ARTÍCULOS PERIODÍSTICOS III

Salvador Navarro Zamorano

 

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EL PRESENTE, AQUI Y AHORA

          Lo vivido en presente tiene una dimensión temporal que depende  de la intensidad con que lo vivimos; cuanto más intensidad, más tiempo vivido, pero menos tiempo para el pensamiento, para la intelectualización. Resulta, pues, que la intensidad, esto es la autenticidad existencial, se nos dilata en tiempo vivo, en presente, y se nos encoge en tiempo contable o numerable, en pasado. A la consideración posterior del recuerdo intelectual, todo lo que hemos vivido intensamente nos parece vivido en un instante, pero el momento de vivirlo fue entonces dilatado por la intensidad. A más vida, más tiempo de vida y menos tiempo de muerte.

          Todo lo que se vive, se vive en presente. Todo lo que se piensa es pasado, aunque el pensar mismo es presencial, pero llega tarde para aprehender lo pasado flotando en el aceite fluído de su misma temporalidad. Toda noticia es presente porque es el acta que levantamos de lo que vivimos; la conciencia es la colección simultánea de todas las noticias vigentes; la inconsciencia es el archivo de todo lo actuado y que, como todo archivo, tiene sus zonas de interés vital y otras traspapeladas. Es la cámara del olvido, a cargo de la memoria como archivadora, allí, en la cámara del olvido, opera la memoria, que tiene hábitos de funcionario, para recuperar la noticia que ya no sabe ni saborea la conciencia. Es el recuerdo intelectual.

          Pero hay otro tipo de memoria, menos funcionaria y más viva y personal, que recoge el pasado para devolverlo íntegro al presente, enriqueciendo la conciencia con la noticia ya en archivos, como si fuera fresca o de primera mano. Pero este recuerdo es creador, inspirado, casi materno. Exige un soplo de alguien que está con nosotros. Es la evocación que se nos devuelve con toda sus riquezas, al contacto o inspiración de alguien. Es el inconsciente colectivo que dilata la conciencia del presente. Todo lo que huele a comunidad, lo que tiene esencia de lo colectivo por el amor, es resucitable al presente. Por ejemplo, la poesía, porque ella es comunión, resonancia de unas almas en otras.

          Es más rico el presente del enamorado, porque es consciencia de dos. Del mismo modo, la conciencia familia nos permite vivir en presente simultáneo, de tiempos psicológicos distintos, de modo que el presente no es sólo el momento instantáneo de mi vida, sino el engranaje de mi momento con otros de otras conciencias que dilatan la mía. Y más amplio que el presente de la conciencia familiar es el de la generación. Y más que éste, el presente histórico, el presente de la conciencia histórica.

          Pero en la conciencia histórica, el hombre se ve reflejado, no como generador. Es un presente como flotante y desprendido de su persona. En cambio, en el ámbito familiar, el hombre tiene conciencia de sí como persona y, por el amor y la sangre, de las consciencias de los demás componentes, tomando contacto vivo con las generaciones que se reúnen. Todos integran un presente vivo y común.

          Los matrimonios sin hijos buscan la adopción de un niño no para engañarse con una comunidad de sangre inexistente, sino porque precisan el hijo para seguir alimentándose de futuro y, con esta inspiración, seguir alimentando el presente de sus vidas, ya que el pasado chupa y empalidece. El pasado lo necesita el niño de sus padres, puesto que él no tiene ninguno. Y así, en el ámbito familiar, se articulan las generaciones en un presente vivo.

                                                            Salvador Navarro.

 


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EL CONOCIMIENTO Y EL VALOR

          Dos formas fundamentales toma el espíritu en el hombre: la valentía personal y el afán de saber y conocer que, en el fondo, se abrazan en una sola forma de vida. Conocer es, en un sentido bíblico, violar o, al menos, poseer sexualmente y engendrar; pero también “conocer” es aplacar y conjurar. El hombre vence y conoce a la vez  lo mismo verdades que caminos y mujeres. Acaso quiere vencer y conocer para librarse del temor a que le lleva su femenino interior, adjunto a su hombría. El hombre odia lo misterioso, la ondulación sentimental y el miedo cósmico. Y conociendo, vence y profundiza en soledades.

