ALCORAC

SALVADOR NAVARRO                            h

 

Dirigida a la Escuela de:

                    Mallorca

                                                                                  

                                                                                   Circular nº 4 , año IX

                                                                                   Llubí, 1º de Abril de 2.003..

 

 

PABLO DE TARSO.-

Viene de la Circular anterior.

            En aquellos breves momentos, en las puertas de Damasco, vivió el alma de Saulo siglos enteros. El espíritu no está sujeto a las leyes del tiempo y del espacio.

            Durante treinta años, trabajó el israelita y fariseo de Tarso en la construcción de su edificio filosófico y teológico y, en el momento que la construcción parecía terminada y sólida, la gracia de Dios sopla contra ese baluarte de humana sabiduría y lo derriba por tierra, no quedando piedra sobre piedra.

            “El espíritu sopla donde quiere . . .”

            Y en medio de esa Babel de ruinas procura Saulo orientarse.

            ¿Orientarse?

            No. Es necesario que Dios lo oriente, en medio de esa universal oscuridad, después de tan horroroso terremoto.

            “¿Qué quieres Señor que haga?”  - pregunta el ciego, el derrotado.

            Sólo de los labios de un Saulo podían brotar tales palabras. Otro hombre habría implorado misericordia y vida. ¡Saulo no! No se entrega a gemidos cobardes y estériles lamentos, ni se abandona a los melancólicos recuerdos de treinta años vividos en vano. ¡No! ¡Es necesario actuar! ¡Es preciso hacer algo! Está con un futuro ante sí . . . Ya que está por tierra el edificio del judaísmo, urge levantar en medio de ese caos el templo del cristianismo.

            “¿Qué quieres Señor que haga?”

            Si tanto hizo él sin el Cristo y contra el Cristo, ¿cuánto no hará con  el Cristo y por el  Cristo?

            Saulo mostró en Asia cuánto puede el odio nacido del error; ahora va a mostrar al mundo entero cuánto vale el Amor, hijo de la Verdad.

            Desde entonces no hay apóstol genuino que no repita estas palabras:

            “¿Qué quieres Señor que haga?”

            Quiero hacer alguna cosa grande, pero conforme a tu querer, porque tu eres el Señor  y yo soy tu siervo . . .

            Es de lo alto que viene la respuesta, que fue, ciertamente, una dolorosa decepción para Saulo.

            “Ve a la ciudad y te será dicho lo que debes hacer”.

            ¡Desilusión!

            Después de una escena tan grande, un epílogo tan mezquino. El gran héroe, que con los propios ojos contempló el Cristo glorioso, que con sus oídos percibió la voz del Eterno, debe ahora, como cualquier hombre común, pedir consejo a un semejante, a un hombre tal vez mediocre, piadosamente vulgar y que  posiblemente nunca tuvo un encuentro personal con la Divinidad . . .

            ¿Cómo irá ese océano a acabar en un regato vulgar? ¿Por qué no viene Jesús, personalmente, a completar su gran obra tan gloriosamente iniciada?

            ¡Misterio y más misterios!  . . .

            Salvar al hombre por el hombre; esa es la pedagogía de Dios, tan incomprensible para nosotros.

            “Ve a la ciudad y te será dicho lo que debes hacer”.

            ¿Por qué no conduce Dios, personal y directamente, esa alma que tan lealmente lo busca? ¿Por qué la expone a la contingencia de un posible naufragio en el puerto? ¿Por qué obliga a esa águila del pensamiento a encoger las alas en la luminosa amplitud del espacio y entrar en la estrecha clausura de un alma ajena?

            Cuando Saulo se levantó de la tierra, estaba ciego.

            Llamó a sus compañeros de viaje, que se mantenían a distancia, atónitos, perplejos con el extraño fenómeno de luz y voces del cielo. Habían visto la intensa claridad, escucharon las palabras de lo alto, pero no habían visto a nadie.

            En silencio condujeron a Saulo tomándolo de la mano, rumbo a Damasco. Pasaron por una gran puerta, que todavía hoy lleva el nombre de Saulo y tomaron por la “calle derecha”, en aquel tiempo una soberbia avenida de un kilómetro de longitud, ladeada por dos filas de columnas corintias, cuyos restos yacen hoy dispersos en medio de una multitud de casas.

            Se hospedó Saulo en una posada, cuyo propietario se llamaba Judas, como dice el historiador. El posadero, algo confuso, recibió al viajero ciego y le designo una habitación. Le trajeron comida y bebida, pero Saulo lo rechazó todo.

