ARTÍCULOS PERIODÍSTICOS

Salvador Navarro Zamorano

 

 

                                                                 EL CUENTO DE LA VIDA

        Se cuenta que las narraciones que dieron lugar al libro “Las mil y una noches”, eran escuchadas muchos siglos antes en India, Egipto, Persia, Bizancio y Grecia. Aunque la respuesta a este misterio estaría en manos de historiadores y arqueólogos.

        Fueron los conquistadores musulmanes, los que invadiendo países y en contacto con sus culturas, tuvieron el cuidado de reunir, traducir y adaptar esos centenares de cuentos fantásticos, fábulas, anécdotas, historias de amor, policiacas, eróticas y narraciones de viajes, que forman parte de las “Mil y una noches”, tesoro literario que, ante todo, sirvió para mostrar al mundo europeo la cultura islámica.

        No hay seguridad sobre quién reunió los cuentos que componen la obra. Lo más probable es que, como en la Biblia, varios autores hayan añadido alguna cosa a lo largo de los siglos en que el libro fue compuesto. Al-Masudi, Ibn Abd Rabbihi y Al-Tanuji, escritores árabes del siglo VIII, así como Ibn al-Djawzi, muerto en 1.200, son algunos de los nombres que se cree participaron en la compilación de las historias.

        El libro fue conocido en Europa a partir de 1.704, cuando el francés Antoine Galland publicó su traducción, que reunió parte de los cuentos. Moralista, Galland no incluyó las historias más eróticas en su traducción. A pesar de eso, el éxito del libro fue grande y perdura hasta hoy, especialmente en Occidente, ya que la obra no es de especial importancia para los árabes.

        El texto íntegro del libro es la reunión de la narrativa de varios géneros, procedente de países y épocas diferentes, gran parte de ellas de origen popular, esto es, eran historias escuchadas en las calles, sin ningún interés literario.

        A su lado, se encuentran historias basadas en fuentes eruditas y hasta en libros sagrados. Es el caso, por ejemplo, de cuentos que parte de la Odisea de Homero (versión árabe como Simbad) o de los Vedas y del Pantchatantra hindú. Así, el resultado final de la obra es un conjunto heterogéneo y de difícil catalogación.

        La literatura islámica nació con el Corán, libro que reúne diversos escritos que el profeta Mahoma habría dictado a sus discípulos. Publicado en el siglo VII, la obra influenció todo el arte y pensamiento de Oriente.

        Hasta ahí, la literatura árabe se restringía a la poesía, especialmente entre los beduinos, viajeros que atravesaban los desiertos hablando de sí mismos, de su tribu o patrón, satirizando adversarios o haciendo elocuentes descripciones de la naturaleza.

        Para esos poetas árabes primitivos, la poesía consistía en un discurso cadencioso en que la métrica y rima perfecta eran puntos vitales. Con esa restricción en la forma, la poética quedaba limitada en cuanto al contenido.

        Con la expansión del islamismo y la lectura del Corán, donde lo que importaba era el contenido, las cosas comenzaron a cambiar. Inicialmente, las tribus nómadas pasaron a fijarse en ciudades, donde nació una nueva literatura, a fines del siglo X, coleccionando anécdotas, generalmente centralizadas en una persona de espíritu vagabundo que deambulaba de un lado para otro.

        A partir de la expansión del Islam y al contacto con culturas extrañas y literariamente superiores, caso de India, Persia y Egipto, los autores musulmanes se fueron enriqueciendo y pasaron a usar de toda la imaginación que siempre tuvieron.

        Así fue como surgieron algunos libros sobre viajes, contacto con otros países y personas, animales exóticos, travesía por mares misteriosos, islas perdidas, encuentro con reyes tiranos y príncipes maravillosos, además de mujeres sin par. La vida, según esos libros, es un nuevo descubrimiento cada día y una búsqueda constante; y sólo después de ese descubrimiento, el viajero demuestra que es un ser humano, un hombre cuyo ejemplo puede ser seguido.

        Así, las “Mil y una noches” sería, por lo menos para los occidentales, como la coronación de ese género especial de literatura “literatura de imaginación” que nace en Bagdad en el siglo VIII y que, más tarde, se extendió por todo el Islam. Pero, hay más todavía: por medio de ese libro, muchos historiadores pudieron tener una idea de lo que fue la vida en ciudades como Bagdad, Basora y El Cairo, entre los siglos IX y XVI.

        Una de las muchas fuentes de ese libro son las antiquísimas historias que son parte de la literatura sagrada de la India, una literatura que, ante todo, tenía una preocupación filosófica y humanista, enseñando por medio de ejemplos.

        La India es una maravillosa colmena de cuentos religiosos, de historias, de narraciones fantásticas. Los Vedas, el Mahabharata, los Upanishads, los Puranas, son parte del fecundo legado de cultura hindú.

        Los grupos enseñaban a sus discípulos, a través de narraciones, todas las artes del espíritu. La metafísica y tratados de alta filosofía están siempre unidos al aspecto literario y, más aún, cuando las enseñanzas de los grandes maestros llegan al fin, recurren a los cuentos para reafirmar el conocimiento adquirido.

        Está claro que autores, traductores y adaptadores islámicos que se aproximaron a los cuentos hindúes integrantes de “Las mil y una noches” no tenían ni la profundidad ni la cultura que esos cuentos reflejan. Exactamente por eso, reforzaron más el lado maravilloso, fantástico e imaginario de cada historia, haciendo se perdiera un poco de lo que existe de ejemplar en ella.

        A pesar de ello, existe una idea de enseñanza en el libro, a través de un proceso diferente; el conocimiento vendría después de viajes, contactos con países y culturas diferentes, muchos peligros, extraños descubrimientos, como los que Simbad vive en sus aventuras.

        Aquí se encuentra la idea de “colorear las enseñanzas”. No sería otro el papel de la literatura sagrada, hindú o de cualquier otra cultura, y quizá sea el papel de todo arte.

        La literatura, el arte, existiría no sólo para facilitar el Camino, sino para dar ejemplos, para embellecer un proceso que es naturalmente difícil. En vez de austeridad de monasterio, meditación, ayuno, soledad y silencio, el arte sagrado (y todo arte es sagrado) enseñaría por medio del placer, la belleza y la armonía.

        Es interesante notar el tipo de construcción de “Las mil y una noches”. En todos los libros publicados antes y después, lo importante es la trama, la acción. En todos existe la técnica de partir de una historia o personaje iniciales y, cada aparición de un nuevo personaje nace con una nueva historia, muchas veces de forma tal que el lector pierde de vista al personaje inicial. Así, en “Las mil y una noches” a pesar de que todo gira en torno a la princesa Sherezade, poco se recuerda de ella mientras seguimos la lectura. Lo que importa no es la historia de ella, sino las que nos cuenta.

        Curiosamente, Cervantes usa la misma técnica, llamada de “encaje”; Bocaccio hace lo mismo en “El Decamerón”, Rabelais en “Gargantúa y Pantagruel”, Swift en “Viajes de Gulliver” y Dickens en casi todas sus novelas. En todos, lo importante es la acción y no la razón; en todos la apología de la aventura y no del intelecto.

        En India y Arabia, mucho antes de eso, las historias que dieron origen a nuestro libro eran contadas para adultos y niños. No existía esa división tan discutida entre literatura y arte dedicados a públicos diferentes.

        Lo importante, entonces, era la forma de contar: si el orador obtuviera la atención de su público, si sus palabras fueran inteligibles para todos, podía hablar de temas profundos y complejos como, por ejemplo, la vida y la muerte, el nacimiento de una estrella, la relatividad del tiempo, sean para niños o analfabetos. En cuanto a eso, el arte contemporáneo es una producción intelectual, letrada, para un público intelectual, erudito.

        El arte sagrado, al contrario, es para todos, simple, profundo, vital, pero nunca intelectualizado. Lo que importa es llevar convenientemente la palabra al público al que se dirige. El tema no importaba. Podía ser cualquiera. Nada es imposible de ser contado.

        El arte es una lección de belleza. Pero nosotros, los modernos, los racionalistas, los intelectuales, perdemos por entero esta regla básica de la vida.

        Olvidamos que el arte real, el arte sagrado, enseña por medio de ejemplos y no de lecciones, por la acción y no por el intelecto. Hoy, al contrario, hacemos y aplaudimos libros, espectáculos, música y obras de arte que no quieren decir absolutamente nada a no ser lo que su creador necesita de público, atención y aplauso.

        El racionalismo occidental no consigue entender que, en literatura de obras como “Las mil y una noches” las aventuras de un personaje, los peligros que pasa, encuentros y desencuentros, descubrimientos y sufrimientos, no son más que una alegoría para la vida de todos nosotros.

        Escapar ileso, permanecer vivo y estar preparado para un nuevo viaje, un descubrimiento, una revelación y así llegar más cerca de su Yo, porque no hay descanso para aquél que se quiere conocer. Más fuerte y más sabio en cada nuevo viaje, en cada nuevo conocimiento, el personaje de esos libros está siempre buscando “algo” que no se puede decir, algo que apenas intuye.

        El autor de esos libros, a su vez, sabe que debe dirigirse al mundo y no a un público en particular. No existe elitismo para esos autores, no existe el placer de ser entendido por unos pocos.

        Lo que el autor necesita siempre, es mantener la atención del público. La desatención del lector, una simple pregunta, hasta una reflexión por parte de quien lee, representa la muerte para el autor. Es como si la atención prestada fuese su vida.

        Porque así, como en tantas técnicas iniciáticas, el discípulo necesita entregar su atención (su vida) en manos del maestro, por lo menos en cuanto estuviese en ese estado de su proceso de iniciación.

        La desatención es el intelecto actuando, es la no entrega, es decir: “eso es imposible” o “yo no lo voy a realizar”.

        Está claro que existe un momento propio para usar la razón, pero ella no puede ser la tirana en la cual se transformó Occidente en estos últimos siglos, que no deja, por ejemplo, que los adultos tengan espacio dentro de sí para la fantasía, lo maravilloso, lo inexplicable.

        En este género especial de literatura, el personaje es su propia historia, esto es, él es “la historia de su vida”, surge sólo con hablar de sí mismo. Cada nuevo personaje, significa una nueva intriga. Estamos en el reino de los hombres-narrativa.

        La aparición de un nuevo personaje ocasiona infaliblemente la interrupción de la historia precedente, para que una nueva historia, la que explica al nuevo elemento, nos sea contada. Una segunda historia se engloba en la primera. Es el proceso llamado “encaje”.

        Hay como un arropamiento vertiginoso de todos los personajes e historias entre sí, un laberinto, un mundo donde todo es interdependiente y, en el cual la apertura, el descubrimiento de una narración es el primer paso para otras narrativas.

        En el caso de “Las mil y una noches” la princesa Sherezade cuenta la historia al rey. Si el rey no dice nada, escuchará siempre la misma historia trucada, porque ella es infinita, circular. Así, el vértigo de la narrativa se hace angustioso. Nada escapa al mundo de fantasía, cubriéndolo de experiencias. Es como un cuento oriental leído hace mucho tiempo, donde el personaje principal encuentra un manuscrito que narra exactamente aquella misma historia que él cuenta al lector.