          La razón es masculina de origen y forma. De la necesidad de prever lo que guarda el futuro y de anticipar la respuesta a toda pregunta posible, nació la inteligencia masculina. Hecho necesariamente cazador, se hizo cazador de verdades y mujeres, y ha ido hilando su inteligencia en la conciencia alerta.

          Su impulso de novedad le ha hecho mantener su atención sin detenerse satisfecho de sus hallazgos, de modo que cada conocimiento, en él, es una victoria que le impulsa a lanzarse sobre lo que aún no conoce, sobre lo que se le resiste. Lo fácil y cotidiano, lo acoge como tributo de cazador, pero por ser cosa ya cobrada, no le ofrece interés de conocimiento. Lo cotidiano y habitual es un poco lo enemigo de la inteligencia.

          Son pocos los señores que conocen a sus criados, y es raro el psicólogo que conoce profundamente a su mujer, ni las particularidades de su casa o de la calle donde vive.

          Pero el hombre antes que sabio quiere ser héroe. Y así aparecen los cuentos y leyendas donde se simboliza la plenitud masculina. El hombre coquetea con su inteligencia y su valor como la mujer con su belleza y su ingenuidad, es decir, con el estilo original del género a que pertenece. Muchas mujeres se fingen “muy mujer” haciéndose la sencilla y natural hasta en el mohín, como el hombre se finge “muy varón” con fanfarronadas constantes de bravo y alardes más o menos simulados de sabio. Por eso cuando la mujer coquetea con el espíritu en calidad de sabia o de valiente, el hombre la rechaza en su intelectualidad.

          Y, por ser ambas formas de vida viril profundamente próximas, hasta la identidad, toda la Historia está hecha y tatuada por las luchas entre intelectuales y capitanes. Es la hermandad de las “Armas” y de las “Letras” que Cervantes exaltó por su personaje loco, valiente y sabio. Las luchas entre obispos y nobles, terratenientes y guerreros, de la Edad Media, tenía que desembocar en la lucha entre el Pontificado y el Imperio, que son las primeras tentativas de emancipación de la sociedad civil ya adulta, del Renacimiento. El señorío del mundo siempre ha sido compartido entre sabios y valientes. En el fondo, en el hombre, la plenitud de su conciencia como tal se la da la valentía personal, más acaso, que el saber. Héroe quiere decir “hijo de Hera”, es decir, nacido de altas nupcias, entre dioses y hombres y no de brutos y plebeyos ayuntamientos. Los héroes son, pues, descendientes de dioses, hijos del amor divino, seres engendrados para un alto señorío natural.

          Sin duda, también se llega al heroísmo por el lado femenino; la mujer puede ser héroe si no por un ideal político o científico, si por una fe o por el amor del hombre o del hijo; en suma, por ab-negación. Es el otro modo del heroísmo sin señorío.       

                                                            Salvador Navarro.

 


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ANGUSTIA Y ABURRIMIENTO

          Hay un aburrimiento fundamental y hay un aburrimiento cotidiano, débil reflejo de aquél. Ese aburrimiento no es la angustia de Kierkegard, sino justamente lo opuesto. La angustia siente, bajo sí, temerosamente, la nada; es un miedo de nada. El aburrimiento anhela la nada, porque no tiene ganas de ser; no le gusta, no saborea el vivir y quiere volverse al fondo oscuro de los orígenes; si la angustia se espanta de la nada es precisamente porque ama el ser y, aún más, el existir, o forma humana de ser. El fundamentalmente aburrido está siempre próximo al suicidio; el angustiado, no, más bien quiere vivir y ser en el mundo. Por eso, el viejo siente angustia pero no aburrimiento; el adolescente, todo lo contrario: se aburre, pero no se angustia. El hombre, con sólo existir, es un manojo de angustias indefinibles. Tiene el sutil sentimiento de que se le ha olvidado algo anterior a su existencia y anhela recordarlo, pero no sabe ni puede. Esta nostalgia fundamental origina la angustia, pero no el aburrimiento, que es como la tristeza última de ser, de regresar a la nada. La angustia huye de la nada y halla buenos la vida y el ser, mientras el aburrimiento no haya sentido ni finalidad al existir; ama el pasado y no el futuro de su existencia; la angustia anhela el existir futuro y no el pasado, que es la nada. Toda forma de tendencia al regreso  es de origen femenino, y toda huída de la nada y el pasado, para afirmarse en el existir, es de tendencia masculina.