            Sus compañeros querían quedar con él, pero Saulo los despidió. Tenía necesidad de soledad; ansiaba estar consigo mismo y sus pensamientos.

            Los grandes sucesos reclaman concentración interior. Para el alma clarividente, el mundo exterior no deja de ser un espejo; la intuición interna es la única realidad.

            Se retiran los amigos llenos de extrañeza y confusos.

            Y entonces comenzó para Paulo de Tarso aquella memorable trinidad de silencio, ayuno y oración; trinidad en que su espíritu recorrió eternidades y su alma realizó la más maravillosa evolución que se pueda concebir.

            El apóstol, durante el resto de su vida, atribuyó ese acontecimiento a una intervención divina y, en último análisis, fue su testimonio más decisivo. Los que pretenden dar este acto como natural, como efecto de una autosugestión, como la solución de un problema psíquico o como la resultante de prolongados estudios de Saulo, olvidan casi todas las circunstancias concomitantes del fenómeno, pues los compañeros de Saulo también vieron la extraña claridad y escucharon las palabras del cielo, sin comprender nada; esas explicaciones, en el afán de eliminar una incógnita espiritual, introducen otra nueva, psíquica, no menos enigmática que la primera.

            No es posible, con todos los recursos de nuestra adelantada psicología y psicoanálisis, dar explicación natural y satisfactoria del hecho histórico ocurrido en las puertas de Damasco. Entretanto, sin querer despojar al fenómeno de su nimbo sobrenatural, intentemos penetrar un poco en esa misteriosa penumbra.

            Cuando un alma humana es, de improviso, arrancada con raíces y tronco, del terreno en que crecía y desarrollaba, y trasplantada a un ambiente distinto, puede de ahí resultar la muerte o un incurable raquitismo, a no ser que sea dotada de un extraordinario potencial de vitalidad y de una poderosa capacidad de adaptación.

            De un momento para otro, tuvo el alma de Saulo que realizar ese arriesgado proceso, ese “salto mortal”, del más fanático judaísmo al más decidido cristianismo.

            En el momento en que, de las serenas alturas del cielo asiático, brilló la extraña luz y en el silencio del espacio vibró la voz aterradora: “Yo soy Jesús a quien tú persigues”, en ese momento cayeron los cimientos de aquél cosmos humano y se estremeció en sus trayectorias el más poderoso sistema planetario del universo espiritual . . . .

            La ruina era completa.

            Del edificio espiritual de Saulo no quedó piedra sobre piedra.

            Y, en medio de los escombros del soberbio castillo, estaba postrado el ardoroso discípulo de Gamaliel, el asesino de Esteban, que venía de Jerusalém con documentos oficiales, con el fin de prender a todos los discípulos de Jesús . . .

            Entretanto, y es lo más admirable en ese hombre, el alma de Saulo poseía suficiente dinámica y elasticidad para arquitectar de un mundo en ruinas la “nueva creación en Cristo”. No era ningún Jeremías que se sentaba sobre las ruinas de Sion y dejaba correr, en total pasividad, el llanto amargo de la desilusión y el desánimo. ¡No! Saulo era un Ezequiel que, en medio de un campo sembrado de huesos, sabía lanzar un desafío audaz: “¡Huesos áridos, oí la palabra del Señor!.”

            Pero, una vez convencido de la Verdad, se entrega en cuerpo y alma, sin reserva, al supremo ideal de su vida.

            Integralmente de Moisés; integralmente del Cristo.

            El carácter de Saulo es perfectamente el carácter de Paulo. Nada se extinguió, nada se apagó, nada se sofocó, nada se eliminó.

            Saulo no cambio de carácter, sino de ideal, de objetivo, de la causa que ansiaba llevar hasta el final.

            Vibra a través de todas las epístolas de ese hombre, una nota dominante: “La nueva vida en Cristo nace de la muerte del hombre viejo”. ¡Es necesario morir para vivir! Es necesario que se apaguen todos los soles mundanos para que Dios pueda encender en el firmamento nocturno del alma las estrellas de su revelación. Es necesario que enmudezcan todas las criaturas para que pueda hablar el Creador.

            ¡Morir, para vivir!

            Si Saulo no hubiera sido aquella personalidad firme y maleable al mismo tiempo, habría sido un vacío, un desierto de arenas de pesimismo y negación, sin un oasis siquiera de esperanza y coraje.  Mientras, su vida de apóstol fue un período de prodigiosa fecundidad y de tanta plenitud que veinte siglos después hemos gozado de sus riquezas llenando nuestros vacíos con sus palabras reflejadas en Epístolas y su ejemplo como vida cristiana.