        De esta forma, en las “Mil y una noches” contar una nueva historia significa seguir permaneciendo vivo. En un determinado pasaje, un personaje pide permiso al rey para contar una historia. El rey se niega y manda matarlo. En otro ejemplo más claro, un rey abre un libro y muere: sus páginas estaban en blanco. El libro que no cuenta ninguna narrativa, mata. La ausencia de narración es la muerte.

        En otro ejemplo, tres jóvenes reciben en sus casas algunos hombres. Aceptan cualquier cosa, excepto hagan preguntas sobre “todo lo que vieran”. Los hombres no resisten: contemplan acontecimientos tan extraños que piden a las jóvenes que cuenten sus historias. También son condenados a muerte.

        Los hombres deben ser muertos, porque la petición de contar una historia, la curiosidad, es un paso hacia la muerte. Los personajes de ese libro están obsesionados por el cuento. ¡Una narración o la vida!

        Libros como éste demuestra que la vida y el Conocimiento son como un gran laberinto en espiral, que debe ser recorrido cada día, cada noche, cada momento. La propia vida es una historia: yo soy mi historia.

        Dicen los Vedas, libro de textos sagrados de India. “Aquél que tiene ojos lo verá. El ciego no lo comprenderá. Un poeta, que es como un niño, lo percibe. Quien lo comprende será mejor que el señor de su señor.”

                                                                   Salvador Navarro Z.

                                                                   Escritor.

 

 

 

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                                                                           EL CUERPO DE LUZ

          La desacralización creada por el estilo moderno de vida, esconde en el ser humano uno de sus más preciosos medios de trascendencia. Vamos a hacer un viaje de auto-descubrimiento que bien puede representar un camino de retorno a nuestra integridad.

          Hace mucho tiempo, desde la ventana de mi automóvil mi hija, de corta edad, vio un anuncio en la carretera que exhibía a una joven rubia casi desnuda y me preguntó: “¿Papá, por qué está desnuda?” Sin alargar la historia, respondí que a ella le gustaba mostrar la belleza de su cuerpo y que mucha gente hacía eso sólo para ser elogiada y llamar la atención. Al mismo tiempo, comencé a pensar en el lado cruel de nuestra cultura, que domestica a las personas desde su más tierna edad.

          Continué mi camino, intentando reflexionar sobre las influencias de esos momentos en una criatura que más tarde será mujer. ¿Cómo educarla para tener una sana relación y sin prejuicios con su cuerpo, cuando estamos inmersos en ejemplos tan poco edificantes?

          La omnipresencia del cuerpo en nuestras vidas da mucho que hablar en todos los campos de actividades. El es tratado principalmente como una extensión del ego y así sufre con las distorsiones de los deseos e ilusiones de la personalidad, sometiéndose a reglas de la moda y modelado al gusto de la conveniencia personal, pues la cirugía plástica es privilegio de pocos.

          Cosificado y perforado por metales “piercing”, desajustado por posturas incorrectas en su convivencia con máquinas y tecnologías, el cuerpo humano ha sido casi vaciado de su sentido de trascendencia. Todo normal en una realidad que exalta la apariencia e impresiones de corta duración.

          Las tradiciones religiosas presentan el cuerpo humano como un templo de Dios y, por tanto, un puente hacia la Divinidad. En la visión judeo-cristiana, fue creado a imagen y semejanza de Dios, con los sentidos que sirven justamente para despertarnos a otras realidades, fuera de los límites del cuerpo material.

          Con el objetivo de llevar el conocimiento a todos los que desean vivir el cuerpo en su merecida profundidad, dicen los Maestros que es un camino y un instrumento de conocimiento cabalístico de las realidades infinitas, para desvelar el vasto simbolismo de las regiones del cuerpo, que componen una geografía de lo sagrado, una vía de acceso a la reintegración de lo humano en lo divino.

          El curso de ese camino iniciático puede ser realizado en analogía con el Árbol de la Vida o de los Sephirots, con las diez emanaciones del Creador, y sigue el sentido ascendente propio de la energía de expansión que responde a la verticalidad humana.

          Este camino exploratorio comienza por los pies, nuestra primera parada en el dominio del tener. Hoy en día, está bastante difundido el masaje en la planta de los pies (reflexología) como forma de beneficiar la totalidad del cuerpo, lo que reafirma el significado de los pies en cuanto rudimento del ser, su causa y semilla. Ellos representan no sólo el soporte de la postura erguida, sino la fuerza del alma y puede designar a la persona o su carácter.

          Refiriéndome a la ceremonia del lavado de los pies, hay que observar su justificación: “se lava el pasado y se inaugura la presencia en el seno de una nueva acogida”.

          Los pies sólo encuentran razón de ser cuando están asociados a las piernas, responsable de nuestro incansable caminar sobre la tierra. Andando sobre sus propias piernas, el ser reconoce la necesidad de obtener crecimiento interior, de ejercer su marcha con autonomía y autodominio. “No seas sin entendimiento como el caballo y el mulo; con la brida y el freno hay que sujetar su ímpetu; de lo contrario, no se acercan a ti.” (Salmos 32:9).

          Saber caminar con las propias piernas es otra manera de inciarse en sí mismo, una vez que hasta que conquistemos nuestra verdadera integridad, todos somos mancos por la fuerza de las circunstancias. Por tanto, por las piernas se puede vivir una experiencia de conversión. Pero no descuidemos que el plano no es el camino ni confiemos en rutas pre-establecidas. Aprendamos, como en la lección poética de Antonio Machado, afirmando: “Caminante no hay camino, se hace camino al andar”.

          Bajo el punto de vista espiritual los pies representan lo aún no realizado y las rodillas lo que está hecho. Y no es por casualidad que, en hebreo, “rodilla” y “bendición” son la misma palabra.

          Las rodillas equivalen, en diversas tradiciones culturales y en la simbología bíblica, a la sede principal de la fuerza del cuerpo. Indican la autoridad del hombre y su poder social y de ellas se originan diversas expresiones relacionadas con la temática de la fuerza y del poder; doblar las rodillas en señal de humildad o arrodillarse ante alguien, son algunos ejemplos.

          Al colocarse en “presencia de Dios”, el hombre que va a arrodillarse estrecha los vínculos entre rodillas y oración. Las rodillas nos hablan de engendramiento interno, de la procreación realizada y nos recuerda al niño en cada ser humano.

          En la interpretación cabalística, los pies equivalen al feto en el vientre de la madre; las rodillas corresponden al niño en el momento del nacimiento y los muslos se relacionan con la adolescencia y los procesos de iniciación de la madurez.

          Consciente de que el ser humano encarna sus arquetipos, vale decir que en el mito del centáuro Quirón, el Curador herido, es alcanzado en el muslo por una flecha envenenada, causándole una herida incurable y sufrimiento para el resto de su vida. Y también fue en el interior del muslo de Júpiter o Zeus que Dionisio, dios del vino y la fertilidad, realizó su gestación.

          Prosiguiendo con este movimiento ascendente, subiendo por los muslos vamos a entrar en el segundo estadio del cuerpo humano, la llamada “Puerta de los Hombres”. Es el plexo urogenital, donde se localizan “las primeras aberturas y comunicaciones físicas permanentes, entre el interior y el exterior del hombre, entre el tener y el ser”. Aquí se encuentran los órganos sexuales y reproductores, masculinos y femeninos. El sexo masculino contiene el principio ternario y el femenino el cuartenario (cuatro labios de la vagina); de la suma de ambos, resulta el número 7, símbolo de la perfección y la totalidad.

          La práctica de la circuncisión es una marca de alianza de Dios con los hombres realizada en el pene, por ser el lugar de la unión íntima con la mujer. La circuncisión sirve, además, para retirar el “anillo femenino” del hombre, dándole entereza en su condición masculina.

          En ese segundo estadio del cuerpo, los riñones representan los pies y simbolizan la sede de la energía que anima al hombre en sus relaciones internas y externas consigo mismo y el universo. En la visión bíblica, los riñones, que ejecutan la función esencial de filtrar la sangre, corresponden a la fuerza y, como contrapartida, al pánico y el miedo. En cuanto los riñones purifican la sangre por el agua, el corazón cumple la misma función por el aire.

          Los riñones señalan el principio de la ascensión de la energía y consciencia, de lo irrealizado para lo realizado, de lo visible para lo invisible, ya que rigen “el paso del agua a la sangre, transmutada en espíritu y el paso de la sal al fuego, transmutada en luz”.

          Entre el esófago y el duodeno se sitúa el estómago, donde ocurre gran parte de la digestión. Aunque muchos no lo sepan, la nutrición promueve la integración de la totalidad de las energías divinas y tiene naturaleza espiritual.

          Los riñones forman una matriz de agua y el estómago es la matriz de tierra, que en el cuerpo se asocia a la carne. Pero la carne como esencia divina, fundamentada en la interioridad del espíritu, de acuerdo con el significado de la Eucaristía, en la cual la carne y la sangre de Cristo constituyen el alimento trascendental. En la tradición judeo-cristiana, la carne no puede ser identificada con el cuerpo ni la materia. Ella es el complejo psicofísico del hombre en su existencia concreta y total. La carne es el fundamento último y la expresión de la persona, cargada y expresada en el cuerpo.

          Asociado a la idea de ídiosincracia y carácter de las personas, el hígado es el órgano del honor, del pesar, la gloria y la luz. De acuerdo con ello, el ayuno contempla al hígado como un recurso para aliviarlo del exceso de alimentos físicos y psíquicos que bloquean la realización del devoto.

          En el movimiento vertical del ser humano dentro del Árbol de la Vida, se identifica varias etapas o pasos para determinadas matrices que son la uterina, abdominal, pectoral y craneana. Ese curso simbólico equivale a la progresión de lo sólido para lo líquido, de lo líquido para lo gaseoso y de ahí hacia lo energético, en una asociación con los cuatro elementos principales: tierra, agua, aire y fuego.

          El abdómen es visto como una señal de nuestra exterioridad y se mantiene separado de la matriz pectoral por el músculo del diafragma. Es en esa matriz que se localiza el territorio de emergencia de la consciencia personal, cuyos principales órganos son el corazón y los pulmones, responsables de nuestros sistema cardio-respiratorio-

          La matriz pectoral, más interior, es el territorio del corazón, de la fuerza de voluntad, del deseo, del soplo y la palabra creadora. Por eso, el pecho y el vientre comparten sus respiraciones, siendo el primero de orden superior e inferior el segundo.

          Y aquí llegamos al órgano-símbolo, predilecto de los amantes, el corazón. En este viaje, la tradición judeo-cristiana distingue dos corazónes: el corazón-órgano (el Hijo) y el corazón central (el Padre). El término es usado muchas veces en la Biblia, pero pocas veces haciendo referencia al órgano. La mayor parte de las veces, la palabra corazón sirve de metáfora.

          Juntos a  pulmones y corazón           está “el maestro del soplo y de la vida”. Porque en la respiración está la “presencia del soplo divino” en el ser humano, energía que la sangre y el corazón distribuye por todo el cuerpo.

          “El corazón del tonto es como un vaso quebrado, no puede retener nada de lo que aprende”. Así el corazón también es interpretado como un vaso, analogía con el Santo Cáliz (Graal) que recogió la sangre de Jesús. La expresión “amar a Dios con todo el corazón” fue interpretada con sabiduría por un sabio árabe del siglo XVIII Babua ben Asher, para quien el corazón, por ser el primer órgano que se forma en el embrión y el último en morir, confiere a la frase el sentido “desde el primero hasta el último suspiro”.