          El aburrimiento es la desgana profunda de existir; es la ausencia de alguien; se siente la conciencia del tiempo vacío de la existencia, porque falta alguien que dé gravedad a esa existencia. En el aburrimiento todo pesa, incluso el ser. Los animales pueden ponerse tristes, pero ninguno se aburre ni se angustia; angustia y aburrimiento son del tejido metafísico de la persona.

          Pero, aparte ese aburrimiento fundamental, hay formas cotidianas del aburrimiento. Así como la angustia tiene la forma del miedo (cuando es colectivo se llama pánico; si el miedo es cósmico, se denomina terror, porque nos sube como un fluído de la tierra; si el miedo es brusco y fuerte, se llama susto, y si súbito y rígido, sorpresa, que nos sor-prende hasta casi dejarnos de piedra, en el estupor), así el aburrimiento, que es sentirse sólamente incompleto (sentirse apartado, solo y sin peso, falto de voluntad y de deseos), toma diversas formas: hay un sentimiento de pereza, de voluntades mansas, lentas, una desgana que se siente principalmente en países cálidos; hay otras profundas, casi un vacío vital, que los románticos latinos llamaron “tedio” y ahora “angustia vital”. Hay hasta un estilo racial y colectivo de sentir el aburrimiento, como el “spleen” de los ingleses, las “saudades” portuguesas y la “pena” andaluza; todas son formas tenues de la melancolía original, de la nostalgia del existir y todas presentan un sentimiento concreto, unas ganas oscuras de morirse.

          Hasta aquí, el verdadero aburrimiento, como hecho psicológico, hambre indescifrable y secreta de no ser, aunque se halla socialmente muy extendido como equivalente a sentimiento de desaliento. El hastío es cansancio de viviencias demasiado usadas. El tedio  es falta de tensión interior, inapetencia. El spleen, es hastío inglés, bostezo del rico sin ocupación, mientras acaricia el lomo del tiempo. La saudades como la morriña, son sentimientos de desarraigados, que sienten la nostalgia de sus raíces. La soleá es tristeza metafísica, melancolía. Pero nada de esto es aburrimiento, que es sueño sordo de nada y disolución.

                                                            Salvador Navarro Zamorano          

 

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LOS ESPÍRITUS DEL AIRE, DEL FUEGO, DEL AGUA Y DE LA TIERRA

          Ellos no son espíritus comunes. Paracelso, el príncipe de los alquimistas, decía que no es apropiado llamarlos espíritus, pues ellos tienen carne, sangre y huesos en la materia especial de que son hechos, viven y se propagan, comen, hablan y duermen, y son mortales aunque vivan mucho tiempo. Generalmente se niega su existencia real, pero es imposible negar que hayan existido, desde siempre, en el universo humano, poblando la mitología, los poemas, el arte, la literatura y la fantasía de niños y de santos.

          La humanidad debe a Philippus Aureolus Paracelsus, primero entre los alquimistas y filósofos herméticos y auténtico poseedor del secreto real (piedra filosofal y elixir de la vida), la más completa y lúcida exposición de la pneumología oculta, rama de la filosofía que trabaja con las sustancias espirituales. Paracelso creía que cada uno de los cuatro elementos primarios conocidos por los antiguos (tierra, aire, fuego y agua) era constituido de un principio sutil, vaporoso, y de una sustancia material densa.

          El aire, por tanto, es de naturaleza dual. Es al mismo tiempo atmósfera tangible y un substrato intangible, volátil, que puede ser llamado aire espiritual. El fuego es visible e invisible, una llama etérea y espiritual que se manifiesta a través de una llama sustancial y material. Llevando la analogía mucho más lejos, el agua consiste en un fluído denso y una esencia potencial de naturaleza fluídica. La tierra tiene, igualmente, dos partes esenciales, siendo la inferior fija, terrena, inmóvil, y la superior móvil y virtual.