            Los tres días que Saulo pasó en Damasco, después del extraño fenómeno, fueron un ejemplo de forja y modelación espiritual.

            El último secreto de la fuerza con que actuamos sobre otros hombres queda más allá de nuestra consciencia y se encuentra en las incontrolables profundidades de nuestro ser, en los abismos de nuestro Yo divino.

            Ese último factor y decisivo de nuestra fuerza e influencia sobre los otros, se substrae a nuestro poder consciente y escapa también a nuestro querer consciente.

            Pueden otros seres dar impulso a aquello que ya existe dentro del alma humana, pero no pueden crear en ella una nueva realidad. Solamente un alma puede actuar sobre otra, al punto de crear en ella una realidad distinta, originar un nacimiento dentro de otra persona. Un Yo despierta en un Tú algo de su propio ser. Para ese despertar se sirve generalmente de un determinado vehículo, tal como el sonido, la mirada, la escritura o la palabra.

            Entretanto, más allá de esos vehículos, un tanto primitivos, hay otros más sutiles y poderosos: son como ondas espirituales, vibraciones intangibles, que sin cesar irradian del alma humana y se comunican al ambiente espiritual. Digo “ondas” porque aquí termina mi saber; aquí comienzan las analogías y comparaciones de las esferas de las ciencias físicas: ondas, fluídos, vibraciones, auras, la “gracia del Maestro”.

Continuará en la Circular de Mayo de 2.003.

 

 

 

 

LA SABIDURÍA ANTIGUA.-

Continuación.

          No obstante, el mundo de la materialidad que nace del Uno, jamás está separado, de ninguna de las maneras, de su Fuente divina. La visión esotérica está en oposición a aquella de un Dios que crea el mundo y después se separa de él. Está, igualmente, en contraste con el materialismo que ve la materia como inerte y sin vida. En vez de eso, la Vida apoya y da vida a todo lo que de ella surge. La Unidad de la Existencia se manifiesta en la materia; es el “alma vivificante”, inmanente en todos los átomos, latente en la piedra, manifestada en el hombre”, la “potencia motivadora, impulsora” subyacente en la naturaleza. Aún así, el Uno permanece sin división, constituyendo la base homogénea para cosas ampliamente diferenciadas, la esencia última que une todas las diversidades de nuestro mundo aparentemente plural. “El hombre es el universo y todo cuanto en él está contenido son uno con la Unidad absoluta, la esencia divina incognoscible”.

          Hay otro aspecto de unidad más allá de la esencia unitaria en las profundidades de las cosas materiales. Existe una estructura armoniosa en el propio universo, revelada por sus componentes, una totalidad exteriorizada en las relaciones. La interacción interdependiente caracteriza el mundo de la naturaleza, en el cual seres y componentes separados se mezclan, componiendo sistemas y unidades significativas, como las funciones de los órganos del cuerpo. Así, la unidad surge hasta cuando nos concentramos en manifestaciones materiales en vez de en su esencia subyacente. Así se presenta una visión majestuosa de la creación como una cadena inmensa, interactiva. “De los dioses a los hombres, de los Mundos a los átomos, de la estrella hasta el gusano, del Sol al calor vital del más humilde ser orgánico, el reino de las Formas y de la Existencia es una inmensa cadena, cuyos ejes se hallan todos interligados”.

          Así, la sabiduría antigua apunta tres dimensiones de la unidad: la unidad no diferenciada del Ser Supremo; la esencia o vida que penetra todas las formas; la unidad orgánica, encontrada en la armonía de los componentes e interacciones en el mundo. Podríamos simbolizar la Unidad Suprema por un mar ilimitado de luz que cubre todo el espacio. La Vida en todas las formas podría ser representada por una lámpara, cuyo brillo es alimentado por una corriente eléctrica invisible. Componentes estructurados en un todo armonioso, podrían ser comparados a una pintura maestra, en la cual cada elemento se relaciona y extrae su significado de la composición como un todo. Esas imágenes podrían auxiliar e ilustrar cómo la unidad está forzosamente presente en el mundo, encontrándose también en sus niveles más profundos y subyacentes.

          Nosotros también formamos parte del Uno, jamás apartados de la Vida. Como hijos de la Naturaleza, nos integramos en ella en la medida que estamos en un estado de permanente intercambio y relacionamiento con el medio ambiente. Formamos parte intrínseca del mundo natural. Además, en las profundidades de nuestra consciencia, somos uno con la Esencia que penetra en todo y que también constituye nuestro recóndito ser interior. Al profundizar en la meditación, en busca de nuestro Yo más interno, el núcleo de nuestro ser, de alguna misteriosa forma se procesa una fusión con el Yo supremo omnipresente y por un momento nos volvemos conscientes, en alguna medida, de nuestra unidad con la vida divina.