          En la tradición judeo-cristiana, en el sufismo y el taoísmo, el corazón es contemplado como “el trono de Dios en el centro del hombre”. Ver con los ojos del corazón, por ejemplo, es otra manera de dar sentido a las cosas, de transformar la visión condicionada y limitada de la realidad humana.

          “El corazón contrito acompaña al espíritu contrito”, lo que es un indicio de que el corazón tiende a aparecer más unido al espíritu que el alma. El corazón-centro (Padre) es un símbolo consagrado del verdadero amor, iluminado por el fuego del espíritu.

          Como dos fuelles que mantiene viva la divina llama del corazón, los pulmones realizan la unión entre el aliento y la sangre. En el cuerpo humano, los pulmones son la imagen del Espíritu Santo en íntima comunión con el corazón-centro, el Padre, fuente de todo y el corazón-órgano, el Hijo.

          Por el enfoque bíblico de los pulmones, la matriz abdominal y pectoral es un espacio tomado por el soplo o aliento, del cual está también repleta toda la dimensión situada entre los cielos y la Tierra, donde el ser humano respira y tiene su existencia en la materia. El soplo-espíritu no es más que un atributo de la persona divina, así como la propia manifestación de Dios que insufló en nuestra nariz el hálito de la vida.

          La asociación entre el aliento y la palabra es otro aspecto a ser resaltado, pues “debemos hablar para respirar y respirar para ver.”

          La energía que expande la consciencia viene de abajo hacia arriba, reproduciendo el movimiento ascencional característico del ser humano, que pisa sobre la tierra pero desea reintegrarse a la realidad celestial divina. En el cuerpo, nada representa mejor ese proceso que la columna vertebral, semejante a la escala de Jacob.

          La palabra columna está escrita 124 veces en el texto bíblico e informa que la Cábala tiene una simbología asociada a cada número de los tres conjuntos de vértebras de nuestra columna, o sea, 7 vértebras cervicales, 12 dorsales y 5 lumbares.

          Y aquí tenemos la cabeza, con sus 7 orificios asociados a los sentidos. Están representados en el candelabro judáico de 7 brazos y uno de los símbolos principales del pueblo hebreo.

          El lugar central ocupado por la boca, evoca el poder de la palabra, de acuerdo con la Tora y el uso correcto de la boca es un canal central de luz para vivificar el cuerpo.

          El cristianismo es una religión de la palabra y, por tanto, atribuye gran importancia al escuchar. Pero, como símbolo, los oídos están relacionados a la escucha mística interior, “la abertura de la persona a la inteligencia cósmica, la capacidad de situarse en el espacio y en el universo”. Consecuentemente, las orejas representan la obediencia, la capacidad de escuchar la palabra divina.

          La boca constituye el órgano de la palabra y el aliento. Se considera un símbolo femenino del poder creador y proporciona la manifestación de los grados más elevados de consciencia. Originalmente, la palabra es sagrada y todos nosotros podríamos producir maravillosos beneficios en nuestras vidas ejercitando esa primorosa cualidad en nuestra vida cotidiana.

          Los ojos, que también absorben el alimento energético y sutil del ambiente, son interpretados como “instrumento de unificación de Dios y el hombre, del Principio y la manifestación”. Según la mística judía y cristiana, el hombre posee ojos para desarrollar la visión de Dios.

          Los ojos son símbolos de fuego de atención e intención y corresponden al corazón-centro, activado en el estadio del ser. La palabra ojo, en hebreo, es honónimo de fuente, manantial.

          Por fin, alcanzamos la matriz creativa, la última etapa de este camino. “El cráneo representa la matriz definitiva de lo humano, desde lo sagrado al santo”.

          Es en “la cámara nupcial del cráneo” donde el ser humano se encuentra con Dios. A partir de la perspectiva de la tradición judeo-cristiana se explica que “no se trata de un Dios cósmico o causa del mundo, ni de un Dios de la verdad racional o teológica”. Nos referimos al Dios de la persona, descubierto por su apertura a las realidades más íntimas, más personales, en la búqueda de nuestro propio corazón. De modo que no se trata de un encuentro impulsado por factores externos.

          El pensamiento, en la matriz craneana, es ante todo la consciencia de sí, como la consciencia del universo que se abre ante el ser. Y es permaneciendo “ en la abertura infinita del mundo que la consciencia de sí mismo descubre su inmensidad, la unión entre lo íntimo y el infinito.” Esa abertura es el verdadero lugar del hombre, su hogar, su punto de destino en el infinito.

          Siempre digo que una de las mayores estrategias de Dios al crear nuestra especie, fue depositar dentro de cada ser la esencia de todo aquello que debemos saber para poder restituirlo a nuestra auténtica naturaleza. Y el cuerpo, como un impresionante mapa de acción de lo divino en nosotros, es la constatación más palpable de esta posibilidad.

                                                                                Salvador Navarro Zamorano

                                                                                Escritor.

 

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                                                                 EL ETERNO FEMENINO

        El sentido natural de la vida femenina da una delicada sensibilidad para la naturaleza, una sim – patía , aptitud para con – sentir los más simples acontecimientos. Quiere decir que la existencia tiene un estilo femenino, que su proceder y estilo recuerdan los de la mujer, y que la finalidad de lo masculino como sexo se limita en dominar a una y otra, imponiéndole su voluntad. Igualmente, la comunicación espiritual de la mujer en la vida de los demás, su sentido de comunidad, ha de explicarse en el modo que todos los seres comulgan con lo femenino. Ello, en cierto modo, se introduce en todas las cosas participando de alguna manera; y lo hace por su maternidad potencial, telúrica y marina; interviene en todo porque hay en lo femenino una esencia, una voluntad de entrega. La mujer, cuando se enamora, individualiza al hombre elegido, pero, en cambio, ella se da sin individualizar, más bien esforzándose en mostrar ante el hombre lo que ella tiene de común con las demás mujeres, lo que tiene de eterno femenino.

Cuando se habla de la libido y su moral se olvida que sus impulsos no son enérgicos por igual, no ya en cada sexo, sino en cada matiz. En la forma más alta del hombre, la libido es muy intensa y extensa, y tiende a la improvisación y brutalidad del macho que ataca, aunque, claro está, esa tendencia esté condicionada por las inhibiciones de la cultura; pero, además, su intensidad varía también con la “novedad” y el atractivo de la mujer que se le presenta, como también con la mayor o menor resistencia de ella para rendirse. Quiero decir, que la libido del hombre está en relación con el impulso de la novedad y la voluntad de entrega femenina. El instinto de posesión y ocupación en que se expresa lo masculino, toma, de una parte, la avidez de presas en el animal carnicero y, de otra, la necesidad de variación, propia del cazador. En cambio, en lo femenino, la libido, vaga y se disuelve, en su alma y en su cuerpo, en forma de sentido de caricias pasivo, se caracteriza por el amor hacia un solo hombre en forma de voluntad de darse, para agotarse en él. De ese amor y de ese hombre, antes de llegar, se siente pre – ocupada, brotando de ahí la ternura femenina. Esa voluntad de entrega, de presa de premio, servida por la tendencia femenina a la repetición y conservación, tiende a fijarse en un hombre para echar raíces. Queda presa de raíces y sueños, mientras él se aleja en busca de nuevas aventuras y posesiones. En el hombre muy masculino, toda la libido es afán de posesión y ocupación; a medida que esa virilidad desciende, va apagándose ese afán hasta que, cruzada la frontera de lo femenino, la masculinidad se invierte y la voluntad de poseer se transforma en voluntad de entrega.

            La mujer, desde su condición femenina, quiere someterse, pero lo impide la fijación de sus raíces. Ella es un trascender paradójico. No va al hombre pero lo llama para que se sitúe próximo. La mujer se perfuma con el amor de su entrega. Y el amor, que es esencialmente un servir, está impregnado del mismo plasma vivo, del mismo tejido que el alma de la mujer. Sólo se ama con estilo femenino. El superhombre de Nieztsche, impasible a la compasión, a la abnegación, a toda entrega y altruismo es inaccesible al amor. Así lo cantaba Zarathustra; insensible como una montaña solitaria. Hay una vital raíz en el alma de la mujer que es voluntad de trascender, de darse a los demás y que he llamado “voluntad de entrega”. Como si, gracias a ella, la mujer entrara en el mundo del amor y con éste al conocimiento del espíritu. Pienso que el conocer, para el hombre, tiene un doble sentido; la mujer tiene un modo de saber y conocer, que es el amor. Se enamora en busca del espíritu; si no consigue enamorarse, la voluntad de entrega le extravía y se pierde, porque queda sin fijar, sin orientación y toma la forma ansiosa de esa búsqueda anhelante, incluso hasta de nomadismo sexual, de anarquía sentimental. Nótese que la mujer alude oscuramente a esa busca de conocimiento cuando alude al acto sexual diciendo: “Tuve que ver con X.”.

            Pero al enamorarse aísla al hombre, lo separa del común humano para servirle con el amor; pero quisiera que ese amor y ese tributo, le fueran también rendidos por el hombre. El amado es el rey a quien se debe acatamiento, obediencia. En hebreo, la palabra “patriarcal” indica “príncipe”, “esposo”. Y en Castilla, Extremadura y Aragón, la mujer llamaba al esposo “mi señor”. La expresión “mi señora”, nació de la galantería de las Cortes de Amor. “Mi dama”, lo mismo significaba la amada que la Virgen; y aún en Francia, “Notre Dame”, es “Nuestra Señora”. Piénsese en el significado relativo de “Dona” y “Ma-dona”; “Dame” y “Ma-dame”, etc.; todo lo cual demuestra la vena ascentral del sentido del amor como forma de servicio femenina, pues la aparente sujección del hombre no es más que fruto de la galantería. Yo sé que la mujer de hoy, tocada por sus adquiridos derechos feministas, se escandalizará; pero bastará que se enamore para que cese en ella el escándalo y el enojo.

            ¡Con qué orgullo hablan las mujeres entre sí del número de hijos que ha tenido cada una! Como si en ello, todas certificaran su competencia como mujeres y su capacidad de tributo a su pareja respectiva. La mujer no entiende esa frase de “dar hijos a la sociedad”, sino a su marido; y en esta forma posesiva “su” se alude no a una conciencia poseedora femenina, sino a un íntimo sentido de pertenencia a un determinado hombre; del mismo modo que cuando decimos “mi pueblo”, no queremos decir que tenemos un título de propiedad sobre él, sino la participación en su comunidad. Tener hijos; he ahí la gloria a que concurre entusiasmada la mujer. Si hoy existe una increíble tendencia hacia el descenso de la natalidad, como ya ocurrió en la Roma pre-cristiana, no se atribuye a causas económicas y no son los matrimonios con alto nivel de vida los más fecundos, sino que ha de atribuirse a “motivos" que los mismos padres ignoran, porque están enterrados en el inconsciente del espíritu. Estos motivos ignorados se reducen, para mí, a la mixtificación periódica de la feminidad, que no sabe sentir su fecundidad como una gloria de tributo a su pareja.