          El término general elementos ha sido aplicado a la fase inferior o física, de esos cuatro principios primarios, y el nombre esencias elementales, a sus correspondientes constituciones invisibles y espirituales.

          Los minerales, las plantas, los animales y los hombres, viven en un mundo compuesto de la parte densa de esos cuatro elementos y sus organismos vivientes son construidos de las varias combinaciones posibles entre los elementos.

          Si analizamos el punto de partida de toda vida material, descubrimos que consiste en una clara ausencia de estructuras, en una sustancia gelatinosa que se asemeja a la albúmina o la clara de huevo. Esa sustancia está hecha de carbono, hidrógeno, oxígeno y nitrógeno. Su nombre es protoplasma. Y ella es no sólo la unidad estructura de la cual todos los cuerpos vivientes llegan a la vida, sino también la sustancia de la cual son seguidamente constituidos.

          El elemento agua de los antiguos filósofos, se ha metamorfoseado en hidrógeno de la ciencia moderna; el aire, es ahora oxígeno; el fuego, nitrógeno; la tierra, carbono.

          Del mismo modo que la naturaleza visible es habitada por un número infinito de criaturas vivientes, así también dice Paracelso, la contraparte invisible y espiritual (compuesta de los principios tenues de los elementos visibles) es habitada por una legión de seres peculiares, a los cuales él dio el nombre de elementales, y que más tarde fueron llamados espíritus de la naturaleza. Paracelso dividió esa población de los elementos en cuatro grupos distintos, a los que llamó gnomos, ondinas, silfos y salamandras. Pensaba que fuesen criaturas realmente vivias, muy semejantes al ser humano en la forma, y que habitaban sus propios mundos, invisibles para nosotros, porque los sentidos poco desarrollados del hombre eran incapaces de funcionar más allá de las limitaciones de la materia densa.

          Las civilizaciones de Grecia, Roma, Egipto, China y la India, creían implicitamente en sátiros, espíritus y duendes. Ellos poblaban el mar con las sirenas, los ríos y fuentes con ninfas, el aire con hadas, el fuego con lares o penates, la tierra con faunos y ninfas de los bosques. Esos espíritus de la naturaleza eran tenidos en alta estima, y se les hacían ofrendas propiciatorias. Ocasionalmente, como resultado de las condiciones atmosféricas, o de la peculiar sensitividad del devoto, ellos se hacían visibles. Muchos autores escribieron al respecto en términos que denotan haber sido testigos de esos habitantes de los reinos más sutiles de la naturaleza. Buen número de antropólogos son de la opinión que muchos de los dioses de las culturas paganas eran elementales, pues creían que muchos de esos invisibles eran de estatura imponente y maneras majestuosas.

          Los griegos llamaban deimon a algunos de esos elementales, especialmente a los de órdenes más altas, y los veneraban. Probablemente, el más famoso de essos deimon, haya sido el espíritu misterioso que instruía a Sócrates, y del cual el gran filósofo hablaba en términos elevados.

          Dice Thomas Taylor, en su obra “Apuleyo y su opinión sobre el dios de Sócrates”: “En la medida que el deimon de Sócrates era, sin duda, de un orden elevado, como se puedo inferir por la superioridad intelectual del sabio, en relación a sus contemporáneos, Apuleyo está justificado al llamar a ese deimon de Sócrates, un dios. Y que el deimon de Sócrates era de hecho divino, es evidente por el testimonio del propio Sócrates en el primer Alcibiades; pues en el curso de ese diálogo, dice claramente que “hasta ahora el dios no me había ordenado que hablara contigo”. Y, en la Apología, evidencia de manera inequívoca que el deimon es dotado de divina trascendencia, siendo considerado de alta jerarquía en el orden de los deimons.

          La idea, antiguamente sustentada, de que los elementos invisibles que rodean e interpenetran la Tierra eran habitados por seres vivos e inteligentes, puede parecer ridícula a la mente prosaica de hoy. Esa doctrina, sin embargo, encuentra reconocimiento entre hombres destacados en el mundo. Los silfos de Gerolamo Cardán, filósofo y matemático italiano; la salamandra vista por Benvenuto Cellini; y el pequeño hombre rojo o gnomo de Napoleón, encuentran su lugar en las páginas de la historia.