          Preguntaba un Maestro a su discípulo:

          “Levanta la cabeza. ¿Ves una luz o luces innumerables por encima de ti, brillando en el cielo negro de la media noche?”

          “Veo millares de estrellas que brillan”.

          “Dices bien. Ahora observa en torno a ti  y dentro de ti mismo. Esa luz que arde en tu interior, ¿por ventura la sientes de alguna manera diferente de la luz que brilla en tus hermanos humanos?”

          “No es de modo alguno diferente, aunque el prisionero continúe preso por el Karma y sus vestidos externos engañen a los ignorantes para que digan: “Tu Alma y mi Alma”.

          Esta es la enseñanza subyacente de los enunciados espirituales sobre la fraternidad entre todos los seres. La fraternidad es vista, no como un ideal a ser alcanzado, sino como una realidad de la naturaleza, una expresión de la unidad llena de vida en todos los niveles. Podemos ocultar esta unidad con la separatividad y el egoísmo, pero esto no elimina sus profundas raízes en la naturaleza y en nosotros mismos.

          La base para el concepto de inter-relacionamiento está surgiendo de todas partes. Esta idea, extraña y sin propósito hace más de cien años, está adquiriendo importancia progresivamente en el pensamiento moderno. En años recientes, la atención apuntaba hacia el Todo y no para sus componentes. Estudios sobre el inter-relacionamiento han sido más productivos y claros que el análisis de componentes fragmentados y aislados, y visiones holísticas y ecológicas del mundo están emergiendo de la propia ciencia. En el pasado siglo XX, el mundo comenzó a aparecer como un todo indivisible, con sus componentes en una relación íntima y dinámica, en flujo y movimiento, en vez de un comportamiento mecánico. Hay aplastante evidencia de fuentes diversas en el sentido de que estamos inter-relacionados, que todos formamos partes de un Todo, compartiendo sus niveles sin excepción. Tal vez la imagen majestuosa de nuestro planeta, con sus aguas turbulentas, visto desde la Luna, pueda simbolizar más adecuadamente la perspectiva global que está naciendo actualmente.

          Miremos algunos ejemplos de este principio reflejado en el mundo a través de inter-relaciones armoniosas. Más adelante consideraremos la Fuente trascendental de la Unidad de la naturaleza. En esas corraboraciones modernas podemos vislumbrar el principio de interconexión y cómo opera realmente dentro de nosotros y a nuestro alrededor. El exámen de esos ejemplos también nos auxiliará a aproximar la realidad a nuestra comprensión de la espiritualidad.

          Si pudiéramos aprender sobre nuestras inter-relaciones, convenciéndonos de su realidad, vendríamos a experimentar la unidad en nuestro interior, de manera que la idea se fundamentara en nosotros, expandiéndose creativamente. Pudiéramos entonces abrirnos a su influencia de forma cada vez más amplia, en todos los niveles de nuestro ser, desde el relacionamiento armonioso con un árbol, hasta la empatía con alguien que esté sufriendo, las relaciones con un mundo, la unión mística con el Todo.

          Sabemos que nuestros cuerpos, que nos parecen tan personales, tan distintamente nuestros, también forman parte del Universo. Están constituídos de la misma especie de átomos encontrados en la Luna o en Alfa Centauro, y los elementos que conocemos en la Tierra, como la estructura fundamental de la química en general, son los mismos en la estrella más distante de la galaxia más remota. Los astrónomos nos dicen que casi todos los átomos en nuestros cuerpos, fueron procesados a través de explosiones de supernovas en un pasado distante. El carbono de nuestas células, del cual depende nuestra estructura vital, fue sintetizado no en la Tierra, sino en estrellas distantes, como también ha ocurrido con otros elementos más pesados. Estamos hechos del mismo material que compone este Universo.

          Además, esos átomos y moléculas en nuestro cuerpo, en modo alguno son nuestra propiedad particular. Asimilamos incontables millones de ellos y eliminamos al medio ambiente otros tantos millones. Los átomos de nuestro cuerpo podrían -–en épocas pasadas – haber sido hechos con partes de los cuerpos de Cleopatra, Buda o Confucio.

