosa que se ufanaba de conocer mejor y observar más estrictamente que la generalidad de la gente, los preceptos de Yahveh.

            Después de su conversión al Evangelio de Cristo consideraba Pablo como “aquello que se lanza a los perros” toda esa jactancia de perfección legal y esas prosapias genealógicas de Israel.

            Nada sabemos de los progenitores de Saulo. No los menciona en ningún momento. Es de suponer, que su padre haya sido un hombre austero, religioso, meticulosamente seguidor de Moisés. Desde temprano, naturalmente, inició a su hijo en los misterios de la Biblia hebrea, haciéndole conocer la versión griega de los traductores alejandrinos.

            Por el hecho de haber aprendido Saulo el oficio de tejedor, ¿sería lícito deducir que su padre ejercía esta profesión?

            ¿Habría Pablo conocido a su madre? ¿O tuvo la infancia de un gran espíritu a la sombra de una orfandad, sin afecto ni cariño maternal? Más de una vez, en sus cartas, recurre el apóstol a suaves alegorías extraídas del ambiente de dolor y solicitud maternal. En la Epístola a los Romanos envía cordiales saludos a la madre de Rufo “que también es mía”, dice él, revelando ternura filial para con una señora que, en penosas expediciones apostólicas le acogiera y tratara con cariño de madre.

            La única noticia histórica que tenemos de los parientes de Saulo es la mención que hace Lucas en los “Hechos de los Apóstoles”, de una hermana casada que tenía en Jerusalém y de un sobrino, hijo de esa misma hermana.

            A los cinco años de edad, tuvo Saulo que aprender una síntesis substancial de la ley mosáica, compendiada en los capítulos 5 y 6 del Deuteronomio, así como del Salmo 113 al 118, que se cantaba en las grandes solemnidades litúrgicas y, finalmente, el significado de las más notables efemérides del Año Santo.

            A los seis años frecuentó una especie de “jardín de la infancia” y después la escuela anexa en el recinto sagrado. Un “pedagogo” (esclavo) le acompañaba todos los días a esa escuela, cargando una carpeta con sus utensilios escolares. Sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, en una estera o alfombra, aprendía las primeras letras, grabando los caracteres con estilete de hierro sobre una tablilla cubierta de una capa de cera.

            Los años siguientes fueron consagrados, preferentemente, al estudio de la historia de Israel y las grandes revelaciones que Yahveh hiciera a su pueblo escogido. ¡Cómo no ha de vibrar el alma sensible del joven, al escuchar la grandiosa epopeya de la creación, la tragedia del diluvio, los martirios de Israel en Egipto, la vida nómada por el desierto, la entrada en tierra de Canaan! ¡Con qué entusiasmo no habrá oído hablar de las glorias de David y Salomón, de la construcción del templo al Dios único, eterno, omnipotente! ¡Con qué fervor no entonaría los cánticos de Sion! ¡Qué emoción tan profunda no agitó su alma al repetir las sollozantes cantos fúnebres de Jeremías sobre las ruinas de Jerusalém!

            ¡Qué fuego sagrado no brillaría en las oscuras pupilas del joven hebreo, cuando oía hablar del Mesías, del poderoso rey que elevaría a Israel por encima de todas las naciones del mundo y proclamaría una Edad de Oro de glorias y triunfos sin fin!

            Es posible que sus colegas griegos y romanos no lo hayan comprendido, que lo tacharan de visionario. Sin embargo, Saulo, tenía la convicción íntima de ser hijo de un gran pueblo, una raza única y excepcional en la historia, de una nación que viviera epopeyas de gloria en el tiempo en que Roma y Atenas no eran más que espesos bosques o incultas campiñas, donde los cazadores perseguían a las fieras e ingenuos pastores tañían sus primitivas flautas. Y cuando sus camaradas del Gimnasio de Tarso jugaban a “Escipción y Aníbal”, o contaban los hechos bélicos de César y Alejandro, peregrinaba Saulo con Moisés por las estepas de Arabia o penetraba con el gigantesco Sansón en las ciudades de los filisteos.

            A los diez o doce años, comenzó para Saulo la segunda y menos serena fase de su juventud. Con esa edad fue iniciado en la llamada “ley oral”. Tenía que aprender todos los días, a los pies del rabí, decenas de “preceptos divinos” y otras tantas “transgresiones”, cada una con su respectiva penalidad.

            Data probablemente de este período el inicio del angustioso conflicto moral en el alma de Saulo, conflicto que resuena en todas las Espístolas del gran luchador de Dios. Despertó en ese tiempo su dolorosa inquietud espiritual. Surgen siniestras esfinges, los profundos problemas metafísicos de pecado y redención, que mucho más tarde, después de la memorable hora en las puertas de Damasco, encontrarían solución a la luz del Evangelio.

Continuará en el próximo número.

 

 

 

Fragmentos del libro “La época de Acuario”.-

 

 

El siglo XX ha sido revolucionario dentro de la ciencia en función de los descubrimientos de la física, la evolución de la psicología e investigaciones realizadas sobre la relación mente-cerebro.