          La literatura también perpetuó el concepto de los espíritus de la naturaleza. El travieso Puck de Shakespeare, en el Sueño de una noche de verano; las misteriosas criaturas de Zanoni, de Lord Lytton, entre otros, son conocidos por los estudiantes.

          El folklore y la mitología de todos los pueblos abundan en leyendas sobre esas figuras misteriosas que habitan en viejos catillos, guardan tesoros en las profundidades de la tierra y construyen casas bajo la protección de los hongos.

                                                                      Salvador Navarro Zamorano

 

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LA FE QUE MUEVE MONTAÑAS

          Se ha probado que la meditación puede bajar la presión alta. ¿Y qué decir sobre el poder de la oración?

          La medicina y la religión actúan en el mismo terreno: vida, muerte y bienestar. Pero raramente convergen, pues abordan las cuestiones bajo ángulos diversos. Una excepción notable son los trabajos que se han hecho sobre el tema de la relajación. Se argumenta que la mente ejerce una influencia mucho más grande de lo que se supone sobre la salud física. Meditación (vamos a definirla), comprendida en el sentido oriental: vaciar la mente para relajar.

          No niego que la medicina moderna hace maravillas con sus pacientes. Corrige problemas cardíacos, que antes suponían la muerte cierta; cura tuberculosis y hace trasplantes de órganos, por dar algunos ejemplos. Pero estos avances científicos no alcanzan ni la mitad de los problemas de salud. Los otros restantes se refieren a males autolimitados y problemas psicosomáticos, entre mente y cuerpo.

          La tentativa de los médicos de solucionar problemas psicosomáticos con soluciones tecnológicas, es peligrosa: están los efectos colaterales de medicamentos que se podría evitar, además de cirugías innecesarias.

          Mejor intentar la solución a través de la dicotomía mente-cuerpo. No hay duda de que los circuitos nerviosos de nuestro cerebro se integran con el resto del cuerpo. Por ejemplo: si estamos ante una situación peligrosa, la mente y el cuerpo entran en una reacción lucha o fuga. El corazón late más aprisa y la presión sanguínea sube.

          Los órganos del cuerpo ignoran la distinción entre la realidad y la percepción. Por ejemplo, si soñamos que alguien nos persigue o ataca, las imágenes orínicas desencadenan los mismos circuitos que entrarían en acción en una situación peligrosa real. El corazón se dispara, sudamos y la situación puede alcanzar tal gravedad, que puede llevar a algunos al borde del infarto, a pesar de estar dormidos.

          Resumiendo: para el cuerpo, la realidad es aquello que el cerebro determina. Por eso, existen fenómenos como la falsa gravidez. Hay mujeres que llegan a presentar modificaciones mamarias, lactación e hinchazón abdominal.

          Una de las más perturbadoras interacciones mente/cuerpo, es el círculo vicioso de la ansiedad.  Funciona así: la ansiedad activa el sistema nervioso simpático, que gobierna la enervación del músculo cardíaco y de las glándulas. El descontrol glandular y eventualmente el cardíaco aumenta la preocupación, empeorando los síntomas físicos y emocionales de una enfermedad. La agravación de los síntomas vuelve a aumentar la ansiedad. Y pronto se está construyendo un círculo vicioso, presente en problemas como hipertensión, dolores estomacales y de espalda, jaqueca, insomnio y fobias.

          La meditación interviene en el círculo vicioso de la ansiedad y representa una gran ayuda, provocando un relajamiento, opuesto a la reacción lucha o fuga.

          Hasta hace algunos años, la mayoría de los facultativos recibían con escepticismo tales consideraciones. Pero investigaciones realizadas con pacientes han demostrado que el colesterol disminuyó un 35%, gracias a la meditación. Hoy, muchos psicólogos y psiquiatras sugieren la meditación como una medida encaminada a disminuir problemas causados por el stress.

          En cierta forma, se ha recorrido un largo camino para llegar hasta aquí. En primer lugar se retiró la meditación de su contexto religioso, considerándola de forma puramente pragmática. La intención era aprovechar los beneficios de la técnica para la salud.