            Siempre que en la Historia desciende la feminidad, la natalidad disminuye, porque lo primero que se resiente de lo femenino en baja es el impulso materno. En cambio, con aquella decadencia, suele sobrevenir un aumento de hambre sexual en la mujer y ya sabemos el significado viril de este aumento, pues la mujer de mucha libido es poco maternal, y por eso se da la paradoja aparente de que cuando menor es la natalidad más sexual es la mujer; paradoja que se resume en aquella mujer que después de una guerra, rezaba a la Virgen diciendo: “Señora: Ya que Tú concebiste sin pecar, permite que yo peque sin concebir”. No es pues, cuestión de más matrimonios, ni más premios a familias numerosas. Eso fue ensayado en Roma sin resultado eficaz; es cuestión de más feminidad, y hay que convenir que ello no se puede improvisar. El mismo problema se resolvió por sí mismo después de la caída de Roma, cuando en la Edad Media tuvo mujeres de rica feminidad. Pero el problema de ascenso o descenso de natalidad no lo soluciona la sociología, ni la simple educación psicológica. Siempre que disminuye la natalidad aumenta la vida liberal de la mujer. Por esta razón este hecho social coincide en nuestro tiempo con el pelo corto de la mujer, su vestir con prendas masculinas sus reivindicaciones como sexo, la liberación de la obligación de estar en casa y el orgullo de las costumbres masculinas, como el consumo de alcohol, tabaco, independencia, etc., de su inclinación por las formas planas y angulosas del cuerpo, porque quiere adelgazar frente a las redondeces.

            Pero lo femenino quiere tener hijos que certifiquen su eficiencia. Leemos en la Biblia que Raquel y su hermana Lía, porfían sobre cual dará más hijos a Jacob. Siento la finísima feminidad de Raquel, quien, después de resignarse a la amargura de su esterilidad, muere de gozo del parto de su segundo hijo, a quien llamó en las puertas de la muerte, Benoni, “el hijo de su dolor”.  De igual profundidad femenina es la actitud de Sara ofreciendo a Abraham su esclava Agar para que le rinda hijos que ella no puede ofrecerle. Y esa magnífica “Señora ama” de Jacinto Benavente. Siempre, en la mujer enamorada, vive un sentido de servicio y tributo al hombre que la enamora. Y siempre el hombre se ha creído con legítimo derecho a esa rendición. Demóstenes decía: “Tenemos una cortesana para nuestros placeres, una concubina para los cuidados diarios de nuestra salud, una esposa para tener hijos legítimos y una guardiana para nuestras casas”; un coro de mujeres a su servicio.

            Y es que la pura mujer ignora los celos. Los celos son vivencias propias de la voluntad de señorío lesionada, de la masculinidad puesta en duda. Siente celos el hombre que ve proyectarse otra sombra masculina sobre el cuerpo femenino que tiene como señor. La mujer, en el amor, en vez de señorear, tributa; y podrá sentir la tristeza o la desesperación de saber que el hombre la rechaza, pero no sentirá celos, como el hombre; más bien quisiera ofrecer su amor; como si el final de su sexo fuera traer sustancia humana común al hombre que ha de enraizarse con ella. La misma mujer, parece soñar con las voces múltiples de una comunidad femenina rica y escondida.

            De ningún modo ha de entenderse la voluntad de entrega femenina como un simple ofrecimiento animal. La mujer ofrece su cuerpo cuando está enamorada, pero nunca en oferta cínica, que repugna al fondo de su eterno femenino; ni la propia esposa llegará, a esa franqueza que le avergonzaría; ni siquiera es pensada la entrega corporal como finalidad consciente e intencionada de amor. La voluntad de entrega es más voluntad de servicios, de cuidados, de abnegación y de sacrificio; es hambre de ab-negación. Y así se manifiesta silenciosa, tranquila, derramándose en torno al hombre, a su alrededor como una niebla, como una atmósfera, que no se ve pero que se respira, que impregna para captar al hombre suavizado por los callados ofrecimientos que le rodean. La mujer se ofrece, pero de modo oblicuo, sin mirarnos, iluminando nuestro campo con su presencia, calando entre insinuaciones su perfil de alma ganada por la ternura, la gracia, hasta envolver y magnetizar, arrastrando a tomar la iniciativa frente a ella; de modo que creemos totalmente nuestra esa forma impersonal de su voluntad de entrega. Contra esto no hay hombre que sepa resistir; no solamente porque la coquetería administra sabiamente y colorea los encantos propios hasta magnetizar la pupila cazadora del hombre, siempre al acecho, sino porque él no siempre sabe de artes para rechazar o despreciar sin violencias de expresión. Le es más difícil rechazar a una mujer que se insinúa, que vencer a una que se resista; por eso la sabiduría femenina en la coquetería sabe mezclar silenciosas ofertas con simuladas resistencias. Y más odios levantan en el alma de una mujer el fracaso de la oferta de su feminidad, que el rodeo táctico y las violencias más o menos atenuadas conque el hombre la codicia y persigue, aun cuando le repugne su presencia como hombre. Le duele tanto ese fracaso, que ya, de antemano, en las artes de su coquetería, mezcla desvíos y desdenes para justificar luego la desatención masculina. Si esa autojustificación no la consigue ante el hombre a quien se ofrece y con quien fracasa, el odio femenino estalla; y esto es lo que indebidamente suele ella tomar por celos. Por eso, el amador de mujeres las abandona siempre sin brusquedades, despidiéndose cariñosamente en melancólicos adioses que van haciéndose cada vez más lejanos, dejando en el alma femenina los más dulces recuerdos. Esta táctica le falló a José con la mujer de Putifar. Igualmente, cuando Amnón, hijo de David, solicita a su hermanastra Thamar, no la ofende tan profundamente en violarla como luego en rechazarla ásperamente. Ella misma lo dice dolorida: “Este daño que ahora me haces, rechazándome, es mayor que el que antes me hiciste”. ( 2 Samuel 13:16 ).

            Pero la verdadera esencia de la voluntad de darse se aclara cuando se la considera sin referencia a un hombre concreto. Esa voluntad es la actitud de la que quiere entregarse sin saber a quién, por no haber hallado sujeto, en tanto que es impersonal y previa al amor: es lo que llamamos ternura. Ternura es el amanecer de la niña a la pubertad, caracterizado por un vago amor a todos los seres, por un sentimiento de darse, que se concentra según se sube el grado de los seres desde lo vivo a lo humano y que, en tanto no halla un hombre en que concretarse, es exactamente “un amar el amor”. La mujer puede traducir sus vivencias diciendo: “Estoy enamorada, profunda y fatalmente enamorada, pero no sé de quién.” Siente deseos de bondad, aunque apenas si hay en su vida algo digno de llamarse malo; quiere volcarse en una inconcreta religiosidad mística y se complace en acusarse de pecados que apenas si pueden así calificarse; sueña con ser consuelo y dulzura de todos los pobres, los hambrientos y los humildes . . . Y toma un imprevisto interés por las plantas y las flores, a quienes acaricia con diminutivos verbales, y otorga caricias al gato, al pajarito, a la muñeca y siente como el fluir de una nueva savia de su ser amoroso hacia los padres, para quienes tiene cuidados y mimos . . . Ahora desea volver a ser niña, retroceder a un mundo de sutilezas del alma y recobrar inocencias perdidas . . . Sospecha el mundo de los sexos y quisiera retroceder a un mundo luminosos de purezas. Es la ternura femenina, así llamada porque es un reblandecimiento de todo el ser femenino, como si dentro de las entrañas buscase oscuramente bajo tierra, una orientación hacia la entrega por amor.

            El número de mujeres auténticamente enamoradas es menor del que la propia mujer suele calcular. Y no sólo porque no siempre la mujer alcanza una gran feminidad, sino porque, aún siéndolo, no suele tropezar con un hombre capaz de absorberla en ese amor único. Pero queda afirmado que, cuando la mujer se centra en el amor, la voluntad de darse queda orientada, obstinada, como una brújula, hacia el objeto de su amor con exclusión de cualquier otro; amor y prostitución son contradictorios. Frente a la voluntad de entrega de la mujer a no sabe quién, está la voluntad de amor a un solo hombre que la fija con absoluta exclusividad. Pensando en ese único hombre posible, se frena a sí misma en la voluntad de darse a cualquiera; para cuando él llegue, quiere conservarse íntegra y total. Sin amor, la entrega, para la mujer, no existe; podrá haber, como mucho, un oscuro acto de servicio. En general, la promiscuidad sexual es propio de mujeres poco femeninas, salvo que esté obsesionada por una turbia voluntad de servidumbre, como el personaje de “Volvoreta” de Fernández Florez. Por eso, la pretensión por parte de la mujer del derecho al amor extraconyugal, como hicieron las damas de unas Cortes de Amor en 1.176, o el derecho al amor libre, como sostiene la mujer moderna, no es más que el enunciado de un momento de baja feminidad. Las románticas del amor extraconyugal proclaman un amor independiente del cónyuge; las realistas del amor libre pretenden la libertad de practicar la vida sexual sin amor, porque desconocen que el acto sexual no es libre, sino el dictado de un dulce destino. El llamado “amor” en la Roma imperial, era lascivia de viejos. El libertinaje de la mujer romana nació, como siempre, de la falta de amor. El “Arte de amar” de Ovidio es un libelo venéreo de romano refinado que debió atraerle las simpatías de muchas viciosas. El celibato de varones fue una plaga tan extensa como la homosexualidad. Y Augusto impuso fuertes multas, tanto a los varones célibes como a las mujeres que se negaban a tener hijos. La mujer buscaba al hombre pero no la maternidad.

Y esta metafísica voluntad de entregarse no debe ser interpretada maliciosamente como la supervivencia de hábitos contraído en tiempos pasados, sino como la expresión profunda y espontánea de la ternura de la mujer que, a su vez, es la forma de un más hondo y primario sentido de comunidad e integración. La mujer se siente miembro de un ser par, de la pareja, como base de la familia humana, y tiene una última conciencia de lateralidad, de porción de la costilla de otro ser, por lo que su vida, sin el amor de un hombre, tiene el sentimiento básico de no estar completa; con el amor, busca colmarse, integrarse. De ahí la gran satisfacción metafísica que, para la mujer, supone el amor auténtico.

Todas las actitudes fundamentales de la mujer apuntan esta honda voluntad de obediencia y servicio. No es sólo el uso de cinturones, pendientes, pulseras y cadenas, adornos de la mujer a lo largo de la historia, en todas las etapas y en todos los pueblos, sino el cuidado de los cabellos en su peinado y el de las uñas, tan frecuente, cuando levanta las manos en actitud suplicante. Lo mismo ocurre con la tendencia a la reverencia; la buena feminidad que suplica quisiera estar de rodillas todo el tiempo que está en el templo. Y ello no es supervivencia de pasadas e impuestas esclavitudes como se comprueba observando que esa actitud de inclinación, de manos unidas, es la que se adopta en los instantes más espontáneos de su vida profunda; cuando reza y cuando ama a su pareja y al hijo. Toda adoración empieza con este acto de empequeñecimiento y ruego; y toda forma alta de amor es femenina  brotando en forma de servicio y de ternura.