          Estamos integrados en el amplio proceso de reciclaje de materiales terrestres. El mismo volúmen de agua ha existido en la Tierra durante millones de años. Sabemos que millones de litros del líquido que sustenta nuestras vidas se elevan de los ríos y mares en forma de vapor de agua. Parte de este vapor, se condensa en forma de nubes que caen de vuelta a la Tierra. Ellas encuentran su camino en ríos y mares, pero a lo largo de su trayectoria los seres vivos comparten el agua, la retienen durante un tiempo y la devuelven para reanudar el ciclo. En la medida que el agua fluye continuamente para dentro y fuera de nosotros, captamos un volúmen constante para componer la mayor parte de nuestras células, antes de liberarlas nuevamente hacia un flujo perenne. Compartimos la verdadera esencia que constituye nuestro cuerpo con toda la naturaleza, en un permanente intercambio.

          De forma semejante, gases del aire fluyen dentro y fuera de nosotros, en la medida que continuamente permutamos átomos y moléculas con el medio ambiente a través de nuestra respiración. Todas las criaturas vivas comparten la atmósfera y esto lo vemos de un modo dramático cuando ella es polucionada.

          Además, todas las criaturas vivas comparten genes similares y hay otras muchas señales de inter-relacionamiento, como la acentuada semejanza de las enzimas del césped con las de las ballenas.

          Un ecologista está profundamente consciente de nuestras inter-relaciones. Dijo alguien: “La vida es algo tan personal, envuelta en el propio ser de cada criatura viva, que a veces es difícil comprender con qué grado de intimidad cada vida está unida a muchas otras vidas. La vida es una corriente, avanzando eternamente, siendo constantemente renovada. La energía que nos trae la vida es suministrada por muchas fuentes, la mayoría de ellas más allá de nuestra visión o experiencia”.

          Para los biólogos, que no pueden percibirla como entidades apartadas de nuestro medio ambiente, la verdadera esencia no está confinada dentro de la piel, sino que debe abarcar todo el campo de la ecología.

          Nace, continuamente, una tela de inter-relaciones en el estado de los sistemas ecológicos, en los cuales organismos aparentemente aislados e independientes, componen un único sistema armonioso y equilibrado, siendo que individuos y especies cumplen las funciones que son necesarias para el todo. Por ejemplo, en el desierto africano , diferentes especies de animales se alimentan de distintos tipos de vegetación, algunas de hojas de arbustos, otras de hierbas, etc. Los predadores que cazan las diferentes especies, procuran diferentes objetivos entre los animales que pastan, Ellos tienen un orden jerárquico, de manera que algunos animales, como los leones, tienen la primera oportunidad para matar y hasta los buitres aguardan pacientemente su vez. Los restos de los animales muertos enriquecen el suelo y, a su vez, la hierba, como ocurre también con las heces de los animales. Así, los microbios e insectos que aceleran esta desintegración, componen un elemento importante en este proceso complejo. De alguna forma, cada especie contribuye al equilibrio global del sistema.

          Nosotros, también, estamos integrados en el tejido de la vida. Podemos ver los efectos de nuestra acción en las reservas de agua que disminuye y de los recursos naturales, en la polución del aire y las aguas y en la deformación de la superficie del planeta. Sabemos ahora que las decisiones que tomamos sobre la manera de usar la tierra afecta a toda la vida. Esto se puede expresar así:

          “El niño, en las calles de nuestras grandes ciudades, el campesino luchando en las regiones áridas, el río sombrío, límpido en el pasado, el enmarañado desolado de la vegetación, hasta el último cóndor en lo alto de una montaña de los Andes, todos tienen una tenue relación con la vida de este planeta como un todo. El hombre no está solo.”

Continuará en la Circular de Mayo de 2.003

 

 

 

 

Historia de la filosofía.-

Continuación.

          Lo que sucede en el plano de la religión y la política ocurre también en la esfera de la “vida individual”. Basta que el hombre investigue los íntimos secretos de una cosa o persona para que ese objeto o persona deje de ejercer la atracción y la fascinación que antes ejercía, cuando no era adivinado ni conocido. Pero lo que interesa, es lo que oscuramente vislumbramos y no aquello que meridianamente contemplamos. El factor “misterio” genera admiración y sin admiración no hay nada bello ni atrayente. El hombre incapaz de admirarse de algo es un hombre desvirtuado, insípido, y una humanidad hecha de ese material sería la cosa más tediosa e insoportable que se pueda imaginar.