          Al principio, se comenzó haciendo que el paciente escogiera una palabra neutra o con cierta sonoridad. La palabra se repetía durante 20 minutos monótamente, a fin de “vaciar” la mente de contenido. Cuando se constató que la gente no encontraban siempre tiempo para hacer este programa, se sugirió la oración como segunda solución. Siempre que la respuesta era afirmativa, coincidencia o no, el paciente encontraba el tiempo necesario para rezar.

          Ejemplo elocuente son las personas que sufren taquicardias. Si desde el momento que se presenta los primeros síntomas, el individuo comienza a rezar con fe e intensidad,  comprobará que los latidos cardíacos se ponen suavemente bajo control.

          El ejemplo es un argumento a favor de la eficiencia de la fe. Pero no de una fe específica. Cualquiera de ellas, sea religiosa, filosófica o un sistema de pensamiento. Sólo hay que atenerse a aquello que la ciencia pueda medir, y afirmo que en términos puramente científicos, la fe beneficia a los pacientes. Hay mucho que aprender sobre el poder curativo de la mente.

          En busca de respuestas se ha viajado hasta la India, para verificar si es verdad que los yoguis son capaces, a través de una meditación especial, de derretir nieve a su alrededor, en pleno invierno en las montañas.

          Naturalmente, no se ha visto a nadie que derrita la nieve. Pero había un yogui que conseguía elevar la temperatura de sus dedos. Ante esta proeza, no es de admirar que curen muchos problemas físicos.

          No se trata de un privilegio oriental. Religiones de todas partes del mundo describen algunas combinaciones de relajación con fe capaces de atribuir a ciertas personas capacidades curativas.

          Vamos a llamar a esta combinación de factor fe. Los más antiguos relatos de capacidades curativas datan de más de 3.000 años, así que no se trata de ninguna novedad. Recientemente, en Europa se creía que los reyes tenían poder para curar con su toque. Pero había una condición imprescindible: Curador y paciente necesitaban tener fe en el restablecimiento de la salud. Solamente así era posible la curación.

          La creencia es el ingrediente oculto de la medicina y de todos los sistemas tradicionales curativos que se conocen. Gran número de enfermedades han sido tratadas y curadas si el paciente ha creído en un determinado tratamiento.

          Por ejemplo: la nueva medicina recetada por un médico convencido de su eficacia, tiene una potencia mayor que la que receta un especialista que duda de ella. El médico cataliza la creencia y el poder del paciente, para que se ayude a sí mismo. Este hecho nos lleva al paso siguiente: desarrollando tal poder, una persona es capaz de mejorarse sin el médico, simplemente creyendo en una fuerza exterior, como Dios.

          En ese terreno se incluye curas milagrosas, como las de Lourdes, en Francia, o las de Fátima, en Portugal; o las curas entre creyentes, en las Iglesias Pentecostales, por citar algunos ejemplos.

          En cierta manera, el fenómeno se compara al denominado efecto placebo; una simulación de una fórmula farmacológica curativa que se suministra al paciente, haciéndole creer que es la auténtica. Se suministra para dar calma y seguridad, reflejando el poder de la creencia. Y se comprueba que en muchas ocasiones, la mente tiene poder positivo sobre el cuerpo; que la fe puede curar.

           Estudios clínicos han demostrado que algunos minutos de conversación afectuosa entre un profesional y su paciente, antes de una operación quirúrgica, disminuye la necesidad de anestesia contra el dolor durante la recuperación, siendo más rápida la convalecencia.

          Es importante no olvidar que el factor fe tiene límites. Nadie debe confiar sólo en ella, principalmente en los casos donde la medicina es eficiente. Pero en otros muchos, la fuerza de la creencia personal, con la medicina y la fe cooperando, pueden señalar la gran diferencia. Puedo decir que trato de convencer al lector de que la religión y la medicina pueden caminar juntas sin dicrepar en el fondo. Podríamos agradecer a nuestro médico que nos enseñara de nuevo el camino de la oración.

                                                                      Salvador Navarro Zamorano.

                                                                      Especialista en Homeopatía.

 

 

 

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