En las formas de expresión de esa voluntad de servir, se da una escala de matices que va, desde la oscura y obcecada entrega del cuerpo, sin deseo de abnegación, en una blanda voluntad de resistencias, hasta las más altas expresiones del amor y del sacrificio. La mujer que vive en contacto con la tierra y sus ritmos, parece conservar  un sentido atávico de la entrega sexual como acto de servicio. Es frecuente en mujeres dedicadas a labores agrícolas y servicio doméstico, hallar muchas que se entregan a sus patronos con un ciego sentido de servir, con obediencia animal. Esto lo notamos también en algunas obreras de fábricas, empresas industriales, dependientas, coristas de teatro, como en otras profesiones de más calidad, sólo que más oculto y matizado por la cultura que difiere la voluntad de entrega. La proverbial fragilidad de la mujer responde a cierta intuición. La más íntegra y virtuosa  - no enamorada de un hombre -  siente oscuramente, ante la solicitud reiterada y suplicante, una especie de bondad morbosa, un hambre difusa de indulgencia y generosidad, casi compasión por el solicitante, como expresión confusa y alterada de su temida y sujeta voluntad de darse. Recordemos a Cervantes: “Es de vidrio la mujer, pero no se ha de probar, si se puede o no quebrar, porque todo podría ser”. Es frágil la mujer, en la medida en que no se ha fijado a un amor de hombre y su voluntad de darse anda inquieta.

No es raro hallar, entre mujeres empleadas en un prostíbulo o un bar de alterne el oscuro sentimiento ascentral de qué hacer sagrado, de sacri – ficio, en su prostituirse. Ya sé que a unas y a otras es fácil explicarlas con razones económicas que están al alcance de cualquier mentalidad sociológica, pero lo que importa aquí es rastrear la voluntad de servidumbre femenina que se halla en formas de vida tan distantes entre sí, como la prostituta y la hermana de la caridad. No creo que en estas monjas pueda justificarse su sentido de servicio por razones económicas, ni creo sea un negocio ni una solución por la que profesó. Voluntad de entrega y servicio y conciencia, más o menos acentuada, de quéhacer sagrado y sacrificio, hay tanto en unas como en otras, y son, sin embargo, extremos antípodas del alma de mujer. Pero, en ambas puede ocurrir que una brusca o lenta condensación de esa ternura en un solo hombre haga surgir el amor. De ahí proviene los quebrantamientos de votos de religiosas, pero que no debe confundirse con los que se producen en los grandes movimientos sociales de las guerras y revoluciones. A veces nos extrañamos que una prostituta, al ser retirada de su vida de “mujer de la calle”, tome forma normal  de mujer fiel, para el hombre que la enamora, lo que ha dado lugar a una casi siempre falsa literatura de “mujeres redimidas”, tan abundante en literatura romántica.

            Y digo “casi siempre falsa”, porque este tipo de mujer prostituta, todo sentido de servicio indiferente y ciego hasta que llega el hombre que le da sentido, es infrecuente, abundando en cambio, la mujer masculinizada que, más que un servicio y quéhacer, parece que toda ella está dedicada a una sorda lucha contra el otro sexo, al que parece que en el fondo odia.

Toda servidumbre, como toda prostitución, en sentido de servicio, es atribuible a lo femenino humano. La sumisión, la entrega y el sentido de servicio del hombre, hay que cargarlo siempre a la cuenta del lado femenino humano. Y es que todo servicio lo es, tanto más profundamente, cuanto más personal es.

La mujer independizada, rechaza toda servidumbre, quiere servirse a sí misma y carece de mansedumbre para la sumisión; el amor, como la vida, es concebido por ella como una lucha de sexos; y toma en todo una actitud beligerante. Para ello, proclama su voluntad de vivir su vida, en individualidad desafiante y poco dócil. Se dice a sí misma que es una inadaptada y la maternidad es rehuida con hostilidad.

En resúmen: desde la forma animal y ciega de la entrega femenina, hay una escala ascendente, en que la mujer llevada por esa inspiración ardiente del sentido de servicio, da la nota más alta de lo humano a fuerza de generosidad, de rica ternura por todos los que sufren, como mujer, esposa y madre. Lo femenino es la forma de lo humano que se complace en quemarse como un voto en homenaje a los demás; su vida en plenitud es altruismo generoso. Para ser egoísta, le falta el “ego”, ya que su Yo es siempre comunidad esencial. Sólo un alma femenina encuentra gozos en darse, en entregas incondicionales; como si la última comunidad metafísica sea la de disolverse en otro, renunciando a ser. Acaso quiere no ser, negar su esencia, para fluir bajo lo humano en substancia. Ab – negarse es la última finalidad de todo amor. Se niega y se ab-niega quien aspira a ser en otro. Y toda entrega tiene un hondo sentido metafísico de integración de altas conjugaciones. De esas conjugaciones se sirve el hombre para alimentar su existencia; a esas conjugaciones sirve la mujer ofreciéndose para abnegarse en la persona amada. La mujer se glorifica sintiéndose premio y golosina para el hombre a quien ha de servir, siempre cazador de esencias. Entregándose, la mujer con – suela, dulcifica la soledad del hombre. Y es que en la base de lo masculino hay un complejo de superioridad, como en el alma femenina hay un complejo de inferioridad, cosa que lo psicoanalistas no pueden ver ni entender. Ninguna mujer aparece perfilando señorío y poderío. Excluida de la Trinidad, la Virgen se complace en ser la esclava del Señor. Y las mujeres que en el Evangelio acompañan a María para buscar juntas el sepulcro del hijo, siguen la tradición femenina hebrea de Sara, Rebeca, Raquel, Ruth y culmina en la sulamita, en servicios de su juventud ardiente para dar calor a un rey envejecido. Decía Dostoyevski: “El amor consiste en el derecho libremente elegido por el amado a que le tiranicen”.

Por último, este sentido de comunidad de servicio que las mujeres sienten en sí mismas, les permite una cierta lucidez para interpretar y valorar el sentido de la entrega, distinguiendo entre la entrega como servicio y la entrega como vicio. Toda mujer en cohesión solidaria como género, tiende a enjuiciar con benevolencia las faltas de cada una en cuanto ésta representa la obediencia a una voluntad ciega de servicio, especie de fatalidad como sexo; en cambio, las faltas o caídas que no son propias de la mujer como acto de servicio, son enjuiciadas con rigor cruel. Para la entrega como servicio, la indulgencia; para le entrega como vicio, el rigor del juicio..

                                                                                                Salvador Navarro Z.

                                                                                                Escritor.

 

 

 

 

 

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                                        EL EXORCISMO DE LA CULPA

          La culpa impide el placer y la felicidad. Cuanto más consigamos eliminarla, mejor estaremos. Sin embargo, un mundo sin culpas es inviable. Ella no nos permite considerar normal una sociedad estructurada sobre la desigualdad y la injusticia social.

          Culpa. Todos los diccionarios se esfuerzan en definir el término, pero no consiguen más que considerar la “situación” de culpa: “Conducta negligente o imprudente, sin propósito de lesionar, pero de la cual proviene daño u ofensa a otro. Falta voluntaria o una obligación o a un principio ético. Delito, crimen, falta. Transgresión de un precepto religioso. Pecado. Responsabilidad por acción u omisión perjudicial, reprobable o criminal”.  Nada, ni una palabra sobre lo que sería el sentimiento de culpabilidad. Comprensible: como todo sentimiento, la culpa es difícil, casi imposible de ser definida en términos de lenguaje intelectual.

          Mientras tanto, la culpa va atenazando a los humanos desde los tiempos del Génesis bíblico. Como enseña la Biblia, somos todos culpables desde el nacimiento a causa del pecado original. La cosa ya comienza mal con esa historia de una Eva golosa y sin control, la serpiente y la manzana que no podía ser comida. En el segundo capítulo la cosa empeora; aparece en el aire un ojo acusador que persigue todo el tiempo a Caín, hijo de Adán y Eva, culpado de matar a su hermano Abel. Quiere decir: en la primera generación el hombre inventa la transgresión. En la segunda, inventa el crimen y el castigo (la culpa). Desde ahí en adelante, comienza a suceder un festival de culpas y sus respectivos castigos. Las ciudades de Sodoma y Gomorra son destruidas en minutos por el fuego divino porque sus habitantes, contrariando las normas de la moral sexual vigente, no estaban de acuerdo con el papel de padre y madre. En aquella ocasión, dos ángeles aconsejaron a Lot (ciudadano respetuoso con las normas) de que huyera con su familia momentos antes de la hecatombe. Pero, en un momento determinado, la mujer de Lot desobedece la recomendación de los ángeles y vuelve su mirada atrás para ver lo que estaba ocurriendo. Resultado: culpable de curiosidad, es castigada y se transforma en estatua de sal. ¿Y el diluvio universal? ¿Simple fenómeno meteorológico? Fue el enésimo castigo divino para redimir culpas que la humanidad cometiera. Sólo Noé se salvó, con su mujer e hijos, en un arca llena de animales.

          La serie de crímenes y castigos que figuran en la Biblia, principalmente en el Antiguo Testamento, parece no tener fin. Desde entonces, condicionados por ese terrorismo que es característico de la cultura judeocristiana, vivimos inmersos en un mar de culpas. Nos sentimos culpables cuando hacemos alguna cosa considerada impropia; culpables cuando dejamos de hacer esa misma cosa; culpables hasta de imaginar. Sentimos culpa cuando el correo nos envía el cobro de una deuda que no podemos pagar. Cuando, en pleno régimen de adelgazamiento, no conseguimos resistir la tentación de un pastel. Cuando dejamos al niño en el Parvulario para ir al trabajo. Sentimos culpa cuando decimos NO al mendigo que nos aborda en la calle y también cuando damos una limosna al mismo pordiosero. Hay gente que se siente culpable hasta por el simple acto de existir.

          ¡Mea culpa! ¡Mea máxima culpa! Era en la Edad Media, la tonada de muchos cristianos que se flagelaban para ser redimidos de pecados reales o imaginarios. El instrumento de tortura, infligida en la espalda, era un látigo de cuero crudo y trenzado, hecho a medida para esas liturgias del sufrimiento. Entre los lamentos del ¡Mea culpa! ¡Mea culpa! entonados con voz llorosa, golpes secos y ritmados, llagaban la piel del “pecador” dejándola en carne viva. Cuando esa sesión de horrores terminaba, sus protagonistas aún tenían que rezar durante horas pidiendo perdón. Finalmente, podían dormir en paz. Sus conciencias estaban tranquilas. La culpa había sido echada fuera.

          Exorcismo, cuando se habla de culpabilidad, es un término pertinente.

          Como todo demonio, el gran truco de la culpa es hacerse pasar por ángel. Así travestido, llega a ser considerado un estado normal, al cual nos habituamos desde el nacimiento. ¿Han notado cómo, aún en pañales, aprendemos a jugar con la culpa de nuestras madres y, el poder del llanto y otros trucos, saca provecho para conseguir lo que queremos? Profundamente escondido en nuestra psiquis desde el nacimiento, ya la culpa no nos abandona. Queda unida a cada uno de nosotros, como una sombra amenazadora.

          Incapaces de resolver la neurosis de culpa, algunos teóricos de la psicología racionalizan, diciendo que la culpa es necesaria, que nos fuerza a luchar contra la indolencia, estimula la imaginación y hacer surgir en nosotros la generosidad. Cuando se generalizan, tales argumentos son papel mojado. No hay duda de que la culpa es uno de los peores obstáculos que impiden el placer y la felicidad y, por eso, cuanto más conseguimos eliminarla, mejor estaremos. Pero, al mismo tiempo, es necesario reconocer cierta dosis de razón en aquellos que afirman que la culpa existe porque es necesaria. Un mundo sin culpas  - en el cual nunca nos sentiríamos en falta  -  sería inviable. Tal vez fuese un verdadero infierno. La culpa es un elemento esencial de unión entre las personas. Es un factor de socialización que, si no nos impide completamente matarnos unos a otros, nos lleva a cuestionar sobre el sentido de la existencia y la finalidad de nuestros actos. La culpa nos impide considerar normal y viable un mundo estructurado sobre la desigualdad, la injusticia social y la explotación del hombre por el hombre, exactamente el mundo que vivimos.