          La fascinación máxima está en el misterio, en los abismos, en la oscuridad, en lo ignoto. Incluso en el mundo puramente “físico”, no existe verdadero encanto sin misterio; un paisaje donde faltan espacios “ignotos, penumbras, tinieblas, abismos, bosques, montañas, mares” o cualquier otros factores que nos hagan adivinar más oscuramente de lo que vemos claramente, resulta un paisaje no interesante para quien todavía conserva el sentido natural de la fascinación. En este punto debe el hombre “ser como un niño”, para los cuales todos es misterioso, fascinante, milagroso, porque es desconocido. La criatura no quiere saber por qué hadas, enanos, duendes y otros productos de la imaginación hacen esto o aquello; lo que son, de dónde vienen, a dónde van, tampoco importa, sino que el niño se extasía en lo milagroso y misterioso de mundos incógnitos.

          Pero aún aparece este misterioso tropismo en la convivencia social de personas adultas. El alma humana totalmente desolada deja de ser interesante; además, es una especie de sacrilegio exigir que una persona, por más íntima, no cierre las puertas secretas de su santuario interior y sin reservas ponga sobre la mesa la cartilla de sus secretos más profundos de su personalidad humana; sería una especie de estupro o prostitución compulsiva. Hay casados que se juzgan dueños y propietarios de la otra parte conyugal, en vez de considerarla amiga y aliada, ignorando que cualquier ser humano, antes que masculino o femenino, es personalidad y que ninguna intimidad sexual debe eclipsar esta personalidad. Donde no exista, por lo menos, un resto de incógnita personal, allí está el amor conyugal  en víspera del desamor y hasta del desprecio o el odio. El misterio es la base necesaria para la estima, sin la cual todo amor es trivial o nulo. Es una “castidad”, un “pudor” indispensable al amor, la belleza y la felicidad.

          Las democracias, como decía, sufren de falta de mística, de profundidad, de verticalidad; son tediosamenet horizontales. ¿De dónde viene el poder del Presidente del Gobierno? Naturalmente del pueblo, de mi, de mi vecino, de la derecha o de la izquierda ¿Qué misterio hay en eso? El Presidente de un país democrático es tierra desolada y por esto banal y falto de interés.

          El monarca antiguo y el moderno dictador, ambos monocráticos, son personalidades misteriosas; algunos se suponen originarios de verdaderas divinidades, como el Mikado en el el Japón y los antiguos emperadores de Roma. Hitler fue un hombre trágicamente misterioso, el “hombre subterráneo” diría Dostoievski. Hablaba como un emisario de Dios y hacía lo posible para aureolarse de un halo de fascinación y prestigio sobrenatural, apareciendo como si se tratase de un profeta o un Mesías. La propia palabra “Furher” (guía, conductor) revela esa tendencia. En 1.933 era Alemania un país totalmente derrotado; había perdidod la primera guerra mundial; le siguió un período de anarquía que destruyó poco a poco lo que aún estaba en pie; la flota mercante y marina de guerra estaban en el fondo del mar o en poder de los vencedores; todas las colonias perdidas; la zona carbonífera del Ruhr y del Sarre ocupada por Francia; deudas enormes oprimían el país practicamente en quiebra; lo peor de todo, el desánimo, pesimismo, por todas partes; millares de suicidios, millones de desempleados, completaban el cuadro de decadencia. Esto en 1.933, cuando un hombre temerario se encargó del Gobierno. Y en seis años, en 1.939, Alemania llegó a ser la mayor potencia militar de Europa y desafiaba al mundo entero. Niños de ambos sexos, entre 10 y 12 años, pedían el favor de alistarse en el ejército, marina o aviación; adolescentes de 15 y 16 años ejecutaban audaces vuelos de bombardeo; vagabundos y rateros se transformaban en soldados disciplinados u operarios industriales, trabajando por un sueldo mímino, solamente por amor a la gran causa que veían personificada en el Fuhrer y Alemania. Ya no había paro obrero. Había dinero para todo, porque había renacido la fe y la confianza en el futuro de la nación.

          ¿Cómo se explica ese milagro de transformación en tan poco tiempo?

          Había aparecido un hombre que se decía emisario de un mundo invisible, un profeta que anunciaba grandes cosas, un vidente de la realidad que el pueblo no alcanzaba a ver. No hablaba como emisario del pueblo, sino como embajador de una Potencia divina, de la cual se consideraba el Mesías.

          Hitler es, tal vez, una perfecta concretización del “espíritu objetivo” hegeliano, fascinando al “espíritu subjetivo” del pueblo germánico, porque este lo consideraba un enviado del “Espíritu Absoluto” de la Divinidad.