         Una de las cuestiones centrales está ligada al hecho de que los científicos perciben que existe otra dimensión de la realidad más allá de nuestros sentidos. Lo más interesante es que la descripción de esa realidad se parece mucho a la hecha por místicos y sensitivos, cuando en sus vivencias entran en contacto con esa dimensión. Lo que se desprende de ello es que hay dos formas posibles de “ser”, dos formas de conceptuar la realidad. Ambas son necesarias, porque son complementarias, o sea que una suple a la otra y permite una visión más completa del Universo.

         Esta aceptación viene de la física moderna y no del área de las ciencias. Por eso, brevemente, hablaré de los caminos recorridos por los físicos para llegar a este nuevo concepto de la realidad.

         La física de Newton describe una realidad sensorial. Hay un modelo mecánico donde el Universo es un espacio de tres dimensiones, siempre iguales e independientes. Los cambios que ocurren en este Universo son descritos a partir de una dimensión separada llamada tiempo, también absoluto y sin relación con el mundo material: él fluye del pasado al presente, en dirección al futuro. Los elementos que se mueven en espacio y tiempo son partículas sólidas que componen la materia. La naturaleza está rigurosamente determinada y a cada causa corresponde un efecto. Esto significa que es posible predecir algo específico y cómo se va a desarrollar, si tenemos suficiente información sobre él.

         Este determinismo mecánico se apoya en la dualidad de Descartes que basa su visión de la naturaleza en una división entre dos realidades, separadas e independientes: la mente y la materia.

         Como consecuencia se pensó que el mundo material podía ser explicado objetivamente, sin interferencia del observador, como entidad separada, es decir: existe un universo que está fuera, independiente del yo, observador, que está aquí dentro.

         El concepto de realidad newtoniano, corresponde a la realidad que percibimos con los sentidos. Nuestra tendencia es dividir el mundo que nos rodea en partes individuales y separadas y vernos como egos solitarios.

         En vivencias paranormales esta percepción se modifica: es la unidad y el inter-relacionamiento de las cosas que las hacen importantes y no sus características individuales.

         Hay dos formas básicas de conocimiento. El conocimiento por la idea y el conocimiento por el ser. El conocimiento científico es el primero, basado en la dualidad: observador - observado. En la percepción espiritual hay un conocimiento a través del ser, que nace en el momento que la dualidad, observador y observado, deja de existir.

         Ahora, veamos como la física moderna llegó a esta conclusión.

         La física clásica volvióse limitada por describir sólo un nivel de realidad, o sea, el aprendido por los sentidos.

         Ella es válida sólo para:  a) Objetos compuestos de grandes números de átomos y b) Para pequeñas velocidades comparadas con la velocidad de la luz.

         Cuando el primer modelo no se da, el modelo newtoniano ha de ser sustituído por la teoría cuántica, y si tampoco el segundo modelo resulta, hay que aplicar la teoría de la relatividad.

         Fueron las teorías cuánticas y la de la relatividad, las que provocaron cambios profundos en conceptos como espacio, tiempo, materia, causa y efecto, viniendo a demostrar otra dimensión de la realidad diferente de la que vivimos.

         La física cuántica enseña un universo diferente que se presenta como un complicado tejido de relaciones entre las partes y el todo. A este nivel las partículas no pueden ser descompuestas y estudiadas como unidades independientes; sólo pueden ser observadas en términos de interacciones. Hombres de ciencia, como Planck y Heisenberg, dicen:

         “El mundo se revela como una maraña de sucesos, en el cual los diferentes tipos de relaciones o se alternan o se sobreponen o se combinan, determinando la composición del todo”.

         “En la física moderna es imposible llegar a las leyes que buscamos a no ser que consideremos el sistema físico como un todo. Cada partícula individual del sistema está en cierto momento, simultáneamente, en cada parte del espacio ocupado por el sistema”.

         Dice el espiritualismo:

         “El mundo interior y el exterior son dos lados del mismo tejido, en el cual las líneas de todas las fuerzas, de todas las formas de conciencia y sus objetos, están entrelazadas en una red inseparable de infinitas relaciones y mutuamente condicionadas”.

         Dice Heisenberg :

         Nuestros experimentos no reflejan la naturaleza, sino la naturaleza modificada y transformada por nuestra actividad en el experimento”.

         Dice el espiritualismo:

         “Las apariencias son nuestros propios conceptos, contenidos en nuestra mente, como si fuesen reflejados en un espejo”.

         Oppenheimer, físico, dice:

         “Es una paradoja de la vida que el hombre parezca estar entre dos órdenes de realidad contradictorias. Dos formas de tomar la existencia están presentes en el espectro de la consciencia. Los pares de opuestos que los espiritualistas llaman ser y venir a ser, eternidad y tiempo, unidad y multiplicidad, son dos formas extremas a través de las cuales el universo puede ser concebido: el espiritual y el natural”.

         “Estas dos formas de pensar, tiempo e historia, eternidad e intemporalidad, son ambas partes de los esfuerzos del hombre para entender el mundo en que vive. Ellas son visiones complementarias, cada una supliendo a la otra, pero ninguna de ellas contando toda la historia”.

 

 

 

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