          ¿Por qué no es posible alcanzar un modus vivendi confortable y placentero con la culpa? Simplemente, porque placer y confort no vienen de una situación vivencial sino que, casi siempre, de la transgresión. Esta es una de las más fuertes convicciones que la vida nos ha proporcionado. Recordemos aquel viejo y sabio proverbio que dice: “En la vida todo lo que es bueno es inmoral, ilegal o engorda”.

          Mientras tanto, si la transgresión da placer, también provoca la culpa que impide el disfrute del mismo. Esta es la cuestión. Somos todos, en grados diversos, sujetos a culpa cuando cometemos alguna prohibición o tenemos la impresión de hacerlo, cuando dejamos de cumplir algún deber, cuando la realidad contradice la imagen ideal que poseemos de nosotros mismos. Situaciones de este tipo ocurren casi a cada instante, lo que significa que todo el tiempo, de un modo u otro, podemos experimentar el sentimiento de culpa.

          En un cuadro de esos, la primera pregunta sería: ¿culpable de qué? Para responderla se debe entender claramente que la ley de los hombres y la moral del sentido común no son los únicos indicadores de verdad o mentira, del bien y del mal, de lo permitido y lo prohibido. Existe un indicador más justo, más exacto y eficaz en cada uno de nosotros: él Yo Superior, una dimensión más profunda de la psiquis del individuo, de donde emana la consciencia innata de una cierta moralidad. En otras palabras, el Yo Superior es nuestro “juez interno” que, desde nuestras profundidades, nos informa con poquísimo margen de error sobre aquello que es cierto y lo que no lo es.

          Más vale escuchar  la voz de nuestro Yo cuando queremos descubrir si la culpa que sentimos es real o imaginaria, si ella tiene razón de ser o es simplemente producto de nuestros condicionamientos neuróticos. Aprender a escuchar y respetar esa voz es el primer paso para quien quiere aprender a lidiar con la culpa.

          El segundo paso es entender que el sentimiento de culpa  es una mezcla venenosa de emociones y sentimientos negativos y falsas convicciones. Es normal que, a veces, no nos sintamos orgullosos de nuestras acciones, sentimientos y pensamientos. Pero, casi siempre, superestimamos las consecuencias de nuestros actos, sentimientos y pensamientos, convencidos de que nuestros errores son mayores de lo que realmente son. De la misma forma, exageramos casi siempre las probables reacciones de los otros con relación a nuestros fallos.

          El antídoto para la tendencia a exagerar las cosas es simplemente el buen sentido. No permitir que la imaginación fantasiosa predomine sobre la evaluación clara y real de los actos. Es necesario saber darle su justa dimensión y aprender a justipreciar nuestras verdaderas responsabilidades.

          ¿Cómo? Si, por ejemplo, en el transcurso de una conversación nos sentimos culpables de haber hablado o actuado de modo equivocado, retrocedamos y demos tiempo para comprender lo que realmente ha ocurrido. No confiemos demasiado en las suposiciones: casi siempre los otros no lo juzgan así tal como pensamos. Si la inseguridad persiste, hagamos preguntas sobre el particular. La verdad, cualquiera sea ella, preservará las deducciones inútiles. Del mismo modo, acabemos con toda megalomanía y omnipotencia: nunca vamos a poder controlarlo todo ni saberlo anticipadamente. Un problema de tráfico, dificultades para estacionar, sentirse culpable por llegar tarde a un compromiso. Reflexionemos: ¿es nuestra la culpa? ¿No se debe el atraso a las circunstancias que no podemos controlar? En vez de remordernos silenciosamente con la culpa, al llegar expliquemos sin ninguna vergüenza las razones del atraso. Otro ejemplo: dejar de sufrir y sentirse culpable cada vez que nos crucemos con un mendigo en la calle. Es inútil cargar con toda la miseria del mundo sobre los hombros. Podemos y eso es loable, contribuir a disminuirla dando un poco de tiempo y dinero. Pero no vamos a poder nunca, solos, hacer que la miseria desaparezca de la faz de la tierra.

          Sobre todo, no hay que remover las culpas. Procuremos un amigo o amiga fiel y paciente, para hablar de ellas. Si no mejora así, recurramos a una terapia. Existen situaciones internas generadoras de culpa que ni el buen sentido ni la solidaridad de los amigos consiguen disipar. Por ejemplo: cuando el sentimiento de culpa está anclado en heridas profundas, tal vez ocurridas en la primera infancia. En esos casos el recurso del psicólogo permite tomar consciencia de esas dificultades para librarse de ellas más fácilmente.

          ¿Qué terapias? La mayor parte de ellas ayudan. Sea el tradicional psicoanálisis y psicología analítica o las más modernas terapias de comportamiento o la neurolingüista, casi todas consideran que el sentimiento de culpa tiene su origen en gran parte en las convicciones equivocadas que necesitan ser desenmascaradas. Cada una de esas escuelas terapéuticas desarrollan métodos propios para cambiar el sistema de creencias, de tal manera que resuelvan las neurosis de culpa.

          El sentimiento de culpa debilita las defensas del ego y hace que las personas sean presas de manipuladores autoritarios. Maridos, suegras, hijos, patrones, colegas . . . cuando no se tiene voluntad cualquiera puede ser transformado en otra cosa. Algunas personas resisten con calma las presiones. “Lo siento mucho, pero no voy a poder hacer horas extras esta semana”; mientras que otras tragan todos los sapos con miedo a perder el empleo o, más común, el afecto y aprobación del tirano. Existen algunas estrategias:

-        No tolerar ninguna imposición que amenace tu bienestar, salud y equilibrio físico y psíquico.

-        Tener confianza en uno mismo. Hacer examen de consciencia para saber si somos capaces de mejorar nuestra actuación frente a viejos y nuevos desafíos. Lo importante es no dejarse abatir por creencias negativas con relación a nosotros: “Soy demasiado perezoso”, “No tengo suficientes fuerzas”, Nunca voy a aprender eso”.

-        Si fuéramos de la tribu de los “culpables”, con tendencia a decir siempre “si” a aquellos que quieren mandar en ti, hay que poner coraje para cambiar el comportamiento habitual de sumisión. Decir al tirano que, debido a compromisos importantes no estarás disponible para satisfacer su voluntad todas las veces que lo pide. Aun el mayor tirano acaba por ceder ante una resistencia bien determinada. Y, aunque sea paradojal, aprende a respetar a quien resiste su autoritarismo.

El niño necesita límites para su edificación. Para los padres, toda dificultad reside en el ejercicio de una “autoridad inteligente”; establecer prohibiciones que darán estructura a la criatura sin desarrollar en ella sentimientos de culpabilidad. Hay unas reglas básicas para este proceso.

          El sentido de prohibición debe ser siempre explicado con claridad. Eliminar amenazas, chantajes del tipo: “Si no dejas de golpear a tu hermano, te vas a quedar sin postre”. Diremos: “No puedes golpear a tu hermano porque eso causa dolor”. Al comprender el sentido de las órdenes que recibe podrá fácilmente interiorizar reglas de comportamiento.

          Aceptar sus reacciones. Si le negamos alguna cosa, es natural que manifieste desagrado. En tal caso, evitar frases que provoquen culpa, como: “vamos a terminar con esa costumbre”; “Deja de llorar, ¿no te da vergüenza?” Digamos: “Comprendo que estés frustrado, pero no estoy de acuerdo contigo”.

          Y, por último, mostrar claramente que todos hemos de respetar unos límites y que no siempre podemos hacer lo que nos gustaría.

                                                            Salvador Navarro Z.

 

 

 

 

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                                                            EL MITO DEL ANDRÓGINO

Entre los romanos, el andrógino era considerado el ser perfecto. Se trata de un mito griego con profundas raíces en la verdadera naturaleza humana, ya que el andrógino participa de ambos sexos. Hoy, gracias a la química moderna y el conocimiento de las hormonas, sabemos que es imposible hablar de sexo puro masculino o femenino. Freud ya había vislumbrado esa verdad cuando declaró: “Todo acto sexual es un acontecimiento que implica a cuatro personas”. Ese tema fue profundizado por Jung y confirmado por la biología.

Del libro de Hermes Trimegisto:

“¿Cómo dices que Dios posee los dos sexos, oh Trimegisto?

Si, Asclepio, y no sólo Dios, sino todos los seres animales y vegetales”.

Nostalgia de una condición original que perdura en el recuerdo de los hombres, el amor encuentra su símbolo perfecto en el mito del andrógino. Hay en el amor sexual una contradicción interna que desafía a la lógica. La sexualidad es separación y unión, antagonismo y atracción o como decía Freud: “Una agresión que busca la unión más íntima”. La primera tarea de la sexología es admitir esta paradoja y procurar solucionarla por una verdadera dialéctica de los opuestos. De ahí la importancia de un símbolo que expresa admirablemente el misterio de la coincidencia de los opuestos.

El sexo es sólo una de las formas de la dualidad universal. El andrógino es, al mismo tiempo, el símbolo de la unidad primordial y divina y de toda experiencia que lleve al hombre a reintegrarla. Esta es la doctrina del mito iniciático que figura en la mayor parte de las grandes tradiciones sagradas de todo el mundo, con algunas variantes, sobre todo con elementos constantes. En el principio había un ser (o varios) que poseía los dos sexos. Él se dividió o se dejó dividir o fue dividido en dos mitades: una masculina y otra femenina. Pero con la separación o con el “corte” como decía Platón (etimológicamente sexo viene de sectus, cortado o eje, que divide por la mitad), surge el deseo de reunir y reconstituir lo separado.

Considerar al andrógino como símbolo de la pareja al mismo tiempo que de la unidad, es admitir la posibilidad de recubrir ritualmente esta separación por la unión de los sexos y, en lugar de admitir esta realización en otro mundo, hacer del amor una técnica existencial de reintegración. Vemos la importancia del símbolo cuando analizamos en profundidad la sexualidad y el amor. Al contrario de los mitos de evasión, de fuga, de rechazo del mundo, este es un mito que asume el mundo y propone a la pareja como una realización, en vez de una disolución.

Habiendo encontrado en el andrógino una explicación plenamente satisfactoria de las contradicciones aparentes del sexo y del amor, no me contento con ella. Deseo, antes de contrastar mis reflexiones, confrontar el mito y la ciencia.

Pretendo ahora describir las etapas que he seguido, esperando que otros, más competentes, sigan el estudio cuya riqueza apenas he podido entrever.