          Hitler nunca se dio el trabajo de probar lo que afirmaba, pero todos creían en lo que decía. Del resto, las masas no pedían pruebas sino que eran ilusionados por audaces afirmaciones y deslumbrantes promesas.

          Nadie ignora que las premisas de la política de Hitler eran visceralmente falsas, como son las de Hegel; pero las conclusiones que ambos extraen de esas falsedades son coherentes, lógicas. Una vez admitido lo que Hegel establece en su famosa trilogía subjetivo-objetivo-absoluta, no hay cómo escapar a la lógica de esas conclusiones.

          Lo que nuestros políticos, estadistas, periodistas, escritores, etc., hacen, es mostrar el carácter corruptor de las conclusiones dictatoriales, pero pocos consiguen alcanzar las últimas raíces de esa tragedia. Esas raíces están en las profundidades de la filosofía de la metafísica, de la mística. Hay quien desprecie esas disciplinas como ajenas a la vida humana, ignorando que toda revolución social, política o militar comienza, no en las cámaras legislativas, en los congresos políticos o en los campos de batalla, sino en el silencio de un cerebro pensador, del filósofo. Es posible que una idea filosófica lleve decenas de años, hasta siglos de incubación y parezca hasta muerta; día vendrá en que despierte; basta que aparezca un hombre capaz de popularizar esa idea abstracta, lanzarla en medio de la calle, de la imprenta, de los Parlamentos y la minúscula centella dará inicio a un incendio mundial, si no fuera extinguida a tiempo o debidamente orientada hacia mejores fines.

          El nazismo no comenzó con Hitler. ¿Pensamos que habrá terminado con él?

          Terminará cuando las conclusiones que él extrajo de las premisas que Hegel lanzó, sean refutadas como falsas y venenosas, no en sus ramificaciones político-estatales sino en sus raíces filosóficas y metafísicas.

          El hombre y la naturaleza son dos estadios evolutivos del Absoluto (Dios), que está inmanente en todas las cosas. El Absoluto no es una substancia estática, sino un proceso dinámico; no es un Ser, sino de un venir a Ser un devenir. El Absoluto es trascendente, del cual todo irradia, mientras que El mismo, permanece fuera de esos seres irradiados, como enseñan las religiones dualistas.

          Para Hegel, Dios, el Absoluto, no produce energía y vida, El es la Energía y la Vida en diversos estadios.

          El Absoluto no trasciende la capacidad de la razón humana. Podemos, por la razón, comprender a Dios, porque está inmanente en el hombre.

          El Absoluto puede ser llamado movimiento, energía, proceso, evolución, inteligencia, razón o Logos.

          La Razón Cósmica y el Absoluto son la misma cosa.

          El Absoluto aparece sucesivamente en tiempo y espacio, como mineral, vegetal, animal, intelectual, como racional.

          La Razón es, en sí misma, una realidad objetiva, pero aparece en el hombre como facultad subjetiva.

          El objeto y el sujeto no son dos cosas distintas, sino una sola, vistas de lados diferentes: del lado universal y del lado individual.

          El Absoluto es energía en el mineral, en las plantas y los animales la vida, y en el hombre la razón.

          Para Hegel, las categorías de Kant no son solamente modos de percibir y “pensar” sino las propias leyes del “ser”. Pensar y ser son esencialmente idénticos y gradualmente diversos. No son moldes vacíos que reciben su contenido de fuera; son formas substanciales que crean y producen su contenido desde dentro de sí.

          Esa espontánea evolución, de dentro hacia fuera, de los procesos racionales, de la potencia para el acto, es lo que Hegel llama “método dialéctico”. La dialéctica ( de dia = a través y lego = pensar) es la lógica inmanente en las cosas y el uso de la misma por el ser racional. Para Hegel, el universo es esencialmente racional; de ahí su expresión "“pan-logismo” del universo o sea, omni-racionalidad del mundo. Naturalmente, cada ser percibe ese panlogismo cósmico según su capacidad subjetiva. Esa racionalidad se revela en los seres según el grado de su universalidad o de su aproximación al Absoluto.

          La Razón no solamente recibe o concibe esas cosas, sino que produce esos objetos; ella es esencialmente creadora y no sólo reflectora. En las regiones inferiores, de los sentidos y del intelecto, hay simples concepciones y reflexión, mientras que en la zona superior de la Razón hay verdadera creación y producción. La Razón es la creadora de sus mundos.