La psicología, en las personas de Freud y Jung dan confrontaciones sorprendentes. ¿Freud no expresó, desde 1.898, su fe en la bisexualidad esencial del hombre? Escribió una carta admirable a Fliess: “Me habitúo a considerar todo acto sexual como un acontecimiento que implica a cuatro personas”. En cuanto Jung, de modo más explícito, identifica en el psiquismo humano una tendencia a reconstituir un estado de coexistencia de lo masculino y lo femenino. Entretanto, no podía pretender dar un carácter científico al tema de la bisexualidad sin penetrar en nuevos caminos abiertos por la ciencia de la vida. ¿Realidad psíquica y también realidad biológica? Antes que nada, el tema de la unidad fundamental y radical de los sexos se encuentra en la historia de los seres vivos. En otras palabras: ¿qué pensar de la bisexualidad en la perspectiva evolucionista? Mi primera observación de novato fue constatar que los biólogos y los estudiantes de la naturaleza hablan de la bisexualidad como un fenómeno natural. Se trata de clases enteras de animales que presentan caracteres masculinos y femeninos. Son los llamados hermafroditas.

Con todo, observé que los científicos emplean indistintamente la palabra hermafroditismo para designar la bisexualidad funcional de animales elementales como los infusorios y el hermafroditismo propiamente dicho, con doble aparato genital, en especies más evolucionadas, como los gasterópodos, por ejemplo. Evidentemente, la primera es anterior al sexo, de quien parece preparar el camino, mientras que la segunda supone el sexo. Después de haber dejado aparte esta pequeña dificultad de vocabulario, aunque repleta de consecuencias en vista de mi propósito de situar la bisexualidad en el camino de la evolución, estaba preparado para seguir este camino. Como cualquiera puede hacerlo, consultando buenos libros de biología, observé qué originalmente la bisexualidad, especie de ambivalencia sexual, consiste en la aptitud de segregar al mismo tiempo sustancias masculinas y femeninas, diferencia funcional que luego se traduce por diferencias de estructuras. En una etapa más avanzada, la bisexualidad surge bajo la forma de un único órgano o glándula mixta donde se forman óvulos y espermatozoides, que anuncia la división de sexos, por cuanto la secreción del macho se realiza en una región y la de la hembra en otra. Posteriormente, la función se desdobla y divide en dos órganos distintos. Finalmente, ella queda separada en dos indivíduos diferentes. Así, desde las primeras observaciones, el sexo aparece como uno de los aspectos de desdoblamiento de lo simple para lo complejo de la unidad para ser diferente, para la especialización y adaptación que caracterizan la evolución de las especies.

En síntesis, la dualidad se realizó en un principio, en funciones correspondientes a lo masculino y femenino, después esta diferencia de funciones se extendió a la morfología y, seguidamente, se concretizó en dos seres distintos. Es sólo en este momento que podemos hablar de verdadera sexualidad, en el sentido que lo entendemos habitualmente. Pero esta separación de los sexos no marca el fin de la dualidad.

Experimentando lo complejo, la vida inventa especies con tres o más sexos y otras que reúnen más o menos completamente los aparatos genitales masculino y femenino. Ello suscita o tolera los fenómenos, las fantasías. Aves o insectos compuestos de una mitad masculina y otra femenina. Crustáceos presentando la particularidad de principiar la vida con un sexo y terminarla con otro, o mudar periodicamente de sexo. Estas extravagancias pueden afectar la especie humana. Se cuenta que el adivino Tiresias, pasó varias veces de la condición masculina a la femenina. Hay también el cuadro extraño en que Ribera presenta un indivíduo barbudo ofreciendo un seno hinchado a un recién nacido. En fin, todos recuerdan el cambio de sexo de alguna persona popular, por diarios o revistas. Sin embargo, se trata de anomalías, por lo menos en lo que se refiere a la especie humana. Es en el hombre normal donde debemos descubrir los vestigios de una bisexualidad original y fundamental. Morfológicamente, los dos sexos presentan tantas analogías como diferencias. En suma, cada uno de ellos parece haber conservado el esbozo y el proyecto del otro. En realidad, se trata de un proyecto abandonado. Para comprenderlo, debemos volver a las primeras fases de la vida embrionaria. Se admite generalmente que el embrión pasa por las mismas etapas de evolución que la especie. Ahora, el embrión conoce al principio un estado de indiferenciación sexual. Al asumir el sexo masculino o femenino, este órgano desarrolla la parte central llamada medular o su zona periférica, llamada cortical. La dirección dada a esta diferenciación es hecha bajo el control de las hormonas, sustancias químicas segregadas por las glándulas genitales o gónadas. La bisexualidad de las glándulas es seguida por los dos canales. Todo embrión, cualquiera sea su sexo genético, posee originalmente un par de canales de Wolff, los futuros canales genitales masculinos y un par de canales de Muller, futuros canales genitales femeninos. Durante su crecimiento, el embrión desarrolla uno y no los otros; en una fase más tardía, él los completará por anexos que terminarán la diferencia existente en el aparato genital externo, dejando sin embargo una reducción y una forma atrofiada de los órganos del sexo sacrificado. Metamorfosis admirable de un aparato genital idéntico que poco a poco se sexualiza, desarrollando en el hombre una especie de botón que permanece atrofiado en la mujer, dejando hendido en esta el orificio que se prolonga en el hombre. Se puede afirmar, que todo ser humano presenta vestigios de bisexualidad anatómica, residuos de una bisexualidad embrionaria.

Con todo, es la teoría de las hormonas la que da base científica a la hipótesis de una bisexualidad permanente, aunque fluctuante, de la especie humana. La importancia creciente de la bioquímica atrajo la atención de los hombres de ciencia hacia las secreciones que aseguran la sexualización del embrión y determinan la del adulto. Todo indivíduo segrega al mismo tiempo hormonas masculinas y femeninas. Todo lo que se puede decir es que los machos producen relativamente más andrógenos que estrógenos, pero en una proporción sujeta a variaciones. Fuera de esto, la estructura química de las hormonas es susceptible de cambios. Aunque el indivíduo sea un adulto, las hormonas presentan una cierta fluctuación entre los sexos. La función reguladora de ellos supone una potencialidad sexual dual. La función de las hormonas comprueba de manera evidente la bisexualidad del hombre. El psiquismo humano depende intimamente de esta oscilación del equilibrio hormonal. Sabemos que las hormonas no sólo controlan el desarrollo y comportamiento fisiológico de los sexos, sino también el comportamiento psicológico. Basta aplicar una inyección de hormonas femeninas para desarrollar las glándulas mamarias. La bisexualidad es una realidad profunda de la vida, tal vez la realidad de que la vida procura automáticamente restablecer en sentido inverso lo que hace dualizando y sexualizando.

Entretanto, el mito del andrógino no simboliza sólo la unidad germinal, sino también la nostalgia. No solamente ilustra la unidad sino toda la experiencia de reintegración en ella. En primer lugar, el amor, las realizaciones de la pareja. ¿Qué confirma la biología de esta representación?

En biología, el coito es el acto por el cual bajo el impulso de una fuerza que parece animar a todos los seres vivos, desde los protozoos hasta el hombre, dos indivíduos de la misma especie y generalmente de sexo diferente se conjugan de manera que permite a uno de ellos transferir una parte de su substancia celular al otro.

Esta definición provoca inmediatamente ciertas dudas y objecciones. ¿Cuál es la naturaleza de esta fuerza? ¿En qué medida está ligada a la sexualidad? ¿O a la fecundación?

Por tanto, es interesante repensar todo el mecanismo sexual en las dos extremidades de la evolución, bajo la forma más compleja así como de la forma más simple.

En lo que dice con respecto a los protozoos, sabemos que se reproducen por partición. Esta reproducción asexuada puede prolongarse indefinidamente. La reproducción de la especie está garantizada sin que los organismos recurran al sexo o al amor. Y, mientras tanto, el amor aparece. ¿Por qué otro nombre se puede llamar a este abrazo, esta yuxtaposición que recuerda al beso del ser entero, esta comunión de dos células, como abiertas la una para la otra y una en la otra?

Así, la fuerza que lleva a dos células a unirse no debe ser identificada con la fuerza que las lleva a reproducirse. Descubrimiento fundamental es percibir que en este momento elemental de la vida, el fenómeno de la reproducción y el de la conjunción, pueden permanecer distintos. Pueden coincidir, pero no confundirse. La finalidad del amor no es la procreación. La                                                                                                                                                                   multiplicación de las especies no exigía la invención de la sexualidad. Sabemos que la vida encontró otros modos: germinación, partogénesis. La sexualidad no era necesaria. Basta una simple variación de la temperatura para provocarla o interrumpirla. La sexualidad no está inscrita necesariamente en el ciclo biológico de un animal, sino que es determinada por factores contingentes. Sin duda, la sexualidad es propicia al rejuvenecimiento hereditario, a la eliminación de las taras que se acumulan poco a poco en una familia. Esa es una de sus ventajas. Pero nada autoriza a decir que sea su razón.

Si la fuerza que lleva a los paramecios a unirse no es el instinto de reproducción, tampoco es la atracción de los sexos. En el coito de estos infusorios hermafroditas, podemos observar cada uno de los participantes, rigurosamente semejantes, representar al mismo tiempo el papel de macho y hembra. Ninguna tendencia compensa un desvío sexual que no existe y nada reconstituye una bisexualidad que no dejó de existir. Estamos forzados a reconocer que el fenómeno erótico antecede a la sexualidad. La sexualidad es apenas una de las formas de la dualidad de la vida, lo que nos lleva a considerar la unión sexual como una de las maneras de compensar la dualidad y reconstituir la unidad. Es este corolario el que ilustra perfectamente la unión de los paramecios. Esto nos lleva a pensar que el amor no se confunde con la sexualidad ni con el instinto de procreación y que la atracción de los sexos es una de las modalidades de algo mucho más amplio, una tendencia a liberarse de toda diferenciación, particularización, fragmentación, para reconstituir la unidad perdida.

La fusión definitiva o pasajera de dos indivíduos posee la apariencia de un amor de tipo elemental. Algunos investigan si será una inclinación general a unirse que, como las moléculas del aire es insensible e inerte. “Principio de expansión”, “afinidad del ser por el ser”, “apetencia del otro”, poco importa las denominaciones. Podría bien tratarse de una propiedad universal cuyos ejemplos son encontrados en los ciclos de transformación de la materia en energía.

Pero esta modalidad no deja de ser la modalidad específica de la pareja, el camino abierto a los sexos por el amor para reconquistar su condición primitiva.

En el otro extremo de la evolución se sitúa el amor humano. Al reflexionar sobre la unión del hombre y la mujer, nos deparamos con un dato curioso. Ella es siempre descrita como un proceso de fecundación aunque en la mayoría de los casos este objetivo sea evitado. ¿Por eso debemos considerar estas uniones desprovistas de sentido? Sería un grave error. Hay casos, excepcionales, en que ellas significan más que una simple procreación; es cuando la fecundación espiritual sustituye a la otra. El tema que es antiguo, fue tocado por Platón en “El Banquete” y fue revolucionado por Jung y su psicología del inconsciente. Pero es verdad, que para comprender e interpretar estas conjunciones debemos recurrir al esquema biológico y hasta el esquema celular, sin olvidar que el acto supera infinitamente a las conjunciones de los gametos que permanece, aún cuando se quiera evitarse, como modelo y llave de los canales eróticos.

El esquema biológico es conocido por todos. Es un esquema de fecundación. Recordemos que se practica gracias a una verdadera violación celular del óvulo por el más fuerte y veloz de los espermatozoides. Violación acompañada por la transferencia del material genético del espermatozoide al óvulo. La función de la célula masculina es realizada de esta manera. En compensación, para la célula femenina, es el inicio de una actividad larga y prodigiosa. Esta diferencia se encuentra, como una señal, en el concepto que los sexos hacen de lo erótico. De la misma forma que la matriz de la mujer ha sido preparada para la maduración del fruto, su imaginación, por otro lado, está dispuesta a dejarse fecundar y a desarrollar considerablemente el material recibido. Son las hormonas las que explican esta homogeneidad, porque fueron sus secreciones las que prepararon el psiquismo de la mujer a la pasividad y a la gestación. Tal vez, algunos piensen que recurro demasiado a la teoría de las hormonas, pero es sólo una concesión al lenguaje de nuestra época. Excluyendo las hormonas, es probable que encontremos otra teoría para explicar, por ejemplo, la continuidad existente entre lo fisiológico y lo psíquico. El elemento importante en este caso es la continuidad, cualquiera sea su modo de expresión. Son las hormonas que en cada sexo condicionan la naturaleza del deseo y del amor, aunque estén siempre ligados en el hombre al nomadismo, la conquista, la agresión y hasta el sadismo y en la mujer a la paciencia, la pasividad, la sumisión y el masoquismo. Son las hormonas femeninas las que llevan probablemente a la maduración lenta del amor-pasión, así como a las evoluciones paciente de lo erótico. Los hormonas son una prueba de que la unión se realiza en diferentes niveles. Esta escala comporta virtualidades infinitas que van desde la fecundación propiamente dicha, a la fecundación del corazón, la imaginación y la mente. Desde lo más elemental al ceremonial más complicado. Del apetito ciego a la consciencia más perfecta de la actividad unificante del amor.

En todo instante los canales eróticos dejan transparentar el esquema biológico. La transferencia de su material por la célula masculina, la célula donadora a la célula femenina, la recepción hecha por esta última, la iniciativa tomada por la primera, la violación sufrida por la última, todos estos aspectos se reflejan fielmente en el comportamiento normal del hombre y la mujer, en las tendencias dominadoras, poligámicas y conquistadoras de uno y la disposición de la otra a la monogamia y la fidelidad, sin hablar en el sentido de posesión. Entretanto, el comportamiento anormal de ellos no es menos extraordinario. Revela igualmente la contradicción interna del mecanismo sexual y el aspecto profundo de las cosas, bajo la forma de una síntesis de los contrarios.

A lo que parece, la mayor parte si no todas las aberraciones humanas, encuentran su modelo en la evolución extraordinaria del amor animal. No existe solución de continuidad entre comportamiento animal y comportamiento humano. Ahora, ¿qué caracteriza esencialmente los canales eróticos de los animales? La ambivalencia de ellos. El sexo es al mismo tiempo fascinación y rechazo. Despierta atracción y antagonismo. Encontramos siempre el mismo contraste y, al lado de una gran diversidad de ritos de seducción (paradas, exhibición de encantos pigmentarios, producción de olores atrayentes, cantos diversos) hay otro repertorio de torturas como mordidas, fustigaciones, devorar al otro, mutilaciones, etc. Muchos se interrogarán sobre el sentido de estas violencias y llegarán a la conclusión de que tienen por efecto, tal vez por finalidad, exaltar el ardor genésico.

En vez de desanimar al compañero, la agresividad incentiva su exaltación. La combatividad es la provocación del amor animal. Un hecho curioso es que la combatividad se adapta al escenario sexual. Los machos están habituados a someter a la hembra, a inmovilizarla, a penetrarla más profundamente y por eso la combatividad es más rara en el sexo femenino, aunque asuma generalmente una forma devoradora. Este canibalismo de la hembra de muchas especies es el desarrollo excesivo de su función receptora, de la cual encontramos variantes menos feroces en la absorción bucal del esperma . Todas estas extravagancias y muchas otras, sobre todo las que tienen por efecto romper la monotonía del acto sexual: variedad de posiciones o delirios colectivos, se encuentran en leyendas humanas. Es así que innumerables cuentos folklóricos retoman el tema ascentral de la mujer devoradora. En literatura se ha tocado muchas veces el tema de la mujer atada o presa por una cuerda y semidesnuda sobre un aparato de gimnasia. Los descubrimientos del erotismo son naturales. En verdad, tenía mis dudas. Pero ellas son también el efecto de la diversidad infinita y del poder de invención de la vida. Cuando hacemos el amor se trata, según los teólogos, de una costumbre animal. El amor es profundamente animal. En eso consiste su belleza. Solamente la conclusión es falsa. Lo propio del amor humano es ser mental al mismo tiempo que animal. Unión constante del uno con el otro. Eso es lo interesante de esas aproximaciones. Al lado de la continuidad biológica del animal al hombre, ellas dejan entrever en el humano la continuidad psíquica de lo animal a lo mental. Sin duda, hay en el animal todos los elementos de un erotismo en sentido banal, esto es, una serie de recetas para provocar o afinar el deseo. Las señales son enviadas de un sexo al otro que, por asociación, determina el mecanismo sexual  como la visión de ciertos objetos determina al fetichista o al maníaco sexual. Algunos ritos son practicados de manera que provocan automáticamente el transe, la hipnosis, la catalepsia. Estos ritos son invariables para una especie determinada. Son el fruto de su invención y nunca la fantasía del indivíduo.

Solamente el hombre tiene capacidad de escoger en el repertorio de invenciones naturales aquellas que exaltan o le agradan. Puede, voluntariamente, adoptar los significados más diversos de la sexualidad, asumirlos mentalmente, imaginarlos. Y es aquí y no en el límite de lo normal y lo anormal, en la extravagancia de las formas y comportamientos, que comienza la perversión. Ella consiste en el abuso de esta imaginación, porque son al mismo tiempo recetas que se basan algunas en el placer y llevan a otros a una “confusión de los límites”, a una comunión cósmica en la que los actores se sienten comunicar con la naturaleza entera. Las aberraciones se justifican a medida que sirven al amor en vez de utilizarlo, que acentúan el sentido del misterio que ilustra la paradoja de la “agresión que favorece la unión más íntima”.

Debemos descender hasta los instintos para comprender alguna cosa sobre la psicología de los opuestos. Reciprocamente, es la psicología de los contrarios la que debemos recorrer para comprender el instinto sexual y solucionar la aparente contradicción del antagonismo de los sexos y del amor. Muchos enigmas serían aclarados si comprendiésemos que, inclusive en la violencia, el amor procura muchas veces afirmarse más espectacularmente. Y, en cierto sentido, lo mismo ocurre tal vez con otras aberraciones que tienen por efecto aumentar la separación entre los opuestos, lo bajo y lo alto, lo vergonzoso y lo sublime, la voluptuosidad y el dolor. Afirmaciones que sonarán profundamente inmoral para algunos y singularmente tranquilizante para otros, desde que por temperamente o por doctrina, consideren los contrarios como irreductibles o inseparables. Es posible que la psicología de las aberraciones sea, a final de cuentas, menos conflictiva de lo que pretenden los moralistas y que, también en este caso, el amor procure reservar su parte que es exhumar y desarrollar el germen más ínfimo del espíritu. Pero esto basta para sugerir que la evolución del amor humano se procesa en el sentido del espíritu y del conocimiento.

Lo que podemos guardar de esta breve confrontación con la ciencia es que la división de los sexos, precedida necesariamente de un estado en que las dos virtualidades son indistintas o unidas, van acompañada por la tendencia de los sexos a reunirse. Esta idea de la sexualidad como de una separación que tiende naturalmente o automáticamente a completarse, relega a un segundo plano la función procreadora en beneficio de alguna gran ley física y tal vez metafísica. Cada vez más se impone a nuestra atención, al lado de una tendencia de la vida a la expansión, la dilatación y la multiplicación, a la existencia de una tendencia complementaria, común tal vez a la materia animada e inanimada, a fundirse, reagruparse y reintegrarse a su estado original, a volver a la unidad. De esta propiedad regresiva o, conforme a la imagen tan justa de Freud , de esta elasticidad, la atracción de los sexos podría ser apenas una de las modalidades, la oportunidad ofrecida a la pareja para compensar la división de los sexos, para remediar la dualidad del amor. Con la consecuencia que el sentido del amor sería menos inclinarse para el sexo que vencerlo.

Es el descubrimiento de las hormonas lo que justifica esta interpretación del amor sexual. No sólo estas secreciones sustentan la hipótesis de una continuidad entre lo físico y lo moral, el cuerpo y el alma, la materia y el espíritu, deshaciendo así toda prevención rígidamente dualista, como la inconsistencia de los caracteres sexuales determinados por las hormonas, la aptitud de ellas para transformarse en ciertas especies a partir de factores de temperatura y nutrición y que constituye evidentemente un estímulo para considerar el sexo como un equilibrio provisional siempre sujeto a revisión. Es indiscutible que estas perspectivas favorece el mito del hermafrodita con una justificación probable. Recordemos a este propósito la enseñanza hindú: “La unión de los sexos es la única realidad; la existencia separada de ellos es una ilusión”.

La representación del sexo como el resultado de un conflicto latente entre los campos de fuerza de lo masculino y lo femenino es la de la bipolaridad. Nuestra polarización en uno u otro sexo representaría de cierta forma el coeficiente de la dualidad de nuestra naturaleza. Con la consecuencia de que las naturalezas fuertemente sexuadas, supermacho y superhembra, serían en el amor más intimamente dependientes del sexo y dominadas por él, sujetas al automatismo del instinto, en cuanto la naturaleza hermafrodita sería más libre, más apta por tanto de grandes construcciones mentales, para las cuales el instinto sexual sirve de pretexto y motor. ¡Cuántos problemas permanecen sin respuesta!

Como hemos visto, la preferencia dada a la química para explicar el fenómeno de la sexualidad en vez de atentar contra el prestigio del amor, lo aumenta considerablemente. El sexo no pierde su misterio al ser reducido a una fórmula. Por el contrario, nos lleva a meditar sobre la noción del misterio. Una vez escribí que la noción del misterio pasa actualmente por una revisión general. Este análisis amenaza los dos extremos. El misterio necesario, prohibido, el misterio tabú de las religiones tradicionales está siendo sustituído por la idea del misterio que puede ser aproximado, una palabra que indica prudencia, respeto, humildad y señala que la evolución procede a costas de un cierto racionalismo. En este análisis, la ciencia procura seguir el camino más ejemplar. En oposición a la ciencia que pretendía explicar todo, la ciencia moderna admite lo inexplicable. En los últimos cien años, ha tomado consciencia del misterio del sexo. Tanto en la biología como en otras disciplinas, a medida que los científicos aclaran ciertos problemas, van surgiendo otros nuevos, más complejos, más íntimos.

Esta revelación progresiva y nunca definitiva corresponde a etapas de la antigua iniciación. El misterio se aclara a medida que nos aproximamos a él, pero su brillo se hace ofuscante. Y, finalmente, nos encontramos ante algo inefable. Einstein, al admirarse de que la mente humana había podido comprender el mundo, deducía que Dios tal vez pudiese ser comprendido un día. En el punto extremo, toda tentativa crítica de hecho desemboca en el mismo lugar: el de la ley, esto es, el punto extremo conocido de aquello que el hombre denomina Dios. Es la última conquista de los inteligible. Pero, en el camino de la ciencia como en el del amor, puede haber una etapa por encima de lo inteligible, y al respecto de la cual podemos apenas decir como el monje budista: felicidad inenarrable.

                                                                                    Salvador Navarro Zamorano

 

 

 

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