          La familia y no el indivíduo es la base del Estado, porque es un inicio del “espíritu objetivo” (sociedad). El matrimonio es un acto moral solamente cuando se realiza para formar una base para el Estado. Cuando se realiza por simples sentimientos o instinto biológico es inmoral, especie de concubinato legalmente tolerado y puede ser fácilmente anulado. Toda la ética y santidad del matrimonio reposa sobre esta base racionalmente estatal.

          Las sociedades civiles contemplan intereses individuales, mientras que el fin del Estado no es promoverlos; puede hasta suspender todos los derechos individuales, porque el Estado tiene una finalidad en sí mismo, es autónomo, independiente, por encima de cada indivíduo como también por encima de la suma total de todos ellos. Es falso, según Hegel, afirmar que el Estado sea la suma total de los ciudadanos, como es de praxis en las democracias. El Estado es una entidad aparte, superior a la totalidad del pueblo. El concepto de “Iglesia” en la concepción de la teología medieval y del catolicismo romano de hoy: la Iglesia no está constituída por la asamblea de los fieles y sus pastores; la Iglesia propiamente dicha es la Iglesia docente, esto es, el conjunto de obispos o, a partir del Concilio Vaticano de 1.870, la persona del Papa infalible; la iglesia de los fieles no pasa de ser una especie de apéndice, más o menos pasivo, de esa verdadera Iglesia activa. Esta es la misma idea que Hegel defiende en el terreno político-estatal: el gobierno es el Estado y, como gobierno es, practicamente, el jefe del Ejecutivo, el monarca, el dictador, se puede decir que el rey, emperador, dictador, es el Estado.

          La democracia o república, dice Hegel, confunde el Estado con la sociedad civil, atribuyendo a una lo que compete al otro.

          El Estado debe ser nacional y no mundial, porque es necesario que haya competencia entre Estado y Estado, a fin de promover el progreso. La guerra es un medio natural y necesario para mantener y aumentar la fuerza de la nación. Puede, ciertamente, haber Estados Confederados, pero de tal modo que cada Estado continúe autónomo e independiente.

          Hegel sería enemigo jurado de la idea de la O.N.U. o de las Naciones Unidas, porque semejante Estado Mundial no tendría la necesaria competición y, posiblemente, guerra por parte de Estados rivales.

          El gobierno no es necesariamente un único hombre, sino que puede estar compuesto por un grupo dotado del necesario espíritu objetivo, esto es, de alta racionalidad.

          Reconocer derechos iguales a todos los indivíduos, tan desiguales, es ignorancia, dice Hegel. El Estado es quién tiene que determinar cuáles derechos cubren a cada ciudadano, por el bien del Todo.

          “Punición” legal no es idéntico a “castigo” pedagógico, dice Hegel. Pensemos que castigar, del latin “castigare” deriva de “castum”, puro y “agere” hacer, tornar puro, purificar lo que envuelve la idea disciplinaria de educar, corregir, pero no acontece lo mismo con el verbo “punire”, que significa infligir sufrimiento o ejercer venganza, con el fin de neutralizar con dolor algún mal cometido con intención de cualquier especie de placer. No compete, pues, al Estado castigar al delincuente, sino solamente punirlo, una vez que la función del Estado no tiene carácter individual, subjetivo, sino social, objetivo, pues es la encarnación del “espíritu objetivo”. La punición legal no es un medio, dice el filósofo, para corregir al delincuente, sino que sirve únicamente para reequilibrar un principio de justicia objetiva perturbada por el sujeto transgresor. La justicia es la voluntad estatal lesada por la voluntad individual y esa lesión tiene que ser neutralizada por la punición, esto es, por el sufrimiento del violador de la ley de la justicia.

          La justicia es la voluntad impersonal. Aceptar esa voluntad es “legalmente” buena; pero, en cuanto el sujeto mantuviere una oposición interna, oculta, a esa voluntad objetiva, su legalidad es amoral o inmoral: sólo cuando él sintoniza su voluntad subjetiva con la voluntad objetiva es que esa obediencia legal se torna también moral, prácticamente buena, porque el espíritu subjetivo se identifica con el objetivo.

          Moralidad es ahora la legalidad del corazón.

          Hegel defiende la “propiedad particular” como derecho sagrado, una vez que sin ella no podría existir familia próspera y la familia es la base del Estado. Lógicamente, no debía admitir el filósofo el derecho a la propiedad particular, después de haber negado la autonomía del indivíduo frente al Estado. Pues, si el propio YO no es de mi propiedad, ¿cómo es que el “mío” me pertenece? Entretanto, la lógica estatal exige ese pequeño sacrificio de la lógica individual.

Continuará en la Circular de Mayo.

 

 

 

 

